FUGIT

Nadie se dio cuenta de la desaparición de Jean de Avallon hasta bien entrada la mañana del 24 de diciembre. ¿Desidia? No. La razón, sin duda, había que buscarla en la tranquilidad que anidaba en el corazón de los monjes desde que se supieron dentro de los muros de Chartres; allí dentro, la protección de un guerrero no era tan necesaria como en los caminos, y a buen seguro no requerirían de él para casi nada a menos que decidieran regresar pronto a Claraval.

El primero en darse cuenta de que algo no marchaba bien fue el hermano Alfredo. Responsable último de la cocina de los frailes, necesitaba de un hombre fuerte y joven como De Avallon para mover el pesado armario en el que pensaba guardar los alimentos de la cena de Nochebuena. Fue al ir a buscarlo a su alcoba cuando encontró que ésta estaba desierta. «Qué extraño -pensó-, nunca se ausenta sin avisar.» Fray Alfredo lo buscó por todas partes, y aunque tenía el absoluto convencimiento de que no debía de andar muy lejos (sus armas estaban todas apiladas, en orden, en su aposento), fue incapaz de dar con él. Su montura, sus ropas, y todos los enseres que lleva un caballero, incluyendo el sagrado estandarte bicolor de su orden, estaban en su lugar. Ningún caballero saldría sin ellos.

A la hora sexta, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo, no sólo fray Alfredo sino todos los monjes y mozos de cuadras lo buscaban por los alrededores, gritando su nombre. Junto a él, además, había desaparecido Felipe, lo que no podía ser más que otra señal de que algo funesto les había ocurrido. Jamás caballero y ayudante hubieran desaparecido sin dar cuenta de sus intenciones de viaje al abad.

Pero ¿acaso no habían sido ambos los comisionados para investigar la muerte y mutilación de Pierre de Blanchefort? Los rumores, claro, se dispararon antes de empezar la tarde.

Al no encontrarse ni rastro de ellos en las caballerizas o en las tiendas del pueblo, comenzó a extenderse el rumor de que el asesino del maestro de obras podría haber dado cuenta de los dos hombres aprovechando un descuido. Lo peor era que eso sólo podía significar una cosa: que el criminal era alguien muy cercano a ellos, y que debía conocer sus momentos de debilidad antes de atacar. Pero ¿y sus cuerpos? «Aparecerán flotando en el río», decían unos. «O enterrados junto a algún requiebro del camino», murmuraban otros, persignándose.

Según transcurrían las horas, la desazón fue instalándose en el corazón de los monjes. Nadie les había visto salir de sus aposentos durante la noche, ni habían cruzado con ellos palabra alguna que permitiera sugerir la intención de acudir a algún lugar para continuar su investigación. Sencillamente -concluyeron- era como si se los hubiera tragado la tierra.

El abad de Claraval, cada vez más consternado, no salió de sus aposentos en toda la jornada. No probó bocado, hasta que, finalmente, temiéndose lo peor, mandó escribir una nota para que fuera entregada al obispo Bertrand, en la que le daba cuenta de los hechos.

Lo meditó mucho, pero finalmente se decidió. Dado lo mucho que se había sincerado con él el obispo durante su última conversación, y que le consideraba ya un aliado contra el Enemigo, no tenía otra alternativa.

«Me atrevo a importunarle por este medio -dictó a uno de sus frailes de confianza-, porque tengo suficientes razones para creer que los dos hombres que se hacían cargo de nuestra protección militar han podido correr la misma suerte que su maestro de obras. Llevamos buscándolos desde esta mañana en los alrededores de esta casa, y hasta ahora lo único que hemos encontrado fuera de lugar ha sido un cirio casi deshecho en la cripta que tan funesto recuerdo nos trae sin duda a ambos. No es mucho, cierto, pero dado que nadie se ha responsabilizado aún de haber bajado hasta allá la cera, mis temores se multiplican. ¿No fue vuestra eminencia quien dijo que su maestro de obras se volatilizó en aquel mismo lugar? ¿Y no fue a su regreso cuando éste enfermó y murió?»

Bernardo tosió antes de continuar, enjugándose el sudor nervioso que se acumulaba en sus sienes. A renglón seguido, el abad ordenó añadir lo siguiente: «Os ruego que mantengáis vuestra cripta sellada, para evitar que estas desgracias puedan volver a repetirse antes de concluir nuestra investigación. Me inclino a pensar que el Diablo anda tras estas calamidades, y como ya le dije, el único remedio es poner piedras sobre el lugar de acuerdo a los planes de Dios que ya vienen de camino. Suyo afectísimo. Bernardo».

Después de plegar cuidadosamente la pieza de papel dictada y estampar sobre la mancha caliente de lacre su sello personal, entregó aquel escrito al padre Andrés para que lo llevara personalmente al obispo. Éste, obediente, inclinó la cabeza en señal de sumisión, aunque no pudo evitar su sorpresa ante aquellas extrañas revelaciones.

– ¿Le hará caso, padre? -preguntó el fraile antes de abandonar la alcoba del abad, aun a riesgo de pecar de indiscreto.

El abad no se inmutó.

– Más vale, hermano -le respondió lánguido-. De lo contrario, y si no nos da tiempo a iniciar nuestra obra según lo planeado, el Mal podría extenderse libremente por la Tierra durante los próximos mil años. ¿Lo imagina? Un milenio de terror.

– ¡Ave María Santísima! ¡Mil años!

Y el fraile desapareció a toda velocidad.

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