ROGELIO

Monasterio de Santa Catalina (Egipto), en la actualidad

El icono de «mensaje entrante» se iluminó en la pantalla fosforescente del hermano Rogelio a eso de las siete de la tarde, hora egipcia. Desde que los técnicos de IBM viajaran expresamente hasta aquel desolado paraje donde dicen que creció la zarza ardiente que vio Moisés durante el Éxodo, y remontaran cargados de ordenadores los tres mil escalones tallados en roca viva que desembocan en su Santa Casa, el monasterio activo más antiguo del mundo se había convertido también en uno de los mejor informados del planeta.

Rogelio, un varón de tez oscura, barbas acabadas en punta y nariz afilada, era sin duda el artífice del milagro. En enero de 1999 consiguió que lo aceptaran en la comunidad junto a su equipo de cuatro «ciberfrailes», y pocos meses después obtenía de la Santa Epistasia -una especie de Vaticano ortodoxo- los fondos necesarios para la adquisición de las computadoras. Ahora las había en todas partes: en el refectorio, en la cocina y, claro está, en la preciosa biblioteca del monasterio.

Aunque su función no era, ciertamente, la de estar pendiente del correo entrante, Rogelio abrió de un golpe de ratón el buzón electrónico, cerciorándose de que el mensaje recién llegado estaba dirigido a alguno de los cuarenta religiosos del lugar. Aquella era la vigésima comunicación de la tarde, así que, sin prestarle demasiada atención, hizo clic en el botón de la impresora y aguardó.

La máquina emitió un gruñido familiar.

Una vez en papel reciclado, Rogelio tomó los nueve folios expelidos por la bandeja de la Hewlett Packard y enfiló el camino más corto hacia la sacristía. El destinatario justificaba el paseo. Si sus cálculos no fallaban, el obispo Teodoro debía encontrarse a esa hora en la iglesia de la Transfiguración, el Katholikón del lugar, a punto de terminar la última misa del día.

Acertó. El patriarca estaba ya fuera del altar, recogiendo sus enseres y ordenándolos en la habitación contigua a los frescos de San Cipriano del templo. Lucía su habitual porte sereno, como si viviera en un mundo donde todo iba bien y nada escapara al sabio control de Dios.

– Hermosa jornada, ¿verdad, hermano Rogelio?

La amable sonrisa del obispo, apenas visible tras sus pobladas barbas blancas, recibió al monje entre los extáticos efluvios del incienso de sándalo.

– ¿Estuviste en misa?

Rogelio meneó la cabeza.

– Vaya, ¿tan pronto te has cansado de cumplir con las obligaciones de nuestra Casa? -la franqueza del obispo Teodoro desarmó al monje. En realidad, bromeaba. Le encantaba hacerlo con los recién llegados o con los monjes de su absoluta confianza; Rogelio pertenecía al segundo grupo-. Ya sé que el ritmo aquí es más lento que en Tesalónica o en París, pero te acostumbrarás. Incluso es posible que descubras que los ordenadores no lo son todo en los días que corren. Por otra parte, ¡Virgen Santa! ¡Dichoso tú que has visto tanto mundo antes de recluirte aquí!

– Sólo llevo un año, eminencia. Aún no puedo quejarme.

– Claro, claro -sonrió de nuevo el obispo-. Déjame quitarme esto antes de atenderte.

La casulla de pedrería con la que había oficiado el rito -una pieza de valor incalculable del siglo XIV-, cayó suavemente sobre un rústico sillón de felpa que desentonaba aún más que las computadoras entre tanto icono cuajado de pan de oro.

– Me traes algo, por supuesto.

El obispo no preguntó. Afirmó.

– Sí. Esto acaba de llegar para vuestra eminencia -reaccionó Rogelio, extendiéndole las páginas que traía bajo el brazo-. Está en francés. Si lo desea, yo puedo…

– ¡Ah! Soy capaz de leerlo perfectamente. Aprendí francés traduciendo las cartas de cruzados que tenemos en los archivos. Tal vez sea un francés algo anticuado, pero servirá.

Rogelio enrojeció.

No pretendía subestimar al obispo. En realidad, le hacía gracia que Teodoro, un sesentón de aspecto corpulento enfundado en sus sobrios hábitos ortodoxos, llevara casi toda su vida confinado entre aquellos muros y tuviera una visión tan universal de todo. Santa Catalina era para un hombre de su especie algo así como el axis mundi del saber y, desde luego, la mejor escuela de idiomas imaginable. Copto, hebreo, griego clásico, latín, arameo, turco, árabe… Textos de todas las clases seguían estudiándose en aquel templo igual que hacía diez siglos. Quizá por eso, cada vez que caía en manos del patriarca un pedazo de papel, aunque fuera uno recién regurgitado por cualquiera de los nuevos IBM de la sala de ordenadores, lo estudiaba con infinita delicadeza. Casi como si fuera un ejemplar único.

Y aquel e-mail no fue una excepción. Lo tomó sólo con dos dedos y comenzó a leerlo sin darse tiempo a despedir al hermano Rogelio. De hecho, al venerable Teodoro le bastó leer la primera línea -donde dice «asunto»- para mudar repentinamente su gesto beatífico.

– Pero ¿qué significa?

Y siguió leyendo.

– ¿Lo acabáis de recibir? -preguntó.

– Hace unos minutos.

– ¿Y no ha pasado por las manos de nadie?

– Sólo las mías, eminencia.

Por cosas del respeto debido, Rogelio aguardó de pie a que terminara de leer, fingiendo desinterés. Aparentó meditar frente a un crucifijo de bronce plantado en el centro de la enorme mesa que presidía la sacristía, mientras el obispo comenzaba a dar vueltas y más vueltas a su alrededor, como si orbitara en torno al monje.

– Y bien -finalmente, Teodoro clavó sus ojos de color Egeo en Rogelio, como si quisiera arrancarle una confesión-, ¿no sabes de qué se trata?

– No, eminencia. No lo he leído.

– ¿Y no sientes curiosidad?

– Sí… claro.

– ¿Crees en las profecías? ¿Que existen personas que, en determinadas circunstancias, son iluminadas por Dios Nuestro Señor y se muestran capaces de vislumbrar el futuro?

Extraña pregunta, pensó el monje.

– Creo, eminencia -respondió al fin-. Nuestra Biblia habla mucho de ellos.

– Y también de las señales que precederán al Juicio Final…

– Así es -tembló.

– Pues ésta, hermano, es una de ellas.

Teodoro blandió amenazadoramente los folios en el aire, agitándolos como si fueran parte de un abanico. El hermano Rogelio, impresionado por la certeza del patriarca, todavía pudo reunir saliva para preguntar algo más.

– ¿Puede decirme de qué se trata, eminencia?

– No, si antes no traes contigo al hermano Basilio -replicó-. Necesito que él también escuche lo que voy a decir.

El monje, mudo de asombro, no lo dudó. Inclinó la cabeza en señal de sumisión absoluta y desapareció corriendo hacia el edificio de los libros.

Basilio era el sabio por excelencia de Santa Catalina. Siendo el mayor de todos los religiosos del lugar, ya con la espalda corva y sin cabellos que poder esconder bajo su cofia negra, el buen hombre llevaba más de cinco décadas ejerciendo como máximo responsable de la biblioteca. A él se le debía, por ejemplo, el último inventario de volúmenes de 1989, la decisión de prohibir absolutamente la entrada a turistas y curiosos a sus salas de lectura, y la responsabilidad de velar por la preservación de la colección de manuscritos más importante del mundo después de la del Vaticano.

Vivía enclaustrado entre pilas de volúmenes que casi tocaban al techo, justo en el lado opuesto del perímetro del convento. Apenas salía para atender los oficios religiosos mas importantes y su aislamiento voluntario le había hecho ganarse una merecida fama de asceta arisco e iluminado. Rogelio, pues, no tuvo demasiadas dificultades en localizarlo en su scriptorium y en sentarlo frente al obispo en cuestión de minutos.

– Es de vital importancia que me acompañe -le aseguró.

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