LÍBER PROFETORUM [48]

Claraval

Los preparativos para la marcha de la comitiva de monjes blancos de Chartres se demoró todavía casi ocho meses más. En ese tiempo, Bernardo cuidó de cerca que la recuperación de Jean de Avallon fuera completa. No obstante, ni sus oraciones ni las curas a las que fue sometido consiguieron frenar el prematuro proceso de envejecimiento que minaba día tras día la salud del caballero. Como antes le ocurriera a Felipe, el escudero, las carnes del templario se tornaron progresivamente más blancas, y las formas de sus huesos pronto comenzaron a dejarse ver a través de una piel fina y resbaladiza, como la de una serpiente.

Su final, pensaron todos, no debía andar ya muy lejos. Durante aquellos meses, las atenciones del obispo Bernard y de las familias del burgo fueron exquisitas. Verduras frescas y caldos de carne se preparaban al alba de cada jornada sólo para el enfermo. Después de la salida del sol se le encendía también la chimenea y se le cambiaban las sábanas. A la hora tercia [49] se le lavaba de arriba abajo en una tinaja de agua caliente para, justo después, ventilar la habitación y dejarla lista para la inexcusable visita de fray Andrés. Podía caminar, pero no quería. El escriba de Bernardo se sentaba, pues, a los pies de la cama con un atril de madera, y allí permanecía hasta el mediodía, en el que se le servía la primera comida fuerte. Después dormitaba hasta entrada la tarde; rezaba en compañía de otro monje y tras una cena frugal, volvía a caer rendido en su colchón de paja.

Fray Andrés tomó así cientos de notas al dictado de Jean de Avallon. Se trataba, por lo general, de poesías cortas, armadas con ingenio por el templario, que al finalizar, se recogieron en un volumen con tapas repujadas que encuadernó un hábil monje de L’Hopitot.

La obra, que Jean decidió firmar misteriosamente como «Juan de Jerusalén, prudente entre los prudentes y sabio entre los sabios», viajó naturalmente junto al resto de las pertenencias y hombres hasta Claraval, adonde llegó en mayo de 1120, en plena explosión de la primavera. La tituló Protocolo secreto de las profecías, y aunque sólo la leyeron entera Bernardo y fray Andrés, durante semanas casi no se habló de otra cosa entre los miembros de la expedición de regreso a casa.

Un hecho, no obstante, enturbió el orden de los acontecimientos. Rodrigo, el prisionero que hicieran en la iglesia de Notre Dame el día de la reaparición del templario, fue su protagonista.

El aragonés, junto a los carros con las Tablas -a excepción de varias decenas que quedaron en depósito en Chartres-, formó parte del «ajuar» que los cistercienses se llevaron consigo. Bernardo creía, no sin razón, que todavía no les había referido todos los detalles de su asociación con el prelado de Orleáns, y decidió reclamar su custodia al obispo Bertrand. No obstante, si bien Rodrigo apenas había hablado de Raimundo de Peñafort en todo aquel tiempo, sí es cierto que se explayó narrando su peregrinación a lo largo del Camino de Santiago, aportando en ello detalles que sobrecogieron al abad.

Le dijo, por ejemplo, que el Camino era la contrapartida terrestre de la Vía Láctea, y que su ruta, desde la mismísima Vézelay, estaba jalonada por multitud de topónimos que indicaban claramente ese parentesco celestial. Casi en línea recta, dijo, podían encontrarse poblaciones como Les Eteilles, cerca de Luzenac; Estillón, junto a las estribaciones pirenaicas de Somport o Lizarra, [50] fundada en fechas no muy lejanas como punto de inflexión de la ruta jacobea.

– ¿Y vos qué valor dais a este diseño del suelo? -preguntaba capciosamente el abad.

– El mismo que ya os figuráis. Que Dios creó nuestra tierra a imagen y semejanza del Paraíso, y que de nosotros depende el acercarnos a ese mundo perfecto o no.

– ¿Y para qué creéis que marcó Dios estrellas sobre el suelo?

– Estrellas y escaleras, abad -puntualizaba-. No olvide las poblaciones cuyo nombre está emparentado con la visión jacobita de la Scala Dei: Escalada, Escalante, Escalona…

– No me habéis respondido.

– Pero es evidente. Son lugares donde nuestras plegarias suben más rápidamente al cielo. Donde lo que hagamos, pensemos o digamos tendrá más eco allá arriba, en el reino donde habita nuestro Padre Celestial.

– Ya veo.

El de Claraval, por éstas y otras conversaciones similares, terminó por considerar a Rodrigo inofensivo, así que le asignó una celda en su monasterio y le dio permiso para moverse libremente por las tierras del convento.

Ése fue su error.

Aquellos meses, por lo demás, transcurrieron en medio de una intensa actividad. Fray Andrés repasó el libro de Jean de Avallon -ya Juan de Jerusalén- y lo copió íntegro en cinco pulcros ejemplares que conservó bajo llave. Mientras tanto, el abad se consagraba a la medición de toscos mapas de la región, y aún más allá, estableciendo los puntos por donde comenzaría la obra que daría sepultura a las Tablas. Fijó en la cercana Vézelay su punto de partida, como lugar intermedio entre las futuras catedrales de Notre Dame del norte y el Camino Estelar de Santiago al sur, y trazó las líneas maestras para representar sobre Francia la huella de Virgo.

Fue entonces cuando sucedió.

Ocurrió en la noche de Santo Tomás, el 3 de julio por más señas, mientras los monjes blancos estaban reunidos en la iglesia de Claraval para celebrar sus maitines. Habría unos cuarenta frailes, y la visita de uno de los hijos del conde de Champaña, llegado para supervisar los trabajos cartográficos de la congregación, les había dado cita a todos sin excepción en los oficios.

Los caballeros dormían; el servicio también, pero los monjes no fueron los únicos que estuvieron fuera de su lecho a aquellas horas. Rodrigo, que en ningún momento había dejado de cultivar su forma física, tenía claro el objetivo a alcanzar aprovechando las circunstancias. Treparía hasta la segunda planta del edificio de dormitorios, donde reposaban los cinco templarios que asistían a Bernardo en las labores de custodia de las Tablas, y allí tomaría su oportuno «salvoconducto».

Dicho y hecho.

Mientras el Te Deum retumbaba dos esquinas más allá, el aragonés, ágil como una lagartija, se deslizó por las enredaderas del muro oeste de la casa, hasta saltar a los ventanales del pasillo. Nadie le vio. Aunque en penumbra, la luz de la luna llena inundaba de tonos plateados los baldosines de arcilla del suelo. Orientarse no sería muy difícil.

Descalzo, pasó por delante de las celdas de Montbard, Saint Omer, Anglure y Angers, deteniéndose frente a la del De Avallon. Había estado allí antes, así que calculó bien sus pasos. Miró a ambos lados del corredor, asegurándose de que nadie le observaba, y abrió la puerta con todo sigilo.

Los goznes no chirriaron.

Una vez dentro, con la puerta cerrada tras él, respiró hondo. Contra la pared, fresca, aguardó a que sus ojos se aclimataran a la oscuridad y comenzaran a distinguir las formas de alrededor. Una cama con dosel cuatro pasos al frente, un arcón a su derecha, una pieza de madera donde debían guardarse las armas del caballero, un escritorio, la chimenea…

Una nueva ojeada le hizo mirar hacia la ventana entreabierta. Por allí, justo por donde se colaban los murmullos de los rezos de la comunidad, era donde el caballero debía custodiar aquel libro profético del que tanto había oído hablar.

Se trataba de una pequeña cómoda llena de cajones, situada junto al escritorio. Tallada, sin duda, por las hábiles manos de fray Crisóstomo -el maestro ebanista-, el mueble destacaba del conjunto por la madera clara empleada en su confección.

Sigilosamente, se acercó hasta él, y cuando alargó la mano para abrir el más grande de sus compartimentos, algo chocó contra su garganta.

– Así que volvéis a estar muy cerca de mí.

La frase le petrificó. Por instinto, Rodrigo se echó las manos al cuello, notando que lo que le oprimía era la afilada hoja curva de un puñal. Un arma fría, limpia, que podía partirle la nuez de un tajo antes de respirar siquiera.

– No habléis -ordenó aquella misma voz con tono firme-. Sé qué habéis venido a buscar.

– …

– Y lo tendréis. ¡Vaya si lo tendréis!

La misma mano que sujetaba el puñal bajó bruscamente a la altura de los hombros y le arrojó violentamente contra la pared. Desconcertado, Rodrigo abrió los ojos de par en par tratando de ubicar el bulto de su agresor.

No tuvo que forzar mucho la vista. Un instante después un golpe seco, como si rasparan la pared, tronó frente a él prendiéndose en el acto una lámpara de aceite que llenó de su inconfundible olor la estancia. Allí, frente a él, sujetaba lámpara y puñal el propio Jean de Avallon.

– ¿Y bien? -el caballero le miraba desde arriba, sin darle ocasión a moverse-. ¿Qué os ha decidido a asaltar mi alcoba? ¿Acaso el único ejemplar de El Protocolo que he escrito y que aún no está bajo llave?

Rodrigo asintió.

– ¿Y adónde pensabais llevároslo?

– A Orléans.

– ¿Aún le sois fiel a su obispo?

– Es quien me protegió.

– ¿Y si yo os perdono la vida? -dijo el templario.

– Entonces, señor, mi fidelidad os la deberé a vos.

Jean tendió su mano a Rodrigo para ayudarle a levantarse. Aunque con el hombro ligeramente contusionado, el aragonés se incorporó con agilidad, mucha más que la que demostraba aquel desecho humano que tenía frente a sí.

– Oídme, pues -dijo-. Llevaréis este libro con vos fuera de Francia. Cruzaréis el Mediterráneo y emprenderéis la ruta de Alejandría hasta Tierra Santa. Y allí, donde descubráis un lugar como éste, regentado por hombres de Dios, pediréis ingresar como novicio y les entregaréis este libro en pago de vuestra manutención.

– ¿Y por qué me mandáis a tan lejanas tierras?

– Porque son las tierras del origen. Donde todo empezó. De donde salieron las Tablas que hoy protegemos y donde, en el futuro, escucharán la señal que mi obra anuncia.

– ¿Señal?

– La señal que marcará el día en el que las Puertas se abrirán para siempre.

Rodrigo vio que el caballero alzaba, la vista casi en trance, como si acertara a ver los resplandores de la Jerusalén Celestial del Apocalipsis descendiendo sobre Claraval.

– ¿Nos permitirá eso ascender a los Cielos, mi señor?

– Y mucho más.

Rodrigo huyó esa madrugada con El Protocolo bajo el brazo y cumplió con la palabra dada. Al alba, cuando fray Andrés acudió a visitar a Jean como cada día, lo encontró tumbado sobre su cama, vestido con todas sus armas y con un gesto severo dibujado en el rostro. Debió de entregar su alma a Dios poco después de que el intruso abandonara su celda. Pero ése fue un detalle que nunca nadie conoció.

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