Cuando aceptó hacerse cargo del asunto, Iñaki Artetxe no tenía ninguna idea preconcebida acerca de cómo lo llevaría, pero no se inquietó por ello. En principio no parecía difícil averiguar un hecho tan sencillo como el de si una joven aún seguía residiendo en su domicilio y, si así fuera, conseguir una entrevista con ella. En caso contrario la cosa le causaría más quebraderos de cabeza, pero aunque en cinco años es fácil anquilosarse confiaba en recuperar su capacidad para trabajar como policía -bueno, detective sería más correcto decir, pensó- y encontrar a la chica.
Como primera medida llamó a Gerardo Aresti, un compañero de la Ertzaintza con el que pese a todo lo ocurrido aún conservaba cierta amistad, y le pidió que averiguara, gracias a los contactos que tenía con inspectores de la Brigada de Documentación del Cuerpo Nacional de Policía, el domicilio que constaba oficialmente en el Documento Nacional de Identidad de la novia de su cliente. Aresti no tardó en realizar la gestión y decirle que Begoña González conservaba su mismo domicilio, por lo menos en los papeles. Por ahí las cosas estaban claras aunque no significaran nada, ya que podía haber cambiado de domicilio sin regularizar los datos de su documentación personal. En caso contrario el dato sí hubiera sido alentador, pero en el presente servía tan sólo para descartar una posibilidad en la que no tenía mucha confianza previa, pero que había que explorar.
Solventada esa posibilidad, llamó por teléfono haciéndose pasar por un amigo. La señorita Begoña no estaba en ese momento. No, no sabía cuándo iba a volver, si quería dejarle algún recado… Sí, por supuesto que la señorita Begoña seguía viviendo allí, y naturalmente que le comunicaban las llamadas que había recibido; si no tenían contestación, eso era cosa de la señorita Begoña.
Se apostó durante dos semanas cerca de la residencia de González Caballer. No fue fácil. La casa del industrial se encontraba en Algorta, en la cima de un alto que coronaba el Puerto Viejo. Era harto complicado vigilar sin ser visto, pero lo consiguió. En esas dos semanas no hubo rastro alguno de la chica. Para él, como si no existiera, pero no era suficiente. El no verla durante catorce días no tenía que significar necesariamente que Begoña González ya no viviera allí, aunque no dejaba de ser un indicio importante.
Como último recurso intentó el método directo. Se identificó y solicitó una entrevista al padre de la joven. Le mandaron a la mierda. De un modo elegante, eso sí, que no en balde eran gente bien, pero en resumidas cuentas, le mandaron a la mierda.
Fue entonces cuando decidió solicitar la ayuda de Miren.
La citó en la cervecería de Deusto, enfrente de los antiguos astilleros de la compañía Euskalduna, desaparecidos para mayor gloria de la reconversión industrial y el ministro Solchaga. Iñaki recordaba cómo de pequeño, cuando vivía en Deusto, su padre le llevaba a ver botar los barcos. Ya no los vería nunca más, pensó con tristeza. Quizá su vida no fuera más que eso, una sensación continua de pérdida de todo aquello que más había querido. Su infancia, su trabajo, ¿a Miren también?; pronto lo sabría, pensó mientras saboreaba una de las últimas jarras que iba a tomar en aquel lugar. También la cervecería estaba condenada a la extinción como consecuencia de los planes que había para revitalizar y transformar de raíz su ciudad natal. Suponía que eso iba a ser beneficioso, pero no dejaba de ser una nueva pérdida que añadir al debe de su existencia. Siempre le había gustado la cervecería, uno de los pocos lugares en los que poder tomarse una bebida al aire libre que quedaban en Bilbao. Se había sentado de espaldas a la caseta, junto a la ría, mirándola fijamente. Un observador imparcial no hubiera vislumbrado un átomo de belleza en sus mugrientas aguas, pero a él, como a muchos de sus paisanos, le atraían irremisiblemente. Por eso y por las dos cervezas que había tomado pausadamente, la espera transcurrió rápida.
Por todo eso y por Miren, la mujer a la que más de una vez había pedido que se casara con él, sin obtener un sí por respuesta. Miren Arruti había sido compañera suya de promoción en la Ertzaintza, aunque había abandonado el cuerpo para ingresar en una empresa privada de seguridad poco antes de que él hiciera el gilipollas y se cayera con todo el equipo. Miren Arruti, la mujer de la que había estado enamorado y que a su vez había estado enamorada de él, pero a la que echó de su vida cuando ingresó en prisión porque no quería hacerla sufrir, decía, aunque la verdad es que era él quien no quería sufrir viéndola al otro lado del locutorio; por eso se negó siempre a recibirla cuando iba a visitarle y por eso prohibió a sus familiares y abogado que le dijeran cuándo salía de prisión. No estaba seguro de haber hecho lo correcto, porque no había podido evitar el seguir enamorado de ella, pero suponía que era tarde para recomponer lo que él mismo había roto. Ahora su única pretensión era recuperar su amistad y tal vez obtener su colaboración en el presente trabajo, aunque cuando analizaba a fondo sus sentimientos comprobaba que después de esos cinco años de aislamiento no habían variado ni un ápice.
Todo lo que pensaba desapareció de su mente cuando ella llegó. No dijo nada, sino que le abrazó fuertemente y se puso a llorar.
– Lo siento, soy una tonta -dijo Miren al separarse de él mientras recomponía su cara anegada en lágrimas-, pero hacía tanto tiempo que no nos veíamos… ¿Acaso ya no quieres casarte conmigo? -intentó bromear.
– Exactamente. Tú lo has dicho.
– Me alegro -contestó riendo-, no sea que algún día se me ocurriera decirte que sí y la armáramos parda. Ha pasado tanto, tanto tiempo…
– Lo siento, sé que no me he portado bien, pero hice lo que consideré mejor para los dos.
– Lo que era mejor para los dos teníamos que decidirlo entre los dos.
– Supongo que tienes razón, pero las cosas se ven muy diferentes aquí, al aire libre, tomándonos unas cervezas, que tras los muros de una prisión.
– Tuvo que ser horrible -le dijo dulcemente Miren, mientras le revolvía el pelo con gesto cariñoso.
– Sí, fue horrible, pero la cárcel no era lo más horrible. Lo peor era el pensar que había destrozado mi vida, que todo se desmoronaba alrededor por mi culpa, que no te vería más, que te había perdido. No estoy muy seguro de querer conocer la respuesta, pero necesito saber si tienes pareja.
– No me has perdido -contestó Miren volviendo a besarle-. Tengo muchos reproches que hacerte y te los voy a hacer, de eso puedes estar seguro, pero no me has perdido. Y no salgo con nadie en estos momentos. Durante unos meses lo intenté con diversos amigos pero no funcionó, siempre acababa pensando en ti.
– Lo siento.
– No era culpa tuya.
– Deberías haberte olvidado de mí. No se puede vivir asido a una sombra ni recuperar el tiempo transcurrido -contestó tristemente Artetxe.
– Pues no intentes recuperarlo. Olvídate de él y piensa en el tiempo futuro. Yo soy ese tiempo futuro.
– Ojalá sea así, pero tengo miedo. He hecho tantas cosas mal en la vida que cuando se me presenta algo bueno temo no ser capaz de reconocerlo. Necesitaremos tiempo.
– Tenemos mucho tiempo -respondió Miren-, aunque estos cinco últimos años tenían que haber dejado las cosas suficientemente claras.
– Lo sé, pero antes necesito asentar mi vida y recuperar mi propia estima. Perdí mi trabajo y tengo que pensar en el futuro. En parte por eso te he llamado. Cuando salí de la cárcel me hicieron una oferta que he aceptado.
– ¿De qué se trata?
– Un trabajo similar al de un detective, vinculado extraoficialmente con el bufete de mi antiguo abogado.
– Parece interesante y, además, estás preparado para ello. Eras de los mejores de nuestra promoción.
– Sí, y de los de menos cabeza.
– No vuelvas a empezar con eso y cuéntamelo todo desde el principio.
– En estos momentos estoy con el primer caso que me ha venido a través del bufete y creo que me vendría bien tu ayuda.
– Puedes contar con ella, pero déjate de rodeos y dime de qué se trata.
Iñaki le repitió, casi literalmente, lo dicho en la reunión que había tenido con Carlos Arróniz en el despacho del abogado y le explicó las gestiones que había realizado hasta el momento. Cuando acabó su exposición le dijo qué era lo que podía hacer ella para ayudarle.
– ¿Podrás hacerlo?
– ¿Bromeas? -contestó ella-. Será coser y cantar. ¿O qué piensas, que eres el único que no ha perdido cualidades?
– No se trata de eso, pero no quisiera que por mi culpa te metieras en líos.
– Descuida, ya me conoces y sabes que sólo me meto en los líos que quiero.
– Quería decirte una última cosa.
– ¿De qué se trata?
– Bueno, quiero que sepas que si hubiera sido tan sólo para pedirte este favor no te habría llamado.
– Lo sé -contestó Miren sonriendo.