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La documentación recibida de Boise no ampliaba gran cosa lo transmitido telefónicamente por el teniente O'Malley al inspector Merino. Alguna que otra fotografía, los datos de su última residencia, grupo sanguíneo, etc., pero no se mencionaba la pertenencia de Tomás Zubía a los Servicios de Inteligencia. Sobre el motivo de su venida a España no había nada, excepto si se daba por buena la explicación de unas vacaciones nostálgicas después de su jubilación como profesor de idiomas.

El inspector O'Malley había adjuntado al suyo copia de otro informe del Departamento de Policía de Nueva York, ciudad de residencia de Zubía, pero tampoco aclaraba gran cosa. Tomás Zubía era un ciudadano ejemplar que pagaba puntualmente sus impuestos, nunca había sido detenido ni procesado y ni siquiera tenía una multa de tráfico impagada, que vivía solo desde que se había quedado viudo. Tenía dos hijos y una hija, los tres casados, con los que se veía muy poco ya que residían en estados diferentes, dos en California y la mujer en Illinois, ninguno de los cuales pudo aportar nada sobre el asesinato de su padre. La conclusión, tanto del teniente O'Malley como de su homólogo neoyorquino, era que parecía un estúpido y trágico accidente, como muchos de los que se producían diariamente en el país americano.

Si tanto la policía de Nueva York como la de Boise desconocían las actividades de Zubía, ¿por qué a él se lo habían mencionado tan claramente? ¿Era una advertencia para que si en el transcurso de la investigación encontraba algo extraño mirara para otro lado o una simple intervención amistosa de quienes, por motivos personales, querían saber qué es lo que había ocurrido con su ex compañero? Rojas no se imaginaba un espíritu tan angelical por parte de la CIA. Había otra posibilidad. Que no estuvieran seguros de la causa de la muerte y dudaran entre un trágico accidente, como lo habían calificado los policías americanos, u otro tipo de acción criminal más relacionada con su antiguo puesto. Si esta posibilidad fuera la buena, y Rojas se inclinaba a apostar por ella, la gente a la que representaba Frank Gómez preferiría dejarle trabajar, pero siempre cerca de él, para poder estar informada. Rojas no dudaba de que informe que pasara al comisario Manrique, informe que llegaría a las manos de mister Gómez. El hecho de darse a conocer significaría, en ese caso, un aviso a Rojas para que, llegado el caso, no se desmandara.

Para Manuel Rojas, si no se hubiera producido esa intervención, el caso habría estado claro. Un navajero al que se le va la mano en un atraco -posiblemente por estar bajo el síndrome de abstinencia-, con el fatal resultado del fallecimiento de su víctima. En ese caso, sólo cabía esperar. Antes o después el asesino se delataría de algún modo y antes o después algún confidente o compañero del asesino, con tal de conseguir algún beneficio, piaría lo que sabía. Era cuestión de echar las redes al agua y observar lo que caía dentro de ellas. Pero aunque ése era el sistema, tenía que justificar su horario laboral y conseguir los suficientes datos para rellenar un farragoso informe en honor del aliado americano, así que sin fe en que sirviera para nada, encaminó sus pasos hacia la pensión de la calle María Díaz de Haro en la que había estado residiendo el difunto, según habían comprobado sus compañeros de Establecimientos.

La pensión era espaciosa y limpia. Estaba regentada por una mujer de edad madura que tenía aspecto, como muchas dueñas de pensiones, de ser viuda de guardia civil o militar. Cuando Rojas mencionó su condición de policía, la patrona le dijo que podía mirar en todos los rincones de la casa, incluso en aquellos que estaban ocupados por huéspedes que se encontraban en ese momento fuera de la pensión.

– Al que no tiene nada que ocultar, no tiene por qué importarle -respondió candorosamente cuando Rojas le insinuó que aceptar ese ofrecimiento supondría un quebranto de la legalidad.

La habitación que había ocupado Zubía aún estaba vacía. Era una estancia pequeña, con una cama, un armario empotrado, una mesa y una silla. Todos muebles viejos en los que la limpieza reinante no conseguía disimular que habían tenido mejores épocas. Como única decoración podía verse un crucifijo de estilo barroco en la cabecera de la cama y un calendario de la Caja Rural Vasca en una de las paredes. Cuando Rojas consiguió, procurando no ofenderla, que la solícita mujer comprendiera que prefería estar solo y se despidiera alegando que en la cocina había mucho que hacer, procedió a escudriñar todos los rincones de la habitación.

No había en realidad mucho para registrar. Algo de ropa, algunos periódicos y revistas retrasados en inglés, varios diarios españoles de las fechas en que residió en Bilbao, un marco con la fotografía de una mujer y tres niños y una carpeta de piel que no contenía nada en su interior. Ni anotaciones ni agendas de ningún tipo. Ningún detalle personal que delatara que ahí había vivido un ser humano llamado Tomás Zubía.

Salió de la habitación y se dirigió a la cocina. La patrona de la pensión se encontraba allí, frotando con la toalla enérgicamente unos vasos que parecían bastante secos.

– ¿Qué, ha terminado ya? -preguntó campechanamente.

– Casi -respondió Rojas-, pero antes de irme me gustaría hacerle algunas preguntas.

– Las que usted desee -contestó la señora, deseosa de colaborar con las fuerzas del orden.

– ¿Sabe si durante el tiempo que estuvo aquí hospedado recibió el señor Zubía alguna visita?

– No, ninguna. Era un hombre muy solitario.

– ¿Y llamadas telefónicas o correspondencia?

– Tampoco, nada de nada.

– Supongo que controlará el teléfono.

– Por supuesto. Todos mis huéspedes son buena gente, pero una no puede fiarse de nadie y menos en estos tiempos en que las tarifas telefónicas se han puesto por las nubes.

– ¿Hacía el señor Zubía llamadas telefónicas?

– De vez en cuando. Hubo un par de ellas que debieron de ser al extranjero, porque hablaba en un idioma que yo no entendía, inglés o francés me imagino, y porque sobrepasaron ambas las dos mil pesetas. También hacía, aunque pocas, llamadas locales, en las que hablaba en euskera. Se lo digo porque me chocó mucho que un señor con acento americano hablara en vasco, aunque él había nacido aquí.

– No sabrá con quién hablaba.

– Claro que no -respondió sonrojándose-, no me gusta meterme en las conversaciones ajenas, aunque sin querer se me quedó algo. Me parece que alguna vez llamó a un periódico de Bilbao, pero no recuerdo a cuál. Lo siento, pero entonces no se me ocurrió que pudiera ser importante.

– No se preocupe, no tiene importancia. ¿Me permite usar durante un rato la habitación del difunto?

– Por supuesto, úsela cuanto desee -fue la respuesta. Rojas salió de la cocina y en la recepción cogió las guías telefónicas correspondientes a ese año. Aunque estaba claro que no había obtenido ninguna información, quería hacer un último intento antes de salir de allí. Era una idea tonta, pero lo único que podía perder era tiempo. Si Zubía llevaba más de cuarenta años sin pisar Bilbao seguramente tendría que recurrir a la guía para conseguir cualquier teléfono y, conociendo el estilo americano, no hubiera sido raro que arrancara las páginas en las que venían los números que le interesaban para no tener que andar pidiendo constantemente una guía. Era una idea tal vez absurda, de las que no se aprenden en la Escuela de Policía sino viendo películas hechas en Hollywood, pero extrañamente funcionó. Tardó en localizarla, porque estaba en la letra te, pero al final observó que faltaba una página.

En un bar cercano consultó la hoja que había desaparecido del listín de la pensión. La mayoría de los nombres no le decía nada, pero había uno que le sonaba, Iñaki Telletxea Zubieta. No sabía por qué pero no le era del todo desconocido, aunque quizá no tuviera nada que ver con el asunto, podría tratarse de un futbolista o un cantante, pero de entre todos los nombres que aparecían en la página por alguno tenía que empezar. Si no servía, tendría que continuar con los demás, uno por uno. Posiblemente Iñaki Artetxe, que había sido ertzaina y había vivido toda su vida en Bilbao, supiera de quién se trataba. Llamó por teléfono y tuvo la suerte de localizarle a la primera.

– Artetxe, soy el inspector Rojas. Quería hacerte una pregunta.

– A ver, dispara.

– ¿Te suena de algo el nombre de Iñaki Telletxea?

– Sí, por supuesto, ¿qué pasa con él?

– Ya te contaré, pero dime primero quién es.

– Un periodista del diario Deia especializado en temas históricos del País Vasco, sobre todo de lo que concierne a este siglo.

– ¿Tú le conoces?

– Es amigo de mi hermano Andoni.

– Me gustaría hablar con él.

– No creo que tenga inconveniente en concederte una hora, pero me tendrás que tener al corriente. Te llamaré esta noche a tu casa para confirmártelo.


Iñaki Telletxea era un hombre delgado, calvo y de rubio y poblado bigote, que usaba unas gafas redondas tras cuyos cristales se escondían unos ojos perpetuamente curiosos. Se encontraba sentado en su despacho de la redacción del periódico, examinando inquisitivamente al inspector Rojas.

– Le he recibido porque me lo ha pedido Andoni Artetxe y, también, porque me he informado sobre usted y sé que no tiene nada que ver con los tiempos pasados aunque sea policía, pero no entiendo en qué puedo servirle -dijo intentando dominar la situación desde el primer momento y dejar clara la relación entre ambos.

– Me han dicho que es usted un periodista especializado en la historia de este siglo.

– En la historia de Euskadi -puntualizó-, aunque no podamos descontextualizarla del resto del Estado y de Europa.

Rojas prefirió no preguntar el significado de esa palabra, desconnosequé o algo parecido, y pasó directamente al grano.

– Según tengo entendido, ha escrito varios artículos y un libro sobre los antiguos combatientes del ejército vasco durante la guerra civil.

– Así es, creo que fue un momento importante y trágico para nuestro pueblo que merece la pena recordar y homenajear, pero todavía no veo la relación posible entre esa historia y su labor policial.

– He leído algo sobre el tema, artículos suyos y de otros especialistas, en los que se indica que ex combatientes vascos sirvieron a los aliados en la segunda guerra mundial, algunos incluso como espias.

– Así es. Muchos gudaris pensaron que apoyando la causa aliada quizá consiguieran debilitar el régimen de Franco. Luego resultó que no fue así, pero su aportación a la causa de la democracia fue muy valiosa en esa guerra, aunque no ha sido reconocida a nivel popular ni oficial.

– Creo que usted conoce a algunos de esos hombres que fueron espías.

– Conozco a muchos de referencia y a bastantes personalmente, en efecto.

– ¿Entre esos conocidos suyos está Tomás Zubía?

– Pues sí -asintió Telletxea-, aunque es de los más recientes. Hasta no hace mucho tiempo no le conocía en persona. Había oído hablar de él, pero tenía muy pocos datos suyos, ya que fue de los que no volvieron a Euskadi tras la finalización de la guerra mundial. -Hablaba sin inmutarse. Si Rojas pensaba que la mención de ese nombre iba a causar algún tipo de conmoción en su interlocutor, se había equivocado-. ¿Es de él de quien quería hablarme?

– Sí, así es. Ha sido asesinado.

Tras escuchar estas palabras sí cambió la expresión del rostro del periodista. Parecía que se había quedado sin sangre en la cara.

– Asesinado -repitió con voz entrecortada-. No sabía nada.

– Aunque la noticia apareció en los periódicos, en ese momento se desconocía su identidad.

– Comprendo. ¿En qué le puedo ayudar, inspector?

– Creo entender que se conocieron ustedes dos en persona hace relativamente poco tiempo.

– Sí, eso es lo que antes he dicho.

– ¿En qué circunstancias se conocieron?

– Me llamó un día por teléfono al periódico y me explicó quién era.

– Perdone, pero ¿en qué idioma hablaron?

– No sé qué importancia puede tener, pero en euskera, hablábamos en euskera. En su boca sonaba de un modo muy gracioso, ya que con el transcurso del tiempo había adquirido un fuerte acento yanqui que conservaba incluso al hablar en su idioma materno.

– Gracias, no se preocupe por eso, sólo quería confirmar un dato. Prosiga, por favor.

– Bueno, como le he dicho me explicó quién era y me dijo que le gustaría hablar conmigo. No me negué ya que vi la posibilidad de aumentar mis conocimientos, y tal vez mis archivos, sobre la época de la que hemos hablado. Pocos días después de la conversación telefónica estaba ahí sentado, en la misma butaca que usted ocupa ahora. Fue una charla muy, pero que muy interesante. Tomás Zubía había sido uno de los gudaris que durante la guerra civil trabajaron para los Servicios de Inteligencia norteamericanos. La mayor parte de ellos lo dejaron al acabar la guerra, pero él no.

– ¿Hablaron acerca de eso?

– Muy por encima, no me contó nada especialmente interesante sobre el trabajo que realizó una vez acabada la guerra, aunque siendo los tiempos más duros de la guerra fría y trabajando para quien trabajaba, es fácil suponer qué tipo de historias podría haber contado. No, de lo que me habló básicamente fue de nuestra guerra. Era muy ameno conversando, se notaba que en Estados Unidos no tenía muchas oportunidades de usar su lengua vernácula y quería desquitarse. Me proporcionó también una documentación muy interesante referente al batallón en el que combatió durante la contienda, pero le repito que sobre los hechos posteriores su mutismo fue casi absoluto.

– ¿En algún momento le vio inquieto o preocupado?

– Creo que no, pero no podría asegurárselo. Se le veía excitado, eso sí, pero me parecía completamente normal en alguien que vuelve a su tierra después de cincuenta años y que tiene, posiblemente por primera vez en mucho tiempo, la oportunidad de hablar en su idioma y sobre sus vivencias y recuerdos. Desde luego, si es lo que quiere saber, en ningún momento actuó como una persona que sabe que va a morir o que piensa que corre algún tipo de peligro.

– ¿Le dijo por qué había vuelto al País Vasco?

– Tan sólo que se había jubilado y que quería ver de nuevo su país antes de morir, pero esto último no lo dijo como si estuviera pensando en que su muerte era inminente, sino como un comentario nostálgico de alguien que ha entrado en la setentena.

– ¿Le comentó en algún momento si se había entrevistado con alguien más o si había realizado algún tipo de actividades que se salieran de lo habitual?

– Lo siento pero no. Quizá, hubo algo…

– ¿Sí?

– No sé qué importancia puede tener. En su momento no se la di porque convivo con ello, pero me dijo que le gustaría tener una conversación con algún compañero que se dedicara al periodismo de investigación.

– ¿Le dijo por qué?

– Simplemente que siempre había admirado el trabajo que hacía ese tipo de periodistas y como tenía la oportunidad de estar en una redacción, le apetecía charlar con alguno. Al principio sonaba raro en una persona que por su profesión seguramente había convivido con todo tipo de gente, periodistas incluidos, pero pensé que, por otra parte, la discreción que le imponía precisamente su trabajo le habría impedido intimar con alguno, así que intenté complacerle sin hacerme mayores disquisiciones. Desgraciadamente no pudo ser, ya que ninguno de los compañeros que se dedican a esos asuntos se encontraba en ese momento aquí. De todos modos le dije que podía volver cuando quisiera, pero no lo hizo. Ahora comprendo por qué.

– ¿No le insinuó en ningún momento si tenía alguna historia que contar?

– Eso mismo le pregunté yo, pero me dijo que no. Que era simple y llana curiosidad y, en ese momento, le creí.

– ¿Y ahora qué piensa?

– Está muerto. Puede ser casualidad o puede no serlo, pero no tengo nada que le pueda ayudar a decidir cuál de las hipótesis es la buena.

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