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No es mucha la distancia física entre la Gran Vía bilbaína y la calle de las Cortes; apenas unos minutos andando separan la calle que representa el centro del poder financiero y económico de lo más característico del barrio chino de Bilbao. Antonio Jalón iba a recorrer pronto ese camino, pero no se perdía en disquisiciones sociales y económicas; para él la distancia entre esas dos calles eran tan sólo la distancia entre el lugar en el que podía conseguir dinero para sus necesidades y el lugar en el que se refugiaría para disfrutar de su dosis diaria de heroína, a la que estaba enganchado desde hacía más tiempo del que podía recordar.

Antonio Jalón había nacido en el mismo barrio donde vivía y se sentía a gusto en él tal y como era; la lucha de los vecinos por dignificar la zona y convertirla en un lugar en el que sus hijos pudieran crecer y criarse sin la compañía de la droga, la prostitución y la delincuencia le eran totalmente indiferente. Él amaba a su barrio precisamente en su aspecto más marginal y desgarrado. Era el lugar en el que podía juntarse con los colegas, encontrar su dosis diaria y vender a un perista, que le pagaba miserablemente, la mercancía que conseguía birlar. Hijo de un albañil extremeño que había fallecido de cirrosis hacía catorce años, cuando él solo tenía cinco, y de una inmigrante gallega analfabeta que sin pensión alguna ni capacitación laboral sólo pudo ganarse la vida follando con viejos borrachos y niñatos que querían estrenarse, por unas pocas pesetas, había heredado de sus padres el piso en el que vivía y el convencimiento de que no existía otra forma de vida, al menos para la gente como él.

Acerca del piso no estaba convencido totalmente de que fuera suyo. Había pertenecido a su madre antes de morir -tenía cuarenta y tres años, aunque todo el mundo le echaba más de sesenta-, pero un amigo enterado le había dicho que para que estuviera a su nombre tenía que andar entre abogados, notarios y juzgados. Bueno, pues él pasaba de todo ese rollo. El piso era suyo y basta. Además, ¿quién coño iba a querer quitárselo? Y si ese momento llegaba, entonces decidiría qué hacer.

En lo tocante a su vida personal no envidiaba ni añoraba otra. Sumido en su marginación, se había acomodado a esa manera de ser y estar. Su mundo se limitaba a beber con los colegas, echar algún que otro polvo rápido y frustrante con su chica, una adicta que se prostituía a cambio de dinero para su dosis, y la droga, sobre todo la droga. Si conseguía pincharse, no necesitaba nada más. En una ocasión un sacerdote había intentado convencerle para que participara en un programa de desintoxicación, pero él se había negado. En el supuesto de que efectivamente consiguiera desengancharse, ¿qué iba a hacer luego? ¿Intentar trabajar de albañil, como su padre? ¿Casarse con una mujer que acabaría amargada y ajada a base de pobreza e hijos? ¿Marchar, como un iluso, tras unas banderas que le prometerían a cambio de su sacrificio un mundo mejor? No, gracias. Para muchos quizá su vida fuese horrible, pero para él era su vida, la mejor a la que podía aspirar.

Por eso se encontraba aquella mañana en la Gran Vía, junto a una de las puertas que daban acceso a El Corte Inglés, sobre una motocicleta de escasa cilindrada, embutido en un traje negro que le daba aspecto de mensajero. Buscaba nerviosamente una víctima, alguien a quien poder desvalijar, ya que acababa de quedarse al mismo tiempo sin papelinas y sin pasta para obtenerlas. Y necesitaba dinero porque los camellos no le fiaban.

Pronto halló lo que buscaba. Una mujer gorda y rubia, posiblemente teñida, de mediana edad, que salía cargada de paquetes. Parecía como si le hubieran anunciado el fin del mundo y hubiera decidido liquidar ese día su cuenta corriente. Un gran bolso le colgaba del hombro izquierdo. Antonio esperó a que el semáforo que daba paso a los vehículos se pusiera en rojo y arrancó su motocicleta. Con un tirón de experto agarró el bolso y giró velozmente hacia la Alameda de Urkijo, sin oír los gritos de dolor de la señora, que había caído al suelo como consecuencia del golpe, ni los de indignación de la gente que había presenciado el hecho.

Desde la Alameda de Urkijo volvió a girar hacia Hurtado de Amézaga y muy pronto estuvo a resguardo en su casa, donde procedió a comprobar lo que contenía el bolso. Unos pañuelos de papel, un lápiz de labios, una fotografía familiar, una estampa de la Virgen de Begoña, otra de san Valentín de Be-rrio-Otxoa y doscientas noventa y tres pesetas en monedas. También una cartera con un calendario de un bar de Santutxu, el documento nacional de identidad, la tarjeta de El Corte Inglés, la de la caja de ahorros, tres billetes de dos mil pesetas y otros tres de mil. En total, dinero, que era lo que a él le interesaba, nueve mil doscientas noventa y tres pesetas. Una miseria, pero que le sacaría del apuro por el momento.

Sin ser una maravilla, no había sido un mal palo. Muchos le habían visto, pero nadie le había seguido y nadie podría identificarle.

En eso se equivocaba.

Dos hombres, que estaban en el interior de un coche mal aparcado junto a los grandes almacenes, le habían visto. No le habían seguido porque no lo estimaban necesario. Sabían dónde encontrarle, y mientras él contaba el dinero, se dirigían a su casa.

El conductor, un hombre algo más alto que su acompañante, preguntó:

– ¿Tú crees que nos servirá?

– Seguro -contestó su compañero-, no podrá negarse.

– ¿Y por qué él?

– ¿Y por qué no?

– Hay cientos como él.

– Por supuesto, pero sólo podíamos escoger uno, y éste es perfecto. Poco inteligente, drogadicto perdido, sin familia, casi sin amigos y sin ninguna conexión con nosotros. Es el hombre perfecto.

Aparcaron frente al portal de la casa de Antonio, subiéndose a la estrecha acera. Aunque aún era temprano, dos mujeres llenas de carne por todas partes se les acercaron, pero inmediatamente desaparecieron al observar el gesto hosco con que les obsequiaba el hombre alto.

El piso era el segundo derecha, cosa que agradecieron ya que la vivienda no disponía de ascensor. La puerta estaba cerrada sin llave, ¿quién iba a querer entrar allí? La cerradura no era nada difícil. Un palanquetazo seco y se abrió con más facilidad que las dos putas que se les habían ofrecido en el portal.

Entraron con las pistolas en las manos extendidas gritando ostensiblemente.

– ¡Policía! Ven hacia nosotros con las manos en la cabeza.

Antonio no se lo hizo repetir dos veces. Ni siquiera protestó por el modo de entrar en su domicilio, claramente ilegal. Conocía a la pasma y sabía que toda discusión sería inútil. Quizá más tarde, en comisaría, un abogado de oficio protestaría por ese hecho, pero entre tanto era mejor obedecer. Con las pistolas golpeándole el pecho le empujaron a la habitación en la que dormía, y sus visitantes se quedaron de pie mientras él se sentaba sobre el camastro.

– Antonio Jalón López -dijo el más bajo de los hombres. No era una pregunta, era una afirmación.

– Sí, soy yo.

– ¿Hay alguien más en la casa? -preguntó el hombre alto. Al parecer se turnaban a la hora de hablar.

– No, estoy solo.

– Así que solo; pues dentro de poco estarás rodeado de gentuza como tú, detrás de unos barrotes.

– No entiendo qué quieren decir.

– Se te ha caído el pelo, chaval.

– Y de qué manera.

– Drogadicto.

– Y ladrón.

– Una pena.

– Sí, una pena.

– Esta vez no te salva nadie.

– Al trullo derecho.

– Y por unos cuantos años.

– Les repito que no entiendo nada. ¿De qué me están hablando?

– ¿Eres idiota o piensas que lo somos nosotros? -preguntó el hombre alto mientras le retorcía un brazo-. ¿De verdad crees que nos chupamos el dedo?

Antonio intentó hablar, pero el dolor se lo impedía. Con un gesto casi imperceptible el hombre bajo consiguió que su colega aflojara la presión, aunque sin soltarle. Su protector se erigió de nuevo en portavoz de la pareja.

– Mira, hijo, no queremos hacerte daño -hablaba suavemente, como aquel cura que una vez intentó desengancharle-, pero estás en una situación difícil. Traficas…

– Eso no es cierto, yo no trafico, sólo soy consumidor.

– Da igual, si nosotros decimos que traficas es que traficas. No nos sería muy difícil inventar las pruebas necesarias. Y en el peor de los casos, aunque al final no pudiera demostrarse del todo, te habrías tirado unos cuantos meses de preventiva. O sea, que traficas. Y como no trabajas ni tienes bienes de fortuna personales, te dedicas a robar. Y eso sí que no nos lo puedes negar. Acabas de robar a una señora hace tan sólo media hora en la Gran Vía. Robo con violencia y con resultado de lesiones. Han tenido que trasladarla al hospital de Basurto.

– Yo no quería hacerle daño.

– Así que lo admites, eso está bien. Y seguro que no querías hacerle daño. Tú no eres un mal chico, en realidad eres una buena persona que no quiere lastimar nunca a nadie, es sólo la necesidad de droga lo que te incita a robar, ¿verdad?

– Sí, eso es.

– Lo sabemos, ¿ves como te comprendemos? Dar con alguien como tú nos parte el corazón, pero somos policías y nuestra obligación es detenerte. Aunque podríamos cambiar de opinión. De ti depende.

– ¿Qué es lo que depende de mí?

– Quizá haya otra solución. Si quisieras ayudarnos…

– No soy ningún chivato, si es eso lo que esperan de mí.

– No digas tonterías, chico; claro que lo eres, o puedes serlo. Todos lo sois si se os trabaja lo suficiente, pero no se trata de eso, sino de una cosa bien diferente… ¡Échale un vistazo a esto!

El hombre bajo sacó de un bolsillo de su chaqueta un paquete pequeño y lo lanzó en dirección a Antonio. Éste lo cogió al vuelo y vio lo que contenía. Auténtico polvo blanco, heroína.

– Para ti. Y si llegamos a un acuerdo habrá mucha más.

Antonio nunca fue un buen estudiante de matemáticas, por eso no hizo ningún cálculo, pero pensó que esa bolsita valía mucho dinero. Y acababan de regalársela. Esos dos no podían ser de la bofia. Ningún madero, por pringado que estuviera, iba por el mundo regalando caballo en esas cantidades.

– Entonces, ¿llegamos a un acuerdo?

Llegaron a un acuerdo. Como había pronosticado el hombre bajo a su compañero, no fue nada difícil.

– ¿Le has dado de la buena? -preguntó el hombre alto al bajo cuando salieron de la casa.

– Sí, claro, no podía darle de la ful. La palmaría antes de hacer el trabajo, y no sólo él, sino más gente, ya que seguramente trapichearía con ella. Y en estos momentos no nos interesa una cadena de muertes; alguien podría empezar a sospechar cosas raras. La droga en malas condiciones puede ser un arma de lo más eficaz, pero como todas las armas, hay que saber usarla adecuadamente y en el momento oportuno.

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