Le dieron el aviso por el transmisor del coche camuflado, cuando volvía de un trabajo en Ortuella. El comisario Manrique quería verle inmediatamente; se podían separar las sílabas: in-me-dia-ta-men-te. Si los ruegos de Manrique solían ser órdenes, cuando lo conminaba de tal manera estaba claro que había que dejar de lado todo lo que se tuviera entre manos y acudir a su presencia antes de que acabara de hablar, así que el inspector Rojas rompió todos los límites establecidos en el código de circulación y en menos de diez minutos entró en la Jefatura. Quizá no tuviera una opinión muy elevada de su jefe, pero mientras mandase, no le quedaba más remedio que aguantar y obedecerle.
Además, presagiaba que no le convocaba para nada bueno. Desde la muerte de Andoni Ferrer no le había encomendado ningún trabajo de interés y, por otra parte, los superiores nunca exigen velocidad cuando se trata de condecorarte, sino cuando quieren que te comas un marrón. O algo peor.
Aparcó el coche donde pudo -total, no se lo va a llevar la grúa, dijo para sí- y subió las escaleras del edificio de la calle Gordóniz de tres en tres. Llamó a la puerta y sólo cuando oyó decir «pase» se atrevió a entrar. Sentado tras, la mesa de su despacho estaba Manrique, impecable y atildado como siempre, en su línea habitual. Leía lo que parecía ser un expediente, y encima de la mesa, como descuidadamente, reposaban dos ejemplares de El País y de Le Monde, respectivamente, aunque todo el que conocía al comisario sabía que jamás se permitía el más mínimo descuido.
– ¿Me ha mandado llamar, señor comisario? -preguntó en tono humilde el inspector Manuel Rojas.
– En efecto -contestó su superior, sin indicarle que podía sentarse, y no se atrevió a hacerlo por propia iniciativa-. ¿Cuánto tiempo llevas en el grupo, Rojas?
– Todavía no he cumplido un año, señor comisario.
– ¿Y estás contento entre nosotros?
– Bueno, sí, por supuesto, señor comisario.
– Parece que vacilas al contestar.
– No, no es eso. Estoy muy contento de pertenecer al Grupo de Homicidios, lo que ocurre es que no se me han asignado, hasta el momento, trabajos muy interesantes.
– Eso qué significa, ¿que prefieres dejarnos, acaso?
– No, señor comisario, no me interprete mal, ni mucho menos. Comprendo que hay una división del trabajo hecha y que he sido el último en llegar, sólo que me gustaría poder ir haciendo, poco a poco, otro tipo de cosas -respondió por decir algo, ya que no podía contestar que estaba hasta el culo de sentirse aherrojado y marginado.
– Nunca he puesto en duda tus cualidades -contestó el comisario, aparentemente sin ironía-, pero me parece que tú sí cuestionas las mías, ya que soy yo quien dirige este grupo y quien distribuye los trabajos, y dos de las cualidades que exijo son paciencia y disciplina, pero da la impresión de que tú no las posees. Si tienes paciencia llegará tu oportunidad, y si eres disciplinado se podrá confiar en ti; en cambio, has desobedecido mis órdenes, y has intentado, por afán de protagonismo, crear tu propio caso. Sabrás de qué estoy hablando, supongo…
– No estoy seguro.
– Déjate de chorradas. He dicho que eres indisciplinado e impaciente, no idiota. Claro que sabes de qué hablo: de la muerte de Andoni Ferrer, ¿está claro?
– Sí, señor comisario.
– Se te dijo que dejaras la investigación, que no había lugar a una intervención policial. La propia magistrada-jueza dictó auto de sobreseimiento por muerte accidental, pero tú no has hecho ni puñetero caso. Al parecer, el señorito se cree más inteligente que la jueza, el comisario y el médico forense juntos.
– No se trata de eso, señor comisario, pero me pareció que había indicios suficientes para continuar las gestiones.
– ¡Aquí el único que dice si hay indicios o no para reabrir un caso soy yo! -replicó Manrique dando un fuerte puñetazo en la mesa. Aunque parecía congestionado de furia, seguía sin despeinarse y sin perder la compostura-. Te lo advierto por última vez: olvídate de Andoni Ferrer.
– Así lo haré, señor comisario.
– Me alegro, y espero que seas sincero. Además, no vas a tener mucho tiempo de ahora en adelante para trabajar en ese asunto porque te voy a encargar otro trabajo muy delicado.
– ¿De qué se trata, señor? -preguntó Rojas, que estaba bastante escéptico pero no perdía la esperanza de que por fin se le asignara un caso de interés.
– Se trata de un asesinato, pero dentro de poco te enterarás de todo. -Dicho esto cogió el interfono y habló a través de él-: Martínez, haz pasar a mi despacho a míster Gómez.
«¿Míster Gómez?», pensó Rojas, extrañado. Tenía que tratarse de un extranjero pese al apellido, un inglés o un norteamericano seguramente. Cuando vio entrar a Gómez se cercioró de que era norteamericano, aunque le extrañó el apellido. Seguramente en su caso habían influido más los genes de la madre de Oklahoma que los del padre hispano, porque era la caricatura del yanqui típico: alto, rubio y con el aspecto ingenuo de un miembro del Ejército de Salvación, aunque sus ojos, vivos y escrutadores, desmentían esa primera impresión de ingenuidad.
– Míster Gómez, quiero presentarle al inspector Rojas. Rojas, éste es Frank Gómez. Pertenece al Departamento de Estado de Estados Unidos.
«O sea, que es de la CIA», pensó Rojas.
– Dejémonos de eufemismos, señor comisario -habló Gómez en un perfecto castellano con acento mexicano-, porque no creo que el inspector, que supongo que goza de su confianza o en otro caso no le hubiera asignado para este asunto, se vaya a confundir respecto a lo que soy. Míster Rojas, soy agente de la CIA y he venido a España para pedir su colaboración en la investigación de un asesinato. No sé si el señor comisario le habrá puesto al corriente de todo.
– Todavía no -respondió el comisario-. He preferido que hablara con usted antes de pasarle toda la documentación referente al caso.
– Entonces, se lo explicaré brevemente. No hace mucho ha sido asesinado en esta ciudad un compatriota mío, compatriota y ex compañero, ya que acababa de jubilarse. Era de origen vasco, así que regresó a pasar sus años de retiro en Bilbao. No estaba, por supuesto, en misión oficial.
– Y si lo hubiera estado, ustedes lo negarían rotundamente.
– ¡Rojas! -tronó Manrique.
– No se excite, comisario, su inspector tiene razón, pero en este caso estoy diciendo la verdad. Era un hombre jubilado, de setenta y cinco años de edad, que hacía mucho tiempo que tan sólo se dedicaba a labores meramente burocráticas. Pero no dejaba de ser un compañero y, en mi caso, un amigo, así que cuando nos enteramos de su muerte pensamos que no sería mala idea venir aquí para conocer lo que había ocurrido.
– ¿Está el Ministerio de Asuntos Exteriores enterado de su presencia en España? -preguntó Rojas, consiguiendo un clamoroso fruncimiento de ceño por parte del comisario.
– Por supuesto, míster Rojas, no se olvide que somos países aliados. Tengo todos los permisos necesarios del Ministerio y del CESID, pero no es mi intención interferir, tan sólo nos gustaría que el departamento encargado de las investigaciones, y usted como persona que las va a dirigir, nos tenga informados de los puntos de interés que vayan surgiendo.
– Me extrañaría que ustedes no tuvieran ninguna idea sobre lo ocurrido que puedan transmitirme.
– Le aseguro que no. Nuestro interés en el asunto es, digámoslo de esta manera, estrictamente humano. Era un compañero nuestro y lo han asesinado. Nos gustaría que se detuviera al culpable, no hay más misterio.
– ¿Y no podrían haberle asesinado por motivos relacionados con su pertenencia al Departamento de Estado, como decía el señor comisario?
– Nunca se puede estar completamente seguro -respondió Gómez con un ostensible encogimiento de hombros-, pero tenemos la sospecha razonable de que no hay relación alguna. Ya le he dicho que en los últimos años sus labores eran meramente burocráticas, y en la época en que estaba más activo, su ámbito de actuación era Sudamérica y, aunque en menor medida, Oriente Medio. No; pensamos, como creo que usted aceptará cuando lea los informes del comisario, que ha sido un desafortunado crimen común. Desgraciadamente, la violencia callejera no es patrimonio de mi país, como a veces se deja entrever en las películas, sino que se ha enseñoreado del mundo. Ha sido un placer conocerle, míster Rojas- acabó estrechándole con fuerza la mano -pero tengo que marcharme ya. En caso de necesidad puede ponerse en contacto conmigo a través del señor comisario.
– Bueno, Rojas, ya tienes un caso en el que lucirte -dijo el comisario después de que se hubiera marchado el agente de la CIA.
– Eso parece -contestó Rojas, sin mucha convicción-. Lo que no entiendo es para qué ha venido el yanqui. No ha dicho nada, se ha limitado a repetir que no están involucrados como organización y que su interés es meramente personal y humano. ¿Usted se lo cree?
– Yo ni creo ni dejo de creer nada de nada. Esta mañana recibí una orden del CESID, avalada por el propio ministro de Defensa en persona, para que atendiéramos al señor Gómez y le tuviéramos informado de nuestras indagaciones. Y eso es lo que harás, siempre bajo mis órdenes, por supuesto. No quiero más indisciplinas.
– Así lo haré, señor comisario, pero no me ha gustado el tío éste. Le repito que me ha producido una impresión bastante extraña. No nos ha dicho nada y cuando he querido obtener algún dato adicional, ha alegado que tenía prisa y me ha dejado con la palabra en la boca.
– Todos los datos adicionales que necesitas están aquí -contestó su jefe alargándole unas carpetas con el sello del Grupo de Homicidios-. Estudíatelo y ayer mejor que hoy ponte a trabajar.
DILIGENCIA INICIAL/ Se extiende en las Dependencias de la Brigada Regional de Policía Judicial, de la Jefatura Superior de Policía de Bilbao, siendo las tres horas veinte minutos del día 20 de septiembre de 1993, por los inspectores del Cuerpo Nacional de Policía, afectos a la precitada Brigada, titulares de los carnés profesionales números 14.009 y 14.099, que actúan respectivamente como instructor y secretario habilitados para la práctica de las presentes PARA HACER CONSTAR:
Que cuando estaban patrullando por el centro de Bilbao, por la calle Alameda de Urquijo junto a la Gran Vía, recibieron el aviso de que en el Puente de Deusto había una persona al parecer muerta.
Que personados en el lugar de los hechos, el pasadizo subterráneo que une el Parque de Doña Casilda Iturrízar con el citado puente, observaron tendido en el suelo, en posición decúbito supino, lo que parecía ser el cadáver de un hombre de edad avanzada, que vestía pantalón vaquero sin etiqueta identificativa alguna, camisa blanca con finas rayas rojas, jersey azul abierto de marca Lacoste y chamarra de cuero. En el suelo, junto a la víctima, se encontró una boina negra, en cuyo interior junto a un escudo del País Vasco se leía la inscripción «Basque House. Idaho».
Que, examinados los bolsillos del cadáver y sus pertenencias en general, no se halló documentación identificativa de ningún tipo ni tampoco dinero, por lo que se desconocen sus datos de filiación.
Que avisado el Juzgado de Guardia se personó a la una hora cuarenta minutos la Comisión Judicial, dictaminando el médico forense que, a expensas del resultado de la autopsia, la muerte se debía a un acto violento causado con arma blanca, ordenándose por el señor magistrado-juez de guardia el levantamiento del cadáver.
Que en el lugar de los hechos se encontraba un testigo presencial de los mismos, el cual a requerimiento nuestro accede a acompañarnos a las dependencias de esta Jefatura para declarar. Se trata de Ramón Muguruza Obieta, mayor de edad, con D.N.I. número 14.444.897, domiciliado en Bilbao, calle Heliodoro de la Torre, 5.
En virtud de todo lo expuesto, el señor instructor comisiona a los inspectores del Cuerpo Nacional de Policía adscritos al Grupo de Homicidios titulares de los carnés profesionales números 13.240 y 14.141, para que realicen cuantas gestiones sean necesarias para el total esclarecimiento de los hechos. CONSTE Y CERTIFICO.
COMPARECENCIA/ Siendo las cinco horas del día de la iniciación de las presentes, y ante la misma presencia, comparecen los inspectores comisionados en la diligencia inicial y MANIFIESTAN:
Que en el momento de la presente comparecencia ha finalizado la declaración del testigo mencionado en la presencia inicial, al cual, por no estar inculpado, no se le han leído los derechos prescritos en el artículo 520 de la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal, habiéndosele explicado que su declaración sería, en todo caso, voluntaria, accediendo a prestarla.
Que adjuntan la citada declaración y, no teniendo más que manifestar, firman esta comparecencia, una vez leída y encontrada conforme, en unión del señor instructor, de todo lo que como secretario CERTIFICO.
ACTA DE DECLARACIÓN/ Se extiende en las Dependencias de la Brigada Regional de Policía Judicial, siendo las cuatro horas del día 20 de septiembre de 1993, ante los inspectores del Cuerpo Nacional de Policía adscritos a la precitada Brigada, Grupo de Homicidios, titulares de los carnés profesionales números 13.240 y 14.141, que actúan, respectivamente, como instructor y secretario para la presente ACTA, se procede a oír en declaración a D. Ramón Muguruza Obieta, mayor de edad, con Documento Nacional de Identidad número 14.444.897, cuyos restantes datos de filiación son: nacido en Bilbao, el 2 de septiembre de 1946, casado, tornero, con domicilio en Bilbao, calle Heliodoro de la Torre nº 5, quien libre y voluntariamente MANIFIESTA:
Que más o menos a las doce de la noche cuando él iba caminando por el puente de Deusto para volver a su domicilio, por la acera que desemboca en la Universidad, si bien todavía muy cerca de la Alameda de Mazarredo, vio cerca del quiosco a un hombre de unos sesenta o setenta años, no precisando más ya que no es muy hábil para distinguir las edades, que caminaba en dirección Bilbao.
Que antes de que la persona citada bajara hacia las escaleras que conducen al parque, se le acercó un muchacho joven, de unos veinticinco años, moreno, de pelo largo, que se acercó y habló con él.
Que aunque es difícil asegurarlo por la distancia, piensa que seguramente le preguntó la hora, por el gesto de muñeca que hizo el hombre mayor, y que en ese momento el joven sacó un instrumento afilado, cuchillo o navaja, que introdujo en el cuerpo del otro hombre, cayéndose éste al suelo.
Que antes de salir corriendo pudo observar cómo el joven registraba el cuerpo del caído, quitándole una cartera, el reloj y algún que otro objeto personal que no puede precisar.
Que lo último que vio fue cómo el joven cruzaba corriendo Máximo Aguirre para meterse por Juan de Ajuriaguerra, perdiéndole de vista.
Que cree que reconocería al joven, ya que se considera buen fisonomista, pero no está completamente seguro porque era de noche y había una buena distancia.
Que no tiene más que manifestar, firmándola en prueba de su conformidad, una vez leída esta su declaración, en unión del señor instructor, de todo lo que como secretario CERTIFICO.
DILIGENCIA/ Se extiende para hacer constar que habiendo sido examinados los archivos de esta Brigada por el testigo arriba epigrafiado, no reconoce ninguna de las fotografías que se le han mostrado como pertenecientes a la persona que mató a un hombre inidentificado en el Puente de Deusto. CONSTE Y CERTIFICO.
DILIGENCIA DE TERMINACIÓN Y REMISIÓN/ En este estado las presentes, y no habiendo otras de carácter urgente que practicar, se dan por concluidas a las cinco horas veinticuatro minutos de la fecha de su iniciación, remitiéndose las mismas al ilustrísimo señor magistrado-juez del Juzgado de Instrucción nº 3, remitiéndose asimismo copia de lo actuado al Ministerio Fiscal. CONSTE Y CERTIFICO.
TRANSCRIPCIÓN DE LA CONVERSACIÓN TELEFÓNICA DEL DÍA 3 DE OCTUBRE DE 1993 ENTRE EL INSPECTOR CON NÚMERO DE CARNÉ PROFESIONAL 13.240 Y EL TENIENTE DE LA POLICÍA DE BOISE (IDAHO) CLARK O'MALLEY
/ Se extiende por el inspector a que se refiere el título, para su unión provisional a las diligencias hasta la recepción oficial de la documentación pertinente. La traducción del idioma inglés en el que se ha realizado originalmente la conversación, la ha efectuado el propio inspector.
– ¿El señor Merino? ¿Inspector Merino? Soy Clark O'Malley, de la policía de Boise.
– Encantado de saludarle. Ha llamado más pronto de lo que esperaba.
– Es lo menos que podemos hacer entre compañeros. Además ha habido suerte, porque creo que hemos conseguido lo que usted nos pedía. Hoy mismo les enviaremos copia de toda la documentación que obra en nuestro poder, pero si lo prefiere le digo ahora, por teléfono, los datos más interesantes.
– Se lo agradecería enormemente.
– Para ser rápido, ya que andamos con problemas presupuestarios y el teléfono es caro, supongo que a ustedes les pasará lo mismo, querido amigo, tengo que admitir que fue bien fácil, gracias a la etiqueta del gorro que llevaba. Nos personamos en la Basque House de nuestra ciudad y, aunque no era residente, le reconocieron en seguida. Su nombre era Tomás Zubia, aunque tenía nacionalidad norteamericana, y había nacido en Bilbao el 4 de febrero de 1918. Estaba jubilado y había trabajado como profesor de español en un colegio privado de Nueva York, donde residía. Si quiere más datos se los puedo dar.
– No, gracias, por ahora no es necesario. Con esto es suficiente para empezar a trabajar. ¿Cuándo cree que nos llegará la documentación?
– Supongo que esta misma semana.
– En ese caso sólo me queda agradecerle sinceramente sus gestiones y ofrecerme por si necesita algo.
– No hay nada que agradecer, ya le he dicho que es lo menos que se puede hacer entre compañeros. Hasta la próxima y, como dicen en México, quede usted con Dios.
– Lo mismo le deseo y, de nuevo, gracias.
Cuando Rojas acabó de leer el expediente pensó que el comisario era un auténtico cabrón. Una oportunidad de lucimiento, había dicho. ¡Valiente oportunidad! No había nada que hacer. O efectivamente había sido un navajero, un macarra de mierda, o si había sido asesinado por motivos relacionados con su profesión, nunca conseguiría descubrirlo. Pero le habían ordenado encargarse del caso y obedecería las órdenes, con paciencia y disciplina; sobre todo, con mucha disciplina.