No había caso, pensaba Rojas. El comisario opinaba que todo había sido un accidente y la jueza iba a corroborar esa opinión dando carpetazo al asunto o, por decirlo más técnicamente, dictando auto de sobreseimiento. Ni siquiera la mujer de Andoni Ferrer estaba dispuesta a admitir la hipótesis del asesinato. Quizá porque no había habido asesinato y sus deseos de trabajar en algo importante le habían jugado una mala pasada.
¿Pueden equivocarse un comisario y una magistrada? Claro que sí, pero ¿al unísono? ¿No sería más lógico pensar que era él quien se equivocaba? Después de todo, era el neófito del Grupo de Homicidios y sus propios compañeros se inclinaban a pensar que ahí no había nada.
Volvió a leer el informe que acababan de traerle del Gabinete de Identificación. Nada. O mejor dicho, mucho; sus colegas habían hecho un trabajo concienzudo, pero nada que avalara la tesis de que se había producido un homicidio. Dejó los papeles encima de su mesa y se levantó. Se ahogaba en ese cuartucho. Le vendría bien salir un poco. Además, tenía otras cosas que hacer, y como las abandonara durante mucho tiempo iba a recibir una sonora bronca del atildado Manrique.
En las escaleras se encontró con Javier Moro, un antiguo compañero de la Academia de Policía destinado en el Grupo B de Estupefacientes. Conservaban una buena amistad de su época de aprendices de policía; por eso se entretuvieron un rato charlando. En un momento de la conversación Moro le preguntó por el caso que estaba llevando.
– Me parece que no hay caso, Javier. Y si lo hay, todavía peor, porque no tengo por dónde agarrarlo. Ni el comisario, ni el Juzgado, ni siquiera la familia me apoyan. Y el informe del laboratorio les da la razón a ellos, no a mí. Quizá sea porque no la tengo.
– Bueno, eso nos ocurre a todos y a todas horas. Yo que tú no me comería el tarro. De todas maneras, ¿por qué no hablas con Dios?
– Déjate de chorradas, que con este asunto no estoy para bromas. Sin pruebas, ni Dios ni toda su corte celestial conseguirían que Manrique me respaldara -respondió, taciturno, Rojas.
– No, hombre, no, no me refería a eso, te tiene atontado el caso -dijo, entre carcajadas, Moro-, aunque de vez en cuando no nos vendría nada mal que nos echara una mano. Te estoy hablando de Luis de Dios; ¿no sabes quién es?, el jefe del Grupo A de Estupefacientes.
– Sí, es verdad, perdona, no había caído, para que veas cómo estoy por culpa del dichoso asunto, pero ¿crees que podría ayudarme?
– Hombre, hasta que no hables con él no lo sabrás; lo que sí puedo decirte es que estuvo conversando hace unos días con ese tal Ferrer. Estuvo en el grupo nuestro, porque quería efectuar una entrevista con un inspector destinado en Estupefacientes, así que se lo pasamos a De Dios, que es el único que tiene paciencia con los periodistas, y le atendió al momento. Entre nosotros, ese cabrón de Luis hará carrera, te lo digo yo. Es mejor relaciones públicas que tu jefe, que ya es decir. Bueno, Manolo, te dejo que voy con prisa, y no te olvides de hablar con Dios. Igual no resuelves el caso, pero seguro que vas al cielo -concluyó entre grandes risotadas.
La oficina del Grupo A se parecía a la suya lo mismo que un mormón de esos que vienen desde Salt Lake City -no se sabe si a convertirnos o a vendernos un cursillo para triunfar en la vida- a otro mormón. Y Luis de Dios se parecía al comisario Manrique como el mormón anterior a su hermano gemelo, con la diferencia de que De Dios era más joven y afectuoso. Le estrechó con fuerza la mano, le palmeó repetidamente la espalda y por último le invitó a sentarse.
– Sí, hombre, Manuel Rojas, naturalmente que sé quién eres, aunque hasta ahora nunca hayamos coincidido. Estás en Homicidios, ¿verdad? Ése sí que es un buen trabajo. Cuando yo era pequeño quería ser poli para descubrir asesinos, como Hércules Poirot. ¿Has leído a Agatha Christie? Yo tengo todas sus novelas. La gente piensa que nosotros no leemos esa cosas porque estamos saturados. Paparruchas. De los únicos crímenes que disfrutamos es precisamente de los que son ficticios, aquellos que leemos en casa con la bata puesta, sentados en un confortable sofá junto a la chimenea, con el perro a nuestros pies y un vaso de buen whisky en la mano, ¿no estás de acuerdo? Pues claro que sí, hombre; mejor eso que tener que patearte la ciudad un día de lluvia, con ocho grados bajo cero, para detener a un tío que muchas veces no sabe ni sorberse los mocos solo. La verdad es que yo no tengo perro ni chimenea, pero lo demás lo disfruto a tope. Aunque ya sabes, yo propongo y el otro Dios dispone. -Se rió de su propio chiste, lo solía contar unas veinte veces al día-. Así que aquí me ves, zambullido de lleno en el mundo de la droga en vez de investigando asesinatos de calidad, como en la novela de John Le Carré. Los de Homicidios sí que vivís bien. Trabajo bonito y la fama para vosotros. Ojo, no te mosquees, la verdad es que me gusta ser estupa. Conoces gente muy interesante y encantadora -volvió a reírse- pero bueno, hombre, perdona que me enrolle así, es mi modo de ser, seguro que te estoy aturdiendo. Dime qué necesitas.
– Se trata del caso en que estoy trabajando. El posible asesinato de un periodista, Andoni Ferrer.
Ante las palabras «posible asesinato» y «Andoni Ferrer», De Dios reaccionó como lo que era: un buen policía. Aparentemente nada había cambiado en su actitud, pero en sus ojos Rojas adivinó que a partir de ese instante su interlocutor iba a olvidarse de la chachara superficial y de las estentóreas risotadas e iba a poner una extremada atención a sus palabras.
– Estoy en un callejón sin salida. Creo que ha habido asesinato, pero no veo el modo de demostrarlo. No se trata ya de encontrar al asesino, sino tan sólo de conseguir que se considere el hecho como asesinato y se me apoye en la investigación.
– Murió al tomar una dosis, ¿no? Podría ser perfectamente asesinato. Una jeringuilla puede ser un arma tan mortal como un hacha o una recortada.
– Sí, con la diferencia de que si encontramos algún día un tipo con un hacha incrustada en mitad del cráneo no habrá juez o comisario que se atreva a aventurar que ha sido un accidente.
– Ése es el problema por lo que veo. La jueza y Manrique creen que no hay asesinato, que lo que tienes entre manos es un accidente.
– Así es.
– ¿Y cuál es tu opinión?
– Al principio creía firmemente que se trataba de un asesinato, como ya te he comentado, pero no sé qué pensar, aunque continúo aferrado a esa idea. Es algo más instintivo que real. En el fondo, Manrique y la jueza tienen razón cuando alegan que no hay pruebas suficientes que avalen el inicio de una investigación, pero me resisto a abandonar, siento en las tripas que no debo abandonar, que ahí tiene que haber algo.
– Las tripas, como tú dices, el instinto, no lo es todo en un policía, incluso a veces puede llevar a resultados erróneos, pero tampoco es desdeñable. Más de una vez en el grupo nos hemos dejado llevar por corazonadas y hemos acertado, aunque también ha habido algún que otro fracaso, sólo que de éstos no hablamos. Pero no estás aquí para oírme fanfarronear sobre nuestros éxitos. ¿En qué puedo ayudarte?
– Por lo que sabemos, Ferrer murió a consecuencia de una sobredosis aparentemente inyectada por él mismo en un estúpido intento de comprobar qué efectos tenía la heroína en su organismo para así ambientar mejor su reportaje sobre el mundo de la droga.
– Es una teoría perfectamente factible.
– Sí, no niego que pueda tener cierta lógica, aunque me siga pareciendo estúpido arriesgarse a jugar con estas cosas, pero ¿y si hubiera algo más? Quiero decir, está escribiendo un reportaje sobre las drogas y aparece muerto. No puede ser una fatal coincidencia o un accidente desgraciado. Tiene que haber algo más y yo quiero saber en qué consiste ese algo más. Necesito saber qué tipo de reportaje estaba haciendo en realidad. Quizá tú puedas ayudarme con eso. Javier Moro me ha comentado que hace unos días Andoni Ferrer estuvo hablando contigo, que te hizo una entrevista.
De Dios miró fijamente a Rojas, intentando penetrar en su interior, queriendo averiguar si había un doble sentido en sus palabras, con esa paranoia que a veces les entra a los policías y les hace desconfiar de todo el mundo. Él sabía que Rojas era un poli honrado, pero no estaba seguro de que Rojas pensara lo mismo acerca de él, trabajando en Estupefacientes. Cuando se es jefe de un grupo antinarcóticos en una época de abundantes escándalos por actuaciones de grupos mafiosos policiales, se establece una doble paranoia. Los ciudadanos desconfían de sus guardianes del orden y éstos se muestran sumamente irritables ante ciertas actitudes de los ciudadanos -o de colegas suyos, como en este caso-, que en otros momentos pudieran considerarse normales e inocentes. En breves segundos dictaminó que podía confiar en Rojas.
– Sí, estuve hablando con él hará unos quince días, aunque no fue una entrevista al uso, para ser publicada, sino una conversación para comentar ideas que él tenía, concretar aspectos técnicos, ese tipo de cosas. Buscaba más asesoramiento que declaraciones espectaculares o noticias.
– Y en el transcurso de esa charla, ¿surgió algo que pudiera estar relacionado con su muerte?
– No. Lamento decírtelo así, pero no hay nada que te pueda ayudar. Y no pienses que es una respuesta precipitada. Al enterarme de su muerte, aunque la investigación os correspondiera a los de Homicidios, intenté fijar mis recuerdos e impresiones por si os servían de algo, pero no encontré nada. Lo siento.
– ¿Qué opinas de la versión aceptada oficialmente? En tu entrevista con Ferrer, ¿sacaste también la misma impresión?
– Sí y no. Me explico. Eso es lo que a mí me contó Ferrer, lo que pasa es que no le creí.
– ¿Por qué no?
– En parte por ese órgano que hemos citado antes, por instinto. Andoni Ferrer era un periodista conocido como investigador, no hacía crónica social, aunque fuera la del submundo de los yonquis. No, no me lo creí. Por otra parte, consideraba totalmente lógico que en el supuesto de que estuviera investigando el tema, no me lo confesara. Sabía que no nos gustan los periodistas con ínfulas de detectives, en gran parte por envidia. -Sonrió al decir esto último-.¿Sabes que algunos de los escándalos más importantes de los últimos tiempos han sido resueltos, para vergüenza nuestra, por periodistas? Y tiene su explicación. Ellos están apoyados por unos directores y editores cuyo fin es, entre otros, por supuesto, vender más ejemplares, mientras que nosotros sufrimos la remora de unos comisarios y unos políticos contemporizadores que nos apremian para que metamos en el talego a pobres desgraciados sin oficio ni beneficio, pero no nos permiten que hinquemos el diente en los negocios de los amigos que suelen salir en las revistas del corazón. Por eso no nos gustan los periodistas, porque hacen el trabajo que nos correspondería hacer a nosotros dejándonos en evidencia. ¡Joder!, hoy me ha dado por filosofar, deben de ser los biorritmos. El asunto es que estaba seguro de que me mentía, aunque ahora tengo mis dudas.
– ¿Por qué?
– Me pasa como a ti. Las tripas me siguen diciendo que Ferrer estaba metido hasta las cachas en un trabajo de investigación, pero los hechos no han confirmado esta opinión. Mira, la gente suele tener razón en parte cuando dice que nosotros conocemos a los camellos y no los detenemos. Es verdad, pero es una verdad muy simplificada. ¿De qué sirve detener a un vendedor cuando al día siguiente otro ocupa su puesto? Muchas veces es preferible darles carrete y ver hasta dónde pueden llevarnos, aunque en cantidad de ocasiones investigaciones fructíferas son paralizadas por órdenes superiores. Eso sí, cada cierto tiempo, y previo aviso a bombo y platillo en los telediarios, se produce una operación Primavera, o Verano, o como coño quieran llamarla, por la que se nos obliga a hacer unas redadas absurdas a fin de detener a miles de infelices que no sirven ni para tacos de escopeta y de los que no vamos a sacar nada en limpio. Quiero recalcarte con esto que, como ya supondrás, conocemos muy bien el mundillo de la droga. Pues bien, en este mundillo Andoni Ferrer no era conocido, y eso no es normal. Cuando en ciertos ambientes aparece un extraño, en seguida es avistado y catalogado. Sin embargo, nadie ha visto u oído a Andoni Ferrer, y eso no es lógico si ha estado interesado en el tema.
– De modo que vosotros tampoco podéis ayudarme. ¡Qué se le va a hacer! No voy a tener más remedio que cerrar el caso.
– Nunca se cierra un caso, y tú debieras saberlo. En lo que a mí concierne no está cerrado. Sigue habiendo cosas extrañas que aún no puedo explicar, ni siquiera me atrevo a afirmar que estén relacionadas con la muerte de Ferrer.
– ¿Como cuáles?
– De un tiempo a esta parte, dos o tres años a lo sumo, hemos observado un aumento del consumo en nuestra zona; sin embargo, no se han abierto, o no los hemos detectado, nuevos canales de abastecimiento. Sospechamos que algún nuevo distribuidor, posiblemente un mero intermediario en la sombra, se ha introducido en el mercado, pero se lo ha debido montar tan bien que estamos in albis, y no sólo eso, sino que tampoco se ha producido ningún conflicto o guerra entre clanes. Es un asunto francamente raro y sobre el que no tenemos información. Supongo que los de la DEA, que son como Dios, por su poder y porque están en todas partes, sabrán lo que se cuece, pero esos cabrones nunca facilitan información de balde y nosotros no tenemos con qué pagarles. La verdad es que si esto se supiera íbamos a parecer el grupo antidroga más incompetente de toda España, cuando, modestia aparte, siempre hemos sido de lo más efectivo. Pues bien, alguna que otra vez he fantaseado con la posibilidad de que Ferrer hubiera contactado con ese nuevo grupo distribuidor, pero me temo que no sea más que una fantasía sin fundamento.
– Tal vez, pero no es una idea desdeñable. Podría ser un punto de partida.
– No lo pongo en duda, pero si Ferrer está muerto y de ese hipotético grupo no sabemos nada, estamos como estábamos: con el cielo arriba, la tierra debajo y el culo al aire.
– Entonces no hay nada que hacer.
– Sí, lo de siempre. Tomárselo con calma, con mucha calma, y trabajar. La rutina diaria. Hablando de eso, no creo que sirva para nada, pero podíamos ir a visitar a un confidente al que no he visto desde la muerte de Ferrer. ¿Te viene bien esta noche a las diez?
– Si puede ayudarme en algo me viene bien a cualquier hora.
– ¡Ojo!, no te prometo nada, más bien lo contrario, pero por intentarlo que no quede. Entonces, a las diez aquí mismo. ¿De acuerdo?
– Estaré contando las horas.