Cuando Iñaki Artetxe fue a buscar su automóvil no quedaba nadie en el caserío. Efectuado un examen minucioso, tanto del edificio como de los alrededores, parecía como si en mucho tiempo no hubiera andado nadie por allí, mucho menos una secta al completo. Si no hubiera estado en ese lugar el día anterior, él mismo pensaría que su relato era una alucinación o un sueño.
Una vez recuperado el vehículo, pasó por la Comandancia de la Guardia Civil. Dos horas de interrogatorio le aumentaron la jaqueca que había empezado a notar nada más despertarse, pero por lo menos prometieron dejarle momentáneamente en paz, aunque «si recuerda algo que no nos ha dicho, convendría que nos llamara».
Una cosa buena había salido de su aventura del día anterior: su convencimiento de que estaba en el buen camino. En caso contrario, ¿a qué venía el maniatarle y llevarle de paseo dentro del maletero de un coche? El problema era retomar la pista.
Antonio Alférez no estaba en el club, pero le informaron de dónde podía encontrarle a esas horas. La Universidad de Deusto apenas había cambiado desde que él iniciara sus nunca acabados estudios de Filosofía, antes de que decidiera ingresar en la policía autónoma, y en los merenderos, como se denominaba a una de las áreas preparadas teóricamente para el silencioso estudio, seguía habiendo numerosas tertulias que ayudaban a mantener un agradable ambiente académico. El amigo de Begoña estaba sentado con un libro abierto entre las manos mientras intentaba convencer a una compañera de que, por un día de estudio que perdieran, no iban a verse afectados los resultados de los exámenes. Cuando notó posarse sobre su hombro la mano de Artetxe y volvió la cara hacia él se le petrificaron los ojos.
– Hombre, mi amigo Antonio -dijo Artetxe-. Te he visto de lejos y me he dicho a mí mismo: ¿Qué mejor momento que éste para pagarle la cerveza que le debo? Venga, deja de estudiar y acompáñame al bar. Los dos solitos -añadió.
Como un cordero al que conducen al matadero, Antonio Alférez siguió mansamente a Iñaki Artetxe hasta el bar de la Universidad. La mayoría de las mesas estaban desocupadas, así que tomaron asiento en la que estaba más alejada tanto de la puerta como de la barra. Con sus dos jarras sobre la mesa parecían ser dos viejos conocidos que charlaban sobre lo divino y lo humano.
– Estuve viendo a tu amigo Marcos Ruiz, ¿sabes?, y por poco me mata.
– Yo no sé nada de eso, se lo juro.
– Bueno, no tiene importancia. Igual le avisaste de mi llegada o igual no tienes nada que ver, pero me da exactamente lo mismo. Tú, para mí, no eres más que una mierda pinchada en un palo de la que si me es útil me olvidaré cuanto antes mejor, pero sólo si me es útil. ¿Me entiendes?
– Ya le dije todo lo que sé.
– Nadie dice nunca todo lo que sabe -respondió Artetxe meneando tristemente la cabeza-, todo el mundo deja siempre algo en su armario, pero te repito que lo que pasó ayer no importa, importa lo que me puedes decir hoy. Marcos Ruiz ha desaparecido del caserío, pero sigo necesitando encontrarle. ¿Qué me puedes decir?
– Nada.
– Mira, Antonio, yo te comprendo; si estuviera en tu lugar también lo negaría todo, pero no estoy en tu lugar, ¿comprendes? He sido ertzaina y ahora trabajo como detective y, a pocas novelas policíacas que hayas leído, sabrás que los detectives caemos muy mal a la policía oficial; por eso, para congraciarnos con ellos, de vez en cuando les pasamos información para que detengan a delincuentes y se luzcan. Si yo hubiera sacado algo en claro de Marcos Ruiz, habría entregado su cabeza puesta sobre una bandeja de plata al Grupo de Estupefacientes de Bilbao y todos me habrían dado una palmadita en la espalda, pero, como por lo que parece ser, Marcos Ruiz se me ha escapado, tú eres lo único que tengo. Ayer, un comandante de la Guardia Civil me amenazó con sacarme de la circulación, y si eso ocurre, ¿de qué van a comer mis tres ex mujeres y mis siete hijos? Así que tú verás. O les entrego a Marcos Ruiz o les entrego a Antonio Alférez.
– Eso es un vulgar chantaje.
– En efecto, así que tú decides. La cabeza de Marcos Ruiz o la cabeza de Antonio Alférez.
– Siempre se sale con la suya, ¿verdad?
– ¡Ojalá fuera eso cierto! Simplemente me limito a hacer mi trabajo.
Antonio Alférez no sabía dónde encontrar a Marcos Ruiz, pero sí sabía dónde encontrar a su novia -o lo que sea de él, añadió-, que vivía en Las Arenas, en un ático de la calle Santa Ana. El edificio era nuevo y los materiales con los que había sido construido, de primera. Seguramente el ático había costado un pastón. El gurú de Bakio debía de codearse con gente importante.
El ascensor hacía menos ruido al moverse que el que podía escucharse en un monasterio cartujo, y en su interior podría haberse celebrado una boda. La vivienda de la novia de Marcos Ruiz ocupaba todo el ala derecha y hacia allí encaminó sus pasos Iñaki Artetxe cuando salió de él. Desde que pulsó el timbre hasta que la puerta se abrió transcurrieron escasos segundos. En el interior de la casa, una mujer totalmente desnuda y con la mirada extraviada le agarró de la mano y, casi a la fuerza, le obligó a entrar.
Dentro, el olor a marihuana era asfixiante, superaba con creces al del incienso en los templos hindúes. Después de su primera sorpresa, Artetxe reconoció a la chica. Era la morenita de ojos verdes que le había recibido en el caserío y que luego le había rociado los ojos con aerosol. Tenía un cuerpo menudito pero apetecible, con el negro pelo cortito y unos pechos pequeños pero erectos. Además, estaba totalmente fumada. Artetxe no sabía qué hacer, si volver en otro momento o quedarse a ver cómo evolucionaban los acontecimientos. Iba a elegir lo segundo, pero no fue necesario, ya que la morenita decidió por él al empujarle contra un mullido sofá y montar encima de él, mientras le abría la bragueta.
– Héctor, mi amor, sabía que eras tú; sabía que ibas a venir, mi amor, amor, amor, amor, amor… Héctor, mi amor, dámelo todo, mi amor, amor, amor…
Si algo tenía claro en ese momento Iñaki Artetxe es que Héctor no era su segundo nombre de pila y, aunque no estaba muy seguro de ello, posiblemente tampoco lo era de Marcos Ruiz. Cuando su músculo más juguetón estaba entre las manos de la morenita dio un salto y se zafó de su suave presa. Estaba sudando pese a que no se había movido. Indudablemente este recibimiento era mejor que la despedida del otro día, pero le había entrado miedo. No estaba allí para hacer el amor con una mujer drogada, sino para averiguar los motivos últimos de la muerte de Begoña González. Además, podía ser una trampa. Sólo faltaría que le acusaran de violación. No pensaba en esto último seriamente, ya que la chica tendría que ser muy buena actriz para aparentar, sin estarlo, el grado de intoxicación que llevaba encima, pero más le valía prevenir que lamentar.
Cuando golpearon la puerta y oyó gritar «policía», el corazón le dio un vuelco. Como pudo la enfundó en una bata de seda que encontró en un armario y fue a abrir la puerta. El ver a la policía municipal le tranquilizó un poco.
– ¿Qué desean? -preguntó.
– Lamentamos molestarle -contestó uno de los dos policías, el de más rango-, pero hemos recibido una denuncia por escándalo y ruidos superiores a lo tolerable.
– Entiendo, miren, mi novia acaba de recibir una mala noticia por teléfono y se está comportando de un modo extraño. Quizá de ahí provenga la confusión.
No había acabado de pronunciar estas palabras cuando la morenita, que se había desprendido de la bata, se acercó a la puerta.
– ¿Qué ocurre, cariño? Di a esos hombres que se vayan y cógeme entre tus brazos.
– En seguida, espera un momento. Mira, hablo un poco con los señores y ahora vuelvo. Vete abriendo la cama -añadió con lo que pretendía ser un guiño erótico. Luego, dirigiéndose a los municipales-: Lamento lo que ocurre. Si lo prefieren, me traslado con ustedes a la comisaría y allí me explico mejor.
– No es mala idea, pero ¿será prudente dejar sola en casa a su novia?
– Sí, no habrá ningún problema. Como consecuencia de la noticia se ha tomado tres cubalibres seguidos, así que lo más probable es que en cuanto abra la cama se quede totalmente dormida.
– De acuerdo, entonces. Acompáñenos, por favor.
La estancia en comisaría no se prolongó demasiado. El sargento de los municipales le dijo que no era nada raro que una de las vecinas de la chica pusiera denuncias a todo el mundo y por cualquier motivo.
– Pero es tía de un concejal, así que denuncia que pone, denuncia que tenemos que atender. Lo lamento, y estése tranquilo. Si no le importa pasamos a máquina la declaración, nos la firma, la archivamos y hasta otra.
Mientras el sargento e Iñaki Artetxe esperaban a que se transcribiera la declaración, un policía irrumpió en la oficina y preguntó al primero si era él quien acababa de venir de un ático de la calle Santa Ana.
– Sí, en efecto. ¿Por qué?
– La chica que vivía allí acaba de saltar por la terraza. Ha muerto al instante.