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James Goldsmith estaba habituado, por razón de su profesión, a introducirse en ambientes muy diferentes, así como a adaptarse a cualquier tipo de situación que se le presentara, pero mientras franqueaba la puerta de aquel lujoso club privado de Washington no podía evitar sentirse intimidado. Aunque se había puesto su mejor traje y la corbata menos chillona que había encontrado en su vestuario, la despectiva mirada que le había dirigido el portero negro del club desde su elegante librea colonial le indicaba a las claras que su sitio no era aquél y que tan sólo por unos momentos, gracias a su bondad y conmiseración, se le había permitido acceder al sacrosanto recinto donde se refugiaba la élite de la sociedad, lejos de insectos como el propio Goldsmith y demás gente de su calaña. Una vez en el interior del club su desasosiego fue en aumento según iba vislumbrando los retratos colgados en el vestíbulo de quienes tenían todo el aspecto de haber sido auténticos proceres de la patria. Daba la sensación de que las miradas ceñudas y patibularias que podían observarse en la mayoría de los cuadros iban dirigidas a él por atreverse a violar la intimidad del recinto.

Un anciano que parecía salir de uno de esos cuadros, incluyendo la corbata de lazo negra, le rescató proporcionándole una calurosa bienvenida.

– Señor Goldsmith, me alegra que sea usted puntual. Es un buen comienzo, ¿no le parece? ¿Qué opina de nuestro pequeño club? No es de los más lujosos, pero en él se respira sosiego y tranquilidad, que es a lo más que puede aspirar un anciano como yo. Pero, por favor, acompáñeme, he reservado un pequeño saloncito para que podamos hablar con total tranquilidad.

James Goldsmith no había coincidido nunca con su anfitrión, pero le conocía sobradamente de referencias. El anciano obsequioso que le había recibido se llamaba Cameron DeFargo, y aunque nunca había sido mencionado por las revistas financieras como uno de los hombres más ricos del planeta, lo era, pero al modo de los antiguos patricios de Nueva Inglaterra, sin ostentaciones ni alharacas. Sabía asimismo que el hombre que acababa de saludarle no le había invitado para deslumhrarle con su magnificencia, sino por un motivo muy diferente. Cameron DeFargo había sido fundador y jefe máximo de la Agencia Central de Inteligencia, organización más conocida internacionalmente por sus siglas en inglés, CIA, en la que pese a sus maneras aristocráticas y refinadas había ejercido el control con mano dura y despiadada, y conservaba aún gran parte de su influencia. De él se decía que no había nombramiento en la Agencia que no recibiera previamente su visto bueno. Y ese hombre, esa leyenda más bien, era quien le había citado y quien, mientras Goldsmith se entregaba a esos pensamientos, le hacía pasar a lo que pese a haber sido calificado de saloncito era una estancia en la que cabía todo un regimiento de marines y le invitaba a tomar asiento en una butaca que en aparente contradicción con su aspecto del siglo pasado resultó ser la más cómoda de todas las que había disfrutado Goldsmith en su vida.

– ¿Desea beber algo, señor Goldsmith? -preguntó DeFargo haciendo honor a la hospitalidad que se supone a los de su clase-. Le recomiendo un whisky de Kentucky elaborado en una destilería clandestina de mi propiedad. Sí, ya sé que suena raro, pero no es sino el capricho de un viejo al que se le aguantan displicentemente sus rarezas. Privilegios de la edad. Estoy convencido de que la policía local está al tanto de la existencia de la destilería, pero cierran los ojos por respeto a mis canas.

Goldsmith sabía que quien decía eso tenía participaciones e incluso el control de una de las más importantes fábricas de licores del país, pero no hizo ningún comentario, limitándose a aceptar la invitación de su anfitrión. DeFargo sirvió dos generosos tragos en unas copas hermosamente talladas de cristal de Bohemia (eso al menos suponía Goldsmith, intimidado por el ambiente, ya que de hecho no distinguía el cristal de Bohemia del de cualquier otro lugar del mundo) y después de paladearlo con satisfacción y comprobar que su invitado hacía lo mismo, volvió a hablar.

– Odio los preámbulos tediosos, señor Goldsmith, así que doy por supuesto que usted sabe quién soy y la posición que he desempeñado en la organización a la que usted pertenece.

– Así es, señor DeFargo.

– Bien, en ese caso me imagino que estará al tanto de los rumores que circulan acerca de mi influencia actual en la misma.

– Algo he oído decir, sí -contestó Goldsmith dubitativo, sin comprometerse excesivamente.

– Son rumores algo exagerados, pero que quizá tengan algún punto de verdad. Debo reconocer que a menudo el presidente, en consideración a los servicios prestados y a la amistad que tuve con su padre, me consulta de modo protocolario sobre algunas decisiones y nombramientos, y yo procuro asesorarle lealmente. Una de las últimas veces que hablé con él fue cuando hubo que elegir al sustituto de su antiguo jefe, Tomás Zubia. ¿Se extrañaría si le dijera que uno de los nombres que se barajaron fue el suyo?

– Sinceramente, no sé qué decir a eso -contestó azorado Goldsmith, que había estado al tanto de ciertos rumores y que había aspirado a sentarse en el sillón de Zubia, ya que consideraba que contaba con méritos suficientes para ello.

– Por favor, señor Goldsmith, no me decepcione, le he invitado para hablar con total sinceridad. Usted estaba al corriente de esa posibilidad y deseaba fervientemente ocupar el cargo. No tiene que negarlo ni disculparse por ello; encuentro totalmente legítimo que alguien de su valía quiera acceder a un puesto para el que se considera totalmente capacitado. De hecho, quien debe pedir disculpas soy yo, porque si no hubiera sido por mí usted tal vez estaría hoy en el lugar de su antiguo jefe. ¿Se sorprende quizá?

– La verdad es que no esperaba esto -dijo Goldsmith mientras su cara reflejaba la sinceridad de sus palabras.

– Lo supongo. Tiene que ser difícil admitir que alguien le diga que ha estado a punto de acceder a un cargo importante y que por su culpa no lo ha conseguido; pero al tiempo que le reitero mis disculpas, quiero asegurarle que no ha habido ningún tipo de maldad en mi acción, todo lo contrario, e incluso le aseguro que ese puesto va a ser para usted en un corto plazo de tiempo, seis u ocho meses como máximo.

– Sinceramente tengo que decirle, con todo el respeto posible, que esas afirmaciones me están dejando totalmente estupefacto.

– Lo comprendo, pero si usted ha oído hablar de mí sabrá que nunca digo nada a tontas ni a locas. En confianza, y con esa sinceridad de la que antes ha hecho gala, ¿qué piensa de su nuevo jefe?

– Bueno, todavía acaba de aterrizar, como quien dice; aún es pronto para juzgarle.

– No está siendo sincero, señor Goldsmith. En realidad usted sabe, lo mismo que yo, que es un desastre sin paliativos, cosa que por otra parte ya sabía cuando propuse su nombramiento. Sí, no me mire tan extrañado, parece mentira que con el trabajo que desempeña sea usted tan ingenuo a veces. La política es así, y en muchas ocasiones los objetivos que se persiguen se consiguen indirectamente. Aunque tengo una pequeña influencia en las decisiones presidenciales, no soy la única persona a la que la Casa Blanca debe contentar. Concretamente, una persona que había colaborado generosamente en la campaña electoral presionó para que ese puesto lo ocupara alguien de su confianza y presentó tres candidatos. En lugar de luchar porque designaran a mi candidato, que era usted precisamente, decidí cambiar de táctica e intervine para que fuera nombrado el más incapaz de los tres candidatos que había presentado el otro asesor presidencial. De ese modo mataba dos pájaros de un tiro: el presidente había cumplido con su desprendido patrocinador y yo conseguía que se designara a alguien tan incompetente que dentro de poco tiempo no habrá más remedio que destituirle. Entonces será mi turno, es decir, su turno, si le sigue interesando ocupar el puesto.

– Por supuesto que sí -contestó Goldsmith entre admirado y extrañado-, pero me gustaría saber por qué me está ofreciendo ese puesto y a cambio de qué.

– Es usted desconfiado, y no se lo reprocho ya que en su profesión es una buena cualidad -contestó DeFargo-, pero no hay nada oculto en mi propuesta. En realidad sé quién es usted y que está preparado para el cargo, y, además de eso, el propio Tomás Zubia, con el que tenía una gran amistad, me había comentado más de una vez que usted sería su perfecto sucesor. De hecho, la maniobra que acabo de explicarle contaba con el beneplácito de su ex jefe.

Goldsmith, para disimular su turbación, dio un nuevo sorbo a su vaso de whisky ilegal, mientras rebuscaba en su mente alguna palabra con la que poder contestar a DeFargo sin conseguirlo. Fue su anfitrión quien tras imitarle volvió a tomar la palabra.

– Está bueno, ¿verdad? -dijo sonriente mientras señalaba su vaso-. Si lo desea, daré órdenes para que le envíen unas cuantas botellas a su domicilio. Bueno, antes le he dicho que no le iba a pedir nada por impulsar su nombramiento, y eso era cierto en el momento en que su jefe se jubiló, pero en el momento actual las cosas han cambiado de tal manera que me temo que sí tendrá que hacer algo por mí.

– ¿De qué se trata? -preguntó Goldsmith.

Curiosamente, las palabras que acababa de pronunciar Cameron DeFargo le habían animado. Si había una oferta, unas condiciones, podría hablar de tú a tú con su interlocutor, se encontraría en el terreno de los hechos, y ése era un terreno en el que nunca se había sentido intimidado. Como para reafirmarse en la serenidad adquirida, tomó entre las manos la botella de whisky y llenó de nuevo su vaso.

– Supongo que ya conocerá usted la noticia de la muerte de su ex jefe, Tomás Zubia, en Bilbao, la ciudad en la que había nacido y a la que había regresado tras su jubilación.

– Así es.

– Y sabrá también cómo murió.

– En efecto: al parecer fue apuñalado por un yonqui. Según parece, la droga hace estragos en todos los países y ninguna ciudad está libre de la lacra de la inseguridad ciudadana.

– ¿Eso es lo que usted cree? Yo no estaría tan seguro; por lo menos parece bastante raro que quien ha sobrevivido a dos guerras y a los momentos más álgidos de la guerra fría en primera línea de combate acabe muriendo por culpa de un desgraciado que sólo piensa en la heroína.

– Estoy de acuerdo, pero no parece que pueda ser otra cosa. Tomás Zubia nunca, desde que ingresó en la Agencia, se ocupó de asuntos españoles. Alguna vez me comentó que se había autoimpuesto esa norma para no involucrarse sentimentalmente en los trabajos encomendados, ya que eso disminuiría su rendimiento y podía poner en peligro no sólo su vida, sino la de sus compañeros. Además, y de un modo rutinario, al enterarnos de lo sucedido echamos un vistazo a los asuntos en los que había estado ocupado antes de su jubilación y no encontramos nada que le relacionara con España.

– No dudo de su eficacia -replicó DeFargo-, en caso contrario no se me hubiera ocurrido ofrecerle el puesto de su antiguo jefe, pero a veces conviene fijarse no tanto en lo que está a la vista como en lo que no lo está.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Goldsmith cada vez más interesado.

Por toda contestación, DeFargo se levantó de la butaca que ocupaba y acercándose hasta una de las paredes laterales de la estancia retiró un cuadro que representaba al general George Washington subido a caballo. Detrás del cuadro había una caja fuerte. DeFargo, con dedos ágiles, manipuló la cerradura y la caja se abrió. De su interior sacó unos legajos que traspasó inmediatamente a Goldsmith.

– Admito que al tener aquí esta documentación he transgredido las normas de seguridad más elementales y alguna que otra ley federal -comentó risueño-, pero como le he explicado anteriormente, los ancianos nos solemos permitir muchas libertades. Por otra parte, puedo asegurarle que este pequeño club es mucho más seguro que el propio Fort Knox. Pero le ruego que no haga caso a mi estúpida chachara y hojee los documentos. Supongo que sabe de qué se trata.

– En efecto -contestó Goldsmith-, es uno de los expedientes que de vez en cuando nos transmite la Agencia para la Lucha contra la Droga, la DEA. Cuando a lo largo de sus investigaciones encuentran que algún personaje importante de un país aliado, preferentemente del mundo de la política o de la economía, está involucrado en el narcotráfico, nos suelen pasar el dato por si nos puede servir para nuestro propio trabajo.

– Para hacerles chantaje en beneficio del Departamento de Estado.

– Nosotros no utilizamos esa terminología, pero la idea es correcta -admitió Goldsmith-. Los documentos que usted acaba de mostrarme son posiblemente copia de unos que nos proporcionó la DEA sobre una banda dedicada al tráfico de drogas en el norte de España, pero en ningún momento consideramos interesante su utilización, así que devolvimos el material a la propia DEA comentándoles que no era necesario que nos siguieran facilitando datos sobre esa red.

– Esa fue la postura oficial, pero lo que usted no sabe es que el propio Tomás Zubia solicitó a Alvin Delano, su homólogo en la DEA, que con total y absoluto secreto le siguiera teniendo al corriente de las novedades sobre ese asunto.

– No sabía nada de eso -contestó sinceramente sorprendido Goldsmith.

– Me lo imagino, pero estoy en condiciones de asegurarle que lo que acabo de relatarle es totalmente cierto; el mismo Alvin Delano me lo ha confirmado. Es fácil comprender que eso lo cambia todo. Si Tomás Zubia volvió a Bilbao, ciudad que no visitaba desde hacía más de cincuenta años, movido por la lectura de unas informaciones referentes a una red de traficantes que actuaba en su tierra natal, no es descabellado pensar que su asesinato no fue un desgraciado accidente, sino algo deliberado, y si fue como yo pienso, señor Goldsmith, no quiero que esa muerte quede impune, por dos razones: la primera, por la amistad que nos unía a los dos, y la segunda, porque no acepto que nadie pueda matar a un hombre de nuestros servicios de inteligencia y quedar impune. Supongo que estará de acuerdo conmigo.

– Totalmente -contestó Goldsmith.

– Me alegra que sintonicemos -respondió con semblante alegre DeFargo- porque la misión que quiero encomendarle es precisamente ésa. Que investigue las causas de su muerte y, si se confirman mis sospechas, tome las determinaciones necesarias para que el criminal sea castigado. Aunque en estos momentos, como usted sabe, no tengo ningún puesto oficial en la Agencia, he podido arreglar las cosas necesarias para que desde este mismo instante cese en el resto de sus actividades y pueda dedicarse, con la cobertura de costumbre, a esta nueva misión.

DeFargo hizo una pausa para dar un nuevo trago a su vaso y que sus palabras calaran en su interlocutor, y tras limpiarse los labios con una servilleta que llevaba bordadas sus iniciales volvió a tomar la palabra.

– Como desde este momento usted queda liberado de cualquier otro trabajo y asignado a esta nueva misión, considero imprescindible ponerle en antecedentes. Es posible que me extienda demasiado, aunque me imagino que usted ya conoce la tendencia de los viejos a contar batallitas, por lo que le ruego que me disculpe de antemano, pero creo imprescindible retrotraerme a la época de la segunda guerra mundial, mucho antes de que usted hubiera nacido, porque si mi tesis es exacta, la muerte de Tomás Zubia está íntimamente relacionada con los sucesos en los que estuvo implicado.

»Es posible que ya conozca el modo en que fue captado para nuestros servicios. Tras finalizar la guerra civil española y estallar casi simultáneamente la guerra mundial con la invasión de Polonia por el ejército de Hitler, Tomás Zubia se incorporó a los grupos de resistentes que colaboraban con los países democráticos en su lucha contra los nazis y sus aliados. Pronto destacó por su capacidad para el trabajo clandestino y de información, en el que se movía como pez en el agua, así que decidimos incorporarle formalmente a nuestra incipiente organización. Como primera medida le enviamos a Nueva York, donde estuvo muy poco tiempo, lo suficiente para realizar un cursillo intensivo como agente especial. Aunque las técnicas actuales son mucho más avanzadas que las usadas en nuestra época, no fanfarroneo cuando le digo que nuestra preparación no tenía nada que envidiar a la que se proporciona hoy en día. Hay que comprender que en tiempos de guerra no se hacen prisioneros a los espías ni se los intercambia, sino que se los fusila directamente después de haberlos estrujado al máximo para obtener información, y si no estás bien preparado pronto pasas a engrosar la lista de cadáveres.

»Tras su estancia en Nueva York su primer destino fue México, aunque ahí no tenía que desarrollar ninguna actividad, sólo esperar a que transcurriera el tiempo suficiente para crear la cobertura necesaria para su posterior viaje a España, que era el destino definitivo. En México debía hacerse pasar por Javier de Ithurbide, sobrino de un tal Agustín de Ithurbide, millonario hombre de negocios que se hacía pasar por descendiente del caudillo del mismo nombre que, una vez conseguida la independencia, se autoproclamó emperador de México. Por este motivo reivindicaba su derecho a la Corona azteca y había creado un partido político para perseguir dicho fin. No dejaba de ser una extravagancia que se le permitía tan sólo por su condición de multimillonario, una de las diez fortunas más grandes de ese país, pero que nos fue muy útil.

»Investigaciones previas nos habían hecho saber que su imperio económico era tan ficticio como su corona imperial, así que no nos fue difícil llegar a un trato con él. Los dólares de Washington apuntalarían su grupo empresarial, y él reconvertiría su minúsculo grupo político en un partido de carácter fascista. No fue fácil. Por un lado, su carácter monárquico, con ciertas ínfulas de imitación de la monarquía británica, así como su sentimiento católico, le alejaban del nacionalsocialismo ideológico, pero esos mismos carácter y sentimiento le aproximaban al fascismo italiano (la Italia del Duce, no lo olvide, era nominalmente una monarquía y firmó un concordato con la Santa Sede), con lo que la evolución, sin ser fácil, se hizo de un modo natural. El mismo nombre de su organización, Partido Monárquico Católico de México, se transformó en Movimiento Nacionalista Revolucionario Mexicano. La finalidad era conseguir, por un lado, que los posibles sectores de esa ideología que hubiera en México (poco importantes en sí, pero con el inconveniente de ser un país fronterizo con Estados Unidos) estuvieran controlados y, por otra parte, a través de ese partido iniciar relaciones de colaboración y ganarse la confianza de los movimientos nazis y fascistas que sí tenían influencia en el resto del mundo.

»Ithurbide fue pronto separado de la dirección política del movimiento, ya que ni por edad ni por inclinación natural estaba capacitado para regirlo, y fueron hombres de nuestra total confianza quienes pasaron a ocupar los cargos ejecutivos. El papel de Zubia en el partido no fue de dirigente, sino de simpatizante. En su ficticia y nueva personalidad se aunaban dos factores: ser el sobrino del fundador, que a su vez era una de las más grandes fortunas nacionales, y demostrar simpatía por el nuevo giro que había tomado ese partido. Por otra parte, se creó la leyenda de que desde pequeño le habían enviado a estudiar a España y otros países europeos, para disculpar su acento, que no era totalmente mexicano.

»Siete meses después de su llegada a México Distrito Federal, consideramos que estaba preparado para intentar afrontar con éxito su nuevo destino, por lo que tomó un avión que le llevó de regreso a España, pero esa parte de la historia quizá sea mejor que se la cuente el propio Zubia.

Siempre con la sonrisa en los labios, DeFargo se levantó de su asiento y volvió a acercarse a la caja fuerte, que aún continuaba abierta. De ella sacó un disco y lo introdujo en un ordenador que se encontraba disimulado en el interior de un mueble que aparentaba haber sido utilizado por la reina Victoria en persona.

– Corríjame si me equivoco, lo cual es muy posible porque a los perros viejos nos suele ser difícil aprender trucos nuevos, pero creo que esto se llama CD-Rom. Parece ser que enchufado a un ordenador puede hacer maravillas; eso por lo menos me dicen mis nietos, que me han enseñado lo poco que sé de informática. Aunque me cuesta creerlo, ese minúsculo disco contiene toda la información disponible acerca de su antiguo jefe, mi viejo y difunto amigo Tomás Zubia. Supongo que estará aburrido de la charla de un viejo, por eso le voy a abandonar durante un rato y le sugiero que lea, no estoy seguro de que sea la expresión adecuada pero usted ya me entiende, la información que considere más interesante. Junto a su historial profesional podrá encontrar varios documentos curiosos, entre ellos las actas de las reuniones que tuvimos en Washington para estudiar las operaciones que teníamos que llevar a cabo en España en la época de la que le acabo de hablar, informes oficiales y alrededor de siete cartas que me escribió mientras estaba destinado en España. Estas últimas no son escuetos informes profesionales, sino auténticas cartas personalizadas que me enviaba como manera aconsejada por nuestros psicólogos para, además de transmitir la información precisa, poder desahogarse de la tensión vivida en momentos tan difíciles y permitirnos evaluar su grado de estabilidad emocional, necesaria para llevar a buen fin su misión. Como usted puede comprobar, la psicología no es una ciencia recién inventada hoy en día precisamente, pero creo que he vuelto a ser demasiado prolijo en mis palabras, así que le dejo solo para que pueda trabajar a sus anchas. Cuando haya acabado no tiene más que marcar el número ocho en el teléfono que está junto al ordenador y volveré para reunirme con usted.

Antes de que DeFargo saliera definitivamente de la estancia, Goldsmith ya estaba manipulando el ordenador. Al contrario que para su anciano interlocutor, aunque en el fondo no se creía la historia de que era un ignorante en esos temas, para Goldsmith la informática no tenía ningún secreto, así que manejar un CD-Rom era un simple juego de niños, tan sencillo como hojear las páginas de un libro. Intrigado por las palabras de DeFargo, buscó, en primer lugar, las cartas que Zubia le había enviado mientras estaba en España. Eran francamente interesantes y se zambulló en ellas con gran excitación. La primera y la cuarta, sobre todo, narraban hechos que parecían importantes. Hasta que no llegara al final de sus investigaciones no podría saberse si tenían relación con su muerte en Bilbao y la red de narcotráfico que había investigado la DEA, pero decidió imprimirlas para poder releerlas cuantas veces fuese necesario. Afortunadamente, el viejo DeFargo pensaba en todo y junto al ordenador había una impresora de la última generación que en muy poco tiempo le proporcionó los documentos solicitados. Cuando tuvo los folios en sus manos, Goldsmith se sirvió una buena ración de ese whisky que el viejo fabricaba clandestinamente y que estaba buenisimo y se puso a leer con tranquilidad las cartas numeradas con los guarismos 1 y 4.


CARTA Nº 1 (REMITENTE: TOMAS ZUBIA. DESTINATARIO: CAMERON DEFARGO)

Estimado Cameron:

Aunque hasta ahora he sido reacio, más por motivos de pudor que de seguridad, a seguir tu consejo y escribirte una carta para contarte, más allá de las informaciones que voy consiguiendo, cómo me encuentro de ánimos y qué opino de la operación en marcha, por fin me he decidido a hacerlo porque creo que tienes razón cuando afirmas que de este modo puedo aliviar, en parte, mi soledad.

Supongo que lo comprenderás si te digo que cuando llegué a Madrid el corazón me dio un vuelco. Llegaba a una ciudad vencida disfrazado de triunfador. Por todos los rincones podían verse las señales de la devastadora guerra que ha finalizado no hace mucho con el triunfo de los fascistas. Las ruinas se han adueñado de la ciudad y un halo de tristeza lo impregna todo y me ha contagiado, aunque yo deba fingir que me encuentro totalmente a gusto; se supone que soy uno de los hombres más felices del mundo, un rico heredero mexicano simpatizante del victorioso III Reich.

La vida da muchas vueltas y las perspectivas personales suelen cambiar rápidamente, sobre todo en estos tiempos de sufrimiento que nos está tocando vivir. Sabes que no me gusta mucho hablar de estos temas, pero debo reconocer que cuando en Euskadi luchaba por los derechos de mi pueblo, Madrid era una referencia negativa, el centralismo, la negación de esos derechos; pero ahora, si bien no renuncio a mis más íntimos principios y deseos, no puedo ni quiero evitar sentir un hondo respeto y admiración por esta ciudad que tan ejemplar y heroicamente ha resistido el embate de las milicias facciosas y que ha sucumbido con honor. Nada más llegar hubiera deseado despojarme del esmoquin con el que había subido al avión y ponerme un mono para colaborar en la faena de reconstrucción, pero por suerte o por desgracia no es ésa la misión que me ha conducido hasta aquí, aunque confío en que la labor que estoy desempeñando sirva también para su liberación.

Al pie de la escalinata del avión me esperaba Werner Haupt, miembro de la embajada alemana, hombre ceremonioso y campechano, el típico alemán aficionado a la cerveza y las juergas, el cual, según mis informes, ocupa un lugar insignificante en el organigrama de las SS en España.

– Herr De Ithurbide -afirmó, más que preguntó, al verme bajar del avión.

– Javier de Ithurbide, a su servicio. ¡Heil Hitler! -añadí mientras alzaba el brazo a la romana intentando, con éxito, disimular mi repugnancia.

– ¡Heil! -contestó-. Acompáñeme, por favor. Tengo el coche aparcado muy cerca de la pista.

Supongo que al estar en tierra conquistada no necesitan disimular, porque el Mercedes no ocultaba quiénes eran sus dueños. El banderín con la esvástica lo adornaba de un modo siniestro. Pensaba que iba a ser conducido a la embajada directamente, pero me llevaron a una casona en las afueras de Madrid. No sé en qué pueblo estaba, pero creo que podría encontrarlo con los ojos cerrados.

En la casa me presentaron a un hombre que vestía el uniforme de coronel de las SS. Aunque no hubiera llevado uniforme ni galones, no habría dudado ni un minuto en señalarle como el jefe de todos los que estaban allí reunidos. Con un simple gesto hizo que quienes le acompañaban salieran del salón al que había sido conducido.

– ¿Señor De Ithurbide? Permítame presentarme. Coronel Rainer Vonderschmidt, de las SS. Encantado de conocerle.

– Lo mismo digo. Me habían asegurado que iba a ser bien acogido en España, pero nunca imaginé que iba a tener el honor de ser recibido por un coronel del más digno cuerpo que sirve a nuestro glorioso Führer.

– No son necesarias las adulaciones, amigo mío. Sé quién es usted y conozco su dedicación y la de su familia a la causa, aunque tiene que admitir que su partido no ha obtenido unos resultados muy positivos en las últimas elecciones.

– Nunca hemos creído en las elecciones.

– Nosotros tampoco, pero no olvide que conseguimos el poder de ese modo.

– Nuestro caso es distinto. En México abunda la población de origen indio, por eso la causa de la raza no puede avanzar lo que muchos quisiéramos. Somos pocos los blancos de pura estirpe e incontaminados. Desgraciadamente, nuestros antepasados no fueron capaces, como hicieron los ingleses en el norte, de exterminar a las tribus de indios desharrapados que se encontraron por esas tierras, sino que, más bien al contrario, se dedicaron a fornicar todo lo que pudieron con las indígenas y crearon la impura raza mestiza que es mayoría en mi patria. No obstante, si bien es cierto que no tenemos el poder oficial en nuestras manos, nuestra influencia, no tanto como movimiento sino como dirigentes de la economía nacional, es muy grande. Y estamos orgullosos de poner esa influencia y poder al servicio del III Reich.

Como verás, me había aprendido de memoria el discurso que habíamos ensayado y lo dije de corrido sin equivocarme en nada, aunque me sentía muy extraño al pronunciarlo, como si no fuera yo sino otra persona quien hablara con mi voz.

– Gracias, amigo mío, no esperaba menos de usted -me contestó, evidentemente complacido, el coronel-. Además, tengo que decirle que el servicio a la patria no está reñido con las posibilidades de obtener beneficios económicos, y este país en el que estamos nos puede ser propicio a los dos. ¿Sabe lo que le quiero decir?

– Sin ningún género de dudas, mi coronel, y le aseguro que por mi parte no va a haber ninguna oposición a esa idea. Como usted ha dicho, nadie puede dudar de mi lealtad a la causa; mejor dicho, de la lealtad de ambos a nuestro gran ideal, pero estoy de acuerdo en que no es incompatible rendir importantes servicios a nuestra bandera y nuestro Führer con incrementar nuestro patrimonio. Ésa es otra de las razones de que haya venido a España. Un país recién salido de una guerra y donde todo está por reconstruir es un país en el que se pueden realizar grandes negocios si se tienen los contactos adecuados y la inteligencia suficiente para no pasar por alto las oportunidades.

– También es necesario no tener muchos escrúpulos.

– Herr coronel, quienes hemos dedicado nuestra vida a la causa no podemos dejarnos dominar por las estrecheces de la moral pequeñoburguesa. Sí, creo y deseo que haremos grandes negocios juntos.

– Me gustaría brindar por ello, pero desgraciadamente no he acondicionado lo suficiente este caserón. Si no tiene inconveniente en acompañarme le podré llevar a un sitio donde dan las mejores bebidas que se pueden obtener en estos tiempos. Ha tenido un viaje muy largo y no es justo que empecemos ya a hablar de trabajo.

– Vuelvo a estar de acuerdo con usted.

– Por cierto, respecto a lo que me ha dicho antes sobre el mestizaje en su país, espero que no tenga ningún escrúpulo por compartir el lecho con unas hermosas mujeres sólo por el hecho de ser judías. Le aseguro que son mujeres de lo más exquisitas y apetecibles, y por otra parte, para gente como nosotros, el morbo de su raza multiplica el placer que se puede obtener de ellas.

– No he criticado el disfrutar de las mujeres pertenecientes a razas inferiores, todo lo contrario; si algo justifica su miserable existencia es precisamente el ponerlas a nuestro servicio en todos los sentidos, sexual incluido. Tan sólo me parece mal tener hijos con ellas.

– Me alegra comprobar que no posee los prejuicios sexuales heredados de la cultura pequeñoburguesa y judeo-cristiana. En cuanto al peligro de dejarlas embarazadas, por eso no se preocupe, querido amigo. Las furcias de las que le hablo ya no podrán tener hijos con nadie, nunca.

Bueno, Cameron, espero que me excuses cuando compruebes que con estas últimas palabras cierro la que ha sido mi primera carta. Aunque admito que escribir me ha servido de catarsis, cuando pienso en lo que tuve que hacer esa noche junto al coronel me doy asco a mí mismo, no tanto por lo que hice en sí, ¿a quién no le gusta pasar la noche con una guapa mujer?, sino porque era consciente de que las mujeres con las que estábamos eran simples esclavas sexuales de los odiados jerarcas nazis y, en esos momentos, estaban sometidas a mi propio servicio. Espero que lo que estoy haciendo sirva para algo; quizá eso no lo justifique del todo, pero siempre me quedará la satisfacción de que no ha sido en vano.


CARTA Nº 4 (REMITENTE: TOMÁS ZUBÍA. DESTINATARIO: CAMERON DEFARGO)


Estimado Cameron:

Aunque como tú bien sabes al principio fui reacio a contarte por carta mis intimidades, no me queda más remedio que admitir que le estoy cogiendo gusto, me sirve como válvula de escape, y a falta de una persona de carne y hueso con la que desahogarme, el papel en blanco es un sustituto que sin llenarme del todo palia hasta cierto punto mis ansiedades; por eso te envío la que, si no me equivoco en las cuentas, es mi cuarta carta.

Lo primero que quiero confesarte es que en estos cinco primeros meses de mi estancia en Madrid he llegado a tener una relación muy amistosa con el coronel Vonderschmidt. Incluso se podría decir que nos hemos convertido en amigos íntimos, si no fuese porque me repugna usar el elevado concepto de la amistad para referirme a ese cerdo, pero es cierto que cualquiera que no conozca mis objetivos (y espero que no los conozca nadie) estará pensando que nuestro trato es casi de hermanos más que de amigos.

En realidad, si no fuese porque estoy en Madrid destinado para cumplir una misión, y porque creo en esa misión, no me quedaría más remedio que reconocer que mi vida es de lo más placentera. Cuando en toda España apenas hay para comer e incluso el pan negro se ve difícilmente en las mesas, yo no me privo de nada. Mi relación con el representante oficial de las SS es totalmente provechosa para ambos desde un punto de vista económico y los negocios de mi falso tío van viento en popa; sus beneficios crecen hasta límites insospechados. Cuando mi trabajo acabe, el viejo nostálgico de la corona imperial mexicana habrá incrementado su fortuna hasta límites que jamás se atrevió a imaginar.

El coronel Vonderschmidt también tiene motivos más que sobrados para sentirse contento. Aunque en todos los negocios que tenemos a medias es tan sólo el representante de las SS y del Gobierno del III Reich, no me cabe duda de que su bolsillo crece al mismo ritmo que el mío. Incluso a veces he renunciado a mis comisiones para que el alemán incrementara las suyas, táctica quizá algo burda pero que está produciendo espléndidos resultados. El coronel come en la palma de mi mano.

Una noche, después de haber realizado una de las suculentas operaciones comerciales con las que nos hemos venido lucrando desde que iniciamos nuestra relación, fuimos al burdel al que me había llevado el día de mi llegada a Madrid, el de las mujeres judías de las que te hablé en mi primera carta. No sé si me estoy endureciendo más de lo debido, pero ya no me cuesta hablar sobre ello como me ocurría al principio, aunque repito que pongo en duda que ese sentimiento sea positivo. En fin, vuelvo al meollo de la historia. El coronel estaba eufórico y borracho y me propuso que nos encerráramos los dos con una de las pupilas llamada Sarah, posiblemente la más hermosa de las mujeres que allí había. No te voy a contar lo que hicimos porque te lo puedes imaginar sin mi ayuda; al fin y al cabo escribo esta carta para desahogarme yo, no para excitarte a ti. Tal vez se debiera a su borrachera o, más seguramente, a su absoluta carencia de valores morales, el caso es que cuando estábamos los tres totalmente exhaustos, tendidos sobre la inmensa cama de la habitación, Vonderschmidt se levantó de improviso, como impulsado por una idea repentina, y cogiendo su pistola reglamentaria me la tendió.

– Algunos sibaritas dicen que el sexo es la otra cara de la muerte y que si juntamos ambos, el placer se centuplica, y tienen razón. Lo sé por experiencia. Toma -añadió mientras ponía su arma en mi mano-. Acabas de follarte a Sarah, ahora debes conocer el otro aspecto del placer. Tienes que matarla. Te aseguro que sentirás el mayor de los orgasmos y que será inmensa tu dicha cuando liquides a esta perra judía. Hazlo por mí y por el Führer.

Una cosa es acostumbrarte a ir de juerga con un nazi de mierda e incluso participar en sus orgías sexuales, depravadas desde el momento en que se juega con el terror de quienes están a tu servicio como meras esclavas sexuales, y otra cosa es matar a sangre fría a alguien inocente, cuyo único crimen era pertenecer a otra raza; pero me habían lanzado un desafío y tenía que recoger el guante.

¿Qué era más importante? ¿Preservar mi cobertura, para lo cual tendría que disparar contra la mujer con la que acababa de acostarme, o negarme a hacerlo y correr el riesgo de que todo se fuera al garete?

Sinceramente, Cameron, aunque admito que en Nueva York me proporcionasteis una gran preparación, no me sentía con fuerzas para afrontar esta prueba. Todavía me entran escalofríos cuando lo recuerdo. No sabía qué hacer, así que decidí improvisar y jugármelo el todo por el todo.

– Lo siento -contesté en el más arrogante tono de emperador azteca que fui capaz de expresar-. Los Ithurbide no hemos nacido para matarifes, sino para dar órdenes de vida y muerte. Es nuestro derecho y nuestro privilegio. Quien está acostumbrado a que le obedezcan no necesita manchar sus manos con sangre de lacayos. No niego la veracidad de lo que me has dicho, pero mi rango me impide complacerte.

No sé si Vonderschmidt iba de farol o si eran tan sólo los efluvios alcohólicos que le atenazaban los que marcaban su pauta de conducta, el caso es que echándose a reír a carcajadas me abrazó diciéndome que era todo un hombre y que conmigo se podía ir al fin del mundo.

– Además -añadió guiñándome un ojo-, creo que estás preparado para empezar a hacer cosas serias. Pero éste no es el sitio adecuado. Ven mañana a mi despacho en la embajada y te hablaré de nuestros nuevos proyectos.

Sobre la conversación que tuve al día siguiente envío un informe anexo, ya que considero que tiene suficiente importancia para darle un tratamiento más oficial, por lo que no me extenderé de nuevo en esta carta sobre ese asunto, así que enviándote un fuerte abrazo y esperando noticias tuyas, me despido por hoy.

Mientras estaba escribiendo ha caído la noche sobre Madrid y me he dado cuenta de que necesito descansar más que cualquier otra cosa en este mundo. La cama me espera, aunque últimamente mis sueños suelen convertirse en pesadillas.

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