18

Artetxe no esperaba recibir tan pronto la llamada de Pilar. Incluso al principio temió que ella quisiera repetir los juegos practicados el día en que se habían entrevistado en la mansión de La Bilbaína. Nunca le habían desagradado ese tipo de escarceos, pero en esos momentos estaba reconstruyendo su relación con Miren y no deseaba complicarse en exceso la vida.

– ¿Iñaki? Soy Pilar Larrabide. Supongo que no te habrás olvidado de mí, campeón. Yo te recuerdo a todas horas.

– Yo también, pero últimamente ando muy ocupado.

– ¡Qué suspicaz estás! ¿Tan mal te traté? Pero tranquilo, que no te llamo para lo que estás pensando. Al menos por ahora. Aunque estás muy ocupado, ¿podrías sacar un poquito de tiempo para visitar a mi prima Begoña?

– ¿Begoña? ¿Ha dado señales de vida?

– Me llamó ayer. Le expliqué la situación y que había hablado contigo y accedió a verte. Ya ves que yo también cumplo lo que prometo.

– Eres maravillosa, Pilar, totalmente maravillosa. ¿Cuándo podemos verla?

– ¿Tienes el coche disponible y puedes venir a recogerme ahora mismo?

– La respuesta a ambas preguntas es afirmativa.

– Entonces pasa a buscarme. Estoy sentada en el velador de una cafetería de la plaza Campuizano, en lndautxu. Supongo que sabrás llegar. No esperaba menos de ti. Hasta luego, ciao.

No tardó ni diez minutos en recogerla y a indicaciones suyas encarriló el coche hacia el barrio de San Ignacio.

– ¿Dónde habéis quedado? -preguntó.

– Tranquilo que yo te guío.

Pasaron San Ignacio y la curva de Elorrieta. Cuando enfilaban Lutxana, Pilar le dijo que fuera despacio, que era por allí. No parecía el lugar más idóneo para una joven como Begoña.

– Aquí es. El número coincide.

Artetxe aparcó el coche enfrente del portal que Pilar Larrabide había señalado y miró el edificio. Estaba totalmente en ruinas, las paredes con grietas y desconchones causados por la humedad, la desidia y la mala construcción. Era un edificio como muchos otros de ese barrio de Erandio, levantados a pocos metros de la ría en la época de auge industrial, cuando había que meter a los trabajadores llegados al calor de la industrialización en cualquier sitio, a ser posible no muy lejos de las fábricas. No parecía que nadie pudiera habitar allí. Se veían desde fuera cristales de las ventanas rotos e incluso ventanas sin cristales, pero también había otras en las que habían colgado ropa para secar. La puerta del portal estaba abierta y un rápido examen de la misma le indicó a Artetxe que la cerradura de la misma no funcionaba. En el interior del portal no se vislumbraba ningún rincón libre de mugre y unas brasas esparcidas delataban que la noche anterior se había encendido en su interior una hoguera.

– Éste es el sitio, estoy segura, pero no lo comprendo. Por lo que comentó, se supone que está viviendo aquí -dijo Pilar.

El edificio no tenía ascensor. En la tercera planta se detuvo y, señalando a mano izquierda, fue a llamar a la puerta. El timbre no funcionaba así que golpeó la aldaba que sobresalía del marco. Nadie respondió.

– ¿Estás segura de que es aquí? ¿No te habrás equivocado?

– Completamente. Me repitió tres veces la dirección, pero ahora tengo que admitir que no entiendo nada. ¿Cómo es posible que esté viviendo aquí pudiendo hacerlo en cualquier otro sitio?

– No lo sé, tendremos que preguntárselo si conseguimos hablar con ella. Parece que no está -dijo tras volver a aporrear la aldaba sin respuesta- pero quizá podamos entrar. Esta puerta no parece muy segura.

Al tiempo que decía esto último, Artetxe la iba empujando. Sin necesidad de utilizar ningún instrumento la puerta cedió y se abrió de par en par.

– Si está viviendo aquí no se ha molestado para nada en acondicionarlo -comentó Artetxe observando que la suciedad también era dueña del pasillo-. Entremos.

Había tres huecos en el lado derecho del pasillo y uno en el lado izquierdo, que a tenor de su tamaño debía de ser el salón, aunque estaba completamente vacío, sin mueble alguno, ni siquiera una silla. A la derecha, en la primera puerta había una cocina que parecía no haber sido usada desde los tiempos en que Franco era cabo. La segunda era una habitación en la que se veía un camastro con las sábanas revueltas y una butaca sobre la que había amontonada una pila de ropa. En el suelo, debajo de la butaca, podía verse un desvencijado tocadiscos en el que estaba girando un disco al parecer rayado, ya que emitía un chirriante sonido. Artetxe movió la aguja y sonó una vieja canción de amor en la voz de Los Cinco Bilbaínos:

«Lejos de aquel instante

lejos de aquel lugar

el corazón amante

siento resucitar.

Vuelve tu imagen bella

en mi memoria a ser

como un fulgor de estrellas

muerto al amanecer.

Maite, yo no te olvido

y nunca nunca te he de olvidar

aunque de mí te alejes

leguas de tierra, de tierra y mar.

Maite, si un día sabes

que muero ausente de tu querer

del sueño de la muerte

para adorarte

despertaré».

Artetxe se sorprendió al escuchar la canción. No se hubiera imaginado a Begoña oyéndola.

¿Cuál sería su instante lejano, su amor capaz de hacerla resucitar? ¿Por qué se había refugiado allí para escuchar tristes canciones de amor? Apagó el tocadiscos y salió de la habitación.

La tercera era un pequeño retrete. En la taza había una mujer sentada, con los ojos totalmente vidriosos abiertos en vacua expresión. En la muñeca derecha tenía colocada una goma y a sus pies había una jeringuilla. Pilar lanzó un grito que retumbó en el silencio de la casa. Artetxe se acercó a la mujer y le buscó el pulso. Al tocarla cayó al suelo como si de un pesado fardo se tratara.

– ¿Es ella? -preguntó, aunque sabía la respuesta. Begoña estaba ya lejos de todo instante y lugar, y ningún fulgor de estrellas ni ningún corazón amante conseguirían que resucitara.

Pilar respondió que sí agitando varias veces la cabeza. Luego, con voz entrecortada, preguntó:

– ¿Está muerta?

– Sí, está muerta. Me temo que hemos llegado tarde.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -volvió a preguntar.

– Habrá que llamar a la policía.

– ¿La policía? ¿No podemos quedamos al margen de todo?

– No digas insensateces -respondió Artetxe, malhumorado-. A mí tampoco me agrada enfrentarme a ellos en esta situación, pero no nos queda más remedio. Antes o después alguien más hallará el cadáver y empezarán a investigar. No les será difícil averiguar quién era y que se la estaba buscando. Además, mi coche está ahí fuera aparcado y, aunque no nos hemos cruzado con nadie, estoy seguro de que más de uno y de dos vecinos nos han visto y podrían describimos e identificamos, así que más nos vale cumplir como buenos ciudadanos y llamar al 091.

En la casa no había teléfono, por lo que fueron a llamar desde un bar cercano. Quince minutos después se acercaron un furgón de la Policía Nacional al mando de un cabo y un vehículo camuflado con dos inspectores, Manuel Rojas y un compañero suyo apellidado Merino.

– Inspectores Merino y Rojas. ¿Son ustedes los que nos han llamado? -dijo Merino nada más bajar del coche.

– En efecto, hemos sido nosotros -dijo Artetxe.

– ¿Dónde está el cadáver?

– Aquí al lado -contestó Artetxe señalando el portal más próximo al bar-, en el tercero izquierda. Tendrán que subir andando, porque no hay ascensor.

– Nunca nos han asustado las escaleras -respondió abruptamente Merino, para añadir-: ¿A qué se ha debido el hallazgo?

– La muerta es prima mía, veníamos a visitada -respondió Pilar tomando por primera vez la palabra.

– ¿Y usted? -se dirigió Merino a Artetxe-, ¿también es familiar de la difunta?

– En realidad no, podría decirse que soy un conocido de la familia.

Mientras el inspector Merino los interrogaba, habían subido hasta la vivienda. Una vez en ella los dos policías inspeccionaron la casa y el cadáver. Cuando hubieron escudriñado todos los rincones, el inspector Merino, que tácitamente había asumido el mando, lanzó al aire un comentario aparentemente inocente.

– Para ser familiar suya -dijo mirando a Pilar-, no parece que tuvieran el mismo nivel de vida. No me la imagino a usted viviendo en este tugurio.

– Era de la rama pobre de la familia -respondió cándidamente Pilar.

– Más vale que no me tomen el pelo -voceó el inspector Merino-, no hace falta ser muy sagaz para comprobar que éste no era el ambiente habitual de su prima.

– Y no lo era, señor inspector -dijo Artetxe. Sabía que tardarían poco tiempo en averiguar todo sobre ambos y prefirió sincerarse, ya que enfrentarse a los policías no le traería más que complicaciones-. Es cierto que la señorita es prima de la fallecida, pero no estábamos aquí simplemente de visita. Estábamos buscándola ya que había desaparecido de su casa.

– Entiendo, ¿se había denunciado la desaparición?

– No, ya que era mayor de edad y todo el mundo pensaba que se había escapado voluntariamente.

– ¿Y usted qué pinta en todo esto?, ¿es detective?

– No, un conocido del novio que me pidió que le echara una mano, nada más que eso.

– Su historia suena falsa.

– Lamento que se lo parezca, pero es la verdad.

– Así es -añadió, entusiasta, Pilar.

– Bueno, ya tendremos la oportunidad de comprobado en Jefatura -replicó, enigmático, Merino-; ahora me gustaría saber cómo han entrado.

– La puerta estaba abierta.

– Abierta o rota.

– Nosotros no la hemos roto. De hecho, habíamos sido citados por la difunta, por eso nos habíamos acercado hasta aquí.

– No habrán tocado nada, supongo.

– Nada de nada. Tan sólo hice lo imprescindible para comprobar si vivía todavía o estaba muerta.

– Bien, bien -contestó, ceñudo, Merino. Luego, dirigiéndose a Rojas, añadió-. ¿Están avisados el Juzgado de Guardia y el Gabinete de Identificación?

– Vendrán en cualquier momento -dijo Rojas.

– En ese caso, que se queden a esperarlos el cabo y los números, y volvamos nosotros a Jefatura. Me temo que hay algunas partes de su historia que necesitan aclararse -añadió mirando a sus dos testigos-, así que espero que no pongan ningún impedimento y nos acompañen voluntariamente a Jefatura para efectuar las oportunas diligencias.

– Estamos a su disposición -dijo Artetxe, sabiendo que de nada serviría oponerse a la amable invitación.


Cuando le separaron de Pilar y le llevaron hasta una celda en la que no había nadie, Iñaki Artetxe comprendió que habían averiguado sus antecedentes, y por si hubiera albergado alguna duda la llegada de dos conocidos suyos, los inspectores Romero y Castrofuerte, de la Brigada Antiterrorista, la disipó por completo.

– Mira a quién tenemos aquí -exclamó Castrofuerte haciendo como que se dirigía a Romero-, nuestro buen amigo Iñaki Artetxe, el policía que cobija a terroristas movido por su gran corazón.

– Tengo entendido que ahora ya no se dedica a eso, creo que ahora se dedica a las jovencitas -respondió, jubiloso, Romero-. Las conduce a tugurios infectas, las mata y luego nos llama a nosotros para que recojamos los restos.

– ¿Por qué no me dejáis en paz? -contestó Artetxe. Sabía que lo único que podía conseguir era exasperarlos aún más, pero también sabía que si habían venido con alguna idea preconcebida nada que dijera u omitiera les iba a torcer el rumbo-. Cometí un error y pagué por ello. He cumplido mi condena, así que soy un hombre libre. No tenéis nada contra mí, lo único que he hecho es cumplir con mi deber de ciudadano al avisar a la policía de que había encontrado un cadáver.

– Me partes el corazón -dijo Castrofuerte-, un hombre tan bueno como tú asediado injustamente por unos malos policías. ¿Qué dirían los de Amnistía Internacional si lo supieran?

– Iros a tomar por el culo -respondió Artetxe-; ni siquiera sois policías, sólo sabéis torturar. Si tuvierais un terrorista delante de vuestras narices ni lo oleríais, así que dejadme en paz, salvo que tengáis algo contra mí y, en ese caso, sólo hablaré delante de un abogado.

– ¿Has oído lo que ha dicho? -le preguntó Castrofuerte a Romero.

– Lo he oído, pero no acabo de entenderlo. ¿Nos ha mandado a tomar por el culo?

– Me parece que sí -respondió Castrofuerte.

– Y nos ha llamado torturadores.

– Sí, como si no supiera que la Constitución nos prohíbe ese tipo de prácticas.

– Y nosotros somos muy cumplidores de la Constitución.

– Más que si la hubiéramos escrito en persona.

– También ha dicho que somos incapaces de distinguir a un terrorista aunque le tuviéramos delante de nuestras mismas narices.

– Mira, yo creo que en eso se equivoca, porque ahora mismo tengo uno delante de mí y le he reconocido.

– ¿Sí?, ¿de quién se trata?

– Del señorito Iñaki Artetxe, aquí junto a nosotros.

– ¿Por qué no dejáis de hacer el payaso? Sé que os resulta muy difícil, pero podríais intentarlo -volvió a hablar Artetxe.

– Parece que el terrorista tiene prisa por acabar -comentó Castrofuerte.

– No le decepcionemos entonces -respondió Romero, quien uniendo la acción a la palabra dio un fuerte puñetazo en el abdomen de Artetxe.

Iñaki Artetxe se encogió en un gesto instintivo, intentando coger aire, momento que aprovechó Castrofuerte para agarrarle del pelo y tirarle al suelo. Una vez allí le pateó las costillas, sin excesiva violencia, tan sólo la suficiente para hacer daño.

– Tranquilo -le comentó sonriente-, que no te van a quedar marcas. Nada afeará tu bonito cuerpo de terrorista; hemos aprendido mucho desde la última vez que estuvimos juntos. Ya ves que no somos tan incapaces como crees.

Durante un buen rato continuó el castigo, que sólo cesó cuando Artetxe se desvaneció. Le despertó el contenido de una jarra de agua que alguien había echado sobre su cabeza. Cuando recobró la visibilidad comprobó que quien le había espabilado de ese modo tan húmedo era uno de los dos inspectores que habían acudido a la casa en la que había fallecido Begoña.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó Rojas, que era el policía que había escanciado el agua de modo tan generoso.

– ¿Cómo quiere que me encuentre? Jodido, muy jodido.

– Lamento lo ocurrido, pero debe entender que no ha sido premeditado, sino motivado por unas desgraciadas circunstancias. Está usted fichado como colaborador de banda armada y hace tan sólo tres días que han asesinado a un compañero de los dos policías que le han visitado hace un rato.

– Lo siento mucho, pero no tengo nada que ver con ese suceso. Yo ya he cumplido mi condena y estoy limpio.

– Lo sé, hemos comprobado a fondo su historia y sabemos para quién está trabajando. ¿Desea poner una denuncia contra los policías que le han maltratado?

– Para qué vay a ponerla.

– Necesitamos la colaboración ciudadana para acabar con cierto tipo de prácticas que la mayoría de los policías rechazamos.

– Venga, hombre, no me haga reír, que si me muevo me duele todo el cuerpo. ¿Para eso ha venido, para hacer el papel de poli bueno? Le advierto que esa película ya me la conozco.

– Estaba hablando completamente en serio, pero quizá sea mejor así. Por lo que sabemos ha sido usted ertzaina.

– Lo fui, pero uno de los extremos de mi condena consistió, precisamente, en la inhabilitación total para el ejercicio de mi profesión.

– También lo sé del mismo modo que sé que en estos momentos está trabajando de detective. Sin licencia -añadió.

– Sí, soy un hombre sin licencia -Artetxe sonrió tristemente- y ya se sabe que en esta sociedad andar por la vida sin licencias es como estar muerto civilmente. ¿Cuál es mi castigo?, ¿me van a poner una multa o tal vez me devolverán a la prisión acusado de ser un terrorista por trabajar sin el debido permiso de la autoridad competente?

– Deje de decir chorradas durante un momento -gruñó Rojas-, me importa una mierda que usted no tenga licencia. He estado hablando con su abogado y me ha confirmado su historia. Por suerte o por desgracia tiene usted fuertes agarraderas donde asirse y, por otra parte, estoy de acuerdo con que ya ha cumplido su condena y que los hechos pasados no tienen que influir en las situaciones actuales.

– Muy amable por su parte -ironizó Artetxe.

– Le repito que deje de quedarse conmigo. Usted ha sido policía, así que tiene que saber que no todos somos tontos. Sé por qué se le acusó de colaboración con banda armada, conozco a fondo su caso y he sacado mis propias conclusiones; creo que hasta cierto punto puede ser una persona de confianza. Sé también que está trabajando como detective, pese a no estar autorizado para ello, y sinceramente le digo que esa falta de permiso, al menos para mí, no significa nada. Si yo no tomo en cuenta esos datos no sé por qué tiene que mencionarlos usted constantemente. Deje ya de hacerse la víctima y atiéndame durante unos minutos.

– De acuerdo, admito que me estoy pasando, pero sinceramente lo que me ha ocurrido no es como para echar cohetes. De todos modos le escucharé, aunque no sé exactamente a qué viene todo este rollo paternalista.

– Es muy sencillo: quiero ofrecerle la posibilidad de que colaboremos en beneficio mutuo.

– Últimamente voy de sorpresa en sorpresa. ¿He entendido bien, quiere que colaboremos nosotros dos? ¿Una persona que acaba de cumplir condena por ayudar a un terrorista huido y un policía?

– Eso es lo que he dicho. Ya le he comentado que he analizado su caso y creo que puedo confiar en que estoy haciendo lo correcto al darle un voto de confianza. Usted ha sido ertzaina y, según mis informes, no precisamente de los peores. En estos momentos está trabajando como detective pese a no tener autorización para ello y aunque, como ya le he dicho, sé que cuenta con la protección de uno de los bufetes más influyentes de Bilbao, no estaría de más que contara también con cierto tipo de protección policial.

– Me parece que poco a poco voy comprendiendo. Si usted me ofrece su protección, ¿qué debo hacer yo en contraprestación?

– Usted sabe que muchas veces, debido a las presiones y reglamentos a los que estamos sujetos, los policías no podemos llegar a todos los sitios que estimamos convenientes. Ahí sería donde usted podría ayudarme.

– Entiendo, necesita alguien que pueda hacerle los trabajos sucios.

– No más sucios que los que pueda encargarle el señor Uribe. ¿Qué me contesta?

– ¿Por qué no? Si vay a ganarme la vida con este oficio, no me vendrá nada mal tener un contacto con la policía.

– Es usted inteligente, señor Artetxe, y me alegra su decisión. Además, quiero comunicarle que nuestra colaboración empieza ahora mismo.

– Me lo estaba imaginando, ¿de qué se trata?

– Como usted ya sabe, estoy destinado en el Grupo de Homicidios. Recientemente me han retirado de un caso al que han considerado muerte por accidente. Un periodista que murió como consecuencia de inyectarse una dosis de caballo en mal estado.

– Sí, leí algo en los periódicos.

– Y ahora aparece muerta esta joven que, según todas las apariencias, ha fallecido también por sobredosis.

– Habrá que esperar el informe de la autopsia, pero creo que tiene razón. De todos modos, ¿adónde le lleva eso? Desgraciadamente, todos los años mueren jóvenes por ese motivo, sin que haya nada raro ni se produzca ninguna conexión entre unas muertes y otras.

– Lo sé, pero se me ha prohibido seguir con la anterior investigación y esto es lo más cercano que tengo. El periodista muerto, Andoni Ferrer, no era drogadicto. Esta joven, en cambio, por las marcas que tenía en el cuerpo, parece que sí, lo que los diferencia algo más todavía, pero pudiera haber ocurrido que les hubiera suministrado la droga la misma persona.

– Sí, podría haber ocurrido.

– En ese caso, ¿por qué ha habido sólo dos muertes en este plazo de tiempo? Se supone que el camello en cuestión tendrá más clientes, pero no sólo no ha habido más muertes, cosa que nadie desea, sino que ni siquiera ha habido gente en coma o que haya detectado algo extraño.

– No es normal, lo admito, pero ¿qué es lo que puedo hacer yo?

– Usted fue contratado por el novio de la chica para encontrarla. Lo ha hecho, pero no tiene por qué dejar el caso. Siga en él e intente averiguar si hay alguna conexión.

– Para eso necesitaría que mi cliente quisiera proseguir las investigaciones.

– Por supuesto, pero confío en su capacidad de convicción.

– Además, es una mera hipótesis. Quizá no haya ninguna conexión, después de todo. Mientras el forense no emita su informe estaremos en blanco.

– De acuerdo, pero en el caso de que haya una posibilidad, por mínima que sea, de que ambos asuntos estén relacionados, ¿cuento con su ayuda?

– No tengo ninguna alternativa, ya le he dicho que colaboraré con usted, aunque no sé si soy muy prudente al aceptar su oferta.

– Tal vez no, pero es su oportunidad de volver a hacer un trabajo policial. ¿Tiene alguna idea de por dónde empezar?

– Supongo que lo primero de todo es redactar el informe para mi cliente y posteriormente intentaré conseguir su apoyo para continuar con las indagaciones.

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