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Aquella mañana del mes de octubre no se presentaba muy gratificante para el inspector Rojas. Por de pronto, nada más llegar a las oficinas del Grupo, tuvo que pelearse con la máquina de escribir para redactar un aburrido informe sobre un asunto rutinario. No había acabado de redactar el escrito cuando entró, todo sonrisas, la rutilante estrella del Grupo, el protegido del comisario Manrique, el inspector Merino, en suma.

– Caramba, Manolo, qué madrugador te veo, y convertido en un auténtico chupatintas, por ende.

El «grrr» que recibió por contestación, seguido de un igualmente expresivo «brmmm», no desanimaron a Merino, imbuido totalmente del espíritu de alma de la fiesta.

– Tranquilo, chaval, que vengo a rescatarte. Levanta el culo de ese polvoriento asiento y sal a la calle, que el crimen nos espera. Se ha cometido un asesinato y tienes que hacerte cargo del caso.

– Bueno, ¿de qué se trata? -preguntó Rojas, dejando de teclear en la máquina e interesándose, muy a su pesar, por las últimas palabras de Merino.

– Una mujer que acaba de matar a su marido, la muy bestia. Como sigamos dejando que las feministas hagan lo que les sale de los ovarios no sé hasta dónde vamos a llegar, y que conste que no soy machista, ¿eh? Ha ocurrido esta mañana, en Orduña. La Guardia Civil se ha ocupado del caso, pero desde el Gobierno Civil nos han dicho que hagamos nosotros las diligencias. Últimamente se han vuelto muy formalistas, ya sabes.

– Sí, ya sé.

Claro que sabía. En vez de trabajar en aquello que era interesante y prioritario, le seguían enviando a realizar trabajos aburridos en los que lo único que podía demostrar era que hacía muy bien los recados. Pero era su trabajo y no le quedaba más remedio que hacerlo. Además, para acabar de rematar la faena, ese día había huelga en el transporte de pasajeros, por lo que la carretera estaba colapsada. Tardó tres veces más de lo habitual en llegar a su destino, con una mala leche considerable y un gasto de gasolina que intuía irrecuperable.

En el cuartelillo de los civiles estaban esperando su llegada. El sargento Arjona, su panzudo comandante de puesto, le hizo pasar al cuchitril que tenía por oficina y le hizo un breve resumen de lo ocurrido.

– Como ves -dijo para finalizar-, el asunto está claro. Una señora que se ha hartado de su marido y en lugar de divorciarse, cosa que no está bien vista por la Iglesia -añadió entre grandes risotadas-, decidió acabar con él de una santa vez. Yo casi prefiero el divorcio.

– Me gustaría ver las diligencias que habéis hecho y entrevistarme con la mujer.

– Por supuesto, lo tenía todo previsto. Aquí tienes las diligencias; en cuanto a la mujer, está aquí mismo, en nuestros calabozos. Cuando acabes la lectura te llevaremos junto a ella. Tengo que salir, así que quédate en el despacho con toda tranquilidad. No hay ninguna prisa por nuestra parte.

Rojas agradeció la invitación y, tomando posesión de la silla del sargento, que era mucho más cómoda de lo que sus costurones sugerían, se puso a leer las diligencias llevadas a cabo por los efectivos de la Guardia Civil.


En Orduña, provincia de Vizcaya, siendo las seis treinta horas del día de la fecha, se recibió en este puesto de la Guardia Civil una llamada telefónica de quien dijo llamarse Presentación Aldana Cuenca, quien comunicó que su marido yacía muerto y asesinado. Personados en el domicilio de la susodicha el sargento Ceferino Arjona Gutiérrez y los guardias Andrés Gómez López, Nicasio Torres Rey y Ángel Cabrero Pérez, comprobaron cómo en el dormitorio principal de la vivienda se encontraba el cadáver de quien resultó ser don Eladio Ortiz Ortiz, marido de la denunciante, el cual tenía la cabeza destrozada y empapada en sangre. Junto al cadáver, aunque tirado en el suelo, se hallaba un garrote de madera lleno de sangre, que al parecer había sido el arma utilizada para causar la muerte del finado. Avisado el señor juez de paz de Orduña, a las siete horas y cinco minutos se procedió al levantamiento del cadáver, ordenándose por Su Señoría la confiscación del arma homicida así como la detención y puesta a su disposición en los calabozos de este puesto de doña Presentación Aldana Cuenca. Firman el presente atestado el sargento Ceferino Arjona Gutiérrez como instructor y el guardia Andrés Gómez López como secretario, en Orduña, provincia de Vizcaya, a 3 de octubre de 1993.


Se detuvo un momento para prepararse un café en la mugrienta cafetera del sargento Arjona -por lo menos tenía cafetera- y continuó leyendo.


Acta de ampliación de diligencias. En Orduña, provincia de Vizcaya, siendo las siete horas y cincuenta minutos del día de la fecha, en las dependencias de este cuartel de la Guardia Civil, y actuando como instructor el sargento Ceferino Arjona Gutiérrez y el guardia Andrés Gómez López como secretario, a la vista de lo actuado en la diligencia de inspección ocular ya reseñada, se considera pertinente interrogar a la viuda del fallecido, la cual voluntariamente declara lo que sigue:

Que su nombre y filiación completa es Presentación Aldana Cuenca, natural de Quintana Martín Galíndez, en la provincia de Burgos, nacida el 13 de enero de 1945, hija de Ambrosio y María, de profesión sus labores, con domicilio en Orduña, provincia de Vizcaya, calle Mayor, nº 3, 2º izquierda.

Que ha sido ella la causante del fallecimiento de su difunto marido, don Eladio Ortiz Ortiz.

Que los hechos sucedieron alrededor de las diez de la noche del día anterior.

Que ella se encontraba en la cocina, planchando, cuando entró su marido, borracho como era habitual en él, insultándola y golpeándola en la cabeza y otras partes del cuerpo.

Que al verla caída en el suelo como consecuencia de los golpes la arrastró hacia el dormitorio matrimonial donde, a la fuerza, intentó que la declarante cumpliera con el débito conyugal.

Que al negarse la declarante a satisfacer los deseos de su marido, volvió a ser golpeada con saña por éste.

Que desesperada e histérica, sin darse cuenta ni comprender muy bien lo que hacía, cogió un garrote que su marido guardaba en la habitación por miedo a los ladrones y empezó a golpearle con él.

Que cuando paró de golpearle se dio cuenta de que le había matado, aunque nunca fue ésa su intención.

Que si no llamó antes a este puesto de la Guardia Civil no fue para ocultar nada, sino porque perdió la razón como consecuencia del hecho y hasta el momento en que ha procedido a efectuar la llamada no se había recuperado.

Que todo lo que ha dicho es la verdad, no teniendo nada que añadir.

Cerrada que es la declaración estampa en la misma su huella digital, por no saber firmar, en conformidad con lo transcrito, en compañía de los señores instructor y secretario, en Orduña, provincia de Vizcaya, a 3 de octubre de 1993.


Aprovechando que el sargento Arjona no había vuelto de efectuar su ronda -posiblemente había muchos bares en los que parar-, Rojas habló a solas con la detenida, que confirmó lo ya declarado, sin añadir ni quitar una coma. Examinó también el arma con la que se había perpetrado el crimen. Era un garrote fuerte y sólido. Parecía mentira que la acusada hubiera podido blandirlo hasta causar la muerte de su marido, pero no era tan extraño que alguien poseído por la ira y la exasperación sacara más fuerzas de las que aparentemente cualquiera le hubiera adjudicado. Continuaba bañado en sangre y no había ninguna duda acerca de su utilización en el asesinato. Posteriormente se acercó al Juzgado, donde también le permitieron leer las diligencias. Todavía no se había practicado la autopsia al cadáver, pero el informe previo del médico corroboraba las causas de la muerte apuntadas en el atestado. El propio juez le indicó que ese mismo día iba a enviar las diligencias al juez de Instrucción competente, pero que parecía un asunto bastante claro. Antes de despedirle le pidió un favor.

– El fallecido tenía un hijo, Antoñito, y todavía no hemos tenido tiempo de comunicarle lo sucedido. Bueno, en realidad sí hemos tenido tiempo -sonrió avergonzado-, pero todavía no se lo hemos dicho, es un asunto tan delicado y le conocemos desde hace tanto tiempo… Ya sé que es mucho pedir, pero como usted es un inspector de Homicidios y no tiene ninguna relación de amistad con el chico, quizá no le importe decírselo.

Sí le importaba, ya que esas situaciones no eran plato de buen gust,o para nadie, pero se hizo cargo de los razonamientos de su interlocutor y accedió. El juez le dijo que el muchacho salía todas las mañanas temprano de casa para trabajar en un pueblo cercano, en un taller de carpintería propiedad de un amigo de la familia, Efrén Ruigómez. El pobre Antoñito, le aclaró el juez, era deficiente psíquico, pero su atraso mental no le impedía tener cierta habilidad manual de la que estaba orgulloso y que le permitía ser útil de alguna manera, además de ganarse unas escasas pesetas. Trabajaba de sol a sol y, aunque posiblemente le engañaban en el sueldo, su madre pensaba que era mejor eso a que anduviera haraganeando por el pueblo sin hacer nada y siendo objeto de la burla de sus paisanos. Por lo menos, al ser capaz de trabajar, sus vecinos, aunque no le consideraran del todo normal, sí le tenían cierto afecto.

Antoñito, según el juez, era de costumbres fijas, así que Rojas se acercó al bar Kepa, donde seguramente estaría jugando al billar y bebiendo Fanta de naranja. Si el juez de paz hubiera descrito físicamente a Antoñito, Rojas no habría necesitado preguntar por él como hizo, ya que el tal Antoñito, como se le llamaba en el pueblo, era un hombretón de metro noventa de estatura y ciento veinte kilos de peso. Con paso lento y cansino, Rojas se aproximó al objetivo, dispuesto a cumplir la difícil misión encomendada.

– Hola, tú eres Antoñito, ¿verdad? -preguntó sabiendo que lo era, pero de algún modo tenía que romper el hielo.

– ¿Quién es usted? ¿Le envía el señor Efrén? Dígale que lo siento mucho, que me perdone, que no lo volveré a hacer más.

– ¿Qué es lo que no vas a volver a hacer?

– Faltar al trabajo. Mire, señor, dígale que mañana trabajaré todo el día, pero que no me castigue, por favor -dijo mientras por sus ojos de niño asustado empezaban a correrle dos rebeldes lagrimones.

– Tranquilo, soy amigo tuyo y nadie te va a castigar, pero dime: ¿por qué no has ido hoy a trabajar?

– Pues porque estaba celebrándolo, por qué va a ser -comentó extrañado de que su nuevo amigo fuera tan poco espabilado y añadiendo con un brillo infantil en la mirada-: ¿Sabes?, me he tomado siete fantas. Yo solo.

– ¿Y qué estás celebrando?

– Pues qué va a ser, pareces tonto. Que ya no va a haber más golpes. Papá ya no va a pegar más ni a mamá ni a Antoñito.

Rojas le volvió a mirar, pensando que por momentos se desmoronaba el caso sólidamente construido por el sargento Arjona. Antoñito, un hombre con mentalidad de niño que medía un metro noventa y pesaba ciento veinte kilos, tenía unas manos como palas de excavadora. Para esas manos, manejar un recio garrote era tan fácil como para las del inspector agarrar un palillo.

– Quieres mucho a tu mamá, ¿no es así, Antoñito?

– Sí, mucho, mucho.

– Por eso, cuando viste que tu papá la golpeaba cogiste el garrote y la defendiste. -Se sintió como un canalla al decirle esto, pero ya no podía echarse atrás.

– Sí, eso es lo que hice, aunque mamá se asustó y se echó a llorar -respondió entristecido-. Pero yo lo hice por su bien, ¿sabes? Ella, algunas veces, cuando me echa una bronca, me dice que es por mi bien y yo la creo, porque es una mamá muy buena. Por eso creo que se le pasará el enfado. ¿Tú crees que se le pasará?

– Seguro que sí. Mira, vamos a hacer una cosa. Mamá ha tenido que salir de casa, así que si quieres puedes acompañarme a la del sargento Arjona. ¿Conoces al sargento Arjona?

– Claro que sí -dijo palmoteando feliz-. Es un guardia civil muy raro porque nunca me ha pegado, aunque me suele gastar bromas, pero también me suele dar galletas de chocolate.

– ¡Vamos, vamos pronto! -añadió tirándole de la manga de la chaqueta.

El sargento Arjona cumplió con su obligación soltando a la madre y encarcelando al hijo, pero la mirada con la que despidió al policía era de las que taladraban el alma. ¿Quién era Rojas para interferir en el sacrificio de una madre que había intentado proteger a su hijo inválido? «¡Mierda! -pensó Rojas-, soy policía y mi trabajo es detener a los asesinos, no juzgarlos.» Sí, era policía, pero a veces su trabajo le parecía muy amargo.

Intentando olvidar lo ocurrido puso la radio de su vehículo. Estaban dando las noticias del mediodía y la engolada voz del locutor iba desgranándolas una por una, con la misma entonación para un triunfo deportivo del Athlétic que para un terremoto en Colombia. Sin darle un énfasis especial comentó que la carretera se había vuelto a cobrar, ese fin de semana, la vida de dos ciudadanos vascos.

«Una mujer residente en Bilbao y su hijo de corta edad, que volvían de pasar el fin de semana en Andorra, a donde habían ido a esquiar, fallecieron ayer de madrugada al despeñarse su vehículo por un barranco. Los fallecidos son Nekane Larrondo y su hijo Asier Ferrer. Nekane Larrondo era viuda del periodista recientemente fallecido Andoni Ferrer. Familiares con los que ha podido hablar nuestra redacción manifestaron que la señora Ferrer aún no había superado la trágica muerte de su marido y que quizá eso le quitara concentración a la hora de conducir, ya que la carretera estaba en buen estado y el accidente se produjo al invadir el carril contrario y golpear frontalmente con un camión.»

Cuando a Rojas le felicitaron sus compañeros por el trabajo realizado en Orduña, todos se extrañaron de que los mandara a la mierda mientras se encerraba en su cubículo para preparar el informe.

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