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Agazapado tras los ventanales de un ático de la Alameda de Mazarredo, James Goldsmith observaba el barullo que se había formado debajo de él, en el solar sobre el que se iba a construir el futuro Museo Guggenheim de Bilbao. Altos cargos del país en el que estaba residiendo desde hacía unas pocas semanas se congregaban allí, junto a los directivos de la fundación venidos expresamente desde Nueva York para asistir a la colocación de la primera piedra del museo. Entre ellos estaba Cameron DeFargo, miembro del consejo asesor de la fundación y amigo íntimo de su presidente, Thomas Krens.

La tarde anterior había tenido que ir a recogerle al aeropuerto de Sondika. Cameron DeFargo, elegante e irónico como siempre, le felicitó por el trabajo realizado.

– Gracias, aunque no ha sido excesivamente difícil -respondió Goldsmith-. Sinceramente, el matar a un pobre drogadicto no es un trabajo muy complicado.

– Pareces decepcionado. Según tengo entendido, también han muerto los inductores del asesinato de Tomás Zubía.

– Así es. Por lo que he leído en la prensa y me ha contado el comisario Manrique, un cúmulo de casualidades ha hecho que hayan salido a la luz los manejos del hombre que en los últimos tiempos movía el tráfico de drogas en esta zona. Al parecer, él y su chófer murieron asesinados, en un presumible ajuste de cuentas, por uno de sus colaboradores, quien, a su vez, fue abatido a tiros por la policía.

– Me gustaría hacerte una pregunta, James. ¿Después de tantos años en la organización crees, de verdad, en las casualidades?

– Para nada.

– Yo tampoco.

– Entonces, ¿usted también cree que el caso no está cerrado?

– El caso no está cerrado, pero va a cerrarse muy pronto; para eso he venido, no para la inauguración de un museo que no me interesa lo más mínimo. Dime, James, ¿qué es lo que sabes de economía?

– Me temo que no es mi especialidad. Ni la economía en general ni la mía en particular. Tal como me viene se me va el dinero.

– Habrá que arreglar eso último, ya te pondré en contacto con uno de mis asesores bursátiles, pero lo que te ocurre a ti es algo que, desgraciadamente, ocurre muy a menudo. Salvo por parte de algunos contingentes muy especializados, las fuerzas policiales de cualquier país no están preparadas para enfrentarse a ciertos casos en los que el tema fundamental es el dinero y su movimiento. El comisario Manrique y su hostil inspector han hecho un buen trabajo, pero si hubieran profundizado se habrían percatado de que el señor González Caballer no tenía la capacidad suficiente para manejar todo el tinglado en el que estaba metido. Es cierto que era un hombre rico y poderoso, pero hacía tiempo que había perdido el control efectivo de sus empresas. En estos momentos era tan sólo el testaferro de alguien inmensamente más poderoso que él. Ni siquiera tenía un personal de confianza digno de tal nombre. Su chófer y guardaespaldas no estaba a su servicio, sino al del hombre que controlaba a González Caballer, aunque finalmente también él haya sido sacrificado. Supongo que hace ya tiempo que te habrás dado cuenta de que he hecho trampas contigo. Bueno, hacer trampas quizá no sea la palabra indicada, pero en el CD-Rom que te proporcioné no estaba toda la información. Faltaba lo más importante: el final.

– Eso me ha parecido.

– No lo hice de mala fe, sino pensando que así era mejor para evitar que tuvieras ideas preconcebidas, pero ahora que todo va a acabar, y tú vas a ser parte primordial en el final, creo que tienes derecho a saberlo todo o, por lo menos, a saber tanto como yo.


Ya sabes, porque lo has visto en el ordenador, la tensión a la que estuvo sometido Tomás Zubía cuando volvió a España después de entrevistarse con el general Eisenhower y otros peces gordos de Washington. Durante unos meses trabajó con el coronel Vonderschmidt en el filo de la navaja. Era una carrera infernal en la que, para que ganara nuestro equipo, tenía que proporcionar al equipo contrario una serie de herramientas gracias a las cuales, si todo salía mal, nos podrían sobrepasar. Lo dramático era que el premio último no consistía en una medalla de oro y la izada de la bandera nacional en el pódium, sino el arma definitiva con la que uno de los dos acabaría triunfando en la guerra.

Fueron meses de tensión, desánimo y nervios, pero al fin, un día, la espera produjo resultados. Era el aniversario de la ascensión de Adolf Hitler al poder y se celebró una fiesta por todo lo alto. Asistieron los alemanes residentes en Madrid y también gente de otras nacionalidades con régimen afín o militantes de organizaciones nazis y fascistas. Había varios italianos, dos húngaros de las Cruces Flechadas, un rumano seguidor de Codreanu y dos belgas adictos al movimiento rexista que dirigía Léon Degrelle, así como unos cuantos españoles. De los dos belgas, uno de ellos, de edad avanzada, alto y con el pelo blanco y de aspecto taciturno, era muy parecido a la persona que se veía en una fotografía que le habíamos proporcionado correspondiente a Ronald De Schöenmaker. Aunque el flamenco no era muy amistoso, Tomás Zubía intentó pegar la hebra con él y lo consiguió, avalado como estaba por Vonderschmidt. Cuando salieron de la fiesta, De Schöenmaker estaba completamente borracho, así que no tuvo más remedio que permitir a Zubía que le llevara al hotel de Madrid en el que se alojaba.

Al día siguiente ya no se hospedaba en ese hotel. Según le comunicaron a Zubía en recepción, no vivía habitualmente allí, sino que reservaba habitación tan sólo de vez en cuando, bajo el nombre de Jean Duchesne. Eso parecía indicar que posiblemente vivía en el mismo lugar en que trabajaba.

La misión de Zubía consistía, como ya habrás averiguado, en liquidarle, pero sólo en último lugar. No se podía descartar que el doctor De Schoenmaker hubiera preparado a algún otro científico para sucederle, aunque no tuviera su capacidad. Por eso, el objetivo prioritario era destruir las instalaciones en las que se estaba intentando fabricar el arma y luego, para impedir su reconstrucción, matarle. Sabíamos la tensión que esto último iba a producir en Zubía. En la guerra había tenido que matar enemigos, pero ésta sería la primera vez que, a sangre fría, quitaría la vida a alguien, a otro ser humano en suma. Visto en la distancia parece paradójico, pero entonces pedíamos a Dios que no le temblara el pulso a la hora de cumplir con su misión. ¡Rogar al Señor para que uno de los nuestros fuera capaz de asesinar!, no sé lo que diría un teólogo sobre esa petición de auxilio divino y, sinceramente, en estos momentos no me importa mucho. Dentro de poco, cuando mi ciclo vital haya acabado, tendré todas las respuestas a esas preguntas.

No servía de nada forzar las cosas, así que no le quedó más remedio que armarse de paciencia. Las visitas a Madrid de De Schoenmaker no eran muy frecuentes, pero, día arriba día abajo, tenían periodicidad mensual. Poco a poco, gracias sobre todo a que le avalaba el coronel Vonderschmidt, fue entrando en su círculo de confianza, tanto que fue uno de los invitados a su fiesta de cumpleaños. Cumplía setenta años y quería celebrarlo por todo lo alto. Desde Berlín, donde residían por motivos de seguridad, vinieron su hija -él era viudo- y su nieta. Zubía me reveló que los alemanes, al principio, habían sido remisos a traerlas, por motivos de seguridad, pero el doctor insistió y presionó tanto, que no pudieron negarse.

– No hay mayor tristeza que estar separado mucho tiempo de la familia -solía decir el doctor De Schoenmaker con su corazoncito nazi.

La fiesta fue todo un éxito. Comieron, bebieron y cantaron y, al finalizar, casi todos estaban borrachos. Vonderschmidt y Zubía, junto a cuatro fornidos miembros de las SS, escoltaron al científico belga y a su familia al hotel. Los cuatro alemanes se quedaron haciendo guardia junto a la puerta, lo cual era inhabitual. Quizá fuera una simple coincidencia, en honor a su familia, o quizá significara que los trabajos estaban próximos a finalizar y se extremaban las precauciones.

Zubía se despidió de De Schoenmaker y familia en la puerta de su habitación y se dirigió, aparentemente, a su domicilio, pero en lugar de ir al lujoso palacete que ocupaba en la calle de Alcalá se encaminó a la Puerta del Sol. En una pensión fuera de toda sospecha pero controlada por nosotros, se hospedaban tres estudiantes bilbaínos, paisanos suyos por tanto, con los que había hecho amistad. Eran los tres de ideología carlista, pero de total confianza. No quiero aburrirte con los entresijos de la política vasca y española de aquella época, pero para que te hagas una idea: esa gente había luchado en la guerra civil en el bando fascista, sólo que, cuando el general Franco unificó a todas las fuerzas conservadoras en un partido único, algunos carlistas no aceptaron el pensamiento nacionalsocialista, que consideraban ateo, pagano y alejado de sus costumbres, por lo que empezaron a tomar posturas disidentes o de oposición al dictador. Como monárquicos y tradicionalistas, se inclinaban más por Gran Bretaña que por la República alemana, totalitaria y revolucionaria. Aquellos tres jóvenes, que no estaban fichados por la policía secreta del régimen, fueron captados por miembros de nuestra embajada y pronto se vio que podían sernos extremadamente útiles.

Pese a que no le conocían de nada, los tres jóvenes carlistas se pusieron inmediatamente a las órdenes de Tomás Zubía, siguiendo instrucciones de los agentes de nuestra embajada. Cuando les explico lo que tenían que hacer, no pusieron objeción alguna a su plan. Los tres eran católicos convencidos y llevaban prendido del pecho un escapulario con el Sagrado Corazón de Jesús y la inscripción «Deténte, bala». Estaban convencidos de que nada les podía ocurrir, algo así como los fundamentalistas islámicos de hoy en día.

El plan era arriesgado, pero tenía que llevarse a cabo si no queríamos perder la que quizá fuera la única oportunidad para neutralizar al científico belga. Tomás Zubía y sus tres acompañantes acudieron al hotel donde aquél se alojaba vestidos con uniforme de la policía española y, una vez allí, ordenó a los agentes de las SS apostados en la puerta del flamenco que fueran con ellos para participar en una importante misión. Como estaba previsto, los alemanes se negaron ya que tenían un estricto mandato de no separarse del lugar en que hacían guardia. Zubía juró en varios idiomas, incluido el escaso alemán que conocía, y procuró mostrarse enérgico, mientras los supuestos policías españoles asistían impasibles a su actuación. Los alemanes, aunque no admitían sus órdenes, le trataban con deferencia, ya que habían sido testigos de cómo le agasajaba Vonderschmidt y cómo se le había permitido acompañar hasta allí al belga y su familia. Por eso mismo permitieron que sus acompañantes se acercaran más de la cuenta, y cuando más confiados estaban, de las manos de los falsos policías surgieron cuatro cuchillos que, silenciosamente, se clavaron en la garganta de los confiados guardias nazis. Excuso contarte los detalles más escabrosos, pero esa acción, que era totalmente necesaria y, por otra parte, la más arriesgada de todo el plan, se saldó con gran éxito.

El siguiente punto era, en principio, más fácil. Tenían que introducirse en la habitación y secuestrar a De Schoenmaker y familia. Aunque seguramente el profesor le hubiera abierto voluntariamente la puerta a Zubía, decidieron entrar a la fuerza, imbuidos por la excitación del momento. La entrada, derribando la puerta y con las armas en la mano, debió de ser espectacular y, sobre todo, paralizante. Sus ocupantes, que estaban durmiendo se despertaron instantáneamente aunque sin capacidad de reacción.

– ¿Qué es lo que pretende, herr De lthurbide? -le preguntó el belga con gran serenidad de ánimo. No dijo eso tan socorrido de ¿qué es esto?, ya que saltaba a la vista, sino que quería saber exactamente cuáles eran sus pretensiones. Era un hombre valiente ese nazi.

Antes de contestar, Tomás Zubía ordenó a sus acompañantes que encerraran en una de las habitaciones de la suite a la hija y la nieta del belga, así como a la criada que los acompañaba. Cuando estuvieron los dos solos contestó a su pregunta.

– Sé a qué se dedica usted, profesor, y pretendo destruir su obra. Pero para eso necesitaré su ayuda.

– No sé de qué me está usted hablando. Creo que se ha vuelto loco.

– Para su desgracia, profesor, no me he vuelto loco, sino que estoy terriblemente lúcido. y muy bien informado además. Que es usted simpatizante de Hitler no me lo puede discutir.

– Lo mismo que usted -le interrumpió indignado.

– Sí, bueno, lo admitiré por el momento, ya que no tengo ninguna intención de explicarle mis ideas políticas. Mire, profesor, para que vea que sé de qué estoy hablando, no sólo es usted un fiel admirador del Führer, sino que está trabajando en un proyecto ultrasecreto para conseguir desarrollar una bomba basada en la fusión o fisión, lamento mi ignorancia técnica, del uranio. Esa fábrica se encuentra ubicada aquí, en España, presumiblemente no muy lejos de Madrid, incluso me atrevería a decir que en la provincia de Guadalajara, aunque de eso no estoy muy seguro, ya ve que soy sincero. Y para seguir siendo sincero, voy a contestar a su pregunta de nuevo. Pretendo destruir la fábrica en la que se está construyendo la bomba.

– Quizá esté usted bien informado, es posible, pero lo que sí está con toda seguridad es rematadamente loco. En el hipotético caso de que esa fábrica existiera, ¿cree usted que sería tan sencillo destruirla?

– Por supuesto que no; estoy algo loco para hacer lo que hago, pero no tanto como usted supone. Sin embargo, ése es un asunto que no me preocupa porque no voy a ser yo quien destruya la fábrica, sino usted mismo en persona.

– ¿Yo en persona? Nunca jamás; podrá matarme si quiere, pero jamás traicionaré la confianza que el Führer me ha otorgado.

– No se preocupe por eso, no tengo intención de matarle, me es usted más útil vivo que muerto, pero, por el contrario, su hija y su nieta no poseen ninguna utilidad para mí. Bueno, ninguna, ninguna, no es del todo cierto, creo que me pueden servir para algo: para ajustarle a usted las clavijas, por ejemplo.

– ¿Qué está insinuando con eso? -preguntó con un estremecimiento.

– ¿Insinuar, herr profesor? Yo no insinúo nada. Le digo claramente que si no colabora, tanto su hija como su nieta morirán. En sus manos está, por lo tanto, la vida o la muerte de sus familiares más directos.

Debo añadir, James, que cuando Zubía me contó esta parte de su conversación todavía temblaba el hombre. Tener que proferir esas amenazas parecía algo superior a sus fuerzas. Sin embargo, lo hizo y pasó la prueba con éxito, pero puedo asegurarte que nunca lo olvidó. Incluso mucho más tarde, cuando por desgracia se había habituado a ciertas actitudes, la rememoración de aquella conversación le producía escalofríos.

– Es usted un canalla y un mal nacido -le contestó el profesor después de escuchar sus amenazas.

– Bueno, no me pienso enfadar por esas palabras, aunque lo que están haciendo ustedes no es precisamente de bien nacidos, pero sintiéndolo mucho no hay tiempo para charlar, así que decídase pronto: o colabora o mataremos primero a su hija y luego a su nieta, a no ser que usted prefiera invertir el orden.

– No hará lo que me está diciendo -bramó el científico.

– Mire, no tengo mucho tiempo. ¿A quién ejecutamos primero?

– A nadie. No se atreverá a cumplir su amenaza -intentó rebatirle, con los ojos inyectados de furia.

– No entiendo su actitud -contestó suavemente Zubía, percatándose de que el tono sosegado que estaba utilizando le ponía mucho más nervioso que si estuviera dando grandes voces-. Tengo que confesarle una cosa: no soy mexicano, soy vasco, y a los vascos siempre nos han gustado las apuestas. No es raro que cuando dos paisanos míos se juntan, apuesten sobre cualquier cosa: quién levanta más veces una piedra pesada, qué buey arrastrará más lejos la misma piedra, qué equipo de fútbol ganará el partido del próximo domingo, o si la próxima chica que va a cruzar la calle es rubia o morena. Las posibilidades, como verá, son inmensas, y lo que se pone en juego también. Lo mismo puede tratarse de unos pocos céntimos que de la propia casa. Con esto que le estoy diciendo no pretendo darle una lección de etnografía vasca, sino decirle que a mí también me gusta apostar y si ahora mismo usted está pensando que las amenazas que le he hecho no son más que una apuesta, tiene razón, pero el premio es la vida de sus seres queridos. Usted también tiene que apostar. Si se niega a proporcionarme lo que le pido y yo voy de farol, ha ganado usted, pero ¿y si voy totalmente en serio? En ese caso la pérdida de su apuesta conlleva la simultánea pérdida de la vida de sus seres queridos. Usted decide, y rápido, porque no tenemos tiempo.

– Es una apuesta fuerte. La más fuerte de mi vida.

– Lo es.

– Está bien, gana usted. ¿Cómo lo hacemos?


Goldsmith abandonó en una esquina de la terraza el catalejo con el que había estado oteando la muchedumbre congregada en el solar del futuro museo y entró en el interior de la vivienda. Al cabo de pocos instantes volvió a salir con un fusil de último modelo que había recibido tres días antes a través de la valija diplomática. Acercó el ojo derecho a la mira telescópica del arma y comprobó con satisfacción que podía ver cualquier objeto o persona con la misma nitidez con la que podía ver sus propios zapatos. Acarició suavemente el gatillo e indolentemente, a modo de entretenimiento, fue apuntando a algunos de los asistentes a la inauguración. Durante unos segundos tuvo en su punto de mira la cabeza de un hombre con gafas que era el presidente de aquella comunidad, un poco más tarde estaba en posición de partir en dos el bigote del alcalde de la ciudad y así, poco a poco, fue haciendo un repaso de los asistentes.


Las horas que siguieron fueron las más intensas de su vida, me confesó posteriormente Zubía. Lo primero que hicieron él y sus hombres fue ir a un piso franco que teníamos a las afueras de Madrid. Ahí dejó a uno de los tres carlistas enemigos del nacionalsocialismo custodiando a las belgas. Luego, de otro piso clandestino, recogieron una cantidad de explosivos suficiente como para llevarse por delante medio Madrid. Por último, con los explosivos y el profesor, los tres componentes del grupo que quedaban pusieron rumbo hacia la fábrica, siguiendo las indicaciones del rehén.

Como ya había supuesto la Agencia, la fábrica estaba no muy lejos de la capital de España, en un villorrio de Guadalajara. Era una pequeña fábríca dedicada a la producción galletera, que aún funcionaba como tal, en la que se había habilitado uno de sus sótanos, de considerable extensión, para las necesidades del profesor y sus ayudantes. Pasar de lo que era estrictamente la galletera al laboratorio, me dijo Zubía, era como pasar de un mundo a otro totalmente diferente. Frente a la precariedad y obsolescencia de la maquinaria utilizada para la producción alimentaría, la limpieza, orden y modernidad de los elementos usados por los servidores del III Reich era casi obscena.

La seguridad estaba asignada a efectivos españoles de la Guardia Civil, ya que un exceso de personal germánico en ese villorrio hubiera levantado sospechas no deseadas por los jefes del coronel Vonderschmidt. Gracias a su falsa personalidad policial y a que estaban acostumbrados a acatar las órdenes de Ronald De Schoenmaker, los dejaron entrar sin problemas y andar por el interior como si fueran sus legítimos propietarios. Con un elaborado pretexto, el belga hizo que los guardias que estaban de turno se alejaran y pudieron quedarse absolutamente solos, dueños totales de la fábrica y lo que contenía.

De Schoenmaker fue indicando los puntos más vulnerables del recinto, y Zubía y sus hombres los adornaron con los explosivos que habían llevado para ello. Asimismo regaron el recinto con gasolina, una gasolina que en esos tiempos de escasez y racionamiento se pagaba como oro en el mercado negro, pero de la que la Embajada les había abastecido abundantemente.

Al salir fueron dejando un extenso rastro de pólvora con la misma alegría con la que Pulgarcito lo dejaba de pan, y un puro a medio fumar -que Zubía casi consumió con sólo dos caladas- puso en funcionamiento todo el invento. La fábrica y su contenido ardieron como el mismísimo infierno, pero no se quedaron a ver el espectáculo. Como alma que lleva el diablo subieron de nuevo al coche y se dirigieron a Madrid antes de que se diera el aviso de lo ocurrido y se establecieran controles y patrullas en la carretera.

Entonces no lo sospechábamos, por desconocimiento, pero me temo que aquella acción, de la que yo soy tan responsable como el propio Zubía, tuvo que dejar tras de sí un ambiente de contaminación peligrosísimo y que la salud de los moradores del villorrio y cercanías se resentiría gravemente. Ya sabes: muertes, malformaciones en recién nacidos y horrores por el estilo. Ésa es al menos mi opinión, aunque, si te soy sincero, nunca me ha preocupado lo suficiente como para moverme a investigar la situación en que quedó el pueblucho.

Desde su atalaya, Goldsmith observó la llegada del director de la Fundación Guggenheim. Junto a él descendieron de su vehículo dos personas más. Una de ellas era Cameron DeFargo. Sin apenas pérdida de tiempo, la gran mayoría de los personajes que pululaban por el solar se acercaron al patrón, intentando hacerse una fotografía con él, aunque fueron pocos, en palabras bíblicas, los escogidos. Goldsmith observó cómo Cameron DeFargo y Thomas Krens posaban en primer lugar junto al presidente de la comunidad y el de la diputación, para cumplimentar posteriormente a otros prohombres. Aunque había estado a punto desde el mismo momento en que había agarrado el fusil, la llegada de sus compatriotas le obligó a estar aún más atento. La solución del caso, como le dijera DeFargo en el trayecto del aeropuerto al hotel, estaba próxima, muy próxima.


Después de comprobar que la fábrica había quedado totalmente destruida, Tomás Zubía y sus dos acólitos regresaron en busca del tercer miembro del comando carlista y de las mujeres. Al llegar encontraron a su compañero sentado en una butaca del salón con una botella de vino en la mano y una pistola en la otra, completamente borracho y en calzoncillos.

– ¿Dónde están las mujeres? -gritó Zubía.

El hombre al que se le había hecho esa pregunta no contestó, se limitó a hacer un gesto ambiguo con los hombros. Zubía recorrió el piso y en una de las habitaciones las encontró tumbadas sobre la cama. Estaban desnudas y muertas, con evidentes señales de asfixia. Sobreponiéndose a las náuseas que le entraron se acercó a ellas y las examinó más detenidamente. Habían sido violadas antes de morir.

Eso no había entrado en sus cálculos ni tampoco, debo admitirlo, en los de quienes, desde Washington, dirigíamos la operación. Tu antiguo jefe me confesó que estaba dispuesto a matar al profesor por necesidades de la guerra y quizá, nunca supo cuál hubiera sido su reacción en caso necesario, tanto a su hija como a su nieta, pero aquello, aquello era lo más abyecto que había visto nunca, y eso que desde 1936 no había hecho más que participar en las dos guerras. Lleno de furia regresó al salón y se encaró con el autor de aquel crimen.

– Hijo de puta, cabrón, ¿qué es lo que has hecho? Te voy a matar con mis propias manos -exclamó totalmente excitado.

– Fue un accidente, intentaron escapar y al impedírselo se me escapó la situación de las manos -gimoteó en su defensa el pervertido.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el profesor, que al ver la reacción de Zubía y escuchar las palabras del guardián de su hija y de su nieta se había empezado a poner histérico-. Me prometieron que no se les iba a hacer daño, ¿qué es lo que ha pasado?

Al no obtener respuesta intentó zafarse de sus captores, pero cuando estaba junto a la puerta del salón un disparo seco retumbó por toda la estancia mientras caía al suelo, con un boquete abierto en el centro de la espalda por el que se deslizaba aparatosamente la sangre. Tomás Zubía miró y observó cómo el hombre que había dejado para que custodiara a las mujeres tenía su pistola humeante.

En su excitación no se había dado cuenta de que el hijo de puta, no merece otro calificativo aunque a mi educación bostoniana le repugne usar esa palabra, todavía empuñaba su arma. Los otros dos componentes del comando miraron extrañados a Zubía, ya que desconocían lo que había ocurrido, pero comprendían que algo no funcionaba bien.

– Hay que acabar con él -gritó Zubía, y en ese momento empezó el tiroteo.

Tu antiguo jefe nunca se explicó el motivo de su buena suerte, pero fue el único que salió indemne. Los carlistas leales estaban abatidos con inequívocas señales de haber sido acertados en puntos vitales. El violador de las belgas estaba también caído en el suelo, aullando lastimeramente, señal inequívoca de que estaba herido. Zubía, por el contrario, no tenía ni el más leve rasguño. Se acercó para rematar al violador, cuando oyó las sirenas de un coche policial. Abandonando sus ideas de venganza, escapó como pudo y se refugió en la Embajada. Tres semanas después salió rumbo a Washington y se olvidó -es un modo de hablar, ya que esas cosas nunca se olvidan- de su aventura. Una bonita medalla y una sustanciosa recompensa en metálico, así como entrar definitivamente a formar parte de nuestros servicios fueron su recompensa. Desde entonces y hasta que se jubiló, nunca regresó, ni siquiera como turista, a España.


Goldsmith observó cómo el director de la Fundación Guggenheim se retiraba para hablar más íntimamente con el presidente de la comunidad y otras dos personas de las cuales desconocía el nombre. Tras esa retirada sólo quedaban dos personas para atender a las autoridades y personalidades locales, Cameron DeFargo y el otro americano que acompañaba al patrón de la fundación. Goldsmith se olvidó del tercer americano y fijó su atención exclusivamente en el viejo aristócrata, que, incansablemente, saludaba a unos y otros con una facilidad y naturalidad hijas del hábito. Había estrechado la mano de alrededor de una decena de personas cuando se quitó las gafas y las guardó en su chaqueta. Después de hacer esto saludó a otro de los invitados, con el que estuvo hablando durante cinco minutos y del que se despidió cordialmente. Nada más darle la espalda volvió a sacar las gafas del bolsillo interior de la chaqueta y se las colocó sobre la nariz. Goldsmith apuntó con mano firme y apretó el gatillo. La persona que hacía escasos segundos había estado hablando con DeFargo murió en el mismo instante en que la bala salida del fusil de Goldsmith le penetró por la frente. Pese a la distancia, no había ninguna duda de que había fallecido, así que Goldsmith volvió al interior de la vivienda, donde desmontó y guardó el fusil. Sabía que nadie le molestaría por eso; con toda la tranquilidad del mundo, se sirvió un whisky de la botella que le había regalado DeFargo en su primera entrevista. Comprobó con tristeza que le quedaba muy poco. «Tendré que pedirle otra botella», pensó mientras recordaba el final de la conversación que habían sostenido en el coche.


Tomás Zubía, le había contado DeFargo, acabó por olvidarse del carlista felón, o muy pocas veces pensó en él. Siempre supuso que, o bien había muerto desangrado como consecuencia de las heridas sufridas en el tiroteo, o bien la policía española, con la inestimable ayuda de la alemana, le habría ajustado, y de qué modo, las cuentas. Poco a poco desapareció de su memoria hasta que alguien dejó sobre su mesa el informe de la DEA referente al tráfico de drogas en su tierra natal, y pudo leer, con sorpresa y horror, que aquel bastardo todavía vivía, y no sólo eso, sino que era el jefe máximo de la red detectada por nuestros colegas de la Agencia Antinarcóticos. Por eso, al jubilarse, decidió regresar a Bilbao para cerrar definitivamente lo que durante muchos años había pensado que era un caso ya archivado en los más recónditos recovecos de su memoria. Desgraciadamente, subestimó a su adversario con las fatales consecuencias que ya conocemos. Nunca debió haber despreciado a alguien capaz de escabullirse, estando herido, de la policía política franquista y de las SS, alguien capaz de llegar a controlar el mayor movimiento de drogas en todo el norte de España sin dejar apenas rastro de su posición, alguien capaz de levantar un imperio económico que había estado en ruinas, manipulando a la gente y consiguiendo, de hecho, el control de las empresas que aparentemente su familia había cedido a su cuñado, el hombre del que todos pensarían, al conocer su historial, que era el auténtico responsable de sus actos delictivos, como así ocurrió cuando, siguiendo órdenes suyas, los hombres que tenía a su servicio le asesinaron. No, nunca debió subestimar a don Jesús Larrabide, cuñado, dueño y en última instancia asesino del infeliz Jaime González Caballero. Jesús Larrabide, que de carlista opositor a Franco pasó a violador de mujeres belgas, gran empresario y, por último, jefe de la más importante organización dedicada al narcotráfico en este país. Un hombre intachable, apreciado y querido por todo el mundo. Seguramente su muerte producirá una fuerte conmoción en todos los ámbitos. Querido James, añadió, cuento contigo para que pasado mañana, mientras se ponga la primera piedra del nuevo museo que la fundación va a instalar en esta ciudad, el caso se cierre, y esta vez sin duda alguna, definitivamente.

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