Pese a que la noche era fresca, en la frente de Miren se vislumbraban unas rebeldes gotas de sudor. La culpa la tenían, posiblemente, tanto la cinta elástica roja que le sujetaba el pelo por encima de las cejas, como la mochila que acarreaba penosamente su espalda, la cual soportaba un peso mayor de lo aconsejable. Con evidente gesto de alivio se desprendió de ella al llegar junto a la puerta de un chalet. En la vivienda, al fondo, brillaban unas luces, signo inequívoco de que había aún gente despierta. Cerca de la cancela había un timbre que Miren usó para anunciar su presencia.
Antes de que en la casa pudiera observarse el más leve movimiento, como salidos de la nada aparecieron dos enormes perros: un doberman y un pastor alemán. No ladraban. Se limitaban a mirarla fijamente, emitiendo unos roncos jadeos, poniéndola de este modo mucho más nerviosa que si hubieran emitido estruendosos aullidos. Apenas un minuto más tarde, por un pequeño camino de grava roja que a través del jardín unía la vivienda con la puerta de la finca, apareció un hombre. Con un simple silbido aquietó a los perros, que se colocaron detrás de él.
– Buenas noches. ¿Qué desea?
– Buenas noches. Soy Natalia. Me están esperando -dijo haciendo un gesto, con la mano derecha, en dirección a la casa.
– Lo siento, pero tiene que haber algún error. No esperábamos a nadie hoy.
– No es posible -contestó con total aplomo-, estoy segura de que me esperan. Un momento. ¡A ver si me he vuelto a confundir! Con lo despistada que soy no sería nada raro. ¿Es éste el domicilio de Begoña González? No recuerdo muy bien su segundo apellido.
– Sí, vive aquí, pero tiene que haber algún malentendido. No creo que la señorita Begoña la esté esperando. De hecho, la señorita Begoña no está esperando a nadie. No está en casa y no vendrá en toda la noche.
– Pero, pero no es posible eso. ¡Oh, Dios! Si habíamos quedado en que iba a venir hoy mismo, para pasar una semana con ella.
– Quizá se ha equivocado de fecha.
– No lo creo -contestó Miren aparentando ingenuidad-. Nos conocimos en París durante las últimas vacaciones de Semana Santa. Coincidimos en el mismo hotel e hicimos una buena amistad, de ahí que me dijera que viniera a verla. Yo soy de Zaragoza, ¿sabe? Y no me dijo que viniera de un modo vago, como cuando se dice «ven cuando quieras», por compromiso, sino que fijamos fecha, ya que le comenté que por estos días estaría yo de vacaciones. Por eso me ha extrañado escuchar que no se encontraba en casa. Bueno, qué se le va a hacer. Supongo que habrá surgido algo a última hora y no habrá podido avisarme. Aunque para mí es una faena. Oiga, quizá le parezca algo atrevida, pero ¿podría hacerme un favor?
– ¿De qué se trata?
– Me avergüenza comentárselo, pero como confiaba en encontrarme con Begoña no he reservado alojamiento en ningún sitio. Y a estas horas y sin coche, porque he venido en tren, no me va a ser fácil encontrarlo. Si estuviera algún familiar de Begoña en la casa, ¿podría explicarle la situación para que me permitieran pasar sólo esta noche aquí? Si Begoña estuviera… -acabó sin completar la frase.
El hombre frunció el ceño en actitud pensativa, pero pronto tomó una resolución.
– Espere un momento, por favor -dijo alejándose hacia la vivienda y llevándose tras de sí los perros. Regresó al cabo de cinco minutos. Abrió la puerta e invitó a Miren a entrar-. Acompáñeme, por favor. El padre de la señorita Begoña, don Jaime, la está esperando.
La vivienda tenía dos plantas. En la primera, entrando a mano izquierda, se hallaba una hermosa habitación que González Caballer había habilitado como despacho. Estaba amueblada con buen gusto pero, sobre todo, con comodidad. Jaime González la recibió afectuosamente, como correspondía hacerlo con una buena amiga de su única hija.
– Siéntate, supongo que no te importará que nos tuteemos. Siendo amiga de mi hija me parece lo más natural.
– Sí, por supuesto. Lamento causar tantas molestias pero al no encontrarme con Begoña me he visto sin un lugar adonde ir. Me siento totalmente ridicula.
– No es ninguna molestia, sino todo lo contrario. Andrés me ha contado lo que te ha sucedido y me parece no ya un favor, sino una obligación, acogerte en casa. Y no sólo por esta noche, sino por todo el tiempo que tuvieras previsto quedarte entre nosotros. Es lo menos que podemos hacer por ti. Además, en todo caso, de tener que echar la culpa a alguien, ese alguien debiera ser Begoña, por no avisarte. ¿Te apetece tomar algo? ¿Has cenado ya? ¿O prefieres quizá un café?
– No, gracias, ya he cenado, y el café no me dejaría dormir probablemente.
– ¿Una copa entonces?
– No, gracias, no acostumbro beber.
– Una buena costumbre. Eso decimos siempre, al menos, los que sí bebemos de vez en cuando. -Terminó la frase riendo.
Para unir los hechos a las palabras, González Caballer pidió un café solo para él, y de un mueble-bar que tenía en el despacho sacó una botella de Chivas. Se escanció una buena copa y conversó con Miren durante un largo rato. La ex compañera y actual colaboradora de Iñaki Artetxe se llevaba la lección bien aprendida y en ningún instante titubeó. Fechas y hechos auténticos junto a anécdotas inventadas pero coherentes convencieron a su predispuesto anfitrión de que era amiga de su hija. Incluso le mostró unas fotografías en las que podía verse a las dos en alegre compañía mutua. La propia Miren había hecho el montaje y se encontraba sumamente satisfecha de su obra. A simple vista era prácticamente imposible notar el engaño. Había llevado varias copias para regalárselas a Begoña.
– Espero poder dárselas mañana -dijo.
– Desgraciadamente, me temo que eso no va a ser posible -respondió el padre-. Lamento decirte que mañana no podrás ver a Begoña.
– ¿Mañana tampoco? ¡Pues menuda faena! No te enfades por lo que voy a decirte, pero creo que Begoña es una informal de tomo y lomo. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Está de viaje o algo parecido? Lo digo porque a pesar de todo me gustaría ponerme en contacto con ella.
– No lo sé.
– ¿Que no lo sabes? No te entiendo.
– Mira, no quería decírtelo porque no lo llevo muy bien, pero me has causado buena impresión y creo que eres una buena amiga de Begoña, así que me confesaré contigo -añadió González Caballer con un tono de tristeza en la voz-. Begoña ya no vive aquí. Se ha ido.
– ¿Cómo que se ha ido?
– Sí, se ha ido. Podría decirte que se ha fugado, pero como es mayor de edad y tiene derecho a hacerlo, simplemente hay que decir que se ha ido.
– ¿Y no te ha dejado su nueva dirección?
– No, no lo ha hecho. Me gustaría saberla para poder hablar con ella y conocer cómo se encuentra. No para decirle que vuelva, aunque ella sabe que puede hacerlo cuando quiera, sino sencillamente para saber que está todo en regla. Y también para pedirle perdón. Hubo cosas… pero en fin, permíteme que a tanto no llegue mi confesión.
– Comprendo perfectamente.
– Quizá se ponga en contacto contigo. Si es así, me harías feliz si hablaras conmigo y me contaras cómo y dónde está. Es posible que haya sido un mal padre, pero sigo siendo su padre, y eso tiene que significar algo.
– Descuida que así lo haré.
– Me encuentro muy solo, ¿sabes? La marcha de mi hija ha sido como una puñalada para mí; las amistades dicen que me han caído unos cuantos años encima. ¿A ti qué te parece? -añadió con un gesto pretendidamente seductor.
– No puedo opinar, ten en cuenta que acabo de conocerte, aunque es normal que con lo que ha sucedido cualquier persona sufra las consecuencias e incluso se le note físicamente, pero si no hubieras comentado nada, en ningún momento habría pensado en ello, desde luego.
– Tal vez una mujer joven y hermosa como tú pudiera aliviar mis penas -dijo González Caballer mientras, levantándose, se acercaba hasta Miren e intentaba agarrarla por la cintura.
– No entiendo -contestó Miren zafándose del abrazo de su anfitrión-, ¿se puede saber a qué viene esto?
– Claro que lo entiendes, lo entiendes perfectamente. ¿O acaso pensabas que ibas a tener alojamiento gratis? ¿Me tomas por tonto? ¿Crees que no sé lo que busca una chica joven y guapa que se acerca a la mansión de un hombre mayor y millonario haciéndose pasar por amiga de su hija? Vamos, nena, no te hagas la estrecha y no te arrepentirás. Te lo juro.
Mientras decía esto se había vuelto a aproximar a Miren y, tomándola entre sus brazos, había intentado besarla. Miren, con un puñetazo asestado en pleno estómago de su atacante, seguido de una fuerte patada en los genitales, pudo escapar de la acometida.
– ¡No me toques, cabrón! -gritó, sacando de la mochila una pistola y apuntándole-, te has equivocado conmigo, no soy una muñequita con la que se pueda jugar, cerdo.
– ¿Quién eres? -preguntó entrecortadamente González Caballer, todavía sin recuperarse de los golpes recibidos y al que la presencia de la pistola en manos de Miren había generado una pronunciada lividez.
– Eso a ti no te importa. ¡Vuelve a sentarte, que todavía no hemos acabado de hablar!
– ¿Quieres dinero? ¿Se trata de eso?
– Métase su dinero en el culo -respondió Miren-. Quiero saberlo todo acerca de su hija Begoña y sus relaciones con su novio. ¿Dónde está ella? ¿Por qué no se le ha contado la verdad a Carlos Arróniz? ¿Por qué envió un matón para darle una paliza?
– Así que se trata de eso -rugió González Caballer-; el hijoputa de Carlos quiere vengarse por los golpes recibidos. Muy propio de él. Le advierto, señorita, que puede ser acusada de allanamiento de morada y amenazas, así que será mejor que deponga su actitud.
– Y usted de intento de violación -respondió Miren.
– No me haga reír, por favor. ¿Cree usted que algún juez se tragaría esa historia? ¿De verdad piensa que alguien va a aceptar que yo he intentado violarla cuando no tiene usted ninguna señal de ello y, además, se encontraba en mi domicilio, de noche y a solas, después de haber venido voluntariamente hasta aquí y haber conseguido entrar engañándome? Porque en ningún momento me he creído esa historia tan absurda acerca de que era amiga de mi hija. Así que ya ve cómo están las cosas. No tiene nada que hacer.
Miren sabía que González Caballer estaba en lo cierto, pero decidió no rendirse.
– Tal vez tenga razón, pero eso no tiene la menor importancia. Usted no me conoce, no sabe quién soy, así que puedo irme en cualquier momento y no podrá localizarme. Además, nadie, salvo algunos buenos y escogidos amigos, sabe que estoy aquí y a qué he venido, por lo que si me decidiera poner en funcionamiento este cacharro -añadió señalando la pistola- me temo que saldría usted perdiendo de todas todas.
– No creo que un asunto sentimental sea para ponerse así -contestó González Caballer-. Si lo que desea es hablar sobre mi hija y su novio no veo la necesidad de que saque la pistola y profiera esas amenazas.
– No ha sido por eso por lo que la he sacado, cerdo.
– Lo sé y le pido disculpas; me he comportado como un sinvergüenza, lo admito. No quiero que lo considere una excusa, pero la tensión que estoy sufriendo me lleva a cometer tonterías imperdonables. Lo siento y le ruego, por favor, que guarde su arma. No la va a necesitar.
– De acuerdo -dijo Miren guardándola de nuevo en la mochila abierta, a su alcance como medida de precaución-, pero a cambio de eso me tendrá que explicar, con pelos y señales, todo lo que ha ocurrido con su hija desde el día en que no acudió a su cita con Carlos Arróniz.
– Así lo haré -contestó sonriente González Caballer, que no había dejado en ningún momento, desde que reinició su conversación con Miren, de juguetear con un pisapapeles que tenía sobre la mesa-, aunque quizá debamos posponerlo para otra ocasión más favorable.
– No, será ahora -contestó, airada, Miren.
– Me temo que no, señorita, y si no está de acuerdo vuélvase y mire hacia atrás.
Miren obedeció cautamente la sugerencia de su interlocutor y pudo ver cómo detrás de ella se encontraba el hombre que la había recibido en la entrada de la vivienda. Se había introducido tan sigilosamente en la estancia que no se había percatado de su presencia. Posiblemente, pensó utilizando su experiencia en sistemas de seguridad, el maldito pisapapeles contenía algún dispositivo capaz de avisar al empleado de que había alguna emergencia grave. Esto último lo deducía del hecho de que el nuevo inquilino del despacho llevara en sus manos una pistola.
– ¿Qué hago con ella, jefe? -preguntó.
– Échala -fue la última palabra que Miren oyó decir, antes de que un golpe dado en la cabeza con la pistola le hiciera perder el conocimiento.
Dos días después, Iñaki Artetxe ocupaba toda la tarde practicando un exhaustivo seguimiento de Andrés Ramírez, que así se llamaba el chófer de González Caballer. Debía de ser su día libre, pues prácticamente durante casi todo el tiempo estuvo con un amigo rubio, de aspecto nórdico, dedicándose al copeo en la zona de Telesforo de Aranzadi y Galerías Urkijo.
Cuando el vigilado se despidió de su acompañante ya había anochecido, cosa que favorecía los planes de Artetxe, consistentes, básicamente, en devolver golpe por golpe, corregidas y aumentadas, las palizas que había propinado a su cliente y a Miren, sobre todo a Miren. Antes de ser expulsada de la casa, el chófer se había regodeado en el castigo, aunque ninguna de las heridas recibidas era irreversible ni dejaría secuelas. Parecía claro que el supuesto chófer era un auténtico profesional, y no del volante precisamente. Artetxe sabía que no era ése el mejor modo de actuación, pero no podía evitar sus sentimientos ni sus ganas de darle caña al cuerpo.
La ocasión surgió al cruzar junto a un solar en obras en la calle Euskalduna, que a esas horas se encontraba totalmente despoblada. Artetxe se colocó justo detrás de su objetivo y le puso una pistola en la nuca, al tiempo que en susurros le apercibía para que no se moviera. Le cacheó a conciencia, encontró otra pistola y una navaja que se guardó, y le obligó a entrar en el solar. Una vez dentro le golpeó con la culata del arma en la cabeza, haciéndole retorcerse de dolor y enviándole de bruces contra el suelo, y le pateó sin ningún tipo de escrúpulos hasta que comprobó que empezaba a sangrar por la nariz y por la boca. No había igualdad de condiciones entre los dos, pero eso no le importaba para nada a Artetxe. Él no era ninguno de esos falsos héroes de película que se despojan de sus armas y renuncian a su ventaja para enfrentarse al «malo» noblemente, en equilibrada lid. En las películas los «buenos» acostumbran ganar porque tienen al guionista de su parte, pero en la vida real cada uno tiene que hacerse su propio guión. Y en el de Artetxe no entraba la posibilidad de dar facilidades a su contrincante.
Con sus propias manos izó a Andrés Ramírez. Después de haberse desahogado, se serenó e inició el interrogatorio.
– ¿Dónde está Begoña, cabrón? -le espetó con la pistola en la mano, con la intención de mantener su ventaja y el desconcierto en su interlocutor.
– ¿De qué Begoña me hablas? -respondió entrecortadamente, apenas con un hilillo de voz-. No entiendo qué es lo que quieres.
– Te estoy preguntando por la hija de tu patrón.
– No sé dónde está, juro que no lo sé. Es la verdad. ¿Sólo para saber eso me has montado este show? -contestó con una mezcla de estupefacción y duda, de la que no se hallaba exento el odio naciente.
– Por eso sólo, no. Ayer golpeaste a una amiga mía que fue a casa de tu patrón a preguntar por su hija, y a mí no me gusta nada que golpeen a mis amigas; no lo considero precisamente un síntoma de buena educación.
– Me limitaba a cumplir órdenes. Además, había apuntado con una pistola al jefe; no me quedaba más remedio que intervenir y, después de todo, no le hice mucho daño.
– Si apuntaba con una pistola a tu jefe sus razones tendría y, por lo demás, en lo que a mí respecta estamos en paz. Tú cumplías órdenes de tu jefe y yo cumplo las mías propias para demostrarte que nadie golpea a mis amistades impunemente. ¿Está claro o continuamos?
– Está claro -contestó el chófer.
– En ese caso te voy a soltar, pero me llevo tu cacharrería por precaución ya que no me pareces muy de fiar. Te la devolveré mañana por la tarde, porque mañana -dijo recalcando las palabras- seré yo, y no mi amiga, quien visite al señor González Caballer. Díselo a tu jefe.
– Su desfachatez no tiene límites. Le da una paliza brutal a mi chófer y después de eso se presenta ante mí, como quien no ha roto un plato en su vida, para hablar conmigo. Creo que me debe una explicación.
– Yo no le debo nada a usted. Será al revés, en todo caso. ¿O me equivoco y no estoy hablando con la persona que hace unos días intentó abusar de una joven que se hallaba sentada en el mismo lugar en el que me siento yo ahora?
Iñaki Artetxe se hallaba en el despacho de González Caballer, hablando con el propietario de la casa. Su sistema para conseguir citas no era muy normal, pero había funcionado.
– Sí, es usted quien debiera darme una explicación -repitió.
– ¿Qué dice? ¿Yo, darle una explicación? Está usted loco.
– Bueno, no voy a enfadarme por eso. Incluso pudiera usted tener razón. Ya se sabe que los niños y los locos suelen decir la verdad. Es cierto que ayer golpeé con ganas a su chófer, pero es mucho más cierto que se lo tenía merecido, aunque quizá fuera usted quien más se lo mereciera por ser quien dio las órdenes y quien previamente había intentado violarla. Así que no va a tener más remedio que aguantarme. Es lo mínimo que me debe.
González Caballer miraba fijamente a Artetxe mientras jugueteaba con un lapicero. Era hombre acostumbrado a mandar y a dominar las situaciones, por lo que durante breves segundos se produjo un silencioso enfrentamiento entre dos fuertes voluntades, siendo por fin el anfitrión quien pronunció la siguiente frase.
– Le escucho.
– Hace tan sólo dos semanas mi cliente, Carlos Arróniz, vino aquí porque quería tener noticias de la joven con la que pensaba casarse, y lo único que consiguió fueron insultos y una serie de golpes propinados por su chófer, su matón sería más adecuado decir. Hace tres días la historia se repitió, esta vez con una colaboradora mía de protagonista. Hoy he venido yo y la historia no volverá a repetirse o, por lo menos, ése es mi deseo y consejo. No me gusta que golpeen a mis clientes ni a mis colaboradores; es malo para el negocio porque genera cierta desmoralización, ¿comprende?
– Parece ser que Andrés encontró la horma de su zapato.
– Tómeselo como quiera. Por supuesto, él podría denunciarme, pero usted sabe que ése no es un buen camino.
– Así es. De todos modos, aunque su relato me parece muy interesante, le ruego que entre en materia ya que me imagino que el motivo de su visita no es explicarme por qué agredió ayer a mi empleado.
– Por supuesto que no, aunque hay una relación evidente. Un hombre viene a ver a su novia y acaba de mala manera. Lo mismo le ocurre a una investigadora que aparece unos días más tarde. No es una situación normal, ¿de qué tiene miedo usted?
– ¿Por qué habría de tener yo miedo? -respondió González Caballer mientras partía en dos trozos el lápiz con el que había estado jugueteando-. Creo que esta vez se ha apresurado en su juicio.
– Quizá, pero no deja de ser raro que las dos veces que alguien ha venido aquí preguntando por su hija usted haya perdido los estribos hasta el punto de verse obligado a usar métodos violentos.
González Caballer se quedó pensativo durante un corto espacio de tiempo que aprovechó para sacar otro lápiz de un portalápices y ponerse a jugar con él de nuevo. Luego, como saliendo de su ensimismamiento, se acercó al mueble-bar y sacando dos copas las llenó, de coñac la suya y de ginebra la que ofreció a Artetxe tras indagar sus preferencias. Como si cumpliera con un antiquísimo ritual entornó los ojos y dio un pequeño trago a la copa. Hecho esto, la depositó suavemente sobre la mesa y observó con ojos vivaces a Artetxe.
– ¿No se le ha ocurrido pensar que no hay nada extraño, que es simplemente cuestión de carácter? Tengo un genio difícil, no voy a negarlo, y me cabreo con facilidad. Es posible que en otra situación este modo de ser me hubiera creado muchas dificultades, pero como soy rico y poderoso todo se me perdona. Lo que en cualquier otra persona se considera intolerable, cuando lo hago yo se despacha con una frase del tipo de «son las cosas de Jaime, ya sabéis cómo es», así que nunca he tenido la necesidad de cambiar. La necesidad ni tampoco las ganas; soy feliz siendo así aunque a los demás les joda. Mire, por lo general odio dar explicaciones a nadie, pero con usted voy a modificar esa arraigada costumbre.
»Usted, señor Artetxe, con toda seguridad habrá oído hablar de mí mucho antes de iniciar su investigación. ¿Quién no ha oído hablar de Jaime González Caballer?, y perdone la petulancia. Además, normalmente se habla mal de mí. Lo sé, no soy tan tonto como para creer que la gente me quiere y me aprecia. Soy millonario, he tenido cargos políticos en la época de Franco, y cuando alguna de mis empresas ha ido mal he echado a la calle a todos los trabajadores que he podido. Los asesores de imagen lo tienen muy jodido conmigo, no me duelen prendas reconocerlo. Resumiendo: tengo enemigos, muchos enemigos, pero eso no me ha impedido vivir feliz y realizando siempre mi sacrosanta voluntad. No está nada mal, pienso yo. Pero no siempre he sido el González Caballer que usted conoce. Yo soy lo que los americanos llaman un self made man, un hombre que se ha hecho a sí mismo. Algunos resentidos que se las dan de irónicos quizá digan que me he hecho a mí mismo pero me he hecho mal. Sinceramente, esas opiniones me la traen floja, hablando en plata. Siempre he hecho lo que quería hacer y he conseguido lo que me propuse conseguir. ¿Sabe usted lo que es pasar hambre? No, por supuesto. Pues yo sí, así que a vivir que son tres días y el que venga detrás que arree, como arreé yo. Tuve que emigrar y trabajar duramente, pero hice fortuna y me casé. Mi mujer murió al mes de nacer mi hija. Una infección postparto que hoy en día no tendría ninguna importancia, pero que entonces era mortal. A pesar de todo he continuado trabajando y luchando, ya no sólo por mí sino por mi hija. Todo lo que tengo algún día estará en sus manos.
»Quizá haya sido un mal padre, pero lo habré sido involuntariamente; puede que en ello haya influido el que lo fui a una edad madura, cuando acababa de cumplir los cincuenta años. En cuanto a su novio, tal vez me obcequé, no quería que se casara con Arróniz, no me gustaba y sigue sin gustarme, las cosas como son. No por nada especial, sino porque me entró por el ojo izquierdo. Soy muy visceral en mis reacciones, ya se lo he explicado. Y tal vez por eso, un día Begoña se fue. No estoy acostumbrado a que me den con la puerta en las narices, así que el que mi propia hija lo hiciera fue muy duro para mí.
– ¿Por qué no avisó a la policía?
– No vi la necesidad de mezclarla en esto; es un asunto estrictamente familiar, y ella, por otra parte, es mayor de edad. Además, sabía que se encontraba bien, me llamó al día siguiente de irse. Me dijo que quería vivir su vida y tuve que aceptarlo. Mis errores hicieron que se marchara, así que, aunque tarde, he aprendido la lección y procuro no volver a cometerlos. Volverá cuando ella quiera.
– ¿No le dijo adonde iba, su dirección, qué se proponía hacer?
– No, no me dijo nada. Al principio pensé que seguramente se había ido con Carlos, pero luego comprobé que estaba equivocado.
– ¿Sabe de qué está viviendo?
– Tiene su propio dinero, que heredó de su madre. Hasta hace poco tiempo se lo administraba yo, pero ahora es mayor de edad y puede disponer de él a su antojo.
– ¿Cuánto dinero posee en total?
– No lo sé con exactitud, aunque sí lo suficiente para vivir unos cuantos años sin tener que trabajar.
– ¿Por qué ocultó o trató de ocultar la fuga de su hija?
– «Fuga» es una palabra que no me gusta, es mejor decir marcha, ¿no cree?, pero le contestaré. Ya le he dicho que tengo enemigos, alguno poderoso. Cuando Begoña se marchó estaba interesado en unos negocios delicados e importantes con un consorcio árabe. Cualquier sombra de escándalo, por leve que fuera, podía hacer que todo el asunto se fuera al traste. Ésa es la principal razón, aparte de que, en el fondo, espero que regrese, si no a mi casa sí a mi vida.
– Eso no explica el trato dado al señor Arróniz ni a mi colaboradora.
– Son cosas diferentes. En el caso de Carlos aproveché la situación para darme una pequeña satisfacción, ya ve que admito que soy muy radical en mis enemistades, y para conseguir que se olvidara de mi hija, aunque esto último, por lo que se ha visto, no funcionó. En cuanto a su colaboradora, lamento lo sucedido, pero al saber que me estaba engañando pensé que había venido por otra cosa y luego, cuando comprendí que estaba equivocado y que seguramente tenía otras intenciones, me cegué y actué del modo que usted ya conoce. La verdad es que, según hablo con usted, no acabo de explicarme a mí mismo mi comportamiento, por eso le reitero mi pesar y le ruego que le transmita mis más sinceras disculpas.
– ¿Por qué me está contando todo esto?
– Es lo que usted deseaba, si no me equivoco. Ha venido aquí a pedirme una explicación y se la estoy dando, ¿no es suficiente?
– No del todo. Quisiera saber a qué viene este cambio de actitud. No soy tan estúpido como para pensar que mi presencia le haya conmovido ni que le haya afectado un ápice lo que ocurrió ayer con su chófer.
– Tiene usted razón, no me ha afectado para nada. Es usted muy desconfiado. Inteligente y desconfiado. No me parece mal, yo también, cuando estoy metido hasta el cuello en algún negocio, desconfío sistemáticamente de todo el mundo, así que no le haré ningún reproche. En efecto, no me ha conmovido, como ha aludido usted burlonamente, pero sí me ha hecho reflexionar. Sé controlar mis negocios, pero esto se me está yendo de las manos y, si no actúo con inteligencia, la bola de nieve se hará tan grande que acabaré por perder del todo a mi hija, así que no me queda más remedio que serenarme. Sigue sin gustarme Carlos, pero estoy dispuesto a transigir; al fin y al cabo es muy posible que si se casan, al cabo de poco tiempo acabe por cansarse de él y pedir el divorcio; por eso estoy dispuesto a olvidar mis desavenencias con él y unirnos en la búsqueda de Begoña. No por afecto, sino por necesidad. Quiero que le diga a Carlos que siento todo lo pasado y que estoy dispuesto a dar mi consentimiento, simbólico por supuesto, ya que no estoy en condiciones de imponer nada, para que se casen. ¿Le transmitirá usted esto en mi nombre?
– Siempre informo de todo lo que ocurre a mis clientes.
– En ese caso le quedaré eternamente agradecido. Debería haberlo hecho antes, pero más vale tarde que nunca. A propósito, no sé cuánto le pagará Carlos, pero si necesita dinero no deje de pedírmelo.
– No hará falta. Estoy bien remunerado y además mi cliente sigue siendo el señor Arróniz.
– Comprendo, no he querido ofenderle, sólo colaborar.
– No se preocupe, no tiene importancia, pero sí me podría ayudar de otro modo.
– Usted dirá.
– Me gustaría hablar con los empleados que tiene en el chalet. Quizá sepan algo, y si digo que voy de parte suya tal vez se muestren más proclives a colaborar. También quisiera ver la habitación de Begoña.
– Como usted desee, aunque dudo que tengan algo interesante que decirle. En cuanto a lo otro, yo mismo le acompañaré hasta su habitación -añadió levantándose de la silla y conduciendo a Artetxe hasta el dormitorio de su hija.