29

Iñaki Artetxe no podía afirmar que la chica de la secta que le había rociado los ojos con un aerosol irritante le cayera bien, pero su muerte había sido un mazazo. En primer lugar, por el simple hecho de su fallecimiento, qúe, aunque parecía accidental -él mismo había declarado ante la policía que tal y como estaba de drogada no era extraño que hubiera dado voluntariamente el salto fatal-, venía a sumarse a las muertes que directa o indirectamente relacionadas con el caso parecían surgir a su alrededor. En segundo lugar, porque se había truncado otra pista. Estaba convencido de que la chica sabía algo, pero con su muerte nunca podría conocer qué era exactamente ese algo. Quedaba su supuesto jefe, guía espiritual o novio, el mandamás de la Eterna Luz, pero en estos momentos estaría lejos de su alcance. Rojas le había dicho que se había comunicado su orden de busca y captura, pero eso no significaba nada. Antes o después le encontrarían, de eso estaba seguro, pero el cuándo era impredecible. Lo mismo le echaban el guante al cabo de tres días que de siete años, así que no merecía la pena pensar en ello por ahora.

Lo único que se le ocurría era hablar con la señora que los había denunciado por escándalo. Según los municipales con los que estuvo hablando, era muy conocida por su afición a poner denuncias a diestro y siniestro. Le falta un tornillo pero es inofensiva, añadieron. Iñaki Artetxe había conocido a más de una persona de esas características y sabía cómo tratarlas. Se imaginaba que sería una vieja entrometida y gruñona a la que presumiblemente le ahogara la soledad. Si la trataba con inteligencia, no dudaba de que le contaría todo lo que supiera.

Mirando los buzones del portal comprobó el piso en que vivía. En la cartulina podía leerse Rosario Aurtenetxe, viuda de Txomin Galparsoro. La lectura confirmó sus ideas: posiblemente sería mayor -no todas las viudas son de avanzada edad, pero hay más posibilidades a favor que en contra de que lo sean- y seguramente vivía sola.

Un desabrido «¿quién es?» sonó detrás de la puerta blindada pocos segundos después de que Artetxe pulsara el timbre.

– Soy un colaborador de la policía -contestó el detective-. Si no le produce mucho trastorno me gustaría hablar con usted sobre su vecina del piso de abajo.

– ¿Y qué quiere saber de ella? -volvió a escucharse a través de la puerta cerrada.

– Pensamos que quizá fuera una delincuente habitual y quisiéramos saber la opinión de una vecina como usted, que seguramente no aprobaba el tipo de vida de esa drogadicta.

– Tiene usted mucha razón, toda la razón del mundo -contestó doña Rosario abriendo la puerta-. Más de una vez les he llamado para decírselo, pero no me han hecho ustedes mucho caso, joven.

– Lo siento mucho, pero estamos dispuestos a enmendar nuestro error, aunque para ello necesitamos su colaboración.

– Naturalmente que sí, pero pase, pase, no se quede ahí fuera. Venga conmigo, por favor.

La dueña de la casa condujo a Artetxe por un largo pasillo hasta que llegaron a un salón en cuyo interior cabía un apartamento entero. Estaba decorado con un gusto algo antiguo: figuras de angelitos imitando el estilo rococó y todo así, pero los muebles eran de textura castellana, recios y sobrios. Artetxe se sentó en una butaca ajada por el tiempo pero totalmente cómoda.

– ¿Le apetece un té? Cuando ha sonado el timbre me estaba preparando uno precisamente.

Aunque el té no era la bebida preferida de Artetxe, asintió solemnemente al ofrecimiento, no en balde el trato con su tía Gotzone le había acostumbrado a estas circunstancias.

– Me ha comentado que es usted colaborador de la policía, ¿qué quiere decir eso? ¿Que no es usted policía?

– Sí y no -replicó Artetxe ambiguamente, mientras le enseñaba la fotocopia de su antiguo nombramiento como funcionario de la Ertzantza-. En estos momentos no estoy en nómina, pero colaboro en asuntos delicados.

– Así que ertzaina, ¿eh? Pues me alegro. Mi difunto marido, cuando la guerra, fue también ertzaina. He pedido una pensión, pero me han contestado negativamente, porque dicen que ya tengo una muy elevada de viudedad, pero a mí no me importa el dinero, sino la memoria de mi marido. ¿No podría usted hacer algo al respecto?

– Tal vez sí. Los mandos son muy receptivos con los ciudadanos que colaboran con nosotros -mintió Artetxe sin ningún rubor.

– No sabe usted lo agradecida que le quedaría si me moviera el asunto. Pero bueno, supongo que querrá explicarme lo que desea de mí, joven -dijo la señora mientras servía un humeante té en sendas tazas.

– Tenemos sospechas de que su vecina, la que falleció al tirarse por la ventana, no era trigo limpio.

– Claro que no lo era. La de cosas que podría contade yo sobre ella… -respondió como en un suspiro.

– Estoy dispuesto a escucharla -contestó Artetxe mientras se arrebujaba en su butaca, como si lanzara un inequívoco mensaje de que era todo oídos.

– Pues mire usted, esa chica, que en paz descanse y Dios sabe bien que no me gusta hablar mal de los muertos, era una auténtica viciosa. ¡A saber de dónde sacaría el dinero para el tren de vida que llevaba! No era raro verla drogada o bebida por la escalera. ¿Y los escándalos que montaba? Música a tope, tan fuerte que no me dejaba descansar, y un tránsito de gente por su piso enorme. No era nada raro verla con hombres de lo más estrafalarios. Hasta con negros la he visto. Y no me cabe duda de que hacía inmoralidades con ellos. Los tabiques de esta edificación son sólidos, pero con el triquitraque que solían tener ella y sus amiguitos se escuchaba todo. Casi ninguna noche dormía sola, la muy zorrita, y que Dios me perdone por esto último.

– No se preocupe, a la policía hay que contárselo todo.

– Sí, eso es cierto. Pues lo que le iba diciendo: le gustaba la buena vida, drogas, alcohol, hombres, música. Una vez coincidí con ella en el vídeo club y vi cómo cogía una película que tenía en la portada la foto de dos mujeres desnudas que se estaban abrazando. Desde luego, una película autorizada no era.

– Seguro que no.

– Así que no me extraña su trágico fin, y que conste que nunca le he deseado mal a nadie, pero está claro que quien la hace la paga.

– Eso mismo pensamos nosotros, señora, por eso queremos saber más de ella, sobre todo de sus amigos. Me ha dicho que solía cambiar mucho de pareja, pero ¿había alguno que la visitara con más asiduidad que los demás?

– Sí, había dos, más concretamente. Lo que no sé es si se conocían entre sí, aunque no me extrañaría nada, porque los jóvenes de ahora son así, ¿cómo se lo diría?, no les importa nada el qué dirán, no tienen ningún tipo de vergüenza y no les parece mal compartir una mujer. La verdad es que estos tiempos son un asco. Mire, joven, no es por ponerme medallas pero yo, con mi marido, hemos estado toda la vida luchando contra la dictadura de Franco, por la libertad de Euskadi, nuestra patria. Más de una vez pasamos la frontera llevando propaganda clandestina y libros prohibidos, pero esto de ahora no es lo que quería Sabina Arana, eso seguro que no. Por lo menos con Franco los vascos estábamos oprimidos, pero éramos gente decente y religiosa, aunque esta juventud de ahora me da qué pensar. ¿La chica ésa era vasca?

– No, claro que no lo era -respondió Artetxe, que no tenía ni idea del origen de la discípula de la secta de la Eterna Luz.

– Eso me imaginaba yo, aunque no crea, nuestros jóvenes tampoco llevan muy buen camino. Si nuestro lehendakari Aguirre levantara la cabeza…

– No debe desanimarse, al final las cosas volverán a su cauce y para conseguirlo necesitamos ahora más que nunca su ayuda, no puede abandonar en estos momentos-. Decididamente era idéntica a su tía Gotzone. -Ha dicho que había dos hombres que la visitaban con más frecuencia que los demás. ¿Podría describírmelos?

– Uno era un tipo muy extravagante, que decía que era sacerdote de un culto raro, el Eterno Rayo o algo así. Era un tipo más bien gordito pero sin pasarse, con marcadas entradas en la cabeza y moreno. Normalmente iba vestido con chaqueta y corbata, pero una vez le vi con una túnica de colorines muy rara, aunque no era idéntica a la de esa gente del Tíbet que a veces sale por televisión. Siempre que coincidíamos me saludaba, parecía muy simpático aunque, claro, siendo amigo de esa pajarraca, supongo que él tampoco será una joya de hombre.

Más o menos la descripción se correspondía con Marcos Ruiz, alias el Líder Excelso, jefe y señor de la secta de la Eterna Luz, pensó Artetxe, pero en ese momento no tenía ningún interés para él.

– ¿Y el segundo hombre? -preguntó.

– A ése le veía mucho menos, era más discreto. Las pocas veces que le vi (supongo que era él por la voz), estaba también correctamente trajeado y llevaba gafas oscuras. Era más alto que el anterior y llevaba gafas de sol incluso aunque lloviera. Era totalmente rubio, cosa bastante rara.

– ¿Rara? ¿Por qué?

– Por su acento. No era de aquí, vasco quiero decir, pero tampoco español aunque hablaba perfectamente nuestro idioma.

– ¿Europeo, tal vez? ¿Francés, alemán, inglés?

– No, no. Yo creo que era sudamericano, aunque no sabría decirle de qué país. Por eso me extrañaba tanto que fuera rubio, los sudamericanos suelen ser más bien morenos y atezados, y tampoco suelen ser muy altos, pero bueno, supongo que habrá de todo -añadió encogiéndose de hombros.

– ¿Tenía alguna otra característica especial?

– No sabría decirle. Yo creo que ella le tenía miedo.

– ¿Por qué piensa eso?

– Bueno, a veces los oía. No es que me pase el día poniendo las orejas donde no me importa -mintió descaradamente la anfitriona de Artetxe-, pero sin querer muchas veces me llegaban trozos de conversación. Cuando él hablaba en tono enfadado ella solía callarse. Una vez incluso llegó a golpearla. Eso me imaginé al oír el ruido que hacían, y al día siguiente, lo confirmé, Tuve que ir a pedirle un poco de aceite y cuando me abrió la puerta, por cierto, sólo llevaba encima del cuerpo un camisón totalmente transparente y abrió sin siquiera preguntar quién era; bueno, lo que le iba diciendo: cuando me abrió la puerta vi que tenía un ojo completamente morado.

– ¿Sabe usted cuál fue el motivo de que él le pegara?

– Sí, porque me extrañó un montón. Fue porque ella le llamó a él capitán.

– ¿Capitán?

– Sí, capitán. Yo pienso que ser capitán de lo que sea, del ejército o de la policía, si uno es honrado, es un orgullo, no una indignidad, y que conste que lo digo porque nunca he sido una fanática ya que, como usted imaginará por lo que le he dicho antes, en mi familia nunca ha habido militares ni policías españoles. Gudaris sí, hubo unos cuantos durante la guerra, pero nunca fueron capitanes.

– No sabrá quizá el nombre de ese capitán.

– Espere un momento… no, no estoy segura. Algo así como Eladio, o Heriberto. No. ¿Herminio? Creo que tampoco.

– ¿Podría ser Héctor?

– Eso es, Héctor. Mira que haber dicho Herminio, aunque algún parecido sí que tienen. Héctor, ése es el nombre, seguro. Lo tenía en la punta de la lengua y al mencionármelo usted me he acordado.

Artetxe pensó que tal vez la mujer le estaba confirmando el nombre tan sólo para quedar bien, para impresionarle con su colaboración, pero se arriesgó a creerla. No tenía más remedio, pero de todos modos la historia era verosímil. Los mismos nombres que había mencionado previamente doña Rosario, si no eran exactamente idénticos, sí eran los que podrían haberle surgido en la mente mientras intentaba recordar el auténtico nombre. Por otra parte, Héctor, aunque no era un nombre desconocido en España, tampoco era de uso muy corriente, por lo que cabía la posibilidad de que perteneciera a un sudamericano. De hecho, a Artetxe el único Héctor que le venía a la cabeza así de repente, aparte del héroe griego, era el ex presidente argentino Héctor J. Cámpora.

Todavía estuvo hablando un cuarto de hora más con la señora, pero no obtuvo ningún dato añadido que le fuera de alguna utilidad. Volviendo a prometerle que indagaría sobre su pensión, se despidió con la sensación de que su visita no había sido baldía. Ahora lo que necesitaba era encontrar al tal Héctor, pero desgraciadamente su dirección no vendría en las páginas amarillas, de eso estaba seguro.

Загрузка...