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Aquella mañana, como todas las mañanas en los últimos meses, Manuel Rojas, inspector de policía destinado en el Grupo de Homicidios de la Jefatura Superior de Policía de Bilbao, se encontraba totalmente aburrido y al borde de la depresión. Llevaba ocho meses en ese destino y hasta el momento no se le había asignado ningún trabajo de cierta envergadura. La ilusión con la que había solicitado su traslado a Homicidios había desaparecido hacía tiempo, cuando empezó a notar que le usaban como un mero chico de los recados. Su trabajo más excitante había consistido en la detención de una anciana que, harta de aguantar durante más de cuarenta años las palizas proporcionadas por su marido, le había clavado unas afiladas tijeras de cocina por todo el cuello. Ése era el único homicidio auténtico en el que había intervenido, recordaba nostálgicamente mientras acababa de tomar declaración a un chaval que, ofendido al observar que un compañero de instituto se reía de él, le había cambiado la mandíbula de sitio con una patada aprendida, posiblemente, tras ver más de mil películas chinas de kárate. Trabajos rutinarios que alguien tenía que hacer, no cabía la menor duda, pero que siempre le tocaban a él. Por eso, nada más empezar a repiquetear el teléfono que tenía instalado en el cuchitril que pomposamente llamaba oficina, no tardó ni un segundo en coger el auricular. Cuando adivinó a quién pertenecía la voz que se oía en el otro lado, no pudo evitar un gesto de sorpresa. Su jefe, el propio comisario Manrique, le llamaba en persona, sin usar intermediarios, por primera vez desde que se había incorporado al grupo. Le pedía por favor -aunque sonaba muy educado era una auténtica orden- que acudiera a su despacho en cuanto tuviera un rato libre. El inspector Rojas no perdió ni un instante y según colgó el teléfono subió los dos tramos de escaleras que le separaban de su jefe. Era una situación bastante rara, pensaba, pero quizá por fin se le iba a encomendar un caso importante; así que, algo más animado, aunque sin hacerse muchas ilusiones para no tener que lamentar posibles nuevas decepciones, se personó ante el jefe supremo del Grupo de Homicidios.

El despacho del comisario se parecía al de Rojas lo mismo que una castaña a un huevo. Espacioso y bien ventilado, con una hermosa mesa de maderas nobles y acogedores butacones para su ocupante y las visitas, sólo la bandera española que en él hallaba cobijo indicaba su carácter de despacho oficial, pero el mismo aspecto de Fernando Manrique Alarcón, comisario de Homicidios de Bilbao, alto y atildado, bien rasurado, cincuentón, elegantemente trajeado, inducía a pensar más en el despacho de un subsecretario del Ministerio de Industria que en el de un comisario de policía. Para Rojas era difícil imaginar al comisario de joven inspector, deteniendo chorizos y negociando con macarras y putas para obtener sus confidencias. Nadie nace siendo comisario, pero parecía imposible que Fernando Manrique hubiera pasado por lo anterior antes de llegar a serlo.

Incluso el gesto indolente con el que ordenó a Rojas tomar asiento era más propio de un director general de Hacienda que de un jefe del Ministerio del Interior. De un cajón de la mesa sacó un paquete de Winston, «seguro que de contrabando», pensó Rojas, que sólo fumaba Ducados, y encendió un cigarrillo con lo que parecía ser un Dupont de oro. No ofreció tabaco a Rojas, pero no porque supiera que sólo fumaba negro, sino porque nunca lo hacía con quienes estaban debajo de él en la cadena de mando. Cuando hubo expulsado hacia el techo la primera bocanada de humo se dignó hablar.

– ¿Has acabado ya el asunto que tenías en marcha? -preguntó. Tenía la costumbre de tutear al personal a sus órdenes como democrática muestra de compañerismo, exigiendo en justa reciprocidad a su condescendencia un respetuoso tratamiento de usted.

– Sí, justo antes de venir a verle.

– En ese caso podrás dedicarte a otro asunto que acaba de surgir. Hemos sido avisados hace unos pocos minutos del descubrimiento de un cadáver, y quiero que te presentes junto a una patrulla uniformada en el lugar de los hechos. El Juzgado ya está en camino.

– ¿Hay indicios de muerte violenta?

– Aún no lo sabemos con absoluta seguridad, pero parece ser que no. Es más bien el típico caso en el que, al no haber un médico que certifique la defunción, se avisa al Juzgado y el Juzgado nos avisa a nosotros.

– Conozco el procedimiento, lo que no entiendo es por qué tiene que acudir un inspector de Homicidios. Normalmente, en estos casos suele ser suficiente con que vaya una patrulla al mando de un cabo.

– Así suele ser, pero esta vez es diferente. Al parecer, el fallecido es un conocido periodista. Mira, la jueza de guardia ha decidido ir ella en persona, así que no estará de más que uno de los nuestros aparezca por allí. Por si acaso. Debido a la personalidad del muerto cabe que, aunque según las primeras impresiones no haya nada raro, se le dé publicidad, y en ese caso ni el Juzgado ni la Jefatura queremos que se nos tache de negligentes. ¿Vas comprendiendo?

– Sí, está claro. Ventajas de ser famoso. Me pondré en marcha ahora mismo, en cuanto me diga adonde debo ir y qué coche me va a llevar.

– Una última cosa, Rojas. Vas tan sólo en calidad de representante de Homicidios, para que se sepa que nos hemos interesado por el asunto, pero ¡ojo!, si observas algo raro, que no creo, no actúes por tu cuenta. Si observas algo raro, me lo transmites a mí y ya tomaré las decisiones oportunas. Has entendido, ¿no? En ese caso ya puedes irte, te están esperando en el garaje.


El periodista muerto se llamaba Andoni Ferrer Lamikiz y vivía en la calle Rodríguez Arias. Aunque Rojas no hubiera sabido el número exacto, el corrillo de curiosos que siempre se forma en los lugares donde ha habido un accidente, incluso aunque segundos antes hubiera podido parecer un desierto, delataba sin duda alguna su ubicación. Rojas ordenó a los números que le acompañaban que se quedaran junto al portal para alejar a los posibles curiosos y subió acompañado por el cabo.

Una joven pelirroja le abrió la puerta y le invitó a pasar a la sala en la que aún se encontraba tendido el cadáver.

– El inspector Rojas, ¿no? Acaba de avisarnos el comisario Manrique. Soy Josune Larrazabal, la jueza de guardia. Le presento a Javier Valbuena, nuestro secretario, y a Mikel Arriaga, el médico forense. El secretario y yo tenemos que regresar ahora mismo al Juzgado para redactar la diligencia de inspección ocular y levantamiento de cadáver, así como para resolver otros asuntos de trámite, pero el señor Arriaga se quedará aquí por si usted cree conveniente hacerle algunas preguntas, aunque mi primera impresión es que no hay nada excepcional. Ah, otra cosa. El cadáver lo ha descubierto su mujer, pero no podrá hablar con ella en este momento; se encuentra descansando en casa de los vecinos de la puerta B. Bueno, adiós, espero que nos veamos pronto.

Se despidió de Rojas, del forense y del cabo sonriendo y agitando la mano. Era muy joven y su desenvoltura apenas hacía otra cosa que intentar ocultar su nerviosismo; tal vez fuera el primer levantamiento al que asistía. Cuando se quedaron solos los tres hombres, el médico mostró a los policías el cadáver. Rojas se acercó lentamente. Aunque era policía desde hacía bastante tiempo, no acababa de acostumbrarse a los vidriosos ojos de los muertos, a esa expresión -o quizá sea más correcto decir inexpresión- vacía y sin futuro, al hedor que se desprendía de lo que antes había sido un organismo vivo. La descomposición había comenzado y, si bien no estaba muy avanzada, empezaba a notarse en el ambiente su olor dulzón. A simple vista, Rojas no distinguió señales de violencia.

– ¿Se conoce ya la causa de la muerte? -preguntó al forense.

– Habrá que esperar a hacerle la autopsia, pero en principio parece que se ha producido un paro cardíaco.

– ¿Cuánto tiempo lleva muerto?

– Posiblemente cinco o seis horas, es difícil precisar más.

– Conque paro cardíaco. ¿Se podría saber qué es lo que ha causado ese paro?

– En este caso creo que sí -contestó el médico acercándose al cadáver. Se agachó sobre él y levantó la manga izquierda de la camisa-. Observe -añadió.

Rojas se agachó a su vez, su mejilla casi rozando la del forense. En una vena de la muñeca podían vislumbrarse las huellas de un pinchazo. Sólo uno.

– Sobredosis.

– ¿Está usted seguro? No hay más que esa marca, no parece lógico pensar que fuera adicto, quizá esa señal haya sido producida por una vacuna o cualquier otra cosa -contestó Rojas-. ¿Ha encontrado algo más que avale su teoría?

El médico introdujo una mano en el bolsillo interior de su americana y sacó un sobre amarillo con el membrete del Juzgado de Instrucción nº 1. Lo sopesó unos momentos antes de entregárselo al policía.

– Su Señoría me ha dicho que se lo entregue por si quieren estudiarlo, pero tendrán que devolverlo cuanto antes, junto al atestado que nos remitan. Seguramente contendrá las huellas de la mujer del señor Ferrer, que es quien la ha encontrado. Es una jeringuilla normal como las que pueden comprarse en cualquier farmacia, y posiblemente sólo haya sido usada una vez.

– ¿Está seguro de que es esto lo que ha causado la muerte?

– Al ciento por ciento, no, pero sí estoy razonablemente seguro. Habrá que esperar a la autopsia y al análisis de la jeringuilla, ya que contiene algunos residuos, pero sinceramente no creo equivocarme.

– No parece que haya señales de violencia.

– No las hay. O se inyectó él mismo o no se opuso a que le inyectaran.

– ¿Suicidio, entonces?

– Suicidio, accidente, asesinato. Usted tendrá que averiguarlo y la jueza tomar la decisión final. ¿Suicidio? Pudiera ser, aunque el difunto no ha tenido la delicadeza de dejar ninguna nota aclaratoria. ¿Asesinato? Su Señoría no lo cree.

– El comisario, desde su despacho, tampoco.

– Es lo más sencillo, ¿no es cierto? Pero posiblemente tengan razón.

– ¿Y la posibilidad de accidente?

– Perfectamente factible. Usted ya ha indicado que no era adicto, y sin embargo parece que ha sido un pico lo que le ha originado el paro cardíaco. Tal vez al querer probarlo y no conocer bien el ambiente, le hayan proporcionado caballo en mal estado y le han causado la muerte. Pensándolo bien, es la solución más lógica.

– Ideal para el comisario Manrique, así no estará en el punto de mira de los periodistas, aunque admito que es una hipótesis bastante razonable. Una última cosa: ¿cuándo estará en condiciones de prestar declaración la mujer del muerto?

– Me temo que ahora va a ser imposible, inspector. Se encontraba en un estado de fuerte agitación nerviosa y he tenido que administrarle un sedante. Pero si no tiene inconveniente, la jueza la ha citado mañana a las doce en su despacho del Juzgado y me ha pedido que le diga que podrá usted estar presente si así lo desea.

– Procuraré asistir. Por favor, ¿puede indicarme dónde está el teléfono?

El médico le acompañó al vestíbulo. Rojas marcó el número de Jefatura y habló durante unos segundos con su superior. Al colgar volvió a cruzar unas palabras con el médico.

– Van a enviar dentro de unos minutos a un par de compañeros del Gabinete de Identificación. No creo que encuentren nada, pero es mejor no dejar ningún rincón sin barrer.

– ¿Se va a quedar a esperarlos?

– Sí.

– De acuerdo. Si le parece bien, cuando baje avisaré a los empleados de la funeraria, que están esperando en una calle cercana, para que suban a recoger el cadáver.

– Por mí no hay ningún inconveniente.

– En ese caso así lo haré. -Estrechó la mano del inspector y añadió-: Perdone que me meta en lo que no me importa, pero como no nos conocíamos he supuesto que es usted algo novato en estas lides, así que le ruego que acepte un consejo dado de buena fe. No se rompa la cabeza. Ya sé que puede llegar a ser frustrante admitirlo, pero cuando un juez y un comisario están de acuerdo en considerar que no hay nada raro en un asunto, suelen tener razón. No siempre, por supuesto, pero sí la mayoría de las veces. Bueno, perdone y hasta luego.

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