Pablo Tusset
Lo mejor que le puede pasar a un cruasán

LA HERMANDAD DE LA LUZ

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán es que lo unten con mantequilla: eso pensé mientras rellenaba uno abierto por la mitad con margarina vegetal de oferta, me acuerdo. Y me acuerdo también de que estaba a punto de hincarle el diente cuando sonó el teléfono.

Lo hice, a sabiendas de que tendría que contestar con la boca llena:

– Séee…

– ¿Estás ahí?

– No, he salido. Graba el mensaje después de la señal y déjame en paz: piiiiiiiiiiiiiiip.

– No empieces con tonterías, ¿qué masticas?

– Estoy desayunando.

– ¿A la una del mediodía?

– Es que hoy he madrugado. ¿Qué quieres?

– Que te pases por el despacho. Tengo novedades.

– Vete a la mierda, no me gustan las adivinanzas.

– Y a mí no me gusta hablar por teléfono. Hay dinero. Puedo esperarte media hora, ni un minuto más.

Cortó y me quedé masticando cruasán y pensando si ducharme, afeitarme, o sentarme a fumar el primer Ducados del día. Me decidí por fumar mientras me afeitaba; contando con que nadie se me acercara demasiado la ducha podía esperar, en cambio la barba de tres días me hace parecer un tiñoso a diez metros de distancia. Pero los primeros problemas empezaron enseguida: no quedaba ni café ni camisas limpias, tuve que desmontar media sala de estar antes de dar con las llaves y el cabrón del sol me sacudió en plena cara nada más salir del portal. Aun así mantuve el tipo como un jabato y logré llegar hasta el bar de Luigi.

Entré pisando fuerte, por si acaso:

– Luigi, ponme un cortao. Y a ver si me guardas un par de cruasanes que te sobren que me acabo de comer el último. Por cierto, ¿les haces levantar pesas o qué? Si se te pusiera la polla tan dura como los cruasanes tendrías mejor cara.

– Mira, si quieres cruasanes del día los pagas a precio de barra, si no te jodes y te comes los que buenamente te dé. ¿Te conviene?

– Psss…, no sé si he entendido el negocio. Luego cuando venga a pagar el cortado me lo explicas más despacio. Y dame también un Ducaditos, haz el favor.

– Oye, ¿cómo es que no te envío a tomar po'l saco ahora mismo?

– Porque cuando tengo pasta me dejo diez boniatos en este garito infecto.

– Y cuando no, tengo que fiarte hasta el tabaco…

»Ah, antes que se me olvide: la Fina pasó ayer por aquí buscándote. Dice que la llames. Oye, ¿tú a la Fina te la follas o qué? Tiene unas buenas tetorras…

– Irás de morros al infierno, por adúltero.

El sol persistía en su empeño de tocarle los cojones al personal, pero logré salir del bar y salvar las dos manzanas que me separaban del portal del despacho procurando seguir las aceras en sombra. Treinta y pico escalones después estaba ante la puerta de «Miralles amp; Miralles, Asesores Financieros». El segundo Miralles soy yo; el primogénitodebía de estar dentro, afeitado, duchado y encorbatado desde las siete de la mañana. Lancé una «hola» general a la peña y saludé particularmente a la María con un «qué tal». «Ya ves, hijo, batallando con los teléfonos… Uh, qué gordo te has puesto…» «Es que me cuido. Procuro comer mucha grasa y no moverme demasiado.» Vi que en los despachos del fondo estaban atendiendo a dos parejas de clientes y decidí no armar mucho alboroto con el resto del personal. Sólo el Pumares, que andaba entre las mesas, saludó levantando las cejas. Le devolví el gesto y me fui directo hacia el despacho de Miralles The First.

Me había visto ya acercarme a través de los cerramientos acristalados. Es difícil pillarlo desprevenido.

– A ver si enchufas el aire acondicionado, que tienes al personal agonizando -dije nada más entrar, por si mi Estupendo Hermano había previsto alguna impertinencia de bienvenida-.

– Debe de ser el ardor de la resaca, que te da sofocones.

– Si no me estafaras en los balances la tendría.

– Mejor así. Tengo un encargo para ti.

– Pensaba que te bastabas tú solito.

– Alguien tiene que remover la basura, y a ti siempre se te ha dado mejor.

– ¿Vas a divorciarte, te mudas de casa…?

– Si no te importa ya me reiré después. Necesito que me averigües algo.

– Supongo que me darás alguna pista. A ver: ¿lo que tengo que averiguar es de color azul?

– Estoy buscando al propietario de un solar…, de una casa vieja en Les Corts. Diez mil duros si me lo tienes para antes del lunes.

Una cosa estaba clara: si The First ofrecía cincuenta mil pelas por un nombre es que esa información daba para hacer un negocio neto de varios millones. No debía de ser nada ilegal -The First no hace nunca nada ilegal-, pero apestaba a diez kilómetros: el perjudicado debía de ser un jubilado, un huerfanito, la última foca monje del Mediterráneo.

Procuré exprimirlo un poco, la mala conciencia tiene un precio:

– Verás, es que ando ocupado estos días.

– ¿Te estás dejando crecer las cejas? Cincuenta mil por un nombre con sus dos apellidos, ni un duro más. ¿Te conviene?

En media hora dos veces el mismo ultimátum. Perra vida.

– Necesito algo por adelantado.

– Te pagué los alquileres el día diez: no me digas que ya te has bebido ciento cincuenta mil pesetas…

– También compré el periódico y un tubo de dentífrico.

Quiero veinticinco ahora.

– Quince.

Bué: hice gesto de transigir de mala gana. Él echó el sillón de ruedas hacia atrás y sacó del cajón del escritorio la caja del metálico. Tres mil duros eran muchos más de los que esperaba conseguir ese día, y empecé a hacer cábalas sobre la mejor manera de invertirlos mientras Miralles The First completaba la cifra a base de monedas de quinientas. A parte de la silueta modelada en el gimnasio más pijo del barrio y el traje de butic con nombre de cateto carpetovetónico, era talmente el avaro de Dickens.

Di la vuelta a la mesa y me coloqué junto a él para recoger las monedas.

– Gracias, tete -dije, vocalizando lo mejor que puedo, que es bastante.

– Te he dicho mil veces que no me llames «tete».

– ¿Crees que a mí me gusta?: lo hago sólo para molestarte.

Me tendió la dirección en un pósit, haciendo un dengue de asco:

– Y a ver si te duchas. Hueles mal.

Esperé a estar cerca de la puerta para contestar:

– Es el tufo de los Miralles, tete: a ti también te ronda.

Salí lo más rápido que pude para dejarlo rabiando bajo su pretaporté de Prudencio Botijero; alcancé a oírle algo, pero se le quedó la voz a mis espaldas.

Uno a cero a mi favor. Y quince mil pelas en el bolsillo.

Lo siguiente era pasarse por el súper a comprar algo. Me apetecía empapuzarme una fuente de espaguetis bien mojaos en nata líquida, y por supuesto había que comprar una pieza de mantequilla de verdad para untar los cruasanes de Luigi. Todo eso se podía conseguir con mil pelas, el resto hasta las primeras cinco mil daba para patatas, huevos, cerdo con clembuterol y ternera de seso espongiforme. Otros cinco papeles iban a caer por la noche en el bar de Luigi; descontando lo que le debía ya sólo podría beber por valor de unas cuatro mil pelas, pero emborracharse en el bar de Luigi con eso es razonablemente posible, mucho más que en cualquier otro garito del barrio con los cinco boniatos enteros (eso sin contar con que a Luigi siempre se le pueden dejar a deber las últimas). El resto hasta las quince mil iba a ser para pillar costo, llevaba al menos cuarenta y ocho horas sin fumarme un triste porro.

Valorando prioridades decidí pasarme por los jardines de la calle Ondina a ver si estaba el Nico y solucionar lo primero el asunto de la medicación. Hubo suerte y allí lo encontré, lo que no siempre es fácil por la mañana -supongo, porque las mañanas no son mi fuerte-. Estaba sentado en el respaldo de un banco, con las botazas sobre el asiento. Reconocí a su lado a ese amigo suyo que parece que acabe de salir de Mathaussen. La gente no tiene término medio: o pretaporté de Silverio Montesinos, o chándal Naik con más mierda que logotipo.

– Qué quieres, picha.

– Cinco taleguitos.

Después de una pausa que me hizo sospechar un acceso autista, se fue caminando hacia el margen del parque con parsimonia de peripatético y me quedé a solas con el compái de Mathaussen, que tampoco parecía muy espitoso que digamos.

– ¿Oye, y cuando se pague en euros cuánto valdrán los cinco talegos? -pregunté, más que nada por ver si el tío seguía vivo.

– Yo qué sé, colega: es todo el mismo rollo…

Ahí se quedó el amigo, pero a mí me entraron verdaderas ganas de saberlo. Si seis euros son mil pelas, cinco mil pelas serían treinta euros. Números casi redondos, aunque era seguro que el Nico encontraría la manera de encarecer la mercancía aprovechando la movida. El compái, entretanto, parecía haber entrado en un bucle reflexivo que más valía no perturbar, así que encendí un Ducados y me senté en el banco a fumarlo. Lo bueno que tienen los colgaos es que uno puede sentarse a su lado a fumar en silencio durante media hora y no pasa nada, se distraen solos. En cambio treinta segundos en el ascensor con un Usuario Registrado de Güindous le agotan la paciencia a cualquiera. Claro que los colgaos son fatales para según qué cosas: no dicen nada entretenido, no se les puede pedir dinero, y cuando alguno se mete a guardia de tráfico o profesor de lógica acaba montando unos pollos horrorosos con las preferencias en el cruce y los condicionales contrafácticos. El caso es que saqué del bolsillo el pósit que me había dado The First, por ver si la dirección que le interesaba caía cerca. «Jaume Guillamet n ° 15», había escrito con esa letra suya tan estupenda. Me entretuve en intentar localizar mentalmente el número; conozco bien la calle, el 15 tenía que estar en la parte alta. Ensayé un paseo mental Guillamet arriba tratando de recordar todos los edificios a derecha e izquierda, pero quien intente un ejercicio semejante se convencerá de una de mis más originales hipótesis -erróneamente atribuida a Parménides- según la cual la realidad tiene unos agujeros así de gordos. A todo esto llegó el Nico con la pieza y se acabó el viaje astral. Me despedí de él y del compái con ese simulacro de cortesía con que uno le habla a su camello de cabecera y salí por la parte baja del parque. El día prometía: porros, comida y priva. Sólo la perspectiva de tropezar con la Fina enturbiaba un poco el horizonte. Es sabido que las mujeres son pozos sin fondo, capaces de absorber toda la atención que uno pueda dedicarles; pero me refiero, claro está, a las que no cobran en metálico por el asunto de la jodienda, y lamentablemente la Fina no cobraba, al menos en metálico.

La cosa es que de camino al súper me desvié un poco para comprobar la numeración de Jaume Guillamet.

Viniendo por Santa Clara, el primer número que vi fue el 57, sólo tuve que remontar la calle un centenar de metros. Ya de lejos me di cuenta de cuál había de ser la casa que interesaba a The First. Había pasado por delante tantas veces que nunca se me había ocurrido fijarme, pero saltaba a la vista que era un edificio inverosímil en aquel contexto: una casucha de principios de siglo, con un jardincillo cercado por una tapia del que emergían un par de árboles altos. Resultaba difícil entender cómo demonios seguía allí ese resto, entre bloques de ocho o nueve plantas, con las ventanas cegadas y el jardín interrumpiendo toda la anchura de la acera. Por su culpa todo aquel tramo de calle parecía un cuadro de Delvaux, o Magritte: ruinas, estatuas, estaciones sin trenes ni pasajeros, esa especie de ausencia, de inmovilidad inquietante: el retrato de lo que falta. Desde luego no pensaba llamar al timbre si es que lo había, la parte razonable que queda en mí aconsejaba dejar ese paso para cuando me hubiera duchado, vestido con ropa limpia y pensado en algún buen pretexto que ofrecer a quien pudiera abrirme; pero sí que me detuve un poco pasando por delante. La tapia se alzaba unos dos metros, y la hiedra que la rebosaba parecía bien alimentada, sugería que el edificio no estaba del todo deshabitado. Rodeé el jardincillo en busca de la puerta de acceso, por ver si había algún letrero, o un timbre, y distraído en la observación pisé una mierda de perro al doblar la primera esquina del saliente. Auténtica mierda de perro, de las que casi no se encuentran desde que todo el mundo anda recogiéndole los cagarros a su euro-mascota con una bolsa de Marks amp; Spencer. Traté de desembarazarme refrotando contra el canto del bordillo, pero la plasta estaba amazacotada en el rinconcillo curvo que forma el tacón y tuve que quitarme el zapato. Busqué a mi alrededor un papel o algo con que limpiarme, y, atado al poste de teléfono que se alzaba pegado a la tapia, encontré uno de esos trapitos rojos que suelen colgarse al extremo de una carga cuando sobresale por detrás del coche. No llegué a quedar convencido de no atufar a perro de marca en cuanto entrara en el súper, pero terminé por dejarlo estar cuando el trapito quedó intocable.

Como el trabajo de investigación estresa enseguida, con eso di por terminada mi jornada laboral. Así que solté el trapito en el puto suelo (me gusta comprobar a simple vista que vivo en Barcelona, y no en Copenhague) y me fui camino del súper antes de que cerraran.

En el Día siempre parece que estén rodando una película del Vietnam, no sé qué pasa, pero es más barato que el Caprabo de la Illa, donde en cambio uno siempre espera encontrarse a Fret Aster y Yinyer Royers bailando una polca en la sección de congelados. Añadí a las previsiones de abasto todas las chuminadas de compra compulsiva que me fui encontrando entre el desorden de cajas sin abrir, como recién soltadas en paracaídas desde un Hércules, y tras la enorme cola de la caja comprobé satisfecho que la cuenta no superaba demasiado las cuatro mil pelas. Además, en el colmo de la previsión, se me ocurrió pasar por el estanco a comprar un Fortuna pa los porros.

Al llegar a casa aún tuve paciencia para no fumarme el primero hasta haberme duchado (incluso yo mismo empecé a notar que olía a oso bailarín), pero en cuanto salí del agua como un tritón triunfante ni siquiera me molesté en secarme y me senté en el sofá a liar. Cargué bien el canuto, y después de los dos días de abstinencia no tardé en notar un cosquilleo agradable. Lástima que el estado general de la sala no acompañara a la pulcritud de mi persona, recién duchada y desodorizada. Mis resabios burgueses siempre se exacerban después de una ducha, quizá por eso me ducho lo menos que puedo, así que me quedé mirando fijo al televisor apagado con la esperanza de que en la contemplación de la nada se me pasaran las ganas de limpiar. Pero es increíble lo reveladora que puede llegar a ser una tele apagada: te refleja a tí delante de ella: una caña.

Sólo el timbre del teléfono fue capaz de devolverme al planeta Tierra.

– Siií.

– Buenos díaaaas. Le llamo de Centro de Estudios Estadísticos con motivo de un estudio general de audiencia de medios. ¿Sería tan amable de atendernos durante unos segundos?, será muy breve.

Era la voz de una chica tele-márqueting, con esa extrema dulzura que sin embargo no puede ocultar la mala leche típica del que detesta su trabajo. Pero lo peor es que el rollo de la encuesta tenía toda la pinta de ser sólo una excusa para intentar venderme algo, y eso sí que me jode.

Decidí ponérselo difícil:

– ¿Una encuesta…? Qué bien: me encantan las encuestas.

– Ah, ¿sí?, pues está de suerte… ¿Me podría decir su nombre, por favor?

– Rafael Bolero.

– Rafael Bolero qué más.

– Trola: Rafael Bolero Trola.

– Muy bien, Rafael, ¿cuántos años tienes?

– Setenta y dos.

– ¿Profesión?

– Pastelero.

– Pas-te-le-ro, estupendo. ¿Te gusta la música?

– Uf: horrores.

– ¿Siií?: ¿y qué tipo de música?

– El Mesías de Haendel y La Raspa. Por este orden.

La tía estaba empezando a titubear, pero no se dio por vencida. Todavía preguntó si oía la radio, si veía la tele, si leía periódicos y cuáles y al fin, después de soltarme el rollo entero, abordó la cuestión:

– Muy bien, Rafael… Pues mira: en agradecimiento por tu colaboración, y como veo que te gusta la música clásica, te vamos a regalar una colección de tres CD's, casets o discos completamente gratis. Sólo nos tendrás que abonar los gastos de envío: dos mil cuatrocientas doce, ¿te parece bien?

– Ay, pues lo siento mucho, pero tendría que consultarlo con mi marido…

Mi voz es inequívocamente masculina, del tipo cavernoso, y la tía estaba ya alucinando. Fue el momento justo de lanzarme a saco:

– Huy, perdona, no te extrañes, es que verás, somos una pareja de hecho homosexual, ¿no sabes?, vivimos juntos desde que salimos del centro de desintoxicación y montamos la pastelería, va para seis meses. Y mira por dónde un cliente que también es gay y nos compra lionesas (porque, me está mal el decirlo, pero tenemos unas lionesas di-vi-nas…), pues resulta que nos inició en la Hermandad de la Luz por Antonomasia…, ¿pero ya conoces la Hermandad, supongo?

– Pues… no…

– Uh, pues tienes que conocerla. Nosotros estamos encantados. Fíjate que por las mañanas mi marido va a hacer apostolado y yo me quedo en la pastelería; y por la tarde invertimos el turno… ¿Así que tú no has visto la Luz todavía?

– No, no…

– ¡No?, pues no te apures que eso se arregla enseguida. A ver, ¿cómo te llamas?

La tía estaba ya acojonada del todo.

– No, es que…

– O mejor, mira: dame tu dirección y esta tarde vengo a verte y charlamos, ¿qué te parece?

– No, perdone, es que no nos permiten dar la dirección…

– ¿Que no te permiteeen…? Eso no es problema: yo inmediatamente te localizo la llamada en el ordenador y envío a una Gran Hermana Lésbica para que hable con tu jefe, ¿vale? Ah, ya me salen los datos en pantalla, a ver…, ¿llamas de Barcelona, verdad? Si esperas un momento me saldrá enseguida la dirección exacta…

No resistió más, oí el clic del teléfono colgado a toda prisa.

Misión cumplida. Le di una larga calada al porro y me fui a poner agua a hervir para los espaguetis de excelente humor. En aquel momento no sabía qué es lo que estaba pasando en Miralles amp; Miralles; ni sabía, desde luego, en qué berenjenal estaba a punto de meterme.

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