EL CANICHE DE PORCELANA

De adolescente leí un cuento de Cortázar que se llamaba La noche boca arriba (y me figuro que todavía se llama así). Va de un tío que se supone está delirando de fiebre en un hospital, a ratos despierto y a ratos soñando que una tribu chunga lo captura con intención de ofrecerlo en sacrificio a su dios. Total: después de unos cuantos trucos para despistar al lector (esas cosas que hacía Cortázar), resulta que lo del hospital era el sueño y la realidad a la que termina despertando es el sacrificio ritual y la tribu chunga. Bueno, pues algo parecido me pasó a mí esa noche. Cuando recuperaba un resquicio de conciencia me sentía suspendido por pies y manos, trasladado, depositado, vuelto a trasladar, y al perderla de nuevo soñaba que había llegado a mi cama borracho y el colchón se balanceaba como acostumbra. Las dos cosas resultaban igualmente desagradables, estaban asociadas a un malestar intenso, mareo, náuseas, pero era desde luego mucho más verosímil el sueño que la realidad. Cuando al fin noté que me dejaban caer sobre algo blando (en la realidad que yo tomaba por sueño), noté un pinchazo en el brazo y al poco un descanso total terminó con todos mis males. Nada más hasta que desperté con la cabeza hecha una sopa de clavos.

Al abrir los ojos y tratar de incorporarme, la sopa de clavos se convirtió de pronto en un mazazo en la mitad izquierda de la cabeza. Volví a echarme, lentamente, con los ojos heridos por un fogonazo y los músculos faciales contraídos en un intento de amortiguar los botes que me daba el cerebro. Mucho peor que cualquier resaca que hubiera tenido nunca. Pero poco a poco el fogonazo terminó siendo un simple fluorescente amarillento encendido sobre un espejo en la pared de enfrente, y empecé a comprender que el dolor de cabeza tenía mucho que ver con cierta tumefacción de mi sien izquierda. Tardé unos minutos en ver con relativa comodidad y poder incorporarme en la cama. Estaba vestido, pero alguien me había quitado los zapatos y desabrochado el cinturón y los pantalones, y también mi camisa había sido desabotonada hasta medio pecho. No tenía más dolor externo que el que procedía del golpe en la cabeza: me palpé cuidadosamente el cuerpo y sólo encontré leves molestias y algún arañazo en las muñecas.

Tuve ganas de mirarme en aquel espejo de la pared y ver qué aspecto tenía, pero me lo tomé con calma. De momento le eché un vistazo a la habitación girando un poco el cuello para ver lo que quedaba a mi espalda. Nada espectacular: una cama antigua de hospital, mesita alta a la derecha, un par de sillas de escái verde, una camilla, un biombo blanco plegado, el espejo con un estante y un lavamanos debajo, y una puerta de acceso traspasada por una ventanita cuadrada a la altura de la vista. Sobre la mesita alta estaba mi cartera, las llaves de casa, las de Bagheera, tabaco, encendedor, un montón de dinero, un tacón de zapato y tres papelitos blancos que parecían contener algo entre sus dobleces. ¿Dónde había visto yo un tacón de zapato como ése? En el parquin de los jardines privados, en manos del Nico. A partir de este punto empecé a reconstruir pasito a paso mi última hora de vigilia,

antes de encontrarme con un Sebago acercándose a mi ojo izquierdo a la velocidad Mach 4. No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces. El recuerdo era como el que deja algo ocurrido dos o tres días antes, pero no podía hacer tanto: me pasé una mano por el mentón y me calculé barba de un día. Perdí el conocimiento a medianoche del lunes, eso quería decir que debía de ser martes, probablemente por la mañana.

Martes veintitrés de junio, víspera de San Juan. Menuda verbena.

Me levanté. Estaba entumecido y me dolía horrores el cabezón, pero podía caminar. El efecto de la patada visto en el espejo era menos espectacular que lo que el dolor hacía prever: un simple chichón enrojecido que me ensanchaba un poco el careto hacia la izquierda. Una vez comprobado que conservaba bastante bien la integridad física, me interesó la ventanita de la puerta, que prometía dejar ver algo de lo que hubiera al otro lado. Pero no: daba a un corredor sin ventanas que se extendía a derecha e izquierda hasta más allá de lo que yo podía escorzar la mirada. El picaporte no tenía orificio para la llave y probé a girarlo; cedió, pero la puerta estaba cerrada por fuera. Pensé en vocear, golpear la puerta, no sé, llamar la atención de quien pudiera oírme desde afuera, pero decidí tomarme antes quince segundos de reflexión. Mi cartera, y con ella mi documentación, estaba conmigo. En mi carné de identidad caducado todavía constaba la dirección de mis Estupendos Padres, así que, si alguien de buena fe hubiera dado conmigo en la acera de la calle Guillamet, ahora estaría en la suit imperial de una clínica de lujo y SM me hubiera traído bombones de alga confitada. La posibilidad de que estuviera en un hospital público quedaba también descartada: ni siquiera en los hospitales públicos hay habitaciones así de cutres, ni está todo tan silencioso y solitario, y mucho menos encierran a los contusos con su tabaco y su cocaína. O sea: mal rollo. Pero después de pensar un poco más me di cuenta de que el panorama era todavía peor. Si las dos hienas que me soltaron el zapatazo me habían puesto en manos de algún desaprensivo, ¿entonces por qué razón López no había avisado a SP? Era obvio que no lo había hecho, de lo contrario mi Señor Padre habría usado el teléfono rojo y un comando de marines habría llegado ya a rescatarme en un F15 con mueble bar.

Traté de recordar la última vez que había visto el Kadett blanco de mis Ángeles de la Guarda. Caí enseguida: en Travessera, una manzana más allá de donde paró mi taxi, justo un poco antes de meterme en el laberinto del parquin con el Nico. Ahí me habían perdido el rastro.

Y ahora estaba solo.

Por mi mala cabeza.

Y por gilipollas.

¿Plan de acción?

No me quedó más remedio que hacer un brainstorm arrejuntando retazos de películas de acción, la poca instrucción de combate que me dejé enseñar en la mili y todos los trucos de Buggs Bunny que pude recordar. Cinco minutos después, tenía ya una estupenda estrategia de Perrito Piloto. Lo primero era recuperar un poco la forma física y psicológica. Para empezar me estaba meando, bajo el dolor principal en el tarro detecté una molestia intensa en la vejiga. Oriné en el lavamanos y al terminar el mundo fue un poco más cómodo. Después bebí agua a sorbitos cortos y me lavé la cara con agua abundante. Luego puse a prueba el poder analgésico de la cocaína y me metí un buen soplo abandonándome a la sugestión de estar sorbiendo una panacea. Acto seguido procuré borrar las huellas de mi puesta a punto: sequé las gotas más visibles en el lavamanos, recoloqué bien la toalla en su sitio, situé la papelina de coca en la misma posición en que la había encontrado… La estrategia, si alguien entraba, era fingir que seguía dormido y tener así oportunidad de sorprenderlo. Pero supuse que antes de que eso ocurriera oiría pasos por el corredor, de modo que me permití quedarme de pie y hacer algún ejercicio moderado para desentumecerme, ese tipo de cosas que hace la gente sana en las películas. Al principio me limité a ensayar medios molinetes con los brazos, nada que implicara movimientos bruscos de cabeza, pero la cosa fue surtiendo efecto y pude ir probando estiramientos más radicales. No me había puesto los zapatos (lo hubiera hecho pero tampoco encajaba en el plan) y se me ocurrió mirar si las plantas de mis calcetines negros no se habrían ensuciado al caminar descalzo. Estirado en la cama las plantas de mis pies iban a ser visibles para cualquiera que entrara, y tenerlas sucias podía evidenciar mis maquinaciones. Pensé en ponerme los calcetines al revés para hacer los ejercicios, o quizá girarlos hasta hacer coincidir el talón del calcetín con el empeine del pie (lo que ofrecía la ventaja de permitir ser restituidos a su posición correcta con mayor rapidez)… Pero un examen rápido de mis plantas reveló que no hacía falta. Generalmente me jode mucho haber hecho una buena observación y que después no sirva para nada, pero como estaba decidido a inundarme de energía positiva me di una palmadita mental en el hombro y procuré que aquella atención al detalle que había demostrado contribuyera al menos a subirme la moral.

Para cuando oí voces lejanas, llaves, pasos, y me estiré de costado en la cama fingiendo dormir, mi estado era ya razonablemente bueno. Y justo entonces caí en la cuenta de que, en vez de hacer el gilipollas con los calcetines, podría haber aprovechado el tiempo para improvisar alguna arma contundente. Lamentablemente tengo mentalidad de Maguila Gorila, no de Terminator.

Los pasos se detuvieron frente a la puerta. Me pareció distinguir al menos tres pares de zapatos.

– Menudo ejemplar, ¿eh?

Oí que decía una voz desde el otro lado. Imaginé que pertenecía a alguien que miraba por la ventanilla de la puerta.

– No me hables: entre cinco guardias no podían traerlo, hubo que arrastrarlo sobre una manta. -¿No lo dormisteis?

– Le inyectaron un somnífero en la calle, pero a los dos minutos ya se movía… Tuve que suministrarle otra dosis para que dejara de gruñir y dar manotazos.

– Pues como sea igual de tozudo que el hermano va a dar trabajo… ¿No os habréis pasado con las inyecciones?, lleva doce horas durmiendo…

– No, ya se ha despertado. Mira: se ha abrochado los pantalones.

Tuve que dejar enseguida de insultarme mentalmente porque uno de los tipos empezó a dar golpetazos en la puerta:

– ¡Eh, amigo, hora de despertar! ¡Vamos!

Con la bulla que armó no hubo manera de fingir que no me enteraba. Primero me removí sólo un poco, pero el tío siguió dale que te pego (pom-pom, «¡Eo!») y tuve que fingir un movimiento de sobresalto abriendo los ojos. Inmediatamente me puse a hacer muecas de sufrimiento, más o menos lo mismo que al despertar de verdad pero exagerando un punto.

– Abra los ojos despacio. Eso es. Hágase visera con la mano. ¿Puede hablar?

Supuse que sí, pero me pareció más conveniente hacer sólo ruiditos guturales. Se aventuraron al fin a abrir la puerta y entraron los dos notas que había oído hablar, uno calvo y otro delgado, pero los dos con bata blanca, debían de ser al menos veterinarios. Parecían poquita cosa, pero al otro lado del quicio distinguí a otros dos tipos con mono azul, botas y un ancho cinto del que pendía porra y pistola, y éstos eran de tamaño natural. Seguí haciéndome el enfermísimo y uno de los veterinarios, el calvo, me acercó un poco de agua en el vaso que había visto en la repisa del lavamanos. Les interesaba mucho saber si me encontraba mejor, si quería más agua, si era alérgico a no sé qué cosa… Pronuncié varios síes y noes con voz de pollito y me dejé asistir.

– ¿Dónde estoy? -dije, en plan película de Jichcot.

– Tranquilícese, respire hondo. Tómese unos minutos y en cuanto se encuentre mejor y pueda andar le acompañaremos a otro lugar donde alguien le explicará.

Fingir que no podía caminar con normalidad era fundamental, así que me inventé un intenso dolor de tobillo que me impedía apoyar el pie en el suelo. El calvo me quitó el calcetín y me toqueteó desde el empeine hasta la espinilla con ese aire de importancia que se dan los veterinarios de persona.

– ¿Le duele?

«No… Sí… Ahhh, ahí.» Hice gesto de querer ponerme los zapatos y el tío dijo que era mejor ir descalzo hasta que el tobillo me volviera a su lugar. No me convenía renunciar a mis zapatos, pero tampoco era prudente insistir en ponérmelos. Con mucho esfuerzo me levanté a la pata coja y apuntalé sesenta kilos de Pablo en el veterinario delgado. Uno de los dos tipos armados se decidió entonces a entrar en la habitación, nada menos que con intención de ponerme unas esposas. Empecé a balbucear protestas, «¿por qué?», «dónde estoy», etcétera, y monté el paripé de querer desembarazarme violentamente. Lo hice con torpeza tan bien imitada que casi me llevo por delante el biombo y caigo con él; suerte que me sujetaron entre los tres.

– Déjelo, guardia, no es necesario que le ponga las esposas. Recoja sus efectos personales -dijo el calvo.

El guardia improvisó un hatillo con el mismo mantelito blanco que cubría la mesita donde estaban mis cosas, y recogió también mis zapatos. Cuando salimos de la habitación, siempre apuntalado en el esternocleidotal del veterinario delgado, aproveché para inspeccionar el pasillo a derecha e izquierda. En el primer sentido se sucedían las puertas hasta terminar en unas escaleras que descendían; en el segundo se interrumpía veinte metros más allá, en una puerta de rejas junto a la que otro guardia se sentaba a una mesa de despacho. Hacia él fuimos, y al vernos se apresuró a abrir la puerta con una llave que llevaba colgada de una cadenita. En ese momento, el veterinario-muleta y yo caminábamos delante; tras de nosotros iba el guardia con las manos ocupadas por el hatillo blanco y mis zapatos; después venía el veterinario calvo y, por último, el segundo de los guardias.

Supe que mi momento había llegado cuando alcanzamos el umbral de la puerta de rejas. Es difícil explicar lo que hice entonces. Justo en el quicio murmuré algo y me volví lentamente haciendo girar conmigo al veterinario-muleta, como si quisiera preguntarle algo al guardia que iba detrás. Al quedar frente a él puse cara de asustarme mucho al ver su cara y él, pobre, se asustó tanto de ver que yo me asustaba que dio un respingo. Entonces fui rápido: alargué la mano y le arrebaté el hatillo con la izquierda, casi simultáneamente enrosqué el brazo derecho alrededor del cuello del veterinario-muleta y, cuando se dobló sobre sí mismo tratando de conservar la cabeza unida al tronco, le di un toque de 150 newtons por segundo cuadrado en dirección al guardia. Éste, de rebote, chocó contra el veterinario calvo que venía detrás y el resto tengo que imaginarlo porque no vi más: los dejé allí dando voces y arranqué a correr cruzando la puerta.

Doblé el recodo que venía después, seguí corriendo todo lo que se puede correr en calcetines sobre un piso de gres, medié la continuación del pasillo hasta encontrar una caja de escaleras sin iluminar, elegí el tramo que subía, me tragué los escalones de tres en tres y, dos pisos más arriba, tratando de no resoplar muy fuerte, me paré a escuchar. Los guardias llegaban al arranque de la escalera («por la escalera», dijo uno), pero para entonces yo ya había metido la mano en el hatillo, revuelto en él a ciegas en busca de la pieza de costo y, no sin antes darle un mordisco para salvar un cacho, lancé el resto con fuerza hacia abajo, por el hueco de la escalera.

Hubo suerte y el golpe de la pieza sonó un par de pisos por debajo de donde estaban los guardias: inmediatamente oí sus botas bajando en busca de aquel fantasma y yo seguí subiendo: subiendo y subiendo en la oscuridad, quizá seis o siete plantas que superé desestimando las puertas dobles que me iba encontrando hasta que, en el último rellano, no tuve más remedio que elegir la que se me ofreció y meterme en un lugar tan oscuro que sólo pude intuir, quizá por el eco de los sonidos que yo mismo producía, un espacio enorme y vacío por el que seguí avanzando pegado a la pared.

Alcanzado el rincón que formaba esa pared con su perpendicular, me dejé caer en el suelo para recuperar el resuello. Por unos segundos todo yo fui sólo corazón y pulmones pugnando por ver quién sonaba más fuerte. Después empecé a notar el escozor del sudor en los ojos y, de nuevo, el dolor de cabeza pulsátil. No se veía un pijo; olía a humedad, a cartón, no sé: diría que olía a animales disecados, pero no por semejanza con los efluvios de algún producto relacionado con la taxidermia, sino por semejanza con las palabras «animales disecados», y ya sé que es una comparación difícil de entender pero también es difícil de entender la relatividad del tiempo y todo el mundo se la traga. No había oído alarmas ni nada parecido, y confié en que quizá los guardias se entretuvieran buscando planta por planta hasta llegar arriba, pero en cualquier caso había que espabilar. Me saqué de la boca el trozo de chocolate que había logrado arrancarle a la pieza del Nico y me lo metí en el bolsillo de la camisa. Deshice el hatillo y distribuí también su contenido por los pantalones. De paso aspiré un poco de farlopa con la nariz pegada a la papelina y me apliqué una mezcla de saliva y polvo sobre la sien en la esperanza de que la cocaína tuviera algún efecto tópico. Después me até el mantelito blanco a la cintura por si podía servirme más adelante y empecé a sentirme como en una de esas aventuras de Roger Wilco en las que nunca sabes qué coño vas a necesitar en la próxima pantalla.

A unos diez metros de mí, resplandecía una tenue línea de luz a la altura del suelo, como la que escapa por la rendija de una puerta cerrada. Encendí el mechero y avancé un poco. Efectivamente, una puerta cerrada. La abrí sin pensármelo mucho: era un pequeño aseo con aspecto de no haber sido usado en años, débilmente iluminado por el resplandor que provenía de un ventanuco. Volví a salir y seguí usando el mechero para alumbrarme. El local era amplio y diáfano, como el de unas oficinas, pero sin mesas ni ordenadores: sólo polvo. En una de las paredes encontré otra puerta, una de estas cortafuegos. Presioné la barra horizontal que la recorría y se abrió. Más allá, atravesando un muro grosísimo, me encontré a la luz del mechero en una habitación también vacía, pero mucho más pequeña. Estaba decorada con papel pintado de estampado inglés; la distribución de los enchufes, ciertas marcas en el suelo, zonas donde el papel cambiaba sutilmente de tono, me revelaron que aquello había sido un dormitorio. De ahí pasé a un corredor y enseguida comprendí que me hallaba en una vieja vivienda abandonada a la que habían tapiado las ventanas. Y todo eso pertenecía a otro edificio, no había duda. De ese segundo pasé a un tercero, y del tercero a un cuarto.

En fin: tratar de describir un laberinto es como tratar de fotografiar a un fantasma. Y en realidad aquello tampoco era un verdadero laberinto, era una alambicada unión de edificios que a ratos daba el pego, nadie lo había planeado para confundir al transeúnte. Aun así, lo desconcertante de un laberinto no es su complicación geométrica, sino la experiencia que induce, y aquella oscuridad interminable inducía de lo lindo. Tuve que recurrir a todo mi aplomo para no sucumbir al terror y extraviarme. Lo que sí perdí fue la noción del tiempo, de modo que no sé cuánto duró mi deambular por locales, viviendas y escaleras de vecinos sumidas en una eterna noche artificial. El olor a animales disecados persistía: era el olor del abandono, del aire olvidado. Todo lo que encontré aquí y allá fue algún mueble desvencijado en medio de una habitación vacía, o pequeños objetos no por corrientes menos inquietantes: un caniche de porcelana azul abandonado sobre un estante de formica, un calendario del año 83 con foto de paisaje suizo, restos de un póster de Bruce Springsteen en un dormitorio, un rollo de papel higiénico y un cepillo de dientes infantil en un lavabo tomado por las arañas: piezas olvidadas que inspiraban esa congoja de los objetos recuperados de un remoto naufragio. Acordándome de las quest para ordenador, recopilé el caniche de porcelana y el cepillo de dientes; el uno no dejaba de ser un objeto arrojadizo contundente, además de proporcionar pedazos de aristas cortantes al romperse, y el cepillo de dientes tenía también un nosequé de herramienta útil. En eso estaba cuando oí un estruendo que hizo vibrar el aire aprisionado. Curiosamente no me asusté; al contrario: comprendí inmediatamente que era un petardo: un bendito petardo que me devolvía a la realidad de que había un lugar, sólo un poco más allá de las paredes que me rodeaban, donde se preparaba la verbena de San Juan, y al menos supe que seguía en Barcelona.

Resolví no tentar más la suerte y volver al edificio en que había iniciado el recorrido: no sólo porque era poco probable que los guardias que andaban buscándome se concentraran justamente en el lugar del que había escapado, sino porque el aseo de aquella primera oficina era la única entrada de luz natural que había visto en toda la exploración. También recordé la mención a mi Estupendo Hermano que hizo el veterinario. The First no debía de andar muy lejos, no era plausible que quienquiera que estuviera al mando de aquella locura desperdigara a sus prisioneros por todo el laberinto, seguramente aquella planta en la que había despertado constituía algo así como los calabozos de la organización, o la secta, o lo que quiera que formara aquella gentuza.

Una vez llegué al aseo me asomé al ventanuco. Hacia abajo, el hueco de ventilación se oscurecía y apenas dejaba adivinar un fondo negro. Hacia arriba mostraba la luz del cielo tamizada por una claraboya verde. Además de agorafobia, misantropía y aversión a las gallinas, estoy también afectado de un vértigo considerable, pero la necesidad de salir al exterior fue por un momento tan fuerte que me planteé trepar hasta aquella luz glauca. Sin embargo, ese hueco de ventilación debía de pasar probablemente cerca de la zona de calabozos (llamémosla así), bastaba imaginar el esquema de mi desplazamiento en la huida para confirmarlo. Y aceptado esto, quizá lo más sensato no fuera subir por el hueco hacia la azotea, sino bajar por él hasta la planta adecuada y tratar de encontrar a The First. Después de todo, lo mío podía considerarse no sólo una huida sino también un rescate. Además, el descenso ofrecía una gruesa tubería de uralita como punto de apoyo, ventaja que no tenía el ascenso. Era impensable bajar seis pisos aferrado a ella, pero quizá pudiera aproximarme varias plantas por las escaleras y salvar el último piso (incluso los dos últimos) a través del respiradero. La pregunta ahora era cuántas plantas por debajo de mí estaban vacías y, por tanto, hasta cuál de ellas tenía acceso al aseo correspondiente sin que nadie me viera.

Sólo había una manera de responder a aquella pregunta: probar a ir bajando. Primero me acerqué con mil precauciones a la caja de escaleras por las que había subido huyendo de los guardias. El silencio era absoluto. La oscuridad también. Me asomé al hueco central y vi luz eléctrica en la planta más baja. Me atreví a bajar un piso; seguí atisbando por el hueco; apliqué el oído a la puerta doble que daba acceso al local de esa planta y no oí nada; abrí una rendija y miré: todo oscuro, como arriba. Eso me animó y bajé una planta más. Y otra y otra: así hasta el nivel inmediato al de la puerta de rejas que daba al corredor de las puertas. Todo permanecía quieto, sólo se oía un «zzzzzz», zumbido de fluorescentes. Esta vez con sigilo reforzado, abrí la puerta del local que quedaba justo encima de la zona de calabozos.

Lo que vi no brindó ninguna novedad a la luz de mi mechero. Salvo porque tenía el suelo de parqué y, junto a la entrada, se amontonaban una nevera sin enchufar, un par de sillas polvorientas y un perchero vacío, en lo demás era exactamente igual que el ático, igual de vacío y sucio, aunque el fuerte olor a laberinto era aquí imperceptible, como si la proximidad de la zona habitada diluyera su esencia. Fui directo al baño del fondo, abrí la ventana del respiradero y comprobé que el abismo terminaba en el piso inmediatamente inferior. Me puse entonces a la labor de sacar mi cuerpo por la ventana. Eso fue lo peor. Después me descolgué y aterricé sin novedad, pero daba bastante yuyu posar los pies descalzos en el suelo de aquel respiradero inmundo, así que probé a entrar por la ventana del piso más bajo lo más rápidamente posible, pasando el marco de cabeza. Eso me obligó a aterrizar en el áseo al que daba haciendo la vertical. Sólo lo sentí porque se me cayeron los gachets de los bolsillos, con el resultado de cuartito de cocaína desparramado y pérdida de porcelana encefálica en caniche azul. A lo del caniche pude ponerle remedio días más tarde con un pega-plus y hoy me contempla mientras escribo, pero amorrarse a chupar el suelo de un aseo me pareció excesivo incluso para Roger Wilco y el cuarto de cocaína se perdió para siempre.

Bien. Ya estaba en el lavabo del piso que me interesaba, probablemente a unos veinte metros del guardia. Y ahora qué.

Oí toses: esa tos de bronquítico que nos hermana a tantos fumadores.

Podía mantenerme escondido en el aseo, esperar a que el tío tuviera ganas de mear y darle un mal tanto con los restos del caniche en cuanto traspasara la puerta. Claro que quizá el tipo tardara horas en entrar o quizá los guardias meaban en otro sitio, o las normas les impedían abandonar el puesto bajo ningún concepto. Por otro lado no tengo costumbre de dejar a la peña grogui de un solo golpe y no me sentí capaz de calibrar el impacto mínimo necesario: tanto podía quedarme corto y darle ocasión de reaccionar, como reventarle el cráneo al primer toque de gracia.

Decidí asomar un poco el bigote por la puerta y ver si se me ocurría alguna alternativa al estozolamiento por caniche azul. Los accesos de tos se repetían cada poco, el pobre tipo trataba de expulsar una flema profunda que se le resistía. Aproveché uno de ellos para abrir la puerta un par de palmos, por si chirriaba. Eso dejó a la vista la escalera descendente que había visto al salir de la habitación entre los guardias: estaba a sólo un par de metros de mí. Al siguiente acceso de tos abrí más aún el batiente y fui asomando a la luz del corredor. La mesa del guardia quedaba parcialmente oculta tras el retranqueo de la pared y sólo se le veía medio cuerpo al tipo. Tenía los brazos doblados por el codo y los puños apoyados sobre las orejas, como el que empolla para un examen. Estaba a unos treinta metros a mi izquierda.

Lo más sensato era bajar las escaleras de la derecha y ver qué había abajo confiando en que no fuera otro centinela. Lo único que quedaba por decidir era si salir del aseo reptando o aprovechar un ataque de tos del guardia y deslizarse de puntillas. A mí, reptar, lo que se dice reptar, no es que se me dé muy bien, todo lo más conseguiría arrastrarme como un caracol, así que era mejor salir de puntillas. Pero me costó decidirme a atravesar la puerta. Los ataques de tos dejaron de repetirse y empecé a ponerme nervioso. Volví a sacar la nariz por el quicio a ver qué coño pasaba. Vi que el tipo se inclinaba a su derecha y oí unos sonidos de fricción, cajones abriéndose… No desperdicié la ocasión y salí de allí con el aliento contenido, no muy deprisa pero sí dando pasos largos en dirección a las escaleras. Sólo me apresuré al llegar al primer peldaño, plin, plin, plin, y bajé lo más rápido que pude hasta la mitad del descenso. Allí me quedé un momento, agachado sobre los escalones, tratando de atisbar la planta a la que llegaba. El descenso desembocaba en un espacio de unos veinte metros cuadrados que no contenía a la escalera sino que empezaba justo a partir del último peldaño, y eso producía la sensación de estar llegando a una cámara encapsulada en una construcción maciza. Sonaba una gota cayendo sobre varios litros de agua quieta, plong, plong… El suelo de cemento estaba encharcado a pesar del desagüe central. Vi un grifo en la pared de enfrente al que estaba conectada una manguera. De ahí procedía la gota, plong, plong, y caía sobre una pila adosada a la pared. El color dominante, además del blanco de las baldosas que cubría la parte baja de las paredes, era un gris hormigón, entristecido por la luz del fluorescente que se reflejaban en el agua del piso. Aquí el olor a humedad era intenso, y si algo de lo que había visto hasta entonces tenía pinta de calabozo era justamente esto: parecía una cámara de torturas medieval reinterpretada por Le Corbusier. Pero lo más interesante del lugar es que las paredes presentaban cuatro puertas enfrentadas dos a dos: puertas metálicas, también grises, con cerrojo y ventanilla a modo de visor, pero eran ventanas mucho más estrechas que las del piso de arriba, recordaban una de esas mirillas que tienen los tanques.

Terminé de bajar las escaleras, ya erguido en toda mi altura, y noté la humedad del cemento traspasándome los calcetines. Me acerqué a la primera de las puertas de la izquierda y miré por el visor. Una silla de madera, un colchón de espuma en el suelo, cortina de plástico que aislaba una cuarta parte de la celda, poco más. Me fijé en las manchas de las paredes, siempre embaldosadas de blanco hasta media altura: algunas eran gotas, salpicaduras, otras refregaduras, degradados, a veces trazos que avanzaban temblorosos en grupos paralelos.

Traté de no dejarme impresionar y fui a mirar por el visor de la puerta de enfrente. Esta vez lo de menos fue el mobiliario y las paredes, porque lo primero que me saltó a la vista fue un tipo grandote en calzoncillos. Quedaba de frente, cabizbajo, sentado en una silla como la de la otra habitación, con las manos ocultas a la espalda. Parecía dormitar, la respiración le abultaba el pecho a intervalos regulares. Al reparar en su cara, incluso en esa posición que la mantenía semioculta, comprendí que alguien le había intentado hacer la cirugía plástica a puñetazos.

Pero el trabajo del hijo de puta que le había hecho eso no me impidió reconocer a Sebastián, mi hermano. Para cuando hube descorrido el cerrojo, el Cristo sedente había ya alzado la cabeza en dirección a la inesperada visita y trataba de abrir los ojos.

– Qué hay, tete -dije, más que para molestarlo, para facilitarle el reconocimiento a través de aquellos párpados que parecían higos maduros.

– ¿Qué… demonios estás haciendo aquí, imbécil?

El mismo The First de siempre.

– Ya ves: pasaba y digo, coño, voy a rescatar al pijo de mierda de mi hermano.

– Ah ¿sí?… ¿Y ahora quién te va a rescatar a ti, payaso?

Además de los ojos morados y reducidos a ranuras, tenía sin duda la nariz rota. La hemorragia le había manchado la barbilla y el pecho, pero eso debía de haber sucedido días atrás porque la sangre formaba finas costras. Respiraba a bocanadas cortas que le habían resecado la boca hasta impedirle hablar más que en susurros gangosos, entorpecidos, además, por la hinchazón del labio inferior partido. El resto del cuerpo revelaba también moratones aquí y allá bajo las manchas de la sangre que había manado de la cara, pero a simple vista parecía conservarlo mejor que la jeta.

– ¿Vas lo bastante sereno como para desatarme?

– Me estoy pensando si darte un par de hostias más.

Lo dejé correr, quedaba poca cara donde atizarle. Rodeé la silla y me apliqué a soltar la cuerda que le ligaba las muñecas al respaldo. El anular y el meñique de su mano derecha estaban bastante machacados; tuve que cuidar de no tocárselos para que no diera botes en la silla. Cuando solté el nudo adelantó los brazos despacio, con gestos de dolor que parecía especialmente intenso en los costillares. Lo dejé un momento así y salí de la celda hacia la pila embaldosada. Abrí el grifo y probé un trago del agua que salió de la manguera. Su sabor a lejía de primera calidad me pareció indicativo de potabilidad. Lavé lo mejor que pude el cuerpo decapitado y hueco del caniche azul y lo llené de agua. Volví a ofrecérselo a The First en los labios, rodeando el borde cortante de porcelana con un dedo, y aún repetí la operación de llenar el caniche tres o cuatro veces; hasta que su lengua hidratada pudo salir de la boca y recorrer los labios en una caricia húmeda que lo animó a volver a hablar.

– Cómo están Gloria y los niños…

– Bien. Atrincherados en casa, con papá, mamá y la Beba. ¿Y tu secretaria?

– Está con ellos.

– ¿«Ellos»?

– Es largo de explicar.

Me conformé con no enterarme de momento.

– ¿Hay algo que te duela más que lo demás?

Negó con la cabeza:

– Es como… tener agujetas. Cada vez que entran y me zarandean me duelen horrores las heridas, pero al rato entro en calor y dejo de notarlas. Entonces me dejan tranquilo hasta que vuelvo a quedarme anquilosado.

Pensé en darle un poco de coca, pero tenía uno de los orificios de la nariz prácticamente cerrado por el abatimiento del tabique y el otro obstruido por el coágulo de sangre.

– Oye, no te lo mereces pero te voy a limpiar los mocos. Déjate hacer y no te pongas impertinente. Después veremos qué tal puedes caminar; no pienso sacarte de aquí a cotenas.

Asintió. Me di cuenta entonces de que tiritaba de frío y pensé en poner remedio a eso antes de nada. Me quité la camisa, se la eché por encima de los hombros y, agradecido al calor inmediato que le transmitió la tela, se la cerró sobre el cuerpo tirando de los faldones. Quise cederle también los calcetines, pero con las idas y venidas a la pila se me habían empapado y podía ser peor el remedio que la enfermedad. Lo que sí hice fue acercar el colchón mugriento que había en el suelo para que pudiera apoyar los pies sobre él y, cuando pareció haber entrado un poco en calor, le pedí que echara la cabeza hacia atrás para mostrarme la cara a la luz. Preferí no tocar la ventana izquierda de la nariz, hacia donde se había inclinado el tabique, pero raspé con el dedo la costra de sangre e intenté introducir la uña en el orificio derecho para extraer parte de la masa negruzca que taponaba el caño. Era difícil, y el paciente se quejó cuando traté de abrirme hueco forzando un poco la aleta hacia arriba. Necesitaba algún elemento fino con que hurgar, y se me ocurrió probar con el vástago de la hebilla del cinturón. Con paciencia logré que asomara una punta de masa elástica tras la que salió un macarrón oscuro, del grosor de un lápiz, terminado en una larga baba transparente con vetas de rojo brillante. El «aaah» de The First indicaba el alivio del que se ha librado de pronto de una molestia persistente, pero todavía gorjeaba algo por allí dentro. Le tapé completamente el orificio izquierdo presionando con cuidado y le dije que expirara por la nariz con fuerza. Eso terminó de liberar la fosa de sangre seca y mocos y oí el cambio en su respiración. Al menos uno de los conductos funcionaba.

– ¿Cómo tengo la nariz? -preguntó, ya sin el sonido gangoso en su hablar susurrado.

– Como una polla vista de perfil.

Se llevó la mano a la cara.

– Pónmela bien.

– ¿Queeé?

– Que me la pongas recta. A ti te será más fácil que a mí, pero si te da aprensión lo dices y me apañaré solo. Llevo días con el hueso así, si empieza a soldarse en esta posición voy a tener después más problemas.

– Pero te va a doler…

– Ya.

En fin, después de su alarde no quise parecer un medianera, pero todavía me dan escalofríos al acordarme de aquel cric-cric de huesecillos rotos. No es que la operación resultara técnicamente difícil: bastó con tomar el apéndice con las dos manos, elevar hacia el centro de la cara todo el tabique abatido, y remodelar un poco el puente ayudándome con el mango del cepillo de dientes que, a indicación del propio The First, introduje todo lo que pude en la fosa a modo de horma. Mientras duró aquella rinoplastia de campaña mantuve todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo en tensión, desde los dedos de los pies hasta el cuero cabelludo. The First se limitó a apretar los dientes (incluso cuando un par de veces, al notar que yo vacilaba, me animó a seguir) y soltar alguna lágrima que le brotaba de pronto y quedaba expuesta sobre el acolchado violáceo que formaban sus párpados, como un diamante en su estuche de terciopelo.

Terminada la faena, la nariz seguía estando hinchada y se torcía ligeramente a la izquierda, pero ya tenía otro aspecto, y cuando él mismo volvió a sonarse los mocos parecía haber recuperado casi todo el caudal de paso de aire. Era el momento de echar mano de las virtudes de la cocaína. Hice un canuto con un billete, abrí una de las papelinas y le dije que aspirara.

– ¿Qué es eso?

– Mitad de bicarbonato sódico, cuarenta por ciento de barbitúricos surtidos, y puede que un poco de cocaína de ínfima calidad. Pero funciona.

– Que yo supiera sólo eras adicto al alcohol y al hachís…

– Y a la cola de impacto… No me toques los cojones, Sebastián: ¿no te tomarías un café?, pues esto se parece mucho a la cafeína. Aspira un poco de polvo y será como si te bebieras un cuarto de litro de expreso, te sentará bien.

– Gracias, pero no necesito que ningún politoxicómano me dé lecciones de farmacología.

– Es verdad, lo que necesitas con urgencia son lecciones de urbanidad. Primera: hay que mostrarse amable con quien te acaba de recomponer la tocha.

– Te equivocas, la Primera dice que hay que dejarse romper la tocha para proteger al imbécil de tu hermano menor. ¿No se te ocurre por qué me han dejado la cara así?

– Déjame pensar, ¿tiene que ver con tus modales de pijo sabelotodo?

– Tiene que ver contigo, mamarracho. Me dejo medio matar por no dar tu nombre y luego tú solito te metes en la boca del lobo.

– Oye, come-mierda, el que se ha metido en la boca del lobo has sido tú, yo estaba poli-intoxicándome tan ricamente cuando me metiste en este fregao: a mí y a toda la familia.

– Ya te dije que te olvidaras de la casa de Guillamet, ¿te lo dije o no te lo dije?

Estábamos realmente gritándonos en voz baja. Sin embargo, su mención a la casa de marras consiguió que me olvidara por un momento de la pelotera:

– ¿Estamos en la casa de Guillamet?

– Tú sabrás…, ¿por dónde has entrado?

– No sé, estaba inconsciente.

– Valiente rescate…

– Oye, don Virtudes, ¿quieres que hagamos algo por escapar juntos o prefieres que te vuelva a atar a la silla y me busque la vida yo solo? Te advierto que hoy eres tú el que huele peor que yo, así que no apetece nada discutir contigo.

Hizo un silencio. Realmente olía bastante mal, a una mezcla de sudor y orina. Además de sangre, varios cercos amarillentos manchaban sus calzoncillos Kalvin Klein originalmente blancos: debían haberlo tenido allí sentado durante días. Cualquiera se hubiera derrumbado por el miedo y la humillación acumulada, pero The First es mucho The First, hay que reconocer que tiene un par de huevos, meaos pero un par. Asintió a mi ultimátum con un punto de cansancio. Yo relajé la cara de Baloo enfurecido y le pasé la papelina y el billete. No discutió más y se metió un tirito por cada agujero del narizo. Yo diría que tenía práctica.

– Ayúdame a levantarme, quiero beber más agua.

Le ofrecí apoyo y se puso en pie. Excepto por un golpe amoratado en la espinilla tenía las piernas en bastante buen estado, aunque un poco débiles por la inmovilidad. Lo peor era el dolor en el costado, pero los últimos pasos hacia la pila del agua los dio él solo. Le dije que de momento no se lavara, que convenía que mantuviera aproximadamente el mismo aspecto, y contestó que no pensaba hacerlo. Traté entonces de ganar tiempo hablándole mientras él sorbía agua del chorrito de la manguera:

– Oye, ¿dices que vienen de vez en cuando a zurrarte?

Movió la cabeza afirmativamente.

– ¿Cuántos?

Levantó dos dedos.

– ¿Armados?

Otra vez asentimiento y gesto de pistola con los dedos.

– Bueno, en la salida de arriba hay un solo guardia, pero tiene treinta metros de pasillo a la vista para darse cuenta de que vamos a por él. Sería mejor intentar sorprender a los dos que entran en tu celda -dije «tu celda»-. Les soltamos un par de guantazos, les quitamos las pistolas y subimos a por el de arriba bien pertrechados. ¿Sabes usar una pistola como Dios manda?

Hizo gesto de que sí. Me pregunté dónde podía haber adquirido semejante habilidad y enseguida recordé que había sido Estupendo Alférez en las COE, casi me pareció volver a verlo con su uniforme hecho a medida y su estrella de seis puntas cosida a la boina negra (nada que ver con el Che).

Terminó de beber:

– ¿Y tú?, ¿sabes usar una pistola?

– No, pero he visto muchas películas.

– Oye, ¿cómo has llegado hasta aquí sin que te vieran? ¿No podríamos salir haciendo el camino inverso?

– He bajado ocho pisos por el desagüe de un respiradero de lavabos -me pareció oportuna la pequeña exageración-. Para hacer el camino inverso tendríamos que subir el primer tramo de escaleras y es fácil que el guardia nos viera. Además tú no estás para trepar por tuberías, y creo que yo tampoco. Veo más fácil quedarnos emboscados y prepararles una fiesta a las visitas. Hasta puede que eso nos proporcione un disfraz además de las armas. ¿Qué te parece?

– Falla un detalle.

– Qué detalle.

– Te lo diré en cuanto consigamos reducir a los dos primeros.

The First y sus adivinanzas, no lo soporto.

Volvimos a la celda, él caminando despacio, pero ya un poco mejor. Al llegar se quedó de pie y empezó a hacer movimientos vagamente chinos: no era taichí pero tenía un aire.

– ¿Y los que vienen a zurrarte son también guardias, de esos con mono azul y botas?

– No. Van de paisano, con traje. Actúan también en el exterior.

– ¿Podremos con ellos?, quiero decir, ¿son tíos gansos, y tal?

– Están en forma, son duros y saben pelear.

«Gorilas contra hienas», pensé.

– Ya: uno de ésos me hizo una exhibición -me señalé la sien.

– ¿Una farola?

– Una patada.

– Muy bien dada…

– Si tengo oportunidad ya felicitaré al autor.

– Tampoco creas que dejarte a ti fuera de combate tiene mucho mérito. Eres como una morsa: mucha masa y poca movilidad.

– Ah, sí: pues has de saber que esta morsa tiene sus recursos.

– ¿Emborrachar al contrincante?… Oye, qué tal si en vez de perder el tiempo en delicadezas nos concentramos en urdir una estrategia mínima.

– Muy bien: tú le arreas el primer guantazo al que se te acerque, y yo salgo de detrás de la cortina y le sacudo al otro.

– ¿Y quién nos garantiza que no sea él el que te sacuda a ti? Hace falta mucho nervio para tumbar a un tipo de esos sin darle tiempo a sacar la pistola.

– Tú ocúpate del tuyo. Finge que apenas puedes hablar y deja que acerque el oído a tu boca. Cuando lo tengas a tiro le das un mazazo y yo salgo inmediatamente de la cortina a por el otro. Espero que no tengas Síndrome de Estocolmo…

– Déjate de tonterías y procura que no te vuelvan a sorprender con una patada de principiante. Cúbrete al menos la cabeza, y los genitales…, así, ¿ves? Evita que te desequilibren; presenta el perfil, las piernas abiertas, bascula un poco; ¿a ver? -me punzó con el índice en el ombligo-, bueno, si te dan ahí saldrán rebotados, lo que no sé es qué poder ofensivo puedes oponer.

– No te preocupes, de pequeño me caí en un caldero. Lo peor es que con el jaleo igual se entera el guardia de arriba.

– Está acostumbrado a que haya jaleo aquí abajo… Prueba a meterte detrás de la cortina, a ver si se te ve.

Probé. Oculto tras el telón de plástico gris y opaco había un retrete rebozado con mierda humana de varias generaciones. The First, dando ahora botecitos cortos, avisó que se me veían mucho los pies. Corregí la posición, dio el visto bueno y salí de allí enseguida: casi olía mejor mi Estupendo Hermano que aquel rincón.

– ¿Tienes alguna idea de cuánto pueden tardar?

– Últimamente se pasan por aquí dos o tres veces diarias. La última vez ha sido esta mañana, debe de hacer tres o cuatro horas, he perdido un poco la noción del tiempo dormitando.

– ¿Y cómo sabes que era por la mañana?

– Por la mañana les huele el aliento a café con leche. Por la tarde a cerveza.

– No está mal para tener el narizo hecho fosfatina…

El tío seguía saltando.

– Ahora casi no me pegan. Llegan, me interrogan de mala gana, me dan a probar un poco de comida, un sorbito de agua y se van.

– ¿Y qué demonios esperan que les digas?

– Entre otras cosas tu nombre. Sabían que había encargado a alguien investigar la entrada de Jaume Guillamet, pero no a quién. Ahora ya lo saben…

– Oye, por cierto: ¿tú llamaste a tu mujer para que metiera algo en un sobre?

– ¿En un sobre?

– ¿Y escribiste «Pablo» en un listado en el que venía la dirección de Guillamet 15?

– Que yo recuerde no. No sé de qué me hablas.

– Pues de que tu Estupenda Esposa me la ha querido jugar.

– No la culpes. Debía de tener sus razones. ¿Desde cuándo estás aquí dentro?

– Desde anoche. Oye, ¿por qué dices que saben que lo de Guillamet me lo encargaste a mí? Tú no has dicho nada, y yo tampoco…

– Lo saben, seguro. Y ahora estarán deseando interrogarte a ti, así que si nos pillan vete haciendo a la idea.

– ¿A mí?: y una mierda, yo no sé nada…

– Puede, pero ellos no lo saben.

– ¿Sería mucho preguntar quiénes son «ellos», o forma parte de algún acertijo de los tuyos?

– ¿Ves? Uno no puede evitar sentir curiosidad. Eso es lo que les preocupa. En realidad cuanto menos sepas mejor. Y ahora, si no te importa, necesito concentrarme en recuperar un poco de elasticidad. Lástima que se haya terminado el sucedáneo de cocaína, me iría bien otra dosis.

Saqué del bolsillo otra papelina y el billete enrollado y los dejé sobre el asiento de la silla.

– Nos quedan dos gramitos. Es decir: si al señor no le molesta drogarse con aguachirles.

– Yo no me drogo: me medico. Hay una diferencia fundamental.

Se sirvió, pero convirtiendo el agacharse hasta la silla en un ejercicio para los muslos. Después se entretuvo en apoyar un pie en la pared, elevado por encima de la altura de su cabeza, y masacrarse los abductores por el método de abrazarse la pantorrilla alzada y forzar la aproximación del tronco hasta tocarse con el narizo en la espinilla. Una cosa tan difícil de describir como de justificar. Pero, cuando dio por terminada esa coreografía, aún empezó a hacer aspavientos tipo Fu-fú: una especie de puñetazos rápidos y secos, fuuu, fuuu, que se enroscaban hacia el vacío y volvían atrás como si hubieran sido disparados por un resorte. A los pocos minutos de semejante exceso empezó a entrar en calor y se quitó la camisa. Hacía lustros que no veía a The First en calzoncillos; apenas había cambiado desde los veinte años, un caso claro de inhibición del desarrollo: todo él, piernas, tórax, brazos, espalda, era una recopilación de anuncios de mayonesa virtual y galletitas para hacer caca. Una pena.

– Oye, Brus-Lí, a ver si te va a salir una hernia y la jodemos…

– Tú ocúpate de ti mismo, que pareces un verraco.

– Y tú una langosta, colega.

Seguimos así quizá una hora que The First invirtió casi completamente en hacer cabriolas y yo en observar atentamente el techo desde el colchón. Hubiera querido dormir un poco pero no pude, aquel sucedáneo de coca te mantenía en forma al precio de no dejarte dormir, así que no tuvimos más remedio que soportarnos el uno al otro lo mejor que pudimos. A pesar de todo, entre insulto e insulto, nos dio tiempo de pulir la puesta en escena y llegar a algún acuerdo sobre el procedimiento de ataque. La cosa es que cuando oímos voces arriba no tardamos ni cinco segundos en situarnos en posición: The First abatido en la silla, con los brazos pretendidamente sujetos al respaldo, y yo de puntillas tras la cortina, tratando de no hacer mucho ruido al respirar.

Nada más ocultarme estaba ya psicológicamente preparado para partirme la jeta con quien fuera, pero no lo estaba para encontrarme de nuevo con la cara desfigurada de The First que, contraviniendo de repente todos los planes, había abandonado la silla y descorrido la cortina para hablarme en tono de reproche:

– ¡El cerrojo!

– ¿Qué cerrojo?

– El de la puerta, idiota, en cuanto bajen las escaleras se darán cuenta de que está abierto.

Mierda. Cierto.

– Sal de aquí y ciérralo antes de que empiecen a bajar. Escóndete en otra celda y ven enseguida cuando me oigas gritar.

Planes…

Salí lo más rápido que pude, volví a cerrar la puerta tras de mí, corrí el cerrojo rogando que el leve chirriar pasara desapercibido entre las voces que se acercaban, me metí en la celda de enfrente y entorné la puerta.

Oí los pasos bajar las escaleras; enseguida, el cerrojo de la celda de The First descorriéndose. Atisbando por el visor vi las espaldas de dos tíos vestidos de agente de seguros, los dos de azul marino. Uno de ellos había traspasado ya el umbral de la celda de The First y le acercaba una bandeja metálica; el otro se quedó apuntalado en el quicio. Algo le estaba diciendo el primero a mi Estupendo Hermano, no entendí qué pero sonaba a cachondeíto. Pasaron unos pocos segundos en los que The First debió desarrollar su papel de moribundo y enseguida el tipo se agachó un poco hacia él. La espalda del otro en primer plano me impidió ver qué pasaba exactamente, pero oí un alarido en el vozarrón de The First, seguido de un quejido amortiguado y la visión de una bandeja metálica volando por los aires. No esperé más: abrí la puerta violentamente y salí a toda velocidad lanzando un grito hipohuracanado.

El tío que se había quedado en el quicio estaba en posición de alerta máxima por la repentina resurrección de The First, pero mi alarido le indicó que también tenía enemigos a la espalda y trató de volverse mientras se hurgaba la sobaquera en busca de algo. No le dio tiempo a encontrarlo: ciento veinte kilos de verraco avalados por media docena de metros de carrerilla se lo impidieron. El impacto fue tremendo. Yo choqué de perfil, protegido por el escudo que formaba mi brazo tenso, y sólo tuve que lamentar el cabezazo que me di contra su barbilla. Él en cambio no tenía previsto encontrarse de repente en la trayectoria de Obelix persiguiendo jabalíes: quedó por un momento retratado en una expresión de pánico y, décimas de segundo después, era un hombre a una pared pegado, concretamente la del fondo de la celda, a unos cuatro metros de vuelo sin motor. La mayor parte de mi energía cinética fue transmitida al cuerpo del infortunado, pero aún me sobró inercia para desequilibrarme, caer sin control, y llevarme la silla por delante (afortunadamente The First ya no la ocupaba). Di varias volteretas por el suelo y me pareció que tardaba una eternidad en pararme, sobre todo porque mi obsesión era recuperar la posición lo antes posible y asegurarme de que el tipo no pudiera usar la pistola. A la segunda voltereta había perdido el sentido de la orientación, pero noté que mi mano tocaba algo blando y supe que era el tipo, que debía de haber resbalado de la pared hasta el suelo. Sin ver muy bien qué hacía le palpé la americana en busca de la cartuchera. Metí la mano bajo la chaqueta y saqué la pistola. Sólo entonces me levanté del suelo lo más ágilmente que pude y me di cuenta de que el tío, aunque aún se movía tratando de levantar cabeza, estaba fuera de combate.

Pero eso era sólo la mitad del trabajo que había por hacer. Mientras yo me había ocupado de mi partener, The First había estado batallando con el otro, y a lo visto todavía no le había encontrado el punto. Cuando me giré hacia ellos me los encontré haciendo posturitas. Mi Estupendo Hermano era una mantis religiosa en plena danza nupcial, daban ganas de tatuarle un dragón en la espalda; pero la hiena trajeada debía de conocer también un par de trucos y no se dejaba acogotar. Tras varios amagos, el tío hizo un rápido tirabuzón de trescientos sesenta grados girando sobre el eje de su altura. La gracia estaba en soltar la pierna en el momento propicio de la vuelta y golpear cualquier cosa que se encontrara en el sector barrido, concretamente el cogote de mi Estupendo Hermano, que apenas tuvo tiempo de volverse dolorosamente sobre el costado malo para no exponer los morros. Yo tenía una pistola en la mano pero no sabía qué hacer con ella: usarla como arma arrojadiza era una idea, pero temí que se disparara y la liáramos. No había mucho tiempo para pensar, el golpe encajado por The First estaba dando oportunidad a la hiena de meterse la mano en la cartuchera para sacar su propia pipa, y al parecer él sí sabía qué hacer con ella. Por suerte The First había recuperado el equilibrio y le soltó una elegante coz en la mano que hizo volar la pistola. Con todo, llevaba las de perder: se movía con dificultad, y su adversario le conocía los puntos doloridos. Lo peor es que aquella danza resultaba tan complicada que no sabía cómo demonios meterme, tuve la sensación de que no iba a hacer más que estorbar, así que no me decidí a intervenir hasta que la hiena logró colocar un toque de puño en el costado de The First. Ahí lo baldó, se notó en el grito, esta vez nada marcial, con que el destinatario acusó recibo. Entonces fue cuando tomé la pistola con toda la manaza para proteger el gatillo e inicié una nueva carga con efectos especiales de gruñido enfurecido. No hubo tanta suerte como en la primera embestida: el tipo me vio venir de reojo y le dio tiempo a escurrir el bulto parcialmente, así que nos repartimos a partes iguales el choque contra la pared inmediata, yo de frente y él de espaldas. Mi rodilla pareció estallar contra el muro y quedó automáticamente anestesiada; reboté hacia el suelo y allí me quedé. El tipo también se dio un buen tanto en el retropucio, pero el rebote le fue favorable y salió trastabilleando hacia delante. Pero ahí lo esperaba The First con un ingenioso movimiento compuesto de doble puñetazo fu-fú en el plexo solar y, al encorvarse el homenajeado sobre su propio fistro, mazazo de precisión en la nuca que terminó de clavarlo de bruces en el suelo, lugar donde quedó inerte como un sapo atropellado.

Miralles Bros. 2 – Unión de Hienas o.

En realidad la cosa no estaba para muchas celebraciones. A The First le habían castigado las costillas a base de bien, y mi rodilla me había abandonado: notaba el pie, notaba el muslo, pero, entre el uno y el otro, quedaba un espacio hormigueante donde podía haber cualquier cosa.

Lo primero fue atar y amordazar a las hienas. Suerte que The First conocía una estupenda diablura china y, presionándoles la garganta con el pulgar y el índice, consiguió mantenerlas inconscientes mientras las desnudamos, atamos y amordazamos aprovechando la cuerda que había sujetado a mi Estupendo Hermano a la silla y que destrenzamos para que cundiera más. Me pareció reconocer a uno de aquellos tipos, justamente el que yo mismo había estampado contra la pared, y confirmé la impresión comprobando que llevaba unos Sebago negros. Arrieros somos… Le quité los calcetines, se los metí en la boca cuidando de no tocar mucho la parte húmeda de la tela, y completé la operación sellándole los labios con sus propios calzoncillos, tipo slip elástico, que le anudé en torno a la cabeza procurando que la rayita marrón de la trasera le quedara justo debajo de las narices.

– ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo, psicópata?

– Que dé gracias a que no he usado la ropa interior del otro.

En cuanto los tuvimos inmovilizados y amordazados nos ocupamos de inventariar el botín. Dos trajes con etiqueta de El Corte Inglés, dos camisas, dos corbatas, dos cinturones y dos pares de zapatos, uno de ellos con cordones; también dos carteras de cuero con quince mil pelas en suma (sólo había eso en las carteras), unas llaves de Peuyot, monedas, un paquete de Camel, un encendedor barato casi a plena carga, y lo más importante: dos pistolas con sus correspondientes cargadores. A The First parecía venirle bien toda la ropa de uno de ellos, incluidos los zapatos. Yo traté de calzarme los Sebago pero, además de que me daban un poco de asco, no acababan de entrarme. The First fue entonces a lavarse a la pila mientras yo improvisaba un petate con los pantalones sobrantes, anudando las perneras y pasando un cinturón a modo de cierre. Ahí metí una selección de lo mejor del botín.

Cuando salí a su encuentro, mi Estupendo Hermano estaba igual de maltrecho que antes, pero sin restos de sangre y con traje de El Corte Inglés ya tenía otro aire.

– Oye, ¿no podríamos interrogar a esos dos? No sé por qué, pero creo que nos va a costar encontrar la salida -le dije.

– A eso vamos. ¿Tienes a mano el cepillo que has usado para enderezarme la nariz? Voy a asustarlos un poco.

– ¿Y no prefieres asustarlos con otra cosa? Tenemos dos pistolas en buen estado.

– Le he tomado cariño al cepillo.

Volvimos a la celda y cerramos la puerta. Las hienas se habían arrastrado hasta la cercanía de las paredes, donde la humedad del suelo no llegaba a formar charcos. The First se agachó junto al que le había dado el toque en las costillas y le habló en tono amistoso:

– Estaba apostando con mi hermano… Yo digo que el mango de este cepillo de diente te entraría por la nariz hasta las cerdas. ¿Ves?, es muy fino. Él dice que no. ¿Qué dices tú?

No decía nada, se lo impedía la mordaza, pero tampoco parecía muy asustado.

– Vamos a hacer una cosa. Te voy a quitar eso de la boca y después te haré un par de preguntas: si contestas algo interesante puede que nos olvidemos de la apuesta. ¿Cómo lo ves?

Siguió imperturbable mientras The First le desataba la camiseta interior que había usado para embozarlo. El tío estuvo un rato escupiendo zurrapas de lana húmeda.

– Atención, va la primera pregunta. Verás: no somos de aquí y estamos buscando la salida, ¿crees que podrías indicárnosla?

– Vete a la mierda.

Contestó el interpelado.

The First, sin perder la calma, le metió la puntita del mango del cepillo en un agujero de la nariz. El tipo frunció los ojos.

– Sigo pensando que entraría entero. Al fin y al cabo el cerebro es un órgano blando…

– No creo que llegaras mucho más allá de la mitad -dije yo, con aire experto-; enseguida encontrarás hueso.

The First empujó un poco más el mango hacia el interior de la fosa.

– ¿La mitad?: fíjate, está ya a una cuarta parte y todavía no he empezado a apretar. Es verdad que hay hueso, pero si al tiempo que aprieto voy enroscando… ¿Quieres que pruebe?

La pregunta iba dirigida a la hiena. Supongo que aquello era ya lo suficientemente molesto como para dificultarle el habla; The First lo comprendió y sacó un poco el mango de su alojamiento.

– No vais a salir de aquí. Y vais a pagar caro lo que me hagáis -dijo el tío, ahora con una lagrimilla que le resbalaba por la nariz, pero sin perder el tono de desplante.

The First mantuvo en cambio sus modales de pijo:

– No es eso lo que te he preguntado. Las dificultades que tengamos que sortear para salir constituyen el tema principal de las próximas preguntas, de momento estamos aún en la primera, ¿te acuerdas?: dónde está la salida: don-de.

– Je…, ¿qué quieres, que te haga un plano? Tampoco os serviría de mucho.

Para estar atado de pies y manos y amenazado con un cepillo de dientes infantil, la verdad es que el tipo aguantaba. Y The First estaba empezando a perder puntos: se notó que pasaba a la siguiente pregunta sin que le hubieran respondido aún a la primera:

– ¿Hay guardias?

– Claro que hay guardias.

– ¿Cuántos?

– Y yo qué sé… Muchos. Y no sólo guardias, también agentes.

– Perdón: ¿alguien podría informarme de qué es un «agente»? -pregunté, alzando el índice.

– Un agente soy yo, idiota -contestó el tío.

Me agaché en busca de uno de los cubiertos que habían salido por los aires con la bandeja de la comida.

– Qué hago -fingí preguntarle a The First-, ¿le doy la mierda a cucharaditas o le metemos la cabeza en el váter y que se sirva él mismo?

Contestó otra vez la hiena:

– Haz lo que quieras, idiota, si me dejas vivo me acordaré de ti. Y si no, se acordarán otros.

Con esta clase de gente no hay manera.

– Oye, pedazo de cabrón: no arriesgues mucho porque te suelto un par de hostias que te apabilo, ¿estamos?

The First había ya renunciado al numerito del cepillo y hacía gesto de querer salir de allí:

– Déjalo, no vale la pena.

– Puede. Pero no se va a librar de comerse también sus calcetines.

– No hay tiempo, vámonos -dijo The First, restituyéndole la mordaza original-. Puede llegar el relevo del guardia de arriba en cualquier momento, y éstos llevan ya un buen rato aquí abajo, alguien puede echarlos de menos.

Verdaderamente, que perdiéramos el tiempo era lo que más le convenía a aquel capullo, y el tío era lo suficientemente duro como para aguantar un vapuleo sin soltar prenda. Por otro lado tampoco apetece sacudirle a un fardo humano atado de pies y manos, da como mal rollo, no sé…

Salimos de nuevo hacia la pila de agua.

– Bueno, qué hacemos: ¿subimos directamente y le enseñamos al guardia las pistolas, a ver qué hace? -dije yo, ya metido en acción.

– ¿Te acuerdas que te he dicho que a tu idea le fallaba un detalle?

Horror.

– Déjame adivinar… Estamos en un submarino y no podemos escapar hasta que emerja y toque puerto en Macao. ¿Caliente?

– Frío.

– ¿Alguna pista, o me lo vas a poner difícil?

– Tienen a tu novia. Está en el piso de arriba. No le han hecho daño, pero la tienen constantemente sedada para que no grite.

– Ya: me han buscado novia sólo para poder secuestrarla… ¿Y es de buena familia?

– No seas idiota, caray, tienen a esa chica con la que andas, una tal Josefina.

– ¿La ex de Bonaparte…?

– Tú sabrás: te vieron merodear con ella en mi coche.

Cielo santo: la Fina. Quedé tan estupefacto que tardé varios segundos en reaccionar.

– Pero si ella no tiene nada que ver con todo esto.

– Ya, pero no se han dado cuenta hasta que ya la tenían aquí. Era mejor que capturarte a ti. Ella no llevaba protección, y tú sí.

– ¿Y por qué no me lo has dicho enseguida?

– ¿Para qué?, ¿para ponerte nervioso antes de tiempo?

– Pues sí: me gusta ponerme nervioso con suficiente antelación, qué pasa. Y me jode mucho esa manía que tienes de guardarte información, ¿te enteras? A ver: ¿cuál es la próxima sorpresa?, ¿llevas puesto un supositorio explosivo?

– ¿Quieres, aunque sólo sea por una vez en la vida, comportarte como un adulto responsable? Hay que pensar cómo vamos a salir los tres de aquí.

Estábamos gritando otra vez en susurros.

– Bueno, pues te toca pensar a ti, ya que eres tan listo.

Lo hizo:

– Muy bien: voy a subir y acercarme al guardia fingiendo ser uno de los matones. El alto tiene mi talla y el pelo del mismo color. Hasta el peinado se parece si me hago la raya, y le conozco varias muletillas que no para de repetir. Me puedo tapar fingiendo que el prisionero me ha herido en la cara. Así, ¿ves? Tú te quedas a mitad de las escaleras y me cubres con la pistola en caso de que algo vaya mal. En cualquier caso llevaré la mía escondida apuntando al guardia. Tendré toda la ventaja: puedo darle a un hombre en el brazo a veinte metros de distancia.

– Cómo está la patronal…

En realidad no podía quitarme de la cabeza el asunto de la Fina, pero no había mucho tiempo para recomponer puzzles. La cuestión es que el cepillo de dientes resultó de nuevo muy útil para peinar a The First, y a falta de espejo tuve que hacer de peluquero y hasta ajustarle el nudo de la corbata de la hiena. Él, a cambio de mis servicios de toilette y coiffure, trató de iniciarme en el manejo de una de las pistolas. Fácil: bastaba quitar el seguro en forma de palomilla y, llegado el caso, pulsar el gatillo asegurándose de que el cañón apuntara hacia adelante.

The First estuvo bien en su papel, me jode reconocerlo: supongo que mi genialidad histriónica tiene un origen genético por parte de Señora Madre (para estas cosas SP es más inocente que un Sugus). La cosa es que, mientras yo me apostaba agachado en los escalones, él subió deprisa, tapándose la cara con el mantelito blanco y refunfuñando maldiciones. Era la primera vez que oía en boca de The First expresiones como «hijo de la Gran Puta» o «le voy a dar pol'culo con un abrelatas», que mezcló con sabias toses y carraspeos. «Ese cabrón de mierda me ha jodido la nariz de una patada», aún le escuché decir antes de desaparecer escaleras arriba. Luego dejé ya de entender sus palabras, pero oí que el guardia hablaba también, que movía su silla y caminaba quizá al encuentro de la falsa hiena pateada. Supongo que al estar lo suficientemente cerca debió descubrir la trampa, porque me pareció distinguir un «¡eh, alto!» seguido de signos de lucha, quejidos, taconazos en el suelo. Entonces terminé de trepar por los escalones y asomé la vista a la planta.

Allí estaba The First, hacia el final del pasillo, sujetando el peso inerte del guardia desde atrás.

– ¿Ya está? Joder, tío: qué les das…

– Déjate de tonterías y date prisa, hay que atarlo y amordazarlo.

– Chssst: a mí no me chilles que me estreso enseguida. Estoy hasta los cojones de tu carácter podrido.

– Pues en vista de que no apruebas mi actuación, al próximo guardia que se nos ponga delante lo vas a dormir tú, saco de grasa.

– Ya salió el Maestro Lichí… ¿Y quién te ha librado antes del otro, eh?: si no llega a intervenir este saco de grasa te machaca vivo.

– Bonita intervención kamikaze. Te quedan dientes de milagro.

– Pues aun sin dientes seguiría siendo mucho más agradable que tú, don Pijo.

A pesar de la bronca logramos atenazar al guardia antes de que volviera en sí. Esta vez usamos su propio cinturón para atarle las manos, una parte desgarrada de su camisa para los tobillos, la otra para amordazarlo, y añadimos a nuestro botín una porra y otra pistola, además de algo que echaba de menos desde hacía horas: un par de botas de mi número. No es muy cómodo andar con el calzado de otro, pero es mejor que ir en calcetines y resbalar por todas partes.

– ¿Bueno, dónde está la Fina?

– No lo sé, en alguna de las habitaciones. Busca tú mientras yo escondo a éste y voy a ver qué encuentro en el botiquín.

Por lo visto había botiquín, y debía de ser la primera de las habitaciones, porque allí se metió The First. Yo recorrí el pasillo mirando a través de la mirilla de las puertas. Reconocí la habitación que había ocupado yo por el biombo aún caído. La tercera después de esa estaba ocupada por una Bella Durmiente de rostro conocido. Llevaba una bata blanca que le daba un aire un tanto lúbrico, como el de esas tías disfrazadas de enfermera que anuncian teléfonos eróticos.

Entré en la habitación, me senté en la cama junto a ella y la zarandeé un poco.

– Fina, soy Pablo, ¿me oyes?

Sonrió a ciegas:

– Holaaa, qué tal… Y qué…, qué haces…

Por primera vez en la vida arrinconé del todo mis resabios burgueses y abofetée a una mujer, pías-pías: dos buenas hostias. Puso cara de desagrado. «Voy a llevarte a cuestas, procura colaborar todo lo que puedas», le dije. Me la cargué al hombro estilo Tarzán, pero la Fina pesa como dos Jane y una Chita y me costó un huevo avanzar por el pasillo con la rodilla inutilizada para cumplir su función de bisagra. Llegué a la mesa donde había estado el guardia y allí senté a la Bella Durmiente, apoyada contra la pared.

A todo esto salió The First del botiquín. No me gustó nada la mirada que le dedicó a la Fina:

– He encontrado alcohol, algodón, somníferos, analgésicos, jeringuillas, tijeras, un bisturí… Hasta sutura y agujas esterilizadas.

Pensé que quizá mi Estupendo Hermano conocía también a Roger Wilco.

– Oye: no sé tú, pero yo pienso salir de aquí a escape y emborracharme de camino al traumatólogo, así que no veo para qué necesitamos todo eso.

– ¿Salir de aquí?

– Salir, sí: go out…

– Ya.

– ¿Qué pasa: más adivinanzas?, ¿por algún sitio se saldrá, no? Tenemos tres pistolas, una porra y un perro de porcelana. Si con todo eso no nos abrimos camino…

– ¿Abrirse camino hacia dónde? Tenemos ya a un pequeño ejército buscándote por toda la fortaleza desde que te escapaste, y en cuanto venga el relevo del guardia sabrán además que tu novia y yo hemos escapado también.

– ¿«La Fortaleza»?: ¿has dicho «la Fortaleza»?

– La fortaleza, sí. Tenemos que escondernos en algún sitio seguro para planear la salida. Tú casi no puedes andar, yo no puedo pelear y tu novia está como un tronco.

– No es mi novia: es una amiga stricto sensu, ¿vale?, y no te quedes ahí mirando: ¿no conoces algún truco chino para despertar a la gente?

Desapareció otra vez en el botiquín y salió con un frasquito blanco. Apestaba a amoníaco. Se lo dio a oler a la Fina.

– Pablo…

– Sí, no te preocupes, estás bajo los efectos de un somnífero. Se te pasará en un rato, pero tienes que esforzarte un poco.

– ¿Qué…, qué haces tú aquí?

– Joder, Fina, ¿no lo ves?: rescatarte.

– Y desconchar paredes a rodillazos -apostilló mi Estupendo Hermano, que a lo visto acumulaba un exceso de buen humor y había decidido excretarlo cuanto antes.

La Fina cayó en la cuenta de que estábamos en compañía y se llevó la mano a la boca, impresionada por el trabajo de artesanía que llevaba The First en la cara.

Al muy soplagaitas de él no se le ocurrió otra cosa que tomarle la otra mano y besársela.

– Encantado de conocerte. Me llamo Sebastián, Sebastián Miralles. Hermano de Pablo.

– Bueno: digamos que hijo de los mismos padres -puntualicé.

– Mucho gusto, Josefina. He oído hablar mucho de ti.

– ¿Mucho?, ¿quién te ha hablado mucho de él?, yo no…

– Oye, tienes la cara hecha una pena…

– No es nada, sólo un poco aparatoso. Me ataron a una silla y estuvieron interrogándome.

– … yo no recuerdo haberte hablado nunca de él…, ¿me oyes?

– Te debe de doler mucho…

– No creas: es cuestión de autocontrol. Una mente entrenada puede reinterpretar incluso el dolor.

– Finaaa, eooo, ¿me oyes?

– Siiiií, qué quieres, pesao, no ves que estoy hablando con tu hermano… Por cierto, estoy muy cabreada contigo: ¿cómo se te ocurre dejarme plantada anoche? Salieron un par de tíos de un coche y me pusieron un pañuelo en la boca…

– ¿Así que te dejó plantada?

– Como lo oyes.

– Bueno, no se lo tengas en cuenta: ya sabes que bebe un poco.

– ¿Un poco?: yo lo he visto vaciar una botella de vodka en dos horas.

– Bueno ya está bien, ¿no?

– Tuve que intervenir-: no es momento de hacer vida social.

The First dijo que iba a terminar de empaquetar nuestros gachets y me dejó un momento a solas con la princesa rescatada.

– No me habías dicho que tenías un hermano tan apuesto.

«Apuesto»: dijo «apuesto»: no «guapo», ni «guay», ni «chachi»: dijo «apuesto», como en las telenovelas.

– Fina, por favor: si tiene la cara hecha un mapa.

– Bueno, pero tiene buena planta, está cachas. Y además se nota que en condiciones normales debe de ser muy guapo. Y ahora que tú te has buscado compañía…, no te creas que me olvido… Además, encuentro que tiene unos ojos azulones muy sexis.

– Sí: exactamente igual que yo.

– Qué más quisieras… además, te sobran cuarenta kilos -de repente puso esa cara que pone la gente moderna cuando toca temas escabrosos pero no quiere parecer pacata-: Oye, necesito una cosa… ¿No habría por ahí compresas; o tampones, algo…? Me parece que está a punto de venirme la regla.

A la princesa Leía Organa jamás le vendrá la regla en mitad de un rescate, ni a Lady Marian, ni a Helena de Troya; pero a la Fina sí: a la Fina le viene la regla.

– Muy bonito: te gustan los ojos de Mister Sexi pero las compresas se las pides al gordo…

La dejé tirándome insidiosos besitos y me fui hacia donde The First terminaba de apañar los fardos. Entré en el botiquín, a ver, pero enseguida comprendí que allí no había nada parecido a compresas o tampones, aunque sí encontré un montón de fundas de almohada en uno de los armarios y pensé que a lo mejor podían servir. Volví con ellas.

– ¿Y qué se supone que puedo hacer con una funda de almohada? ¿Una caperuza del Ku Klux Klan?

– Joder, Fina, no sé… ¿Antes de que hubiera Tampax y cosas así las mujeres se arreglaban con paños, no?, tú sabrás lo que hay que hacer…

En fin, supongo que para cuando estuvimos en condiciones de salir de allí debió de haber pasado un buen rato. No sólo hubo que esperar a que la Fina estuviera «presentable», según su propia expresión, sino que convino también adiestrarla en los rudimentos del manejo de armas, tarea que quedó a cargo del Estupendo Instructor The First. La pupila, haciendo gala de una capacidad de abstracción impropia de su sexo, pareció entender perfectamente la teoría (por dónde salían las balas y todo lo demás), pero llegada a la fase práctica de empuñar el arma no pudo más que tomarla como si estuviera tocando el tarro de la miel. Un número. La cuestión es que al rato, el extravagante comando formado por el guerrillero cachas con sus dos fundas de almohada por alforjas, Doris Day con su pistola al cinto de la bata, y un Magulla Gorila renqueante y cargado con un fajo de paños higiénicos de recambio, se aventuraba más allá de la puerta de rejas hacia las primeras oscuridades de aquella estructura absurda.

– ¿Adónde vamos? -se me ocurrió preguntar.

– A explorar el laberinto -contestó The First.

Bonita aventura. Sólo faltaba Darth Vader, y lo cierto es que no tardó mucho en aparecer.

Dado que lo que recorríamos no era un laberinto de verdad, bastó con ir siguiendo las zonas iluminadas por luces de emergencia para dar con una especie de túnel subterráneo que funcionaba a modo de espina dorsal de todo aquello. Sin duda conducía a alguna parte, porque había aparcados un camión y una excavadora en el margen. O sea: que el túnel era ganso.

– ¡Qué caña! -dije, a modo de valoración preliminar.

The First, siempre en su papel de héroe avezado, se fue directo a examinar un acopio de travesaños y otros materiales de construcción que ocupaba tanto espacio como un tercer vehículo tras la excavadora. Cuando volvió, traía ese aire de tenerlo todo controlado que da tanta rabia:

– Lo mejor será que sigamos las roderas del camión. Por algún sitio debe de salir a descargar la tierra.

– Ah, ¿sí?, ¿tú crees que alguien puede haber sacado con ese camioncito toda la tierra que falta?

– Han tenido tiempo para ir haciendo. Vámonos, puede que tengamos que caminar un buen rato.

El Capitán Trueno no se conformaba con ir acumulando enigmas sino que ya estaba empezando a dar órdenes. En fin, le dejé que encabezara otra vez la comitiva y me puse a la cola, tras la Fina. Avanzamos durante un rato por el túnel, pegándonos a la pared desprovista de lámparas, casi a oscuras pero no tanto como para no ver dónde pisábamos. Fue como ir en busca del Templo Maldito, aunque en realidad era una aventura de bajo presupuesto, sin boas constrictor ni cataratas subterráneas. Todo lo más, aquí y allá pisamos manchas de la humedad que resbalaba por las paredes y, eso sí, hacía casi frío, se echaba de menos una chaqueta de entretiempo.

Enseguida, a la distancia de dos o tres manzanas subterráneas, llegamos al siguiente acceso al túnel, un súbito ensanchamiento que rompía la monotonía del trayecto. Al principio no reconocí el lugar, sólo me sorprendió la estructura de arcadas semienterradas a cuyo través se distinguía una cuidada selección de desechos humanos. Latas de Coca-Cola (el clásico de los vertederos), condones usados, restos de un paraguas, revistas deshojadas… Pero cuando reconocí en una de aquellas hojas sueltas la foto de un enorme par de tetas haciéndole una cubana a un gachó color canela, plano cenital, caí en la cuenta de dónde estaba. Aquello eran las ruinas de la bóbila, enterradas bajo el parque que montaron encima en los años ochenta. Estábamos pues, con bastante probabilidad, bajo la calle Numancia, sin duda bastante por debajo de la calzada.

Se lo dije a The First. Y aunque no creo que mi Estupendo Hermano se hubiera hecho nunca pajas en la vieja bóbila estimulándose con revistas robadas, alcanzó a ubicar el lugar:

– Sabemos que hay una salida en el 15 de Jaume Guillamet, y eso está a dos travesías del lugar donde estamos ahora. Puede que sea mejor abandonar el túnel en el siguiente acceso a los edificios y probar suerte.

No nos dio tiempo a considerar la posibilidad. La Fina nos alertó gritando: «¡Por ahí viene alguien!», y mientras volvía a nuestro lado señalaba el sentido hacia el que habíamos estado avanzando. Entonces oí el «¡Alto!» que alguien profería a lo lejos. The First se rodeó el cuello con mi brazo para ayudarme a andar y le ordenó a la Fina que corriera, que corriera tanto como pudiera y se metiera por la última salida del túnel que habíamos pasado de largo. Yo me zafé un poco de mi asistente para saltar más rápido; la Fina había llegado ya al acceso y se asomaba hacia nosotros jaleándonos. Llegamos también antes de que quienquiera que nos siguiese nos diera alcance; entramos en una planta de parquin tan demencial como el resto del lugar, y vi que la Fina corría ya hacia lo que parecían unas puertas de ascensor y pulsaba frenéticamente la llamada. The First se desembarazó de mí y me dijo que siguiera solo. Al darme media vuelta para ver adónde demonios iba, vi como llegaba desde el túnel un guardia de mono azul y detenía un poco la carrera al encontrarse con que uno de los fugitivos había cambiado de rumbo y se iba derechito hacia él. El tipo, con gesto de lanzador de jabalina, alzó la porra para descargar un- golpe sobre The First, pero mi Estupendo Hermano hizo una cosa que lamento no haber podido grabar en vídeo. La cosa es que, tras un rapidísimo movimiento de prestidigitación, el guardia se encontró con un rodillazo en los huevos y con que mi Estupendo Hermano, intacto, le había birlado la porra atrapándola bajo el brazo izquierdo. Se la sacó de ahí con un movimiento seco de la derecha y estuvo en condiciones de partirle la cabeza al contrincante mucho antes de que el pobre hubiera terminado de pronunciar el largo «uuuuuh» con que expresó la sorpresa por el rodillazo. The First se limitó a darle un empujón que acabó con el tío retorcido en el suelo y entonces apareció en la planta un segundo guardia corriendo. A éste no hizo falta ni tocarlo: viendo el destino de su compañero y ante la exhibición que le dedicó mi Estupendo Hermano con la porra a modo de bastón de mayoret, dio media vuelta y desapareció por donde había venido. Aprovechó el momento para apresurarse con paso elástico hasta el ascensor, donde lo esperábamos la Fina y yo con el dedo a punto de pulsar el piso más alto posible.

– Perdona, ¿me firmarías un autógrafo? -dije, a modo de desahogo cómico.

– Déjate de tonterías. El que ha salido corriendo llevaba una radio. Vamos a tener problemas.

Aquel cacharro subía a toda máquina, se veían las lucecitas avanzando en la botonera: directos al piso 6. El total de plantas era catorce, pero de la sexta en adelante se requería una llave para activar el ascensor. Nos habíamos metido en un edificio pijo.

– No saquéis las pistolas, si ven que vamos armados pueden ponerse nerviosos y freírnos a tiros. Josefina, escóndetela en un bolsillo.

La Fina obedeció, atónita. Entonces, de repente, empezó a sonar algo como la señal de zafarrancho de combate de un submarino, mooooc, mooooc, una cosa que daba grima. Llegamos a la sexta planta frenéticos. Se abrieron automáticamente las puertas, dong, bssssss, y nos quedamos un momento apretados contra las paredes del ascensor. Mooooc, mooooc, la alarma no paraba. The First fue el primero en asomar los morros, pero yo ya me había dado cuenta de que allí debía de haber alguien: al fondo, tras una puerta acristalada que transparentaba lo que parecía la recepción de un despacho elegante, identifiqué a una chica que se levantó de una silla tratando de ver a qué venía tanto escándalo.

– ¡Salid del ascensor! -dijo The First, dirigiéndose a la Fina y a mí.

Salimos y mi Estupendo Hermano se aplicó inmediatamente a destrozar a culatazos la botonera de llamada. No se quedó tranquilo hasta que vio aparecer unos cablecitos de colores y pudo tirar de ellos para romperlos. Después miró a su alrededor en busca de no supe qué y terminó por elegir una inofensiva maceta con una sanseviera plantada. La desarraigó, rompió la cerámica contra el suelo, y encajó uno de los pedazos a modo de traba en la puerta de otro de los ascensores, detenido en ese mismo piso. Todo ocurría a un ritmo demasiado rápido para mí: cualquier decisión que no pueda tomarse bebiendo una cerveza me parece precipitada. Dejé que The First, más acostumbrado al estrés, tomara momentáneamente el mando y centré mi interés en que tras las puertas de cristal, más allá de un set de sofás y de la chica de la recepción, un enorme ventanal daba al exterior y se encaraba a la fachada trasera del edificio de enfrente. La luz era de anochecer y el sonido de los petardos llegaba ahora claramente bajo el moc-moc de la alarma. Eso fue media vida, no estaba deseando otra cosa más que asomarse a esa ventana y ver que el mundo seguía tal como lo habíamos dejado. The First, una vez inmovilizados los dos ascensores, se acercó también. La chica, aterrorizada ante el avance de semejante energúmeno con la cara hecha un mapa de los Alpes, intentó esconderse detrás de todo lo que fue encontrando en su retroceso.

– No tengas miedo, no queremos hacerte daño -le dijo The First, tratando sin mucho éxito de que la chica depusiera su máquina grapadora.

Más efectivo fue el «Tranquila, son amigos» que le dirigió la Fina. Fue una frase absurda dadas las circunstancias, pero el solo hecho de que la pronunciara una mujer, o su misma presencia entre aquellos dos tipejos con un aspecto que para sí quisieran muchos Ángeles del Infierno, debió ofrecerle a la chica más garantías.

– No te preocupes -insistió la Fina-, sólo queremos escapar. Nos persiguen.

The First se había acercado al ventanal y yo me fui tras él hasta pegar las narices al cristal. Apenas pude distinguir un patio interior y, sobre la estrecha franja de cielo de San Juan, el estallido luminoso de un cohete lanzado al aire. La alarma paró de pronto de sonar y oímos un trasiego de pisadas procedentes de la zona de ascensores.

– ¡Poneos a cubierto! -gritó The First, sin más especificaciones.

Jamás nadie me había dado semejante instrucción, pero algo en el universo contextual en que nos hallábamos me indicó que no se trataba de resguardarse del chirimiri, sino de interpretar entre nosotros y el resto del mundo alguna barrera a prueba de balas. Me pregunté si la Fina habría entendido el mensaje o estaría buscando un chubasquero. Traté de averiguarlo pero en primera instancia no la vi. Después me di cuenta de que caminaba a gatas por detrás del mostrador, precedida de la chica de la grapadora, y de que se metían las dos por una puerta doble que tenía toda la pinta de dar acceso a un despacho. Visto el movimiento de las chicas, decidí parapetarme tras el sofá imitando a mi Estupendo Hermano. ¿Será un sofá barrera suficiente para una bala?, me pregunté. Era un Chesterton de tono difícil de definir, aunque tampoco creí que el color tuviera mucho que ver con su eficacia como trinchera. The First, mientras tanto, parecía seguir una línea de pensamiento ligeramente distinta.

– ¡Quietos, estamos armados! -gritó, empuñando de nuevo su pistola no ya como martillo rompe-botoneras de ascensor sino a la manera convencional.

Para reforzar la amenaza disparó al techo. Sonó a pistolita de balines, nada comparado con los petardos de la verbena que empezaba más allá del ventanal, pero supongo que la placa de yeso que cayó del techo hecha pedazos fue aval suficiente.

– ¿No habías dicho que no sacáramos las pistolas? -pregunté yo. Con The First nunca sabe uno a qué atenerse. -

Ahora sí, idiota.

– Oye, media-mierda…

– Cállate un poco, ¿quieres?, estoy tratando de repeler un ataque armado.

– Pues no hace falta que te esfuerces; ya eres repelente por naturaleza.

Por si acaso me rebusqué en el bolsillo hasta dar con la pistola y la saqué junto con un montón de billetes de diez mil que quedaron desparramados por el suelo. De haber podido elegir armas hubiera preferido un combate de caniches de porcelana, pero tampoco era plan de que empezara la balasera y me pillara con la pistola en el bolsillo. Recordé la precaución fundamental de disponer el cañón hacia adelante y traté de imaginar lo que hubiera hecho John Wayne en caso semejante. Pero apenas había soltado el primer escupitajo, nos sobresaltó una voz estentórea que llegaba desde algún lugar del vestíbulo, junto a los ascensores. Sonó como un coche de propaganda electoral. Era un megáfono:

«Entreguen las armas. Repito: entreguen las armas y salgan con las manos en alto o procederemos al lanzamiento de gases.»

Soy de la opinión de que si alguien no sólo amenaza con lanzar gases sino incluso con proceder a su lanzamiento, debe ser tomado completamente en serio. Ignoro qué tipo de gases serán los que promete la amenaza, pero estoy seguro de que resultan completamente deletéreos.

– ¿Qué hacemos? A mí los gases me dan sinusitis, ni siquiera me gustan los ambientadores de pino.

– Qué quieres que hagamos: rendirnos.

Menos mal, los del Grin-Pis nos lo iban a agradecer. Afortunadamente The First se encargó también de las formalidades del armisticio, porque a mí se me dan fatal los protocolos. Me pidió la pistola y, con las dos en la mano, gritó que vale, que de acuerdo, nos rendimos y ahí van las armas. Las deslizó por el suelo por debajo del sofá y sacó las manos por encima del respaldo dándome un codazo para que lo imitara. A mí me costó un poco más levantarme porque la pata tiesa dificultaba el movimiento, pero terminé consiguiéndolo.

«Dónde está la mujer. Repito: dónde está la mujer.»

Ése era otra vez el del megáfono.

– Ahí dentro -dije yo-: ella también se rinde. Y al que le ponga una mano encima le arreo un guantazo, así que cuidadín.»Finaaaa: ¿me oyes?

– Sí¡¡¡. ¿Qué hago…?

Habló mi Estupendo Hermano:

– Josefina, tira la pistola a ras de suelo fuera de la habitación y sal con las manos en alto.

Por lo visto al tipo del megáfono no le gustó que tomáramos iniciativas.

«Manténgase en silencio y con las manos en alto. Repito: manténgase en silencio. Nosotros daremos las órdenes.»

Para cuando el tipo terminó de repetirse la Fina ya había asomado con las manos alzadas y cara de susto. Detrás de ella apareció la chica de la grapadora.

– ¿Yo también he de rendirme? -preguntó, sin dejar muy claro si se dirigía a mí o a The First.

– Sí: quédate ahí quieta y no pasará nada.

«Silencio. Repito: ¡silencio!», dijo el del megáfono, cada vez más harto de que todo el mundo lo ningunease.

En cuanto un primer guardia con casco y máscara de gas recogió del suelo las tres pistolas, empezaron a hacerse visibles otros enmascarados con mono azul apuntándonos con escopetas (o CETME's, o lo que fuera aquella cosa). Como ya me figuraba, pretendieron ceñirnos un juego de esposas a cada uno (excluyendo a la chica de la grapadora, que en cuanto fue identificada se marchó lo más aprisa que pudo), pero antes de hacerlo nos obligaron a ponernos contra la pared al estilo de cuando te pilla la pasma ligando ful. El del megáfono debía de ser el jefe de la movida, porque no paraba de hablar con su gualqui-talki y dar órdenes a diestro y siniestro. Algún insensato pretendió cachear a la Fina y, en un pronto, la ofendida le endiñó tal hostia que al tipo le saltó la máscara antigás que llevaba colgada del cuello. Yo estaba de espaldas, pero oí el plaf y vi la máscara volando. Gracias a eso se libró también de las esposas y se limitaron a situarla en fila india entre The First y yo.

Nos metieron en el ascensor, liberado el mecanismo de la puerta de su traba, y después nos hicieron seguir pasillos y más pasillos de comunicación entre edificios, algunos de ellos habitados. Aquí y allá se veía a un guardia sentado a la mesa, o gente vestida con monos negros como el de la chica de la grapadora, incluso a un par de aquellas hienas que llevan los calzoncillos sucios bajo el traje de El Corte Inglés. Lo peor fue que uno de los guardias me obligaba a andar dándome culetazos en la espalda, y yo estaba empezando a cabrearme. Al enésimo toque me paré en seco para que el tío chocara contra mí y me volví hacia él con cara de furia:

– Oye, te podrías dar con la culatita en los cojones, ¿vale?, ¿no ves que tengo la pierna chunga?

Todo lo que obtuve fue un culatazo extra en el mentón y otro en la barriga. El de la barriga no fue nada, pero el de la cara me jodió lo suficiente como para que se me fuera la olla y embistiera a la pata coja contra el tío. Fue una estupidez: maniatado, caí torpemente al suelo y a los guardias que iban detrás les dio por hacerme levantar a patadas. La Fina, viendo lo que pasaba, se lanzó contra el primero que le vino a mano, lo pilló por los pelos y le hizo una tonsura gratis. Por suerte, The First intervino a gritos pidiendo que nos estuviéramos quietos. De cualquier manera el numerito no sirvió de nada, no me libré de seguir sintiendo los toquecitos de culata hasta el momento mismo en que llegamos a un vestíbulo especialmente elegante y nos metieron en un ascensor. Mientras subíamos se me ocurrió pensar qué pasaría en caso de que me interrogaran al estilo de lo que habían hecho con mi Estupendo Hermano. Me prometí aguantar al menos hasta que me dejaran un poco peor que a él. Le tengo aprecio a mi tocha, pero las heridas del honor cicatrizan peor que las del cuerpo. En cuanto a que me dejaran mearme encima, estoy acostumbrado a oler bastante mal, así que no me preocupaba mucho.

Pero aquella planta no tenía pinta de cámara de torturas, y el despacho en el que nos obligaron a entrar tampoco. Y allí, sentado tras la mesa en una espectacular butaca de respaldo alto, es donde apareció Darth Vader.

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