Como no tengo lugar donde dormir, Miquel Barceló (el pintor) se enrolla y me deja ocupar su estudio. Es una planta baja agradabilísima, con un patio encalado lleno de macetas con geranios en flor que desprenden su vigoroso perfume. Hace una mañana cálida de primavera, la luz inunda el taller e ilumina telas inacabadas, botes de pintura, viejos muebles manchados de mil colores. Todo sería perfecto y podría dormir si no fuera por los animales. Los hay por todas partes: aves de corral, perros, gatos; y también otros más exóticos, mandriles, loros…, en particular, una familia de gorilas y una manada de hienas son los más molestos. Se pelean preferentemente en el patio, pero me incomodan lo mismo: las hienas se carcajean como idiotas y los gorilas prorrumpen en rugidos para librarse del acoso al que se ven sometidos. Los gorilas son mucho más fuertes, pero sólo hay tres adultos, el resto son crías; las hienas en cambio son más de una docena y están excitadísimas. La bronca sube de tono, tanto que me asomo al patio a ver qué pasa. Varias hienas han saltado sobre las gorilas obligándolos a emplearse a fondo para repeler el ataque; algunas han sido ya puestas fuera de combate de un mazazo, estampadas contra la pared, trituradas por un poderoso abrazo de gorila, pero la ofensiva ha conseguido desorganizar la defensa familiar y la jauría en pleno corre en pos de las crías que huyen. Una de ellas escapa de milagro a una dentellada, se cuela por el pasillo y pasa como una exhalación hacia el interior del taller. Yo, que naturalmente estoy del todo a favor de los gorilas, corro detrás del cachorro por ver si puedo ayudarlo, cerrar una puerta detrás de él o algo así, pero un grupo de hienas ha entrado también por el pasillo siguiéndole la pista. Gruñen como endiabladas, están furiosas, se encaran incluso a mí mostrando los belfos fruncidos y la dentadura sanguinolenta. Me acojono y me pongo a salvo subiéndome a una escalera de mano que se apoya en una enorme librería. Desde allí asisto a la desordenada carrera en persecución del gorilita, que chilla reclamando ayuda como un niño sin amparo. Lo llamo a gritos para que trepe por la escalera, pero cuando repara en mi mano tendida no tiene tiempo ya de encaramarse; le dan caza, ya lo tienen, varias fauces lo mordisquean indecisas, sabiendo que la pieza es privilegio de una de las hienas, la más siniestra, y que el resto tendrá que retirarse apresuradamente en busca de otra víctima. Ahora sólo quedamos en la habitación el gorilita paralizado por el terror, la enorme hiena que lo husmea, y yo, fascinado por la inminencia de algo que intuyo terrible. Veo a la cría panza arriba, a merced de su verdugo; veo a la hiena irguiéndose como un demonio hasta alcanzar cierto antropomorfismo; veo que empuña con las garras delanteras el mango de un hacha, la alza y descarga un golpe que amputa la mano del gorilita a la altura de la muñeca. La hiena, indiferente al chorro de sangre que le moja el pelo de las patas, vuelve a levantar el hacha y le corta la otra mano. El pequeño queda traspuesto, presa de un temblor que le agita los muñones, quiero pensar que incapaz ya de sufrir por la enormidad de sus heridas. La hiena, satisfecha, se retira llevándose los trofeos: con ellos confeccionarán macabros ceniceros que, ahora que me fijo, se ven por todas partes rebosantes de colillas. Estoy horrorizado, pero suena el teléfono y tengo que bajarme. Debe de ser Miquel Barceló: he de contarle lo ocurrido para que meta en vereda a las hijas de puta de las hienas. Descuelgo el aparato y a pesar de todo sigue sonando: algún maldito teléfono sigue sonando en alguna parte, no sé dónde demonios.
En la sala de estar de mi piso. Ring-ring, ring-ring. Salté a responder sin haber salido aún completamente del sueño.
– ¿Pablo?
– Gloria…, qué pasa. -¿Has leído El Periódico?
– Qué periódico…
– Han matado al hijo de Robellades.
– ¿A quién?
– Robellades, el detective.
– ¿Qué…?
– ¿Estás dormido?
– Dame un momento, haz el favor. Y empieza por el principio.
Para cuando Lady First se calmó y pudo explicarse más despacio yo ya había comprendido lo sustancial, pero la dejé hablar de todas formas:
– Lo acabo de leer en El Periódico de Catalunya, viene en la página 22, con foto y todo. Se despeñó con su coche por el hueco de una obra, anoche, aquí mismo, en el barrio. Y no está claro que haya sido un accidente, han iniciado una investigación porque hay otro coche implicado.
– Oye, espera, tengo El Periódico de hoy en casa, déjame que lo lea y te llamo.
Página 22, apartado Sociedad, sección Sucesos: «Aparatoso accidente mortal en Les Corts». Dos columnas. Foto: más allá de un tramo de valla metálica abatido, la cámara se asoma a un grandísimo agujero excavado; en el fondo, junto a la base de la grúa, se distingue un coche patas arriba. Pie de foto: «El vehículo colisionó contra la barrera de seguridad y cayó al vacío». Cuerpo: «El Periódico, Barcelona. Francesc Robellades Marí, de veintiocho años, ha ingresado cadáver esta madrugada en el Hospital Clínico de Barcelona a consecuencia de las heridas sufridas al precipitarse el vehículo que conducía en la excavación de un parking en construcción, sito en la confluencia de Travessera de Les Corts y Jaume Guillamet. En el accidente se vio implicado un segundo automóvil que según declaraciones de un testigo presencial a la Guardia Urbana se alejó a toda velocidad tras el suceso, ocurrido alrededor de la medianoche. En espera de esclarecer los hechos y reclamar las responsabilidades en las que pudiera haber incurrido el conductor fugado, se han iniciado ya las diligencias de búsqueda de este segundo vehículo, un Seat Ibiza de color rojo. Fuentes de la constructora responsable de las obras informan de que "el área afectada estaba debidamente iluminada" y "se habían observado todas las medidas de seguridad requeridas por la legislación vigente para este tipo de excavaciones". Según estas mismas fuentes, el resultado fatal del siniestro sólo encuentra explicación en la violencia inusual del choque, ya que el vehículo accidentado circulaba a velocidad muy superior a la permitida. Varios vecinos que oyeron el estruendo desde sus domicilios han confirmado esta hipótesis al referir el sonido de los motores y el chirriar de neumáticos que precedieron a la espectacular caída de doce metros de altura. Lamentablemente, las especiales circunstancias del accidente dificultaron las labores de auxilio a la víctima y, a pesar de los esfuerzos del personal médico y bomberos que acudieron al lugar de los hechos, no pudo hacerse nada por el joven conductor del vehículo, que falleció durante el traslado al hospital».
La puta.
Me acerqué el teléfono y marqué el número de Lady First. Descolgó inmediatamente.
– No te preocupes, puede que haya sido un accidente. Ocurren cada día cosas parecidas… -le dije, por ver de tranquilizarla.
– ¿Un accidente? ¿Qué esperas: que le pongan al muerto un pósit explicando que se lo han cargado? Está bien claro: la policía busca un segundo coche… Y ha sido a doscientos metros de casa y del despacho, no me digas que te parece una casualidad.
Y eso que a ella no le decía nada la calle Jaume Guillamet ni el hecho de que el segundo coche fuera pequeño y rojo.
– Bueno, es probable que esté relacionado, pero no estamos seguros. En cualquier caso vale la pena tratar de comprobarlo.
– Comprobarlo cómo.
– Puedo llamar a la redacción de El Periódico, o al Clínico, no sé, ya me ocuparé de eso. De momento cálmate y no salgas de casa.
– ¿Que no salga? Claro que no voy a salir. Pero aun así estoy aterrorizada. Tengo a dos niños en casa…
– Deja que me ocupe también de eso. Conseguiré que mi padre te envíe a alguien lo antes posible.
Logré convencerla. Supuse que estaba tan nerviosa que sólo esperaba que alguien organizara la acción por ella.
– ¿Has mirado el buzón de casa, a ver si ha llegado el sobre que te autoenviaste?
– Sí, esta mañana… Pero el buzón estaba vacío: me lo he encontrado sin la placa identificativa. Entonces me he acordado de que el día que vinieron a casa los Robellades bajaste a quitarla por no sé qué cosa. ¿No la volviste a poner en su sitio?
Mierda: no: no la había vuelto a poner en su sitio, olvidé hacerlo al salir del portal aquella tarde. El sobre debía de haber llegado hacía días y por mi estupidez lo habíamos perdido quizá definitivamente. Aunque si el envío no especificaba remitente lo probable era que hubiera sido devuelto a la oficina de correos del distrito y allí estuviera esperando a que alguien lo reclamara.
– Necesitaré tu carné de identidad para que me den el sobre en correos. O espera…, ¿lo enviaste a nombre de mi hermano?
– Lo envié sin nombre. Sólo con la dirección.
– ¿Y es la que aparece en tu DNI?
– Sí.
– ¿Qué hora es?
– Las nueve.
– Vale. Oye, en algún momento de la mañana pasaré por tu casa a recoger el carné. Si llegan antes que yo los tipos que te enviará mi padre, dales mi descripción para que me reconozcan.
– ¿Qué descripción?
– Chica, no sé: diles que soy un tipo atractivo, elegante… Y por si acaso añade que peso ciento veinte kilos, conduzco un Lotus Esprit y llevaré una camisa rojo sangre.
Nada como desayunarse con un muerto para despejarse de buena mañana. Lo sentí por el chaval, parecía buen tipo, y lo sentí casi más aún por su padre, probablemente porque le recordaba mejor la cara y es más fácil apiadarse de alguien cuyas facciones se retienen. Le habían amargado sin remedio la vejez, y su diente de oro relumbraría en adelante un poco menos. Me puse de verdadera mala hostia, cosa que me ha ocurrido menos de cinco veces en toda la vida: por Robellades-hijo, y por Robellades-padre, y por SP atropellado y hasta por The First desaparecido. El asunto pasaba a otra fase que requería arremangarse. Pero de momento, el siguiente movimiento era pertrechar una buena defensa siciliana.
Llamé a casa de mis SP's. Descolgó la Beba, y tuve que hacer un poco de comedia para no levantar la liebre. La encontré tristona, no tenía una idea muy clara de qué demonios estaba pasando, pero intuía que tenía que ser algo gordo. Me dijo que SP había pasado la noche despierto en su despacho y por la mañana había despedido a la asistenta. Le pedí que me desviara la llamada a la biblioteca.
– ¿Papá?
– Qué.
– Necesitamos a un par de tipos duros en casa de Sebastián.
– A buenas horas.
– ¿Has leído El Periódico?
– Y La Vanguardia, y El País, y el Abc, y El Mundo…
– ¿Te has enterado?
– Si te refieres a lo de Robellades-hijo, estoy al tanto desde anoche a las dos de la mañana.
– ¿Y por qué no me has avisado?
– Te he estado llamando desde las cuatro y media hasta las seis, en total no menos de veinte veces. La próxima vez que despistes a la gente que contrato para que te siga haz al menos el favor de escuchar los mensajes del contestador automático. Tengo a la Guardia Civil de media España esperando ver pasar un Lotus a doscientos cincuenta kilómetros por hora.
– Lo siento, no tenía ni idea de lo que iba a pasar.
– No te apures, no volverás a escaparte tan fácilmente.
¿Habría contratado un McLaren con piloto incluido? Era perfectamente capaz. La cuestión es que desde la madrugada tenía el domicilio de Lady First custodiado, pero no le había dicho nada a ella por no alarmarla. Se había enterado del accidente a través de la vigilancia a la que tenía sometido a Robellades-padre. Ya se había comunicado con alguien del Ministerio de Interior (SP nunca explicita nombres) y podía considerarse que la pasma había tomado cartas en el asunto: discretamente, en plan Miralles, como si dijéramos: nada de rellenar formularios en la comisaría de distrito.
– Me ha contado Eusebia lo de la asistenta.
– Sí. Le he explicado la situación sin entrar en muchos detalles y le he dicho que podía tomarse unos días libres hasta que las cosas volvieran a la normalidad. Pero ha preferido despedirse. Ésta no es su guerra. Y yo me he quedado también más tranquilo, la verdad. Le he firmado un cheque y listo.
– ¿Y mamá?
– Sigue sin dirigirme la palabra. Por cierto, no estaría mal que vinieras a verla. Con Eusebia termina todas las conversaciones peleándose.
– Me pasaré en algún momento del día. ¿Os llevo algo?
– Nos traen todo lo que necesitamos.
– Bien. Oye: dile a los gorilas que han ido a casa de Gloria que se den a conocer. Ya ha leído lo de Robellades en el periódico, y estará más tranquila si sabe que tiene protección.
Creo que por primera vez en la vida, SP aceptó recibir instrucciones mías.
Bueno, visto que mi Señor Padre ya había montado el grueso de la defensa a su manera, ahora tocaba mover mis hilos. Busqué en la agenda el teléfono de John en Dublín y marqué. Los lunes por la mañana no tiene clase, así que el domingo por la noche forma parte de su güiquén. Su voz, como era de esperar, sonó a cierta modalidad de resaca-martillo:
– Come on, leave me alone, could you please? I'm hangovering, and I'm not for your ass hole of…
No le di tiempo a terminar de jurar. Traté de hacerle entender que algo gordo estaba pasando y acabó por dejarme hablar.
Traduzco:
– Escucha John: vas a callarte un momentito y vas a responder una a una a todas las preguntas que te haga, ¿vale? Venga: primera: ¿has recibido mi mail?
– ¿Qué mail?
– Vamos bien. En cuanto cuelgues haz el favor de enchufarte a la Red y mira el correo. Léete lo que te envío y después pásale el texto a alguien que sepa algo de literatura inglesa, quiero que me lo daten. ¿Tenéis en el campus a algún filólogo documentado, o todo el profesorado es igual que tú?
– Se lo puedo enviar a Woung. Ha vuelto a Hong Kong de vacaciones, pero tengo su dirección. Oye, se puede saber…
– Tú léete el texto y cuando acabes serás el primer interesado en saber de dónde ha salido. Otra cosa: necesito un hacker. El mejor que conozcas.
– ¿Un hacker?
– ¿Cómo se llamaba aquel grupo alemán que se metió en el ordenador central de la Interpol?
– Stinkend Soft?
– Eso, tienes amistad con uno de ellos, ¿no?
– Con Günter. Nos conocimos en una de esas movidas campestres que montan con otros grupos…
– Vale, servirá. Necesito que me averigüen todo lo relacionado con el dominio worm.com. Es la dirección de donde he sacado el texto que tienes que leer. Quiero saber en qué servidor están alojados, a qué se dedican y si fuera posible quisiera entrar en el mismísimo disco duro del sistema de origen. Y apunta esto -esperé a que buscara un boli y le deletreé «Jaume Guillamet 15»-. Es una dirección de Barcelona: me interesa mucho saber hasta qué punto está relacionada con el dominio que te he dado. ¿Podrás conseguir todo eso de los alemanes?
– Si les insisto puede que hagan algún esfuerzo, pero no será como con Woung. Esta gente sólo se mueve por diversión, si no les propones nada interesante no se inspiran.
– No te preocupes por eso, tengo la impresión de que se divertirán. Lo primero que tienes que hacer al colgar es ponerte en contacto con ellos, y lo segundo leerte el texto. Son setenta páginas, te doy tres horas. Tengo que salir de casa de aquí a un rato, ¿para cuándo podrás confirmarme que podemos contar con tu amigo Günter?
– No sé, puedo intentar citarlo en el chat del Metaphisical. Y también a Woung. ¿Digamos a las cinco…?
– ¿No puede ser antes?
– ¿Antes?: eres un cabrón de mierda: a Günter tengo que localizarlo en Berlín por teléfono, y es posible que no esté en casa…, y además me estás jodiendo con tus…
– John!
– ¡Qué!
– Gracias.
– Vete a tomar po'1 saco.
Lo último fue en gaélico y precedió inmediatamente al cataclong de colgar el teléfono.
Enseguida, preso de un ataque de hiperactividad, consulté en la cabecera de El Periódico y marqué en el teléfono uno de los números que encontré.
– Primera Plana, buenos díaaas.
– Buenos días. Quisiera cierta información adicional sobre una noticia que ha aparecido hoy de El Periódico de Catalunya…
– Un momento, por favor, le paso con redacción.
En redacción otra señorita me pasó con Cosas de la Vida y en Cosas de la Vida un tipo me puso con Sucesos. Al fin llegué a alguien que parecía saber algo por sí mismo, pero resultó ser de los impertinentes:
– De qué empresa llama.
– Bueno, llamo en mi propio nombre.
– ¿Y cuál es su propio nombre, si no es mucho pedir?
– Pablo Cabanillas.
– ¿Pariente del político?
– Nada que ver.
– ¿Pariente de alguien que valga la pena mencionar?
Hijo bastardo de tu puta madre y un auxiliar de la Quinta Flota, iba a decir, pero me contuve.
– Soy investigador privado, no tengo inconveniente en darle mi número de licencia si es necesario. La cuestión es que este accidente puede tener que ver con uno de mis clientes.
– Lo siento, licenciado, pero no facilitamos más infomación que la que se publica.
– Lo supongo, pero no espero que me digan nada que no pudiera averiguar yo mismo pasándome por el lugar del accidente, sólo pensé que el reportero que hubiera estado allí podría ahorrarme un poco de trabajo, nada más.
– No hacemos excepciones a la norma. Además, el redactor que cubrió la información no está en este momento.
Bah: a la mierda. Sólo uno de cada diez mil tíos es así, pero cuando uno da con él no hay nada que hacer. Y supuse que la Guardia Urbana aún iba a ser menos explícita, así que decidí adelantar otra de las vías de investigación posibles. Busqué el número del despacho de Robellades entre los papeles salidos de mi impresora y llamé. Contestó una voz distinta a la de la primera vez, una veinteañera.
– Buenos días, ¿con el señor Robellades-padre, por favor?
– ¿De parte de quién?
– Pablo Molucas, un cliente.
– Ah, sí: el señor Robellades dejó anoche un informe para usted. Tendrá que ausentarse durante un par de días a causa de un fallecimiento en la familia. No hay nadie más en la oficina, pero si no puede usted pasar a recogerlo puedo enviárselo con un mensajero, a menos que prefiera esperar unos días y comentarlo con el propio señor Robellades…
Le dije que estaba enterado de la muerte del chaval por el periódico y, después de preguntarle, me explicó que lo enterraban al día siguiente. Trasladarían el cuerpo a la capilla ardiente de Sancho de Ávila esa misma mañana. Le pedí también que me recordara la dirección de sus oficinas y quedé en que seguramente pasaría esa misma mañana a recoger el informe.
A lo visto, los del anatómico-forense habían dado por examinado el cadáver. ¿Qué podía concluirse de eso?: ni puta idea. Aproveché el momento de incertidumbre para hacerme el primer café, fumarme un porro de mil pelas, ducharme y vestirme. Pensé que la actividad me ayudaría a canalizar el mal rollo.
En la calle, el sol, la primavera redondeando su exposición final: aceras iluminadas como pasarelas de desfile, amas de casa fatigando mercados, grupos de oficinistas volviendo del desayuno, viejos ávidos de infrarrojos y palomas mutiladas comiendo guarrerías. Afortunadamente la generación Play Station estaba ya en el colegio y nadie daba po'1 saco con bicicletas y pelotas. Llegué al cruce de Guillamet y Travesera sin darme cuenta del camino que seguía, torciendo aquí y allá al capricho de las aceras en sombra.
Cuando llegué a la esquina del accidente, nada me pareció indicar que hubiera ocurrido un choque esa misma madrugada. Las vallas amarillas que formaban un pequeño paso protegido para los peatones se habían restituido, y la otra valla continua de chapa metálica que limitaba la excavación había sido reparada. Tuve que fijarme para identificar el lugar del golpe, pero una vez encontrado el primer indicio, los demás fueron apareciendo solos: el brillo del polvo de cristales sobre el asfalto, algún travesaño metálico deformado y, sobre todo, un largo frenazo que oscurecía el piso en un trazo curvo. La prolongación imaginaria de su trayectoria indicaba que el coche procedía de Guillamet y se había abierto demasiado al tomar la curva con Travesera. Se reconocían también evidencias de otro frenazo, de huella más fina y corta, que se detenía en seco poco antes de cortar oblicuamente al más largo. Eso sugería dos coches a toda hostia tratando de detenerse en plena curva: uno se lleva las vallas por delante y derriba el murete metálico; el otro se detiene poco antes, o quizá choca con el primero, a juzgar por el brillo de cristalitos amarillo auto.
Para salir de dudas quise ver si el vehículo caído mostraba alguna abolladura lateral, de modo que eché un vistazo al hueco de la excavación por encima del murete. La altura era tremenda, como de cuatro o cinco pisos, y no parecía fácil izar un coche desde el fondo, pero el coche ya no estaba allí. La única línea de investigación posible en estas circunstancias era seguir hacia atrás las huellas del frenazo y tratar de establecer dónde pudo iniciarse la persecución, si es que la hubo. El tráfico escaso en aquel tramo me permitió embocar Jaume Guillamet caminando por la calzada, atento al suelo. A menos de cincuenta metros por debajo del número 15 (justo al lado del taller de chapa y pintura) encontré otra huella de neumáticos: una arrancada furiosa, sin duda. Eso era lo que andaba buscando, pero no quise detenerme allí mucho tiempo y seguí caminando. Se me ocurrió entonces hacerme pasar por periodista y tratar de sacarle información a alguno de los vecinos que mencionaba El Periódico. Pero a la vista de los numerosos edificios desde donde era posible haber visto algo comprendí lo difícil que podía ser la labor de identificar a esos testigos. Y comprendí también lo absurdo de ponerme a investigar la muerte del detective que había contratado justamente para investigar por mí. Absurdo y acaso peligroso.
Me costó el tiempo de un Ducados entero ver pasar un taxi libre. Lo paré y le pedí al conductor que me llevara a la entrada principal del Clínico. Antes de recoger a Bagheera bien podía husmear un poco por allí, quedaba apenas a un par de manzanas por debajo del garaje de Villarroel donde la había aparcado.
– Quisiera saber si sigue aquí el cuerpo de Francesc Robellades o si lo han enviado a algún tanatorio exterior. Ha muerto esta noche en accidente -le dije en el hospital a la tipa del mostrador de información, muy solícita. Consultó en el misterio de una pantalla de ordenador de la que yo sólo veía la trasera:
– El cadáver ha salido ya del Instituto Forense. Deben de estar a punto de trasladarlo a Sancho de Ávila.
– ¿Sería posible hablar con algún médico que conozca el caso?
Algo me dijo la tipa acerca de los horarios de información médica, pero me desanimó advirtiéndome que suelen hablar sólo con la familia más directa. Sé que Sam Spade se hubiera ido directamente a la puerta principal del pabellón adecuado, hubiera recorrido los pasillos haciéndose pasar por neurocirujano y habría conseguido incluso examinar el cadáver con sus propios ojos. Y no digamos lo que hubiera conseguido la señora Fletcher. Pero a mí me daban vahídos sólo de pensar en ir examinando cadáveres de accidentados hasta dar con el que me interesaba. No me quedaba más recurso que la retirada.
Ya había dado las gracias a la chica de información cuando se me cruzó una idea:
– ¿Sabes si está ingresado aquí un tal Gerardo Berrocal?
Escalera 11, segunda planta, traumatología, habitación 43: allí estaba el Berri.
– ¿Se puede saber desde aquí qué tiene?
La chica consultó la ficha electrónica: contusiones, tibia rota con herida abierta y una muñeca bastante machacada. Nada agradable, pero podría volver a subirse a una moto.
Me llegué andando hasta el parquin de Villarroel, saqué de allí a Bagheera y volví al barrio rodando lento. De camino me acordé de mis Ángeles de la Guarda y busqué el Opel Kadett blanco por el retrovisor. Allí estaban; pero no solos: comprendí que venían asistidos por aquella enorme Honda que pululaba a mi alrededor. Eran no menos de setecientos cincuenta centímetros cúbicos puestos al mando de un mequetrefe forrado en cuero y rematado por un casco integral. Suficiente para no perder a un Lotus en la autopista.
Paré en el portal de The First. Dejé a Bagheera en doble fila con los intermitentes encendidos y entré con la esperanza de que me dejaran subir a por el DNI de Lady First.
En el jol, además del conserje -que no era el mismo que había visto en mis anteriores visitas-, había también un gorila. No sé cómo había conseguido SP que los vecinos aceptaran la presencia de un tipo así en el jol de un edificio respetable, pero lo había hecho. Me reconoció sin dificultad según la descripción de Lady First, lo noté en que dejó de mirarme enseguida, me dio la espalda y se llevó una mano al oído para hablarle a un pequeño micrófono que llevaba oculto en algún lugar de la americana. Di los buenos días. Contestaron. Me fui directo al armario de los buzones, busqué por encima con la mano hasta dar con la chapa escondida y la restituí a su lugar en el buzón correspondiente. Ellos me dejaron hacer hasta que, cuando me dirigía a los ascensores, el que hacía de conserje me salió al paso.
– ¿Pablo Miralles?
– Sí. Voy a ver a mi cuñada.
– Está intentando dormir un poco. Me ha dejado esto para usted.
Era su DNI: Gloria Garriga Miranda. Bueno: eso me ahorraba subir al ático. Me volví a Bagheera. Estaba empezando a tener un estrés de cojones.
En correos había una modesta cola que compensaba su escasa longitud tardando una eternidad en avanzar y conseguía así ser lo suficientemente irritante. Un cartelito impedía fumar. Un niño desescolarizado y sin collar trotaba por la oficina ante la indulgencia de su mal llamada madre. Un perro fue en cambio obligado a esperar en la puerta mientras el amo chupeteaba gran cantidad de sellos. El perro se estaba razonablemente quieto y no llevaba calzado fosforescente, pero el género humano ha pecado siempre de inicuo. Me llegó el turno en la ventanilla justo cuando ya estaba a punto de inmovilizar al niño por el método de soltarle un directo en el plexo solar. Lo salvó la campana en forma de funcionario con gafas que me miraba con cara de «y tú a qué coño has venido».
– Vengo a buscar un sobre.
– ¿Tiene el resguardo?
– No, pero es que…
Dio lo mismo lo que dije después. El tío volvió a la misma pregunta después de toda mi explicación, aunque esta vez acompañó la interrogación de un tono que expresaba su infinita paciencia con la panda de palurdos que acudían cada mañana a importunarlo. Volví a intentarlo empezando por el principio, pero ahora ya ni siquiera me miraba, parecía más interesado en una de sus uñas:
– Sin resguardo no le puedo entregar ningún sobre.
En lo que a mí respectaba, el asunto acababa de entrar en Fase B:
– Muy bien: quiero hablar con el director de la oficina, por favor. Inme-diata-mente.
– Lo siento pero no puede ser.
– ¿No? Pues si no sale inmediatamente el director de la oficina voy a poner esa silla en el centro de la sala, me subiré a ella, me bajaré los pantalones, después los calzoncillos, y si para entonces todavía no ha salido el director, empezaré a masturbarme ahí mismo, delante de toda esta gente: señoras, niños y perros incluidos. Además pienso eyacular lo más lejos que pueda, y le advierto que puedo bastante. Usted verá lo que le conviene.
– Oiga: ya le he dicho que el director no puede salir. Y si insiste voy a tener que llamar a la Guardia Urbana.
– Cumpla con su obligación, pero adviértales que traigan un par de esponjas porque van a poder abrir un banco de semen municipal con lo que voy a dejar pegado en esa pared. Llevo almacenando material desde hace dos semanas, amigo.
– Y a mí qué me explica.
»A ver, el siguiente, por favor.
El tipo se creía muy duro, pero no sabía con quién se la estaba jugando. Me di media vuelta, agarré la silla que había señalado, la puse en medio de la oficina haciendo todo el ruido que pude y me subí en ella no sin cierta dificultad dada mi constitución poco propicia a la escalada. Después, desde aquella atalaya que enfatizaba mi masa triunfante, hice unos cuantos pases de prestidigitador para asegurarme de que todo el mundo mirara antes de empezar el espectáculo desabrochándome lentamente la camisa:
– Cin-co lobi-tos tie-ne la lo-ba…
Ilustré la tonada con la derecha alzada, ensayando la conocida coreografía dígito-manual que suele acompañarla. Para cuando a la zurda le quedaban todavía por desabrochar dos botones de la camisa, vi que el tipo de la ventanilla se escabullía por una puerta hacia el interior invisible de la oficina. Enseguida bajé de la silla, la puse en su sitio, me abroché y, cuando el tipejo volvió a aparecer con su superior, yo ya parecía una persona aproximadamente normal que esperaba junto al mostrador. La superior en cuestión era una mujer de unos cuarenta y pico, con traje de chaqueta gris y una chapita de Correos colgada de la solapa: la estampa de la eficiencia. Le expliqué que debido a unas obras de remodelación en la finca de mi cuñada a su buzón le faltó la placa identificativa durante unos días, etcétera. Después de algunos titubeos terminó por entregarme el sobre a cambio de que le firmara un papelote y, además del DNI de Lady First, presentara el mío propio. Por suerte no le importó que estuviera caducado.
Volví a la Bestia y aparqué encima de una acera para examinar el sobre tranquilo.
Salió de allí una carpeta de cartulina llena de papeles. Muchos papeles. Lo primero era un informe de varias páginas redactado por un gabinete americano de informes comerciales. Me detuve un poco en él. Lo segundo fue un tríptico de propaganda de un aparato de gimnasia. Lo desestimé enseguida. ¿Metió Lady First los papeles en el sobre tal como salían del cajón?, me pregunté. Pero el oficio de detective no es tan fácil como parece: no sólo hay que hacerse buenas preguntas, hay que saber también qué significan las respuestas, y mi inteligencia silogística se ve estorbada por un exceso de imaginación, así que en cuanto llego a la única respuesta posible a un enigma enseguida se me ocurren otras veinticinco posibilidades que me la estropean. Total, durante un buen rato estuve simplemente pasando papeles ante mis ojos, a ver qué se me ocurría. Había de todo: copias de cartas a clientes, una tarjeta de visita (Bernardo Almáciga, Peluqueros), más informes comerciales, una factura de taller pijo por una puesta a punto y cambio de aceite de Bagheera (ochenta y tres mil pelas, IVA incluido), un catálogo de corbatas Gucci, consultas impresas desde Access, una nota manuscrita con la estupenda letra de mi Estupendo Hermano («La mitad es menos de lo que él piensa», decía la nota) y…, hacia el final del montoncito, varios folios impresos y grapados que mostraban una larga lista de direcciones. Traía una fecha de cabecera: 22 de junio; direcciones concretas de varias ciudades europeas: Burdeos, Manchester… Enseguida, en la página 3 encontré ésta:
G. S. W. Amanci Viladrau
Password: 25th Montanyá St.; 08029-Barcelona (Spain)
Address: 15 th, Jaume Guillamet St.; 08029-Barcelona (Spain)
Y la encontré enseguida porque, además de que yo ya esperaba encontrarla, estaba envuelta en un círculo aproximado que le destacaba. Y en el exterior del círculo, trazado con el mismo lápiz y estupenda caligrafía, había escrita una sola palabra:
«Pablo.»
Me dio un repelús y estuve a punto de soltar el papel en un movimiento reflejo. Ver mi nombre allí me pareció cosa de malaje, no sé, una representación gráfica de mi persona ante aquel jardincillo cercado de la calle Guillamet, como una premonición nefasta que había empezado a cumplirse.
Ya arrancaba el motor cuando tuve una ocurrencia súbita: mi Estupendo Hermano me llama siempre Pablo José, como mi Señora Madre. Y lo hace sólo porque sabe que no me gusta que me llamen así, pero incluso en sus posits de uso privado escribe siempre P José, lo mismo que en su agenda grababa en el teléfono. Y sólo de pensar en que mi Estupenda Cuñada hubiera falsificado esa nota imitando la letra de su marido con el propósito de que yo la viera y prestara atención a la dirección indicada, me daba una especie de vértigo.
De nuevo saber más era saber menos, pero preferí no ofuscarme en la contemplación del abismo y conduje hacia el despacho de Robellades.
El tráfico era de puta pena, y el departamén d'educasió de la Yeneralitat debía de haber abierto ya las jaulas, porque un par de cachorros humanos con cartera escolar (o esos sustitutos modernos, con ruedas y toda clase de gachets) pretendieron acercarse a la ventanilla para mirar el interior de Bagheera. Les gruñí y salieron disparados hasta parapetarse en un buzón de correos, desde donde me dedicaron un ostentoso corte de mangas. Tenía razón Ignatius Really: ya no hay ni Geometría, ni Teología, ni leches en vinagre.
Llegué al despacho de Robellades media hora después. Resultó ocupar el segundo piso de un edificio viejo. La chica que encontré en recepción era la misma del teléfono. Me parece que le gusté en cuanto me vio, no sé, supongo que represento para las mujeres justo lo que les han enseñado a no desear y a veces noto que eso les da morbo. Pero se limitó a ser amable, dentro de la compunción a la que las luctuosas circunstancias obligaban. Recogí el sobre, le pagué los sesenta papeles de la minuta que también me entregó, y en un momento volví a estar abajo, ante un guardia que apuntaba la matrícula de la Bestia.
– ¿Multa?
– Sí, señor: ha estacionado usted en una zona de carga y descarga, reservada a vehículos comerciales.
– ¿Serviría de algo decirle que he venido a cargar este sobre?
– ¿Y me va a decir también que éste es un vehículo comercial?
– Es un taxi kuwaití. Ya sabe cómo son estos jeques…
– Ya: le ponen a sus taxis deportivos matrícula de Barcelona.
– La B es de Burqan, al suroeste de país. Qué casualidad, ¿no?
– Buen intento. Pero tendrá que decirle al jeque que recurra la multa.
Ocho mil pelas. ¿Cuánto será en euros? Pensé en pagarla en ese mismo momento, pero preferí que le llegara a mi Estupendo Hermano para joderle un poco la reaparición. Di una vuelta a la manzana y me subí a otra acera amplia, en la Carretera de Sarriá, para leer el informe. El sobre era también de buen tamaño, pero más fino que el de correos: contenía sólo tres folios escritos a máquina:
Barcelona tal de tal: Sres. Molucas, informe preliminar de bla-bla-blá, desaparición de Eulalia Robles Miranda (¿de qué me sonaba a mí ese apellido?), etcétera, página y media de etcéteras que desestimé, y al final una conclusión en negrita:
«Consideramos, tomando las debidas reservas, que probablemente su desaparición está relacionada con la de Sebastián Miralles, que a su vez parece mantener cierto conflicto de intereses con una empresa inmobiliaria, con sede probable en Bilbao o sus alrededores, cuya resolución lo mantiene ilocalizable.
»Finalmente, por todo lo expuesto, no podemos descartar que las dos personas mencionadas viajen juntas por propia voluntad y se hallen en estas fechas en algún lugar del norte de España.»
La repera. El trabajo de los Robellades era bueno, me di cuenta en cuanto releí el informe entero, sin saltarme la exposición previa a las conclusiones, pero la última fuente con la que habían tenido tiempo de entrar en contacto había sido sin duda mi Señora Madre, la reina de la desinformación. Si el KGB hubiera contado con sus servicios, hoy día Tejas sería una República Socialista Soviética: sólo ella podía haber sugerido a Robellades lo de la inmobiliaria vasca: inmobiliaria que no podía ser otra, naturalmente, que la Ibarra que daba nombre a mi bote de mayonesa. Y por un momento, al comprobar que en, ninguna parte se hacía referencia a la casa de Jaume Guillamet, sentí que me liberaba de un peso invisible puesto que nada conducía a pensar que la muerte del chaval tuviera nada que ver con mi encargo. Sólo que enseguida me acordé de las huellas de los neumáticos y los cristalitos de intermitente a cincuenta metros de aquel jardincillo de Guillamet. Si era casualidad, era mucha casualidad. Parecía más acertado pensar que Robellades-hijo hubiera encontrado alguna nueva pista cuando su padre ya tenía un primer informe redactado, y decidió seguirla hasta el fondo de la excavación de un parquin, a doce metros bajo el nivel de la calle.
Aún me quedaba un puñado de billetes que me había metido en el bolsillo al salir de casa, pero me paré lo mismo en un cajero a por cien más. Después, retomando Travesera, se me ocurrió pasarme a ver al Nico. Quizá pudiera comprar algo de farlopa, y en cualquier caso no me vendría mal repostar costo, con tanto ajetreo el pedrusco de cinco talegos había menguado considerablemente. Paré un momento en doble fila y me adentré un poco en los jardines.
Ni rastro del Nico.
De vuelta a la Bestia me crucé con el Ángel de la Guarda que ya conocía de la gasolinera. Había bajado del Kadett tras de mí al verme desaparecer por los jardines.
– Perdona que te haya hecho correr, he parado sólo un momento a ver si encontraba a un amigo -le dije.
– Nada, a tu rollo. Son gajes del oficio.
– ¿Tienes hora?
– Las dos.
Hora de ir pensando en la manduca:
– Oye: os invito a comer.
– Ffff…, habrá que preguntárselo a López.
López resultó ser el otro Ángel de la Guarda, que se había quedado en el coche. Nos acercamos. Era un cincuentón barrigudo, vestido con una americana pasada de moda. Le repetí la invitación hablándole por la ventanilla.
– Gracias, pero no puede ser.
– Venga, hombre: tengo hambre y en cuanto entre en un restaurante tardaré un buen rato en salir. ¿Qué vais a hacer vosotros mientras, quedaros aparcados en la puerta y pedir una pidsa?
– No conviene que se nos vea juntos.
– Bueno, podemos quedar en algún sitio que esté un poco lejos y salimos zumbando hacia allí por separado. Dudo que nadie pueda seguirnos.
El tipo seguía dudando. Insistí:
– Mire, tengo mal día. Han secuestrado a mi hermano, atropellado a mi padre y asesinado al detective que contraté para que investigara. No me apetece comer solo.
Se ablandó. Me preguntó si me gustaba la paella, le dije que sí.
– ¿Conoces los merenderos de Las Planas, enfrente de la estación? Vete para allí por la carretera de Vallvidrera. Te seguirá la moto. Nosotros nos rezagaremos un poco.
Tomó una radio de mano del soporte que la alojaba en el tablero central y dijo algo a alguien que escuchaba en algún sitio. Era un tipo listo, el barrigón: el continuo zig-zag de la carretera de Vallvidrera le daba ventaja a la moto sobre cualquier coche. Así que hubo paella, costillitas de cordero y vino barato del que se bebe en porrón, bien frío aunque sea tinto, mejor aún con una parte de gaseosa. Y también hubo estomacal, y farias, y buena conversación hecha de pura narrativa: episodios escabrosos a cargo de López, ex policía, y picaresca arrabalera de Antonio, ex quinqui robacoches. El motorista y yo hicimos sobre todo de oyentes. Buena gente. Nos volvimos a Barcelona despacio, un poco achispados: ellos con ganas de aparcar delante de mi portal y echar la siesta en el coche.
Yo también quise irme a dormir nada más llegar a casa, pero antes no pude evitar conectarme un momento a la Red.
Fui directo a worm-com, entré en el sait, introduje la contraseña «molucas_worm» en el casillero, y me encontré en la página de las preguntas referentes a The Stronghold. ¿Que qué llevaba Henry en la mano cuando conoció a la reina?: un red kerchief ¿Que a qué se dedicaba el rey en el patio de armas?: a training; así hasta completar las veinte preguntas, no siempre tan triviales, que me obligaron a consultar dos o tres veces el texto impreso antes de elegir la opción pertinente en la lista de respuestas. Le di al Submit y crucé los dedos.
Bingo. Ahora, bajo el título, «Welcome to the Worm Gate», tenía a la vista tres frases en inglés moderno. Estas tres que traduzco:
EL CAMINO ES LARGO Y ESFORZADO. NO SIEMPRE UNA VIDA ES SUFICIENTE.
PREGUNTA A TU CONCIENCIA. POBRE DEL QUE SE APROXIME CON INTENCIONES IMPURAS. AUNQUE JAMÁS LLEGARÁ AL CORAZÓN DE WORM, SERÁ PERSEGUIDO.
PREGUNTA A TU CONCIENCIA. BIENVENIDO EL QUE SE APROXIME CON EL ALMA BLANCA. AUNQUE NO LLEGUE AL CORAZÓN WORM, SERÁ BIENAMADO.
O sea: tres anillos para los reyes elfos bajo el cielo y la abuela fuma. Sólo eso, un link con la dirección mail@worm.com y un botón que decía First Contact. Todo aquello era un poco pueril, de acuerdo, pero daba nosequé, y ahora tenía motivos para pensar que las amenazas no eran vanas. Bah: le di finalmente al botón: con un par de huevos. Por suerte la dirección postal que había escrito el día antes -al llenar el primer formulario para conseguir la clave de acceso- era, aunque falsa, próxima a la real, porque lo que se me mostró cuando terminó de cargarse la ventana emergente fue un nombre y un número de teléfono asignados por cercanía geográfica a mis señas. Concretamente, este nombre y este número de teléfono:
Villas, 93 43 0 13 2 1
Por supuesto, en cuanto hube dado un respingo sobre la silla, corrí a buscar el papelito en el que había apuntado los números grabados en la memoria del móvil de The First. Lo encontré: Villas, 93 430 13 21.
Volví a la pantalla. «Call this number and tell the Worm you are Molucas-worm», decía la frase escrita bajo el número.
Demasiado rápido. De-ma-sia-do rá-pi-do. Calma. Tranquilidad. Pensemos. Había llamado ya a ese número: había llamado, habían contestado e inmediatamente habían colgado, me acordaba muy bien, había hecho dos o tres intentos. ¿Sería porque no di ninguna contraseña? Ahora la tenía, pero ¿era conveniente?
Al cabo decidí que valía la pena esperar a tener una primera impresión sobre la autenticidad de The Stronghold. Eso me hizo caer en que en poco más de una hora tendría que estar preparado para entendérmelas con otro trío muy distinto al de mis Ángeles de la Guarda: un metafísico irlandés atormentado por la resaca, un informático alemán y un filólogo chino especializado en literatura medieval inglesa.
Hay que joderse con la de malabarismos que se requieren para preservar una vida tranquila.