El despertador sonaba -seguro: no podía ser otra cosa ese pi-pip horrísono-, pero mi sistema operativo tenía instrucciones precisas para no despertarme así como así. Rodaba el programa de generación de eventos oníricos: en pantalla una inmensa llanura de color blanco, folio infinito; caen del cielo diminutos rayos que más bien parecen pequeños tornados, se desploman lentamente sobre el suelo de papel y lo perforan. Al principio son tenues y espaciados, una molestia que obliga a avanzar con tiento para no meter el pie en los agujeros; pero la lluvia arrecia, el suelo está cada vez más perforado, el avance se hace difícil.
Agobio total: zas: manotazo al despertador.
Estaba tendido en la cama, destapado, con la camisa puesta y los pantalones a medio bajar. Al menos había llegado a la cama, principio y fin de todos mis rumbos; incluso había alcanzado a conectar la alarma del despertador. Imagen desoladora del dormitorio. Resaca severa. Dolor de cabeza, ardor de estómago. Muchos agujeros: la Fina, agujero insondable; borzogs que perforaban el suelo con sus piernas convertibles; lluvia de torbellinos taladradores; y ahora otro agujero en el desagüe del fregadero, a cuyo grifo me amorré sediento. Las doce. Lo mejor que le puede pasar a una pieza de mantequilla es que la unten en un cruasán. Pero no había cruasanes. Siempre falta algo. Jueves 18 de junio, Día Internacional del No-Ser. Sólo me consoló el pensar que estaba a punto de cobrar el resto de mis cincuenta mil pelas. Me afeité, tomé café, fumé un porro, me vestí con la misma ropa de la noche anterior y salí a la calle tratando de ajustar mi vida a algo que pudiera parecer un guión cinematográfico: acción, diálogo y las mínimas comidas de coco posibles.
El Luigi estaba al pie del cañón:
– ¿Ya has amanecido?
– No me hables, haz el favor… Y ponme un cortao. -¿A qué hora te acostaste?
– Ni idea.
– O sea, que no has mojao…
– No me jodas mucho, Luigi, que tengo que ir a casa de mis padres y me he de poner a tono. -Huy, mal de pasta te veo…
– No: mi padre, que se ha roto una pierna. Oye, me voy que tengo que pasar antes por el despacho a cobrar una faena. Luego te pago.
Por suerte no hacía mucho sol y pude llegar a Miralles amp; Miralles sin haber de dar rodeos buscando aceras en sombra; pero subí las escaleras sintiendo cada escalón punzándome la sien. En recepción, como siempre, la María.
– ¿Está mi hermano visible?
Me fijé en la pared de cristal de su despacho. No se le veía entre las lamas de la persiana metálica; ni siquiera estaba encendida la luz.
– No ha venido esta mañana. Hoy es el día de las ausencias…
– ¿Que no ha venido?
Me sorprendió tanto la novedad que ni siquiera me entretuve en valorar lo de «el día de las ausencias», tan parecido a mi Día Internacional del No-Ser y la proliferación de agujeros por todas partes.
– Ha llamado tu cuñada: está enfermo, la gripe o algo así. Me ha dicho que tenía mucha fiebre y no ha podido ni levantarse. Muy mal tiene que estar.
– ¿Y cómo vais a apañaros sin Su Excelencia?
– Pues ya veremos, porque todo acaba pasando por él. De momento el Pumares va retrasando todo lo que puede. Y por si fuera poco tampoco ha venido la secretaria de tu hermano. Y sin avisar.
Dejé a la María con sus teléfonos y salí de las oficinas con el humor torcido. No me quedaban por los bolsillos más que tres o cuatrocientas pelas y, sin saber dónde meterme, anduve unos minutos callejeando alrededor de la manzana. Después de pensarlo un poco resolví acudir primero a casa de mis Señores Padres y hacerle una visita de cortesía a mi Pobre Hermano Enfermo justo después. Seguro que tenía pasta en casa, lleva siempre en la cartera varios billetes azules, eso sin contar con su Estupenda Tarjeta de Crédito. De momento, incapaz de enfrentarme inmediatamente ni a mi Señor Padre ni a mi Señora Madre -y mucho menos a los dos juntos, atacando en equipo me desvié hacia casa para liar un porro y sacudirme un poco la resaca. Fumé el canuto sentado en el sofá y preparé otro para entretener los diez minutos de camino hacia el calvario.
El domicilio habitual de mis SP's se eleva sobre la orilla oeste de la Diagonal y ocupa completamente los dos últimos pisos de uno de los edificios más pijos del barrio, habría que llegarse hasta el corazón de Pedralbes para encontrar algo comparable. Con decir que el conserje lleva uniforme con gorra de plato creo que puede hacerse uno una idea: Mariano Altaba, se llama: señor Alzaba, según la norma de SP que aconseja tratar al servicio de usted y con el máximo respeto. Supongo que eso le hace sentir menos culpable de que le suban el correo y le bajen la basura a cambio de un salario que a él no le llegaría para suscripciones a revistas de caza y pesca. Mi Señor Padre es de los que se avergüenzan de tener dinero, pero tampoco acaba de decidirse a prescindir de él.
El Mariano (don Mariano Altaba) no estaba solo. Lo acompañaba un guardia jurado grandísimo que me remiró con cara de no saber a qué atenerse conmigo. La Comunidad de Distinguidos Vecinos debía de haber resuelto que las alarmas por satélite geo-estacionario no eran suficientes para protegerse de las hordas bárbaras. Por suerte el Mariano hizo gestos inequívocos de conocerme y el jurado se desentendió de mí. «Hombre, Pablito, ¿por dónde andas haciendo mal?» Ni se molestó en ponerse la gorra de plato que se quita en cuanto no lo ve nadie. Sólo viví con mis Señores Padres en aquel piso un par de años, de los dieciséis a los dieciocho, pero el Mariano aún debe de acordarse de las movidas que montaba en verano, cuando los viejos desalojaban hacia Llavaneras con la Beba y su Estupendo Primogénito y me dejaban en paz en la residencia de invierno. Contesté a su saludo con una gracia cordial y subí en uno de aquellos ascensores que te dejan los cojones en suspensión cuando inician la frenada. Recuerdo que una noche especialmente loca nos fuimos detrás del campo del Barsa en busca de una puta dispuesta a hacerle una paja al Quico en ese cacharro supersónico. Tuvimos que contratar a dos porque ninguna se fiaba de irse sola con tres tíos. La gracia estaba en que el Quico se corriera coincidiendo con la frenada del aparato: tres intentos en cosa de media hora, el tercero certero. Lo malo fue que el espejo quedó todo él estucadito y hubo que darle con fisprús pa los cristales. Justo este espejo que ahora me reflejaba quince años más viejo, cuarenta kilos más gordo, y quizá, después de todo, un poco más sensato.
Llegado al decimocuarto y último llamé a la puerta de servicio. Iba a abrirme la Beba de todos modos, así que preferí ahorrarle el rodeo hasta la entrada principal. Últimamente le costaba caminar.
– ¡Pablito!
– ¡Beba!
– ¡Uhhh, qué gordo te has puestooo!
– Para hacer pareja contigo, culona, ven aquí.
La abracé toda ella y aún traté de levantarla en vilo, cosa que sólo conseguí a medias. A ella le dio la risa:
– ¡Pablo!: ¡que me vas a tirar al suelo!
La solté. Me cogió la mano, se la llevó al regazo -la Beba tiene regazo incluso cuando está de pie- y tiró de mí hasta la cocina. Al pasar reconocí en el cuarto de la plancha a la asistenta de turno; seguía siendo la misma que en mi última visita, cosa extraña, una chica de unos veinte años. La Beba movió dos sillas sin soltarme y nos sentamos frente a frente, a un palmo de distancia.
– ¿Cuánto'hace que no vienes a vernos, descastao?
– Nos vimos en Navidad.
– Rediós: y estamos a finales de junio, mal hijo… ¿Vienes por tu padre?
– Sí…, bueno, por todos. Pero me han dicho que papá se ha abollao el chasis.
– Brrrrr: procura no llevarle mucho la contraria qu'está d'un humor que pa qué…
– ¿Y mamá?
– Como siempre… ahora s'ha'puntao a unos cursos d'inglés.
– ¿No estaba haciendo uno de restauración de muebles?
– Lo dejó enseguida por el olor de barniz. Que le daba jaqueca, decía: «jaqueca»; mal de cabeza, vaya. Ahora l'ha dao por el inglés. S'ha comprao un ordenador con discos qu'hablan y el que tiene mal de cabeza ahora es tu padre. No le digas que te 1'hi dicho…
Se rió con toda esa caraza que tiene, pero enseguida recompuso el gesto al oír la voz de mi Señora Madre que se acercaba tras la puerta que comunica con el comedor.
– Eusebia, espero que no hayas olvidado pedir el paté de ciervo…
– ¡Pablo José!, ¿por dónde has entrado?
– Hola, mamá. Por la puerta de servicio. No se oye, desde dentro…
– Cielo santo: pareces un camionero. Deja que te vea. Me tomó la cara con las dos manos, me besó los carrillos y se quedó mirándome.
– Estás gordísimo. ¿Y esta camisa que llevas? ¿No tienes otra?
– Es que me olvidé de lavarlas…
– Pues llama a la tintorería: la mayoría tiene servicio a domicilio… Ven, vamos afuera.
– Eusebia: dile a Loli que puede empezar a servir el aperitivo en la mesa de la terraza. Y sacad el vino blanco en el último momento, si no, se calienta y pierde toda la gracia.
El color general del salón había cambiado: lo que en Navidad era anaranjado ahora era amarillo pálido, incluido el tapizado de los sillones y la alfombra bajo el piano. Piano de cola. No es broma.
– Bueno, qué me cuentas -preguntó SM para entretener la marcha.
El camino hasta la terraza es largo y hay que sortear las antigüedades.
– Bien, como siempre. ¿Y vosotros?
– Fatal, hijo, fatal. Con esto de tu padre andamos locos. Tú no sabes el humor que se le ha puesto: tú-no-sabes.
Se detuvo un momento antes de cruzar la puerta acristalada hacia la terraza. Se volvió hacia mí y me hizo la pregunta de rigor en el tono acostumbrado:
– ¿Te has echado alguna novia que se pueda conocer?
– Ya te avisaré…
– Tendrías que tener una novia formal, hijo, una mujer siempre ayuda a que un hombre se centre. El otro día precisamente conocimos a la hija de Jesús Blasco: una chica monísima: mo-nísima. Veintisiete años. Pensé: mira: esta muchacha le iría bien a Pablo José. Es un poco hippy, ¿sabes?, haríais buenas migas.
– Yo no soy jipi en absoluto, mamá.
– Bueno, quiero decir bohemia… Creo que dejó el Conservatorio para dedicarse al jazz. Tiene… inquietudes artísticas, como tú.
– Tampoco recuerdo haber tenido nunca inquietudes artísticas.
– Pablo José, hijo, qué difícil eres: cuando te propones no entender algo me recuerdas a tu padre.
Ahí estaba el plato fuerte de la visita, mi Señor Padre: reclinado en una tumbona bajo el toldo de la terraza, leyendo el periódico tras las gafas de cerca y asistido de un vaso de bíter sin alcohol.
– ¡Hombre!, pensaba que ibas a llegar antes de la una.
Me encogí de hombros mientras me inclinaba a darle los dos besos de costumbre.
– Ya sabes que mi horario nunca es exactamente el mismo que el de la Península.
– ¿Qué península?
SP no entiende nunca las bromas. Es la única persona de este mundo con la que no tengo más remedio que hablar permanentemente en serio.
– Lo siento, me he entretenido por el camino.
No dejó de fingir que ojeaba el periódico (SP no hojea el periódico: lo ojea) mientras me instalaba en un asiento junto a él:
– No lo entiendo, siempre te entretienes con algo. No sé qué es lo que encuentras por ahí tan entretenido. Yo voy por la calle y no me entretengo con nada.
– Es que soy un poco despistado, ya lo sabes.
– ¿Despistado? Los despistados no se entretienen, si acaso se pierden…
Ésa es otra. Con SP hay que rebuscar siempre hasta dar con la palabra que a él le parece justa.
– Bueno, puede que también sea un poco disperso.
– Pues no es bueno ser disperso, hijo, hay que concentrarse en lo que uno esté haciendo.
Mi Señora Madre, oliéndose la inminencia de una Oda a las Buenas Costumbres, inició un mutis con la excusa de ayudar a la Beba y a la asistenta y desapareció de la terraza. En ese momento comprendí que estaba a punto de empezar el bombardeo: SP había dejado el periódico, se había incorporado en la tumbona, y encendía uno de esos puritos de los que se asiste en los exordios.
– Si yo hubiera sido disperso cuando tenía tu edad no hubiera llegado a donde estoy.
– ¿Quieres decir a esa tumbona, con la pierna escayolada?
– No seas simple, demonios: te estoy hablando en serio.
– Yo también estoy hablando en serio, pero no sé qué quieres decir con eso de «no hubiera llegado a donde estoy», resulta francamente ambiguo.
– Pues está bien claro: que vas a cumplir cuarenta años y vives como si tuvieras diecisiete.
– Voy a cumplir treinta y cinco.
– Pero los cuarenta los cumplirás también, ¿no? Además tanto da: tienes edad de llevar otra vida. Yo a tus años había terminado dos carreras, aprobado oposiciones a Notarías, fundado mi propio negocio y engendrado dos hijos. Y tenía una mujer como Dios manda y una casa decente en la que vivir.
Se me ocurrieron no menos de tres posibles réplicas, por ejemplo: «Sí, pero fracasaste en la educación de tu hijo menor, que va a cumplir treinta y cinco años y vive como si tuviera diecisiete». Pero en lugar de eso solté un desganado
– Admirable papá: eres un gran hombre que él se tomó al pie de la letra, como corresponde al buen cabeza cuadrada que es:
– No sé si soy un gran hombre, pero soy un hombre: hecho y derecho; y tuve que hacerme y enderezarme a mí mismo.
– Ah, ¿sí?, ¿y qué debo hacer yo?: ¿ser como tú y en consecuencia hacerme a mí mismo, o no ser como tú y por tanto esforzarme en parecerme a ti?
– Lo que tendrías que hacer es llevar una vida que al menos mereciera ese nombre. Mírate: pareces un…, no sé lo que pareces: estás gordo, vas hecho un Adán, no tienes oficio conocido, ni trabajo, ni casa, ni familia propia. ¿Quieres explicarme de qué demonios vivirías si no fuera por tu hermano?
– ¿Por mi hermano?
– Por tu hermano, sí.
Eso era un golpe bajo.
– Mirá, papá: he venido a verte porque me han dicho que habías tenido un accidente. Eso significa que estoy dispuesto a charlar un rato contigo en tono amable, pero no significa en absoluto que esté dispuesto a rendirte cuenta de mis costumbres. Vivo de las rentas que me da el negocio que tú fundaste, cierto, y uso de mi patrimonio según me parece más oportuno, exactamente igual que hace Sebastián, él a su manera y yo a la mía. Pero si te arrepientes de haberme cedido parte del pastel, gustosamente te devolveré hasta el último título. Incluso estoy dispuesto a pagarte el alquiler que le cobrarías a otro por el piso que ocupo. Y si no puedo pagarte me mudaré a otro más barato.
– No te estoy pidiendo que me devuelvas nada, no es eso.
En el fondo es un blando. Un blando y un sentimental Hubo un tiempo en que me hacía perder los papeles, pero ya le tengo pilladas las medidas. Procuré aprovechar la bajada de tensión y la subsiguiente pausa para cambiar de tema:
– ¿Cómo ha sido?
– El qué.
– El accidente.
– No ha sido un accidente.
– Ah, ¿no?
– No. Se me han echado encima a propósito. Pero no quiero que hagas comentarios delante de tu madre, ya he mos discutido por culpa de este asunto.
– ¿Que se te han echado encima a propósito?
Silencio, trago de bíter. Eso significaba que no querí entrar en materia, al menos todavía.
Llegó mi Señora Madre con platos de nosequé colo amarillo y tras ella la asistenta con algo que bien podía se paté de ciervo a pesar de que no se advertía ni rastro de cornamentos. SM se acercó y me preguntó si quería bebe algo. Le pedí cerveza. Me ofreció bíter, vermut, vino blanco, champán, cocacola, cualquier cosa más propia de un aperitivo en la terraza ajardinada de un decimocuarto sobre la Diagonal bajo el que pasan cada mañana la Infanta Cristina e Iñaki Undangarín. Finalmente se avino a complacerme cuando le sugerí como alternativa un vodka con Vichy y todavía le pareció peor que la cerveza. SP disimulaba tras el periódico y aproveché la ocasión de escaqueo para asomarme a la calle por un hueco que dejan los arbustos. Se ve un buen tramo de la Diagonal, desde más allá del hotel Juan Carlos hasta Calvo Sotelo, y casi enfrente, las torres de La Caixa y un buen pedazo de ciudad hasta el mar. El día estaba algo nublado pero la visibilidad era buena, se distinguían nítidos los dos Rascacielos de la Señorita Pepis a lo lejos, en el Puerto Olímpico. Desde allí fui retrotrayendo la mirada hacia el barrio. Casi se leía la marca de la antena parabólica en la parte alta del edificio donde vivo, propiedad todo él de mi Señor Padre: ahí mismo, a la izquierda. Y justo un poco más arriba se adivinaba la calle Jaume Guillamet, donde, impulsado por no sé qué asociación de ideas, traté de localizar la casa del número 15.
– Venga, acercaos a la mesa.
Ordenó SM. SP trató de ponerse de pie ayudándose de unas muletas y le ofrecí apoyo para facilitarle las cosas.
– Voy a vestirme -dijo.
El particular sentido de la etiqueta de mi Señor Padre le impide sentarse a la mesa en pantalones cortos, de modo que SM se excusó debidamente ante mí -«¿Nos disculpas un momento, Pablo José?»- y se fue con él, supongo que a ayudarle a ponerse unos pantalones largos, cosa que no debe de ser demasiado fácil a los sesenta y muchos si se tiene una pierna escayolada y se pesa un centenar largo de kilos. Me senté ante la mesa un poco de refilón, desganado. Mi cerveza estaba ahí, pero no era cerveza normal sino una de esas mariconadas de importación, con un tapón hermético como el de las gaseosas antiguas. Bebí. Pse: calentucha. No tenía ni pizca de apetito, pero me dije que no podía desperdiciar la ocasión de comer bien y ataqué una gamba con la esperanza de ir haciendo boca. No costó mucho, la cerveza terminó por disolver el sabor dulzón del cortado en el bar de Luigi y la gamba estimuló mi olfato adormecido, de modo que seguí con los berberechos al vapor y unos deliciosos pinchitos de corazón de alcachofa al horno y anchoítas en salmuera. Home sweet home, después de todo.
La Beba llegó con una botella de vino blanco empañada por la condensación:
– Qué, ¿cómo va?
– Difícil, pero voy saliendo.
– Paciencia. Come paté de ciervo que'sta bueno. Es el más oscuro.
– Oye, Beba, qué sabes del accidente de mi padre.
– Chico…, dicen que venía del parque y un coche se subió a l'acera y le dio un trompazo.
– ¿Y el conductor?
– Se ve que salió a escape. A tu padre l'ayudaron a meterse en un tasi unos paletas que lo vieron desd'un bar.Fue a buscalo después tu hermano.
– Y no has oído nada más.
– Nada más de qué.
– No sé… ¿No te contó nada Sebastián?
– Sebastián estaba mu raro… Ya sabes que's un desaborido, pero es que ayer estaba mu amohinao. Entró un momento a la cocina a saludame y ya no hablé más con él.
La Beba es un excelente radar, pero hay que tomarsu tiempo para que verbalice algo concreto y no pude seguir indagando ante la vuelta de los anfitriones. SP había cambiado los pantalones cortos Burberry's por unos largos de tergal gris con un corte en la parte baja de la pernera que le permitía enfundar la pierna escayolada. Seguía llevando una zapatilla de tenis en el pie bueno y el mismo polo de cuadritos escoceses que hacía conjunto con el pantalón corto, de modo que el resultado era bastante estrafalario, parecía un pordiosero vestido con las donaciones del vecindario rico. SM mantenía la indumentaria en su línea oficial para actos informales, jeans de color blanco y un enorme blusón azul con motivos bordados en dorado: pájaros, tigres de Bengala y floripondios dispuestos a modo de mandala; desde que descubrió a Lobsang Rampa le ha tirado siempre la cosa orientalizante. Bonita pareja sentada ante mí. Traté de no llamar mucho la atención reduciendo al mínimo la emisión de ondas cerebrales, pero fue inútil. Abrió el fuego SM, aunque fingiendo dirigirse a SP:
– Pues le estaba diciendo a Pablo José que conocimos a la hija de Blasco la otra noche.
– Mmmmm.
SP estaba ocupado tratando de pelar una gamba sin tocarla mucho, como si fuera un objeto repugnante, y no atendió demasiado a lo que decía SM. Pero hace falta algo más explícito que un mugido desganado para desanimar a mi Señora Madre.
– Carmela, se llama. Una chica estu-penda: estu-penda. Hija única. ¿Te he dicho que estudió jazz, como tú?
– Mamá: yo no he estudiado yas en la vida.
– ¿A no?, pero tocabas la guitarra, ¿no?… Bueno, el caso es que Carmela me causó una impresión magnífica: magnífica. Una chica de hoy en día: te caería estupendamente.
Estuve a punto de decir que cada día me tropiezo con centenares de personas que me caerían estupendamente y lo malo es que siempre termino por conocer a las otras, pero, prudentemente, me limité a poner cara de estar ocupadísimo masticando. Ni por estas.
– Pues creo que por San Juan los Blasco organizan una verbena en Llavaneras. Seguro que estará Carmela, y te advierto que le enseñé una foto tuya y pareciste gustarle mucho.
Por una vez me libró de haber de escurrir el bulto mi Señor Padre:
– No te esfuerces: por San Juan no vamos a estar en Llavaneras.
– ¿Por qué no?: falta una semana larga, y ha dicho el doctor Caudet…
– Eso ya lo hemos discutido, Mercedes.
SM buscó ahora mi apoyo:
– Fíjate qué tontería: ¿sabes que tu padre no quiere salir de casa porque dice que intentaron atropellarlo?
– Merceeedes: ya lo hemos discutiiido.
– No hemos discutido nada, y sabes una cosa: empiezo a pensar que estás paranoico: paranoico, sí, para que lo sepas.
– Mercedes, por favor: basta.
Mi Señor Padre había hablado: basta. Dejó la gamba a medio pelar, se pasó ostensiblemente la servilleta por los labios -inmaculados aún-, la arrojó después sobre el mantel, e inició la complicada maniobra de ponerse en pie trasteando con las muletas. El aperitivo había terminado. Lástima, porque el paté de ciervo no estaba del todo mal. Afortunadamente, tras el conato de bronca, la comida fue bastante silenciosa, al menos durante su primera parte, y pude dedicarme por entero a comer. La Beba no pierde el toque en la cocina, y había hecho en mi honor una de sus especialidades: solomillo en salsa de vino y setas. Mi Señora Madre, por supuesto, ni siquiera cató el guiso. A cambio comió una ensalada de lechuga francesa masticando no menos de veinte veces cada porción que se llevaba a la boca. Según explicó, su trainer personal le había recomendado ese ejercicio ensalivatorio por no sé qué gaitas de la correcta asimilación del bolo. Además precedió la ingesta de una interminable colección de minúsculas bolitas homeopáticas especialmente indicadas para reforzar tendencias sulfurosas -o sulfúricas, o sulfhídricas, no recuerdo bien cómo dijo.
No fue hasta los postres cuando SM se retiró a la cocina a preparar el café -lo único que se empeña siempre en preparar y servir ella misma- y me quedé a solas con SP.
Start:
– Bueno, explica.
– Qué quieres que te explique.
– Eso de que han intentado atropellarte.
– No lo han intentado, lo han hecho.
Pausa. Yo, cara de leve escepticismo; SP cara de Señor Padre.
– Y por qué iba alguien a querer atropellarte.
– No lo sé. Sólo sé que hubieran podido matarme de haber querido. Pero no quisieron.
Inicié un rodeo informativo:
– ¿Cuántos iban en el coche?
– Dos.
– ¿Reconociste a alguno?
– Pablo, hijo, pareces tonto: ¿crees que si hubiera reconocido a alguno no hubiera hecho ya algo al respecto?
– ¿Y el coche?
– No sé. Era pequeño y rojo.
– ¿Matrícula?
– No me dio tiempo a fijarme.
– ¿Lo has denunciado?
– ¿Qué quieres que denuncie?, ¿que un coche pequeño y rojo me atropelló a posta? Hicieron un informe para la Guardia Urbana en el hospital y listo.
Me sentí ligeramente Carvalho.
– ¿Testigos?
– Unos albañiles. Almorzaban en un bar de Numancia y acudieron al oírme gritar y dar golpes en el capó, pero cuando llegaron el coche había salido huyendo. En cualquier caso no creo que quisieran meterse en líos testimoniales. Me atendieron en primera instancia, pararon un taxi y se ofrecieron a acompañarme, pero les dije que no hacía falta.
– Qué crees que querían los del coche: ¿robarte?
– No lo sé. Robarme no creo.
– ¿Un par de locos de los que disfrutan machacando peatones?
– No tenían pinta.
– Y qué pinta tenían.
– Treinta o cuarenta años, ropa corriente…, podrían pasar por oficinistas. Yo creo que eran matones pagados, hicieron el trabajo sin aspavientos y se fueron.
– A ver, papá: en qué lío te has metido.
– ¿Yo?: yo no tengo líos…
– ¿Entonces?
– No sé.
Game over, insert coins. De ahí ya no iba a moverlo, y sin embargo quedaba por resolver lo fundamental. A saber:
– Papá: te importaría decirme por qué me has contado esto.
Silencio enorme. Contestó mientras anudaba la servilleta:
– Porque quería que lo supieras.
– ¿El guardia jurado de abajo tiene algo que ver con el asunto?
– Lo contraté ayer tarde.