EL FRAILE DE ROBIN HOOD

Me despertó uno de esos sueños de caída que lo hacen botar a uno en la cama tratando de agarrarse a algo firme. Miré el despertador: las cuatro de la tarde. Podía dormir quizá una hora más pero ya no logré conciliar el sueño; hacía un calor de mil demonios.

Volví a ducharme para librarme del sofoco de la cama y preparé café. Radio. Porro. Diez minutos de relax en la sala: Ah, se ela soubesse que quando ela passa / O mundo inteirinho se enche de grata / E fica mais lindo por causa do amor. Cuando me sentí lo suficientemente despierto bajé el volumen de la música, puse en marcha el ordenador y me conecté a la Red. Seleccioné el idioma español en el buscador de Alta Vista y escribí «detectives privados + barcelona».

Ojeé las diez primeras respuestas y pinché en «ACBDD. Intercomunitario de detectives», que traía un listado de asociados por provincia. Me concentré en Barcelona, apartado de correos 08029, y elegí para probar el enlace con la agencia «Total Research». Sonaba a película del Suarsenaguer, pero por algún sitio había que empezar. Claro, que nada más entrar en la página se ejecutó un MIDI con el tema principal de la Pantera Rosa, y me pareció tan poco serio que ni siquiera me molesté en esperar a que se cargaran los enlaces del índice. Volví a la tabla de la ACBDD y elegí otra dirección, también correspondiente al 08029 de Barcelona. Esta no incluía virguerías multimedia, sólo texto:


DETECTIVE PRIVADO

Licencia 3543

Enric Robellades i Vilaplana es Detective Privado por el INSTITUTO DE CRIMINOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA y tiene Licencia Gubernamental n.° XXX concedida por la Dirección General de la Policía.

Desarrolla sus conocimientos y experiencia, tras haber trabajado junto a profesionales de la Investigación y de la Consultoría de Seguridad, a fin de aportar la información y las pruebas necesarias para dar solución a sus problemas de un modo EFICAZ y EFICIENTE.


Me convenció esa distinción forzada entre eficacia y eficiencia, en mayúsculas y negrita, como si quisiera dejar claro que era eficacísimo pero le pareciera feo el superlativo. Por lo demás, desconfío siempre de las buenas redacciones. He observado que los mejores profesionales en asuntos prácticos son los más patosos redactando, justamente los que pretenden seguir las convenciones más retóricas pero sin acabar de hacerlo bien. Conocí a un cardiólogo de prestigio internacional, amigo de mi Estupenda Familia, cuyos critsmas invariablemente decían «Amigos Valentín y Mercedes: que paséis una Feliz Navidad y un Próspero Año Nuevo extendiendo sendos deseos a vuestros hijos», maldición gitana que jamás llegó acompañada de la más mínima pista sobre qué deseo debían mis Señores Padres andar extendiéndome a mí y cuál en cambio les correspondía extender a Sebastián para que pudiéramos pasar mientras tanto unas Navidades decentes. El tal Enric Robellades, detective, no llegaba a tanto pero prometía, así que seguí leyendo en el epígrafe Campos de intervención bajo el que se listaban cuatro links correspondientes a la investigación empresarial, de siniestros, personal y ley de arrendamientos urbanos (?). Pinché en «Investigación de índole personal», que me pareció el título más ajustado al caso, y aparecí en otra página:


INVESTIGACIÓN DE ÍNDOLE PERSONAL

• INFIDELIDAD CONYUGAL Para la interposición de demandas de separación o divorcio.

• CUSTODIA HIJOS

Con este fin se intentará demostrar el punto anterior, la no debida dedicación y la incapacidad del cónyuge para tal fin, si la hubiese.

• INFORMES PRE-MATRIMONIALES

Obtención de la información necesaria acerca del pasado y presente de la persona en cuestión, con el fin de ayudar a tomar tan importantísima decisión.

• COMPORTAMIENTO HIJOS, PREVENCIÓN DROGAS, SECTAS

Determinación real de la situación y diseño de un plan de actuación.

• BÚSQUEDA DE PERSONAS

Localización de familiares, tanto en territorio nacional como extranjero.

• ANÓNIMOS, AMENAZAS

• INCAPACIDADES, PRODIGALIDADES Y HERENCIAS

• INFORMES PRE-LABORALES DEL PERSONAL DOMÉSTICO

Esto me dejó completamente convencido. Retrocedí hasta la página principal y busqué alguna seña de contacto. Encontré la dirección, teléfono, fax y correo electrónico. Imprimí la página, desconecté y me lié otro porro antes de llamar. En cuanto lo tuve encendido marqué el número.

– Robellades, buenas tardes.

Era una voz de mujer, no demasiado joven. No sé por qué me imagine a la mismísima señora de Robellades haciendo de secretaria-recepcionista.

– ¿Podría hablar con el señor Robellades?

– ¿Cuál de ellos?

– Enric, Enric Robellades.

– ¿Padre o hijo?

La familia que trabaja unida permanece unida. Me decidí por el padre.

– ¿De parte de quién?

– Soy un cliente.

– ¿Su nombre, por favor?

Estuve a punto de presentarme como Pablo Miralles, pero afortunadamente me di cuenta a tiempo de que no era conveniente.

– Molucas, Pablo Molucas.

Lo mismo podía haber dicho Pablo Mármol, lo importante es soltar el nombre con naturalidad, pero usaba a menudo éste en concreto, y no conviene andar cambiando constantemente de nombre falso. La voz femenina me pidió que esperara un momento. Poco después estaba al habla con el patriarca:

– ¿ Sí?

– ¿El señor Robellades?

– Yo mismo, dígame.

– Verá: he encontrado su referencia como detective privado y quisiera contratar sus servicios, es decir: en caso de que pueda atenderme hoy mismo. Es un caso urgente.

– ¿De qué se trata?

– Una desaparición.

– ¿Quién es el desaparecido?

– Mi cuñada.

– ¿Cuánto hace?

– Dos días.

– Eso no es mucho tiempo, señor…

– Molucas: Pablo Molucas. No: no es mucho tiempo, pero tengo razones para pensar que puede haberle ocurrido algo grave.

– Bien, si usted me pusiera al tanto de los detalles…

– Desde luego, pero no quisiera tratar el asunto por teléfono. ¿Podemos vernos esta misma tarde?

– Es posible…, ¿a qué hora le va bien?

– Sobre las ocho. ¿Tiene inconveniente en pasar por mi casa? Vivo cerca de su oficina, en la calle Numancia. Quisiera que mi mujer pudiera asistir a la entrevista, pero ha de permanecer en casa con los niños.

– No hay problema. Si me da usted la dirección y el teléfono…

A estas alturas había detectado ya un marcado acento catalán, quizá de alguna comarca de Tarragona, que convertía el sonido de la Z en una S sonora y añadía T's finales a algunos infinitivos. Consulté el número del portal y del teléfono de The First en la agenda y se lo di.

– ¿A las ocho entonces?

– Ocho en punto.

Cayó otro porro mientras comprobaba mentalmente que no se me escapara ningún detalle. No había pensado en la necesidad de contratar al detective bajo nombre falso y temí que eso fuera a generar alguna incoherencia. Es de suponer que un detective privado se fija en los detalles, no sé, quizá se entretuviera en mirar el buzón de la portería de Lady First, o algo así. Seguí dándole vueltas al asunrto mientras me vestía para salir a la calle y durante todo el camino hasta las galerías comerciales de la Illa. No sabía en qué lío me estaba metiendo pero sí tenía clara una cosa: antes de que The First reapareciera había que sacarle el máximo provecho a su tarjeta, aunque sólo fuera para joder. Y además convenía disfrazarme un poco, tal como solía vestime resultaba inverosímil que Lady First se hubiera casado conmigo.

Una vez en las galerías, me metí en la primera butic que encontré con aspecto de tener ropa informal para un tipo de treinta y muchos, con mujer y dos hijos, ático de 150 metros cuadrados en lo alto de la calle Numancia y Bestia Negra en el garaje. La única dependienta que estaba libre me vio entrar como el torero al que le sueltan un Miura de seiscientos kilos: el chicle que estaba mascando se le quedó inmovilizado entre las mandíbulas. Impávido, comprobé con toda la discreción que pude que no se me hubiera bajado la bragueta y me fui hacia ella sin importarme que puerilmente tratara de simular que no me había visto poniéndose a buscar algo bajo el mostrador.

– Hola. Necesito camisas, pantalones y zapatos.

– ¿Camisas, pantalones…?

– Y zapatos.

En cuanto comprendió que ya nada la libraría de mi dejó de jugar al escondite.

– ¿Cómo quería las camisas?

– Grandes.

– Grandes… ¿ve alguna que le guste?

Me señalaba una pared, recorrida en toda su longitud por estantes llenos de camisas. Vi un grupito de ellas de colores lisos, bastante llamativos, rojo, esmeralda, violeta, también gris y negro… Me gustaron. Eran del tipo que uno esperaba que llevaran los gánsteres de Guys and Dolls.

– Me gustan éstas. ¿son grandes?

– Eh…, hay tallas grandes, sí. ¿De qué color?

– Ponme una de cada.

Se quedó parada un momento a medio camino de los estantes, pero no se atrevió a llevarme la contraria y se limitó a escoger una de cada e ir amontonándolas sobre su mano derecha.

– Hay nueve diferentes…

– Muy bien: pues nueve. ¿Seguro que son grandes?

– XXL: es lo más grande que nos llega…

– Bueno; ahora necesito dos pares de pantalones.

– Dos pares… Si quiere mirar los que tenemos…

Me señaló la pared contraria, donde alternaban los jeans de colores apilados sobre estanterías con cortes más serios que se exponían colgados en perchas. No soporto los jeans, no encuentra uno hueco para meter dentro la barriga. Además tiendo a los accesos de priapismo, y si no llevas el pijo perfectamente colocado las erecciones resultan muy molestas, con los vaqueros. Así que me fui hacia las perchas y me entretuve en los modelos que parecían más holgados, de algodón y algo acrílico. Señalé unos gris marengo y otros gris perla que combinaban bien con cualquiera de las camisas.

– Como éstos pero de mi talla, por favor.

– Qué talla tiene…

Ni flauers.

– Ni flauers.

Me examinó el contorno abdominal casi de reojo, como si le pareciera obsceno detener la mirada en esa parte de mi anatomía. Yo levanté los brazos y di una vuelta para mostrarme completo. La chica tendría que curtirse tarde o temprano, y más valía que perdiera la vergüenza conmigo que con cualquier desaprensivo que pasara por allí.

– ¿No vas a medirme con la cinta?

Se me quedó mirando con unos ojos azul celeste que expresaban todo el terror de la niña enjaulada por el ogro; pero asintió, se dio media vuelta y huyó hacia los probadores donde otra de las dependientas atendía a un tipo políticamente correcto que había venido a comprar con su pareja a juego. Volvió con una cinta métrica enredada entre las manos. Me aseguré otra vez la bragueta y me quedé a la espera con los codos alzados:

– Soy todo tuyo.

Se me acercó y trató de rodearme la cintura con los brazos. Pero abarcar todo mi perímetro la hubiera obligado a abrazarme, y guardando las distancias los brazos se le quedaron cortísimos. Procuré ponérselo fácil, ya tenía su ficiente para un solo día:

– Espera, verás; yo te aguanto la cinta aquí y tú mides.

Me sujeté un extremo de la cinta bajo el ombligo y 1a guié con la otra mano para que diera la vuelta en torno a mí hasta completar un círculo que agotó completamente el metro. Hubo que empalmar desde el punto que ella se ñalaba con el índice sobre mis ijares.

– Ciento…, ciento diecisiete centímetros.

– ¿Ves que fácil?

– Voy a ver a qué talla corresponde.

Consultó un cuadrito enmarcado que había colgado en la pared y enseguida se fue a la trastienda. Yo me entretuve mirando los zapatos expuestos en el centro de la tienda, sobre cubos de madera. Me gustaron unos negros, robustos; creo que estaban de moda los zapatones con aspecto de botas militares. Dos minutos después volvió la chica trayendo un par de pantalones, no exactamente iguales a los que yo había elegido.

– En esa talla sólo tenemos este corte.

Eran como de lanilla fina, muy formales, gris oscuro. Los descolgué, me los sujeté colgando desde la cintura y comprobé a ojo que me fueran bien de largos. En cuanto vi que sí pregunté si los tenían también en gris más claro y añadí a mi lista los dos pantalones y unos de aquellos zapatones del número 45. Fueron cincuenta y nueve mil y pico. Ya había pagado y salía con mis bolsas cuando vi en el escaparate una sedosa camisa hawaiana: rojo, azul, verde, papagayos, filodendros y mares del sur. Quince mil pelas. Valía la pena. Volví a entrar. Mi chica, viéndome tan dócil, había terminado por perderme el miedo y se vino hacia mí encantada.

– Perdona, quisiera también una camisa como la del escaparate.

– Grande, ¿verdad?

Saliendo del edificio me fijé en el reloj del esnac de la entrada del súper: las cinco y media, iba bien de tiempo. Hice memoria. Recordaba una peluquería en la siguiente esquina, antes de llegar a Travesera.

El peluquero resultó ser un tipo de mi edad, con perilla corta, y pareció alegrarse de recibir visitas. Tenía el aire de los que disfrutan con su oficio, así que decidí darle vidilla:

– Estoy preparando un disfraz para una fiesta. Supón que soy un tío de buena familia, me dedico a los negocios y conduzco un deportivo tipo James Bond. ¿Cómo crees que llevaría el pelo?

– ¿Edad?

– Brrrr.: treinta y ocho, más o menos.

– ¿Estudios?

– Mogollón: Máster en Asuntos Importantes por Harvard y todos los extras que quieras imaginarte.

– ¿Casado?

– Casadísimo. Dos hijos. Juego al tenis y voy al gimnasio cada día.

– Menudo disfraz… Perdona la franqueza, pero estarías mejor como el fraile de Robin Hood. Con un hábito marrón y un barril de cerveza quedarías perfecto.

– Bueno, en realidad se trata de impresionar a una mujer. Le gustan los tíos solventes… Ya he conseguido el coche y ropa, pero necesito un peinado a juego.

– Eso es otra cosa. Siéntate y veremos qué se puede hacer.

El tipo sabía lo que tenía entre manos. Me miró y remi ró por delante y por detrás y cuando pareció tener una idea precisa de las posibilidades de mi cabeza se puso manos a la obra.

– Oye, yo te recortaría un bigotito fino estilo Err Flynn. Un toque fachilla haría un contraste perfecto, por que tienes más bien pinta de… en fin, de otra cosa. Si te 1o vas perfilando en casa, en unos días tendrá la medida jus ta. No dejes que te crezca mucho: ha de quedar como fuera un jardincito francés, siempre bien podado, ¿me ex plico?

– Estupendamente. Venga ese bigotillo. Oye, ¿tienes colonia cara?

– Carísima.

– Pues échame un buen chorro. Y apúntame el nombre. Al cabo de media hora parecía Bart Simpson pero en ta maño familiar.

De camino a casa paré en una perfumería para proveer me de un minúsculo botellín de Nosequé de Christi Dior -doce mil quinientas-, y también en la tintorería, cincuenta metros de mi portal, donde pregunté cuánt tardaban en lavar y planchar nueve camisas. En una ho podían estar todas listas. Las dejé allí y subí a casa.

Lo primero fue llamar a Lady First.

– He quedado a las ocho con un detective en tu casa.

– ¿Estás seguro de lo que haces?

– No te preocupes. Me pasaré por allí sobre las siete y media para ultimar detalles.

Cuando colgué, en el reloj de la cocina eran poco más de las seis, tenía una hora larga para gastar. Me acordé del correo del Metaphisical Club y pensé que echarle un vistazo a las Primary Sentences de John podía ser una buena manera de olvidarme durante un rato del movidón. Cuando uno consigue enfrascarse en ellas, en especial si se acompaña la lectura de una buena cebolleta de tres papeles, se produce una especie de salto en el hiper-tiempo que te coloca de repente hora y media más tarde. Abrí el archivo de Word y empecé por la primera sentencia. Era completamente inteligible: «1. Toda ruta es un abrirse paso», como el caminante no hay camino, pero en guiri. En Irlanda no son muy populares las canciones de Serrat, y tampoco creo que lean a Machado (en eso sí se parecen a nosotros), así que a John debió parecerle bastante brillante la frase. La 2 y la 3 eran en cambio parrafadas oscuras como ellas solas y me costaron un buen rato. La 4, aunque también larga, volvía a ser comprensible al primer vistazo, pero llegado a este punto me vi venir que se iba a meter con los racionalistas, llevaba ya tres sentencias ensalivando el lapo. Efectivamente: la 5 estaba dedicada de pleno a los cientificistas, sus enemigos acérrimos. John se empeña en darle a la Realidad Inventada una definición axiomática, pero no puede evitar colar sus puyas entre sentencia y sentencia. Si fuera por él acabaríamos convertidos en algo así como unos antirracionalistas definidos por oposición, se lo tengo dicho. Otro peligro es que nos asimilen a los irracionalistas, también minoritarios y opositores pero muy distintos a nosotros (sin menoscabo de que en alguna ocasió nos aliemos contra el mainstream), y también nos ha confundido alguna vez con solipsistas, pero eso sí que es nefasto porque a éstos todo el mundo acaba haciéndoles vacío (¿qué otra cosa puede hacerse con un solipsista?). La cosa es que esto de la filosofía se parece bastante a la politica y John acaba peleándose con todo el mundo. Si le lla mo la atención sobre su desorden expositivo me dice que no piensa someterse a ningún corsé silogístico porque es un Inventivista John-Pabliano y se pasa la lógica aristotélica por el forro. Y si le digo que, en ese caso, lo mejor es que escriba un ensayo discursivo y no una lista de leyes a palo seco, él contesta que vale, que sí, pero que primero quiere tener las ideas claras y para eso le van muy bien la sentencias. En fin…, pasada la sexta, que parecía un chiste («6. El escéptico no está muy seguro de serlo»), di por terminada la sesión.

A las siete en punto bajé a la tintorería. Fue estupendo no sólo habían lavado y planchado las nueve camisas en tiempo acordado, sino que las habían desempaquetado me las entregaban cuidadosamente colgadas en percha libres de alfileres y etiquetas. Decididamente, esto ya era Europa. Después me duché por tercera vez en lo que iba de día para terminar de librarme de los pelillos de la pel quería, y me probé pantalones, zapatos, y una de las camisas, la de color morado. No quiero exagerar mi aspecto, pero digamos que bajo el peinado a lo Bart Simpson, el bigotito a lo Errol Flynn y la silueta de Bud Spencer, me pareció tener cierta semejanza con el venera ble maestro Baloo. Hasta se me insinuaba, sobresaliendo del corte flat-top, ese flequillo voladizo que armoniza tan bien con la nariz prominente y las hechuras osunas.

Cuando llegué al portal de Lady First me detuve un momento en el buzón pero, a pesar de mi impecable aspecto, el portero de la bata azul no me quitó ojo de encima y no me atreví a manipularlo. «Gloria Garriga y Sebastián Miralles, ático I.ª» En fin, siempre podía bajar un momento acompañado de Lady First y cambiar la etiqueta, o al menos taparla. En cuanto al portero, observé mientras esperaba el ascensor que se quitaba la bata y trasteaba en un cuartito abierto tras el mostrador con el aire de quien ha terminado la jornada y se va por fin a su casa. Era más que probable que para cuando llegara el tal Robellades se hubiera marchado ya. Mucho mejor: instruirlo para el caso de que le preguntaran no habría sido tarea fácil.

Llamé al ático I ª y esta vez abrió la propia Lady First. Le costó casi cinco segundos reconocerme.

– Vengo de incógnito. ¿Te gusta el disfraz?

– Estás muy… guapo.

– No creo que «guapo» sea la palabra. Para ser precisos habría que decir «guay». ¿No te enseñaron en la escuela a adjetivar con propiedad, señorita escritora?

– No sé, chico, pero das el pego.

– Eso ya está mejor. Lo fundamental es tener aspecto de haber despertado alguna vez en ti el deseo de casarte conmigo. A ver: de haberme conocido así, ¿te hubieras casado conmigo?

– Inmediatamente.

– Estupendo. Oye: ¿qué te parece si pasamos al salón y hablamos un poco más cómodamente?

– Perdona, es que me has dejado parada; pasa…

De pronto pareció que éramos amigos de toda la vida. Hay que joderse con lo que hace un cambio de imagen. Así que, una vez en el salón, me fui directo al sofá y me desparramé sobre él. Ella se paró en el mueble bar y me ofreció algo de beber.

– Ponme uno de esos que tomas tú. Pero será mejor que no abusemos, hay que estar alerta para la entrevista.

Se sirvió un güisqui con hielo y me tendió otro. Como no había mucho tiempo que perder fui directamente al grano.

– He quedado con un tal Enric Robellades, detectiv privado. Me he presentado como Pablo Molucas, así que puede que él te llame «Señora Molucas», no te extrañes si lo hace. Se supone que tu hermana (o sea mi cuñada) ha desaparecido hace dos días y estamos preocupados. Y procuraré llevar el peso de la conversación, tú sólo sígueme la corriente. Como es de suponer que tú conozcas mejor que yo a tu propia hermana es probable que trate de hacerse una idea de qué tipo de persona es preguntándote detalles sobre ella. No te apures, me dijiste que os conocíais desde niñas, ¿no?, pues contesta la verdad sobre cualquier cosa que te pregunte, ¿de acuerdo?, sobre cualquier cosa menos una, esto es importante: sabes dónde trabaja pero no tienes ni la más remota idea de que tenga un lío con su jefe.

Asintió mientras daba un sorbito corto a su güisqui.

– Otra cosa: se supone que tú y yo estamos casados, así que nuestra actitud ha de confirmar esa suposición. No hace falta que exageremos el papel, pero hay que estar atentos a no meter la pata. Por ejemplo, no se te ocurra referirte a mi casa, o algo parecido. Para nosotros será fácil pero más vale que mientras él este aquí los niños no salgan, al salón, ¿de acuerdo?, podrían estropearlo todo.

Volvió a asentir.

– Tu nombre es Gloria, tu apellido es…, ¿cómo se llama tu amiga de apellido?

– Robles.

– Robles. No quieres avisar a tus padres por no asustarlos, y tampoco a la policía porque entonces se enterarían tus padres. Hemos contratado a un detective porque no la encuentras ni en su casa ni en el trabajo. En el trabajo no saben nada de ella, simplemente dejó de acudir ayer por la mañana. Y con tus padres no está, ya te has molestado en comprobarlo.

Me miraba fijamente, sin dejar de dar sorbitos al güisqui, como si estuviera concentrada en retener cuanto yo decía.

– ¿Tienes alguna foto reciente de ella?

– Sí.

– Bueno, seguro que te la pedirá. ¿Qué más? Ah: ¿a qué hora se va el portero?

– A las siete y media.

– Perfecto. A ver, creo que no se me olvida nada. Repíteme lo que te he dicho.

– Mi hermana Lali ha desaparecido hace dos días. No está en su casa, no ha ido al trabajo y no logro localizarla en ningún sitio. Tú, que eres mi marido, me has visto preocupada y has pensado en contratar a un detective para que investigue. No queremos que se enteren mis padres, así que le pediremos que sea discreto en eso. ¿Me dejo algo?

– Sólo una cosa: queremos que sea discreto no sólo ante tus padres sino en general, ¿comprendes?, tampoco queremos que en el trabajo o entre sus amistades se sepa que andamos buscándola.

– ¿Qué hago si me pregunta por la gente que frecuenta, o por sus relaciones con hombres?

– ¿Conoces a sus amistades, o a algún novio descontando a Sebastián?

– Pues no sé. Hace años teníamos amigas comunes, pero ahora…

– Bueno, pues si te pregunta contestas eso mismo. Ya te digo que es mejor que seas completamente franca en todo excepto en el lío con Sebastián. Y si en algún momento no sabes cómo reaccionar finge estar desorientada, no sé, date media vuelta como si quisieras ocultar que estás llorando y yo te tomaré el relevo.

– ¿No puedo tomarme otro whisky antes de que llegue?

Pensé que casi era preferible que se lo tomara. Cuanto menos ansiosa estuviera, mejor.

– Tómatelo.

– ¿Quieres tú otro?

– No suelo beber antes de que anochezca. Oye: ¿te importaría que bajara un momento a la portería y le diera la vuelta a la tarjeta del buzón? Es por si se le ocurre comprobar el nombre o algo así… Mientras tanto tú advierte a Verónica de que no salgan los niños.

Se mantuvo de espaldas sirviéndose el segundo vasó pero asintió. Se me hacía raro que aquella Lady First fuera la misma que apenas cruzaba conmigo la mirada en 1as cenas de Nochebuena de mis Señores Padres. Se había bandonado a mí como una niña obediente que confía en papá y le pide permiso para tomar güisqui. En eso pensa ba mientras esperaba el ascensor, pero cuando se abrieron las puertas y me vi en el espejo solté una carcajada que resonó en el rellano: ahí estaba yo, disfrazado de Conseje de Urbanismo y a punto de suplantar a mi Estupend Hermano. Menuda broma.

El cartelito del buzón me dio un poco de lata. Estaba sujeto con un tornillo que me costó aflojar ayudándo con el llavero de la Bestia. Pensé que mejor que darle vuelta era retirarlo, parecía más natural que no hubiera tarjeta a que estuviera girada, y lo dejé escondido enci del mueble de los buzones.

Para cuando volví a subir eran ya las ocho menos cinco en el reloj del salón. Creo que Lady First había hecho trampa y se había servido un güisqui de más, su vaso estaba demasiado lleno para ser la primera copa estándar. No dije nada y me fijé en los objetos del salón pensando en que los vería Robellades. Destacaba en un estante alto de la librería una foto enmarcada de Lord y Lady First diez años más jóvenes y vestidos de novios. Supongo que The First y yo debemos de parecernos, pero no hasta el punto de poder pasar el uno por el otro.

La tumbé panza abajo.

– No conviene que vea esto -dije.

– Tengo miedo -soltó ella inesperadamente.

– ¿Miedo de qué?

– De meter la pata. ¿Estás seguro de que no nos olvidamos de nada?

– En el mentir conviene dejarle espacio a la improvisación. Cuando uno dice la verdad también duda, ¿no?, y se equivoca, y corrige. Pues mintiendo, igual. Créeme, tengo experiencia.

Me senté de nuevo en el sillón a apurar el culillo de mi güisqui. Lady First volvió a sentarse delante de mí, en la misma posición que el día anterior.

– ¿Sabes?, eres un tío muy raro… Me gustaría saber quién eres en realidad.

Cielo santo: confidencias a media luz. Me encogí de hombros:

– Soy el que ves.

– Pero hoy pareces otro. Y no sé, siempre he tenido la sensación de que tienes… un doble fondo.

– Pues no le des más vueltas. Todo el mundo vive en el mundo que él mismo construye, y en el tuyo yo tengo un doble fondo, ya está.

Se quedó un momento pensando, mirándome fijo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que la realidad es siempre inventada.

Levantó una ceja en señal de disconformidad, pero me salvó la campana, concretamente el sonido afónico del interfono. Le hice un gesto para que contestara y la acompañé hasta la puerta. «¿El señor Molucas, por favor; soy Enric Robellades», oí que le decía la voz a Lady First. Ella se limitó a pulsar el botón. La vi un poco tensa y le suministré una última inyección de confianza:

– Tranquila. Sígueme la corriente y no te extrañes de mi comportamiento. Todo saldrá perfectamente.

Entreabrí la puerta y me quedé esperando a que llegar el ascensor como el perfecto anfitrión. Salieron de él dos hombres indecisos sobre la dirección que debían tomar el descansillo. El que avanzaba en primer lugar tenía todo aspecto de ser Robellades padre: bajito, gordezuelo, sexagenario y con el escaso cabello que le nacía tras las entradas peinado hacia atrás. Le seguía un joven de unos tres ta, más alto y delgado y con las mismas entradas pero estado incipiente. Los dos vestían traje oscuro y corbata el mayor de marrón y el joven de azul.

– ¿El señor Molucas?

– Sí.

Al llegar a mi altura me tendió la mano:

– Enric Robellades. Éste es mi hijo Francesc; colabora conmigo.

Bueno: tenía al menos dos hijos, Enric debía de ser mayor.

– Mi esposa: Gloria.

Lady First también ofreció su mano a los dos musitando una fórmula de cortesía. Procuré no dejar silencio. Señalé el paso hacia el salón y los invité a entrar.

– Siéntense, por favor, ¿quieren tomar algo?, ¿una copa, un café, un zumo?

»Gloria, ¿tenemos zumos?

– Sí, creo que sí.

– Acabamos de tomar un café en el bar de abajo, gracias.

El padre llevaba la voz cantante. Supuse que mientras él, más experto, obtenía información directa y nos entretenía hablando, el hijo era el encargado de fijarse en los detalles del entorno, cosa que empezó a hacer desde el principio remirando el salón entero. Seguían los dos de pie, sin acabar de decidirse por ningún asiento concreto. Me dejé caer en el sofá para facilitarles la elección y ellos se instalaron uno en cada uno de los sillones individuales de cuero. Miré a Lady First y le señalé el asiento junto a mí tocándolo repetidamente con la palma abierta. Ella se detuvo un momento en el mueble bar:

– Les importa que yo sí tome una copa.

– Por favor… -dijo Robellades Padre.

Por un momento temí que Lady First estropeara el número y traté de echar un capote:

– Te conviene, cariño. Un coñac te sentará bien. O mejor aún: un whisky, ¿hay whisky?»Estamos un poco nerviosos, en fin, todo esto resulta excepcional para nosotros.

– Es comprensible, desde luego.

– Pues sí, mi esposa y su hermana estaban muy unidas…, están muy unidas. Ella vive sola, y tememos que le haya ocurrido algo. Pero no hemos querido avisar a la policía por no preocupar a sus padres. No saben nada, y no quisiéramos alarmarlos sin necesidad.

– Sin… ¿necesidad?

Dale cuerda al mentiroso y él mismo se ahorcará. Era un tipo listo, no había más que mirarlo para darse cuenta. Ahora que pude fijarme en su cara consideré sus mejillas gruesas y caídas, ensombrecidas por la huella de una barba muy cerrada, la nariz pequeña con la punta enrojecida por venillas enredadas, los ojos azules, algo porcinos y e traordinariamente brillantes, como encharcados en agua. Por un momento me sentí como un personaje secundario en un relato de serie negra. Alguien en algún lugar debe de estar escribiendo la historia de Enric Robellades, detective privado, contratando con una joven pareja de clase alta con pinta de mentir en la mitad de lo que decía.

Pero no me arredré:

– Quiero decir que…, en fin, mi cuñada es una mujer joven y…, bueno, quizá todo esto no es más que un episo romántico al que le estamos dando demasiada importancia…, ¿me explico?

Lady First llegó con su vaso y se sentó a mi lado. hizo bien, es decir, no mantuvo la distancia apropiada con su cuñado tarambana sino que se sentó muy cerca mí, como haciendo equipo conmigo.

– Se explica perfectamente. Sin embargo ha recurrido a nosotros…

– Bueno, hay algunos detalles que nos extrañan. Es raro que haya desaparecido sin llamar, ni siquiera a la oficina donde trabaja. Por otra parte tiene la suficiente confianza con su hermana para hablarle de sus relaciones… En fin, desaparición nos parece lo bastante extraña como para acudir a un detective privado pero no tanto como para tener en estado de excepción a toda la familia.

– Ya comprendo. ¿Se había ausentado sin avisar alguna otra vez?

– Pues que yo sepa…

»Cariño: ¿qué dices?

Lady First entró en el juego correctamente:

– No. Bueno, durante un tiempo perdimos el contacto pero desde hace cosa de dos años nos vemos a menudoy no, nunca… Solemos llamarnos casi a diario; nos vemos, vamos de compras…

– Bueno, yo podría preguntarles si tienen alguna idea de por qué, o con quién, puede haberse marchado, pero supongo que si ustedes supieran algo me lo habrían dicho ya, ¿no me comprenden?, así que si les parece pueden darme sus datos personales y trataremos de completar una primera fase de investigación. Esto vienen a ser un par de días. Si para entonces no hemos encontrado una pista clara tendríamos que iniciar una fase más… intensa, ¿no me comprenden? Nuestros honorarios son de veinte mil pesetas diarias, gastos extraordinarios aparte: viajes, etcétera; pero les avisaríamos antes de apuntar ningún extra en la minuta.

Ahora que se había lanzado a hablar se había puesto de manifiesto, además de lo marcado del acento, su muletilla preferida y la costumbre de sonreír al soltarla o al terminar una frase en tono confidencial, como buscando la complicidad del interlocutor. El gesto dejaba frecuentemente a la vista un diente de oro en el maxilar superior derecho, y me pregunté cómo demonios un detective se permitía exhibir tics tan característicos.

– Me parece razonable. Si en un par de días no sabemos nada, creo que será el momento de avisar a la policía. Entretanto, por favor, no quisiéramos que nadie supiera que están ustedes buscándola por encargo. Este punto es fundamental.

– Por eso no se preocupe que no solemos hacer ruido, ¿no me comprende? En cuanto a lo que ustedes decidan hacer después, es cosa suya: podemos seguir la investigación o retirarnos en ese punto y aquí no ha pasado nada… Eso, es claro, sin contar con que encontremos algo que estemos obligados a denunciar a la policía -denunsiart a la.pollisia-, ¿no me comprende?, estamos sometidos a ciertas… normas legales.

»Aviam: Francesc, ves prenent nota, si us plan.

»Vamos a ver: ¿el nombre completo de la desaparecida?

Robellades júnior sacó del bolsillo de la americana bloc y un bolígrafo y yo deseé con todas mis fuerzas que Lady First se acordara del segundo apellido de su amiga. Se acordó: Miranda: Eulalia Robles Miranda; no sólo apellido sino de la dirección, la edad, el lugar y puesto trabajo -pero esto era fácil-. El hijo tomó nota de los datos mientras el padre los solicitaba y al final, por supuesto, pidió una foto. Lady First dejó descansar su vaso ratito y se fue por la puerta del pasillo a por ella. Robellades padre inició entonces la puesta en pie desde el butacón, tarea que no le resultó del todo fácil.

– Bueno, señor Molucas, esto ya está visto…

El hijo se levantó también, y yo tras ellos.

– Hoy es viernes; vamos a ver…, sábado, domingo…, lunes por la mañana estaremos en condiciones de presentarle un primer informe. ¿Le parece que le llame el mismo lunes para concretar la hora?

– Muy bien: esperaremos su llamada.

– Y no se preocupe, eh, mire, en nuestra profesión casos como éste son frecuentes y casi siempre terminan nada más que en el susto, ¿no me comprende?, nada de lo que haya que preocuparse.

Hacía molinetes con las manos, como para disolver gravedad del caso. Ahora había abandonado la prudencia del primer momento y se mostraba abierto, relajado, punto condescendiente. El hijo se resentía en cambio una gravedad excesiva, quizá a causa de su posición secundaria.

Llegó Lady First con la foto. Se acercó a Robellades, preguntó si le parecía lo suficientemente buena. Alcancé a verla del revés. Llamaba la atención el cabello cobrizo, tan perfecto que no podía ser más que teñido.

– Buena foto, sí…, se ve perfectamente la cara. Una mujer muy guapa. Muy guapa, sí… En eso sobre todo se parece mucho a usted…, si su marido me lo permite.

Soltó una risita y se volvió hacia mí enseñando el diente de oro. Yo concedí inclinando un poco la cabeza, como si agradeciera el cumplido en nombre de Lady First. Después cruzamos apretones de manos, los acompañé a la puerta y esperé allí a que se metieran en el ascensor.

Cuando volví al salón, Lady First se había servido ya otro güisqui y trataba de alcanzar el estante donde había quedado su foto de boda tumbada boca abajo. Me serví yo también un chupito de güisqui largo en mi vaso, considerando el significado que pudiera tener esa premura en restituir el retrato a su posición. Después nos quedamos los dos en silencio, ella en el sofá, yo de pie junto al mueble bar.

– Bueno: listo, ¿ves como no ha sido tan difícil?

– ¿Crees que lo hemos hecho bien?

– Claro, ¿no te has dado cuenta?

– No sé, me he puesto muy nerviosa.

– Pues no lo parecía… Oye, perdona pero voy a tener que marcharme enseguida, en cuanto esté seguro de que los Robellades no van a verme salir. Mañana te llamo y hablamos, ahora no tengo mucho tiempo.

Apuré el vaso de un trago largo y me fui hacia la puerta. Lady First, resignada a quedarse sola con su güisqui, me acompañó hasta el rellano, pulsó el botón de llamada al ascensor y me dejó helado pasándome una mano por la nuca y dándome un beso en la mejilla, un beso sentido, no ese rozarse las caras de pura cortesía. Olía bien, por debajo, o por encima, del vaho alcohólico. Disimulé mi so presa guiñándole un ojo estilo Sam Spade y me metí en ascensor.

Bajé hasta el parquin con intención de llevarme a Bestia Negra, pero en el último momento pensé que pode aprovechar la ligera soñera que me había dado el güisqui para dormir un poco. Acabé por salir andando y al subir la rampa tuve oportunidad de mostrarme ante otro de 1os vigilantes, probablemente el del turno de noche. Una vez en casa llamé al despertador de Telefónica para que sonara a las doce y me eché a dormir las tres horas largas que quedaban hasta entonces. Si tenía que pasar la noche de pierto para empezar la verdadera investigación más valía estar descansado.

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