AQUEL FINÍSIMO POLVILLO

Un bodorrio medieval en todo su esplendor: largas mesas de madera, bancos corridos, humeantes viandas rebosando en las bandejas; aves rellenas, lechones, costillares, cántaros de vino. En el centro de la sala, los más borrachos bailan danzas campesinas sobre una tabla redonda, entre vítores y estertores de fiesta que ahogan la melodía de los trovadores. Los comensales lo pasan en grande; todos menos yo, que no soporto comer con los dedos -mis resabios burgueses-. Frente a mí en la mesa presidencial se sienta el príncipe Carlos de Inglaterra, con sus orejas, sus mejillas coloreadas y su escudo familiar bordado en el pecho del regio vestido de terciopelo granate. Está concentrado en su plato de madera, en el que hurga con los dedos hasta decidirse por algún pedazo de carne que devora con apetito. A su derecha, los codazos sobre la mesa, Isabel II sorbe el jugo de unos caracoles con la delectación del oso que saquea un panal. Más a la derecha aún, veo a la Reina Madre lamiendo su plato hasta agotar la salsa que un sirviente le va echando a cucharones. Ya estoy a punto de llamar la atención del Príncipe sobre sus modales de comensal porcino cuando me extraña identificar el timbre de un teléfono formando parte de los arreglos musicales de los trovadores. Ésa es la señal. Salgo del sueño y me precipito hacia el teléfono.

Descolgué el aparato esperando oír el mensaje del despertador de Telefónica, pero en lugar de eso me encontre con un silencio extraño, habitado.

– … ¿Pablo?

– ¿Sí?

– Qué tal…

Éramos pocos.

– Joder, Fina… ¿Qué hora es?

– Las diez y pico… ¿Qué haces?

– Estaba durmiendo.

– ¿Te he despertado?

– Es igual, no soporto comer con los dedos.

– ¿Qué?

– Nada, cosas mías.

– Y qué, qué haces…

– Fina, por Dios Bendito, te lo acabo de decir: esta durmiendo.

– Bueno, chico, no te enfades. Llamaba para ver qué estabas… y por si tenías ganas de salir un rato.

– Tengo cosas que hacer esta noche. Y aún no he cenado.

– Yo tampoco. Si quieres te invito a una pizza en algun sitio.

Reflexioné un momento hasta que mi cerebro recuperó la suficiente lucidez. Desde luego, sin ayuda de un poco más de alcohol, no iba a volver a dormir, y cenar con Fina podría tener cierto efecto relajante, una tranquilizadora vuelta a lo conocido. Pero no era día de comer pisa en cualquier local pringoso.

– Hoy invito yo. Ponte guapa y te paso a buscar con Bestia Negra de aquí un rato. Llamaré al interfono.

– ¿Con la qué?

– Ya lo verás.

Quedamos a las once. Después de colgar me fui a el reloj de la cocina: las diez y veinticinco. Puse café al fuego, me lavé la cara con agua abundante, me cepillé los dientes y lié un porro que fumé con el café y terminó de despejarme. Aún me di la cuarta ducha del día antes de vestirme; no sé, supongo que había sucumbido a una especie de obsesión higiénica. Pensé en volver a ponerme la camisa morada, que apenas había perdido el apresto de recién planchada, pero en el último momento me decidí por estrenar la negra. Volví a perfumarme ligeramente y salí de casa hacia el garaje de The First. Entré por la rampa, jugueteando con las llaves para que el vigilante las viera, y me llegué silboteando hasta la plaza 57. La Bestia esperaba dócil, sumida en su letargo electrónico. «Stuuk»; entré, le di al contacto y estuve un rato buscando el botón que levantaba los faros escamoteables. Cuando lo encontré encendí las luces, bajé la ventanilla y me acomodé lo mejor que pude frente al volante. Al leve alzamiento del embrague, la Bestia se movió suavemente, como una pantera al acecho. Saludé al vigilante y paré tras la curva de la barrera automática, al pie de la rampa de salida. Pulsé el acelerador y, zuuuuuum, literalmente caí rampa arriba, como si la fuerza de la gravedad se hubiera invertido. Por suerte había despegado con las ruedas alineadas en la dirección del ascenso, pero hube de frenar bruscamente al llegar a la parte llana del final para no tragarme a quien pasara por la acera. A partir de ese momento empezó mi lucha por poner la segunda marcha en los tramos entre semáforos: demasiado cortos. Paré en el vado frente al edificio de la Fina notando todos los músculos del cuerpo en tensión, como si hubiera hecho el viaje en la vagoneta de unas montañas rusas.

Llamé al interfono -«Fina, estoy abajo»-, y me quedé esperando sentado en el morro de la Bestia. Allí estábamos los dos: Baloo y Bagheera reflejados en las cristales del portal de la Fina. Esta vez sólo se hizo esperar duran te tres Ducados y apareció doblando el recodo de los ascensores. Mira por dónde también ella se había vestido de negro, un negro ligeramente irisado; manoletinas planas, falda estrecha hasta debajo de la rodilla y una chaquet; fina con hombreras bajo la que aparecía algo blanco y sedoso, un corpiño quizá, o una camiseta de tirantes que su brayaba la presencia de un par de tetas de primera. A pesar del peinado eco-alternativo, el conjunto tenía un sofisticado no del todo exento de interés; incluso dejé que pasando la vista sobre mí sin reconocerme, iniciara camino hacia la esquina para poder admirarla tranquilament Silbé. Se volvió. Saludé con el brazo en alto. Me miró, miró a la Bestia y, sin dar señales de estar interesada ninguno de los dos, retomó el camino hacia la esquina. Probé llamándola por su nombre, «Eo, Fina: soy yo».

– ¡Hostia, tío…, qué fuerte! He pensado: mira el gilipollas ese haciéndome señas… ¿Qué te has hecho en el pelo?

– Obras de remodelación. ¿Te gusto?

– No sé…, estás muy raro… ¿Te estás dejando bigote?

– Modelo Errol Flynn.

– No me gusta.

– Tú en cambio estás muy bien, casi no se nota que has adelgazado.

Ya se había llegado hasta mí. Le rodeé la cintura mientras la besaba en la mejilla y le señalé la Bestia:

– ¿Qué te parece?

– Qué es eso…

– Un coche auto-móvil. No lleva riendas, se dirige a voluntad gracias a un pequeño volante que hace girar las ruedas directrices, ¿ves?: esto redondo son las ruedas.

– Ya… ¿Y lo has traído tú solo?

– Bueno, más bien me ha traído él a mí.

– ¿Te has metido a traficante de estupefacientes, o algo?

– Es de mi hermano. Venga, sube y te lo explico por el camino.

Abrí la puerta del acompañante y le hice una reverencia. Ella examinó desconfiadamente el interior antes de decidirse a entrar posando primero el culo sobre el bajísimo asiento y metiendo después las dos piernas. Rodeé el morro y entré por el otro lado. Descubrí entonces que imitando el movimiento de ella era más fácil pasar los muslos bajo el volante.

– ¿Estás seguro de que sabes conducir esto?

– Estoy aprendiendo.

Pensé que para probar las prestaciones del artefacto valía la pena enfilar la Diagonal y salir de Barcelona por la A7 dirección Martorell. De los tiempos en que aún salía del barrio, conocía un restaurante en las afueras que no estaba mal: una de esas masías reconvertidas, con una inmensa chimenea de piedra en el salón principal y un buen surtido de embutidos. Debían quedarme unas veinte mil pelas en el bolsillo, pero era seguro que a partir de las doce de la noche podría repostar en cualquier cajero automático, así que podíamos gastar las veinte mil sin problemas. Eso daba para buen vino y jabugo del de verdad.

– ¿Y esto no tiene aire acondicionado? Hace calor…

– Debe tener de todo. Busca en la consola.

Mientras la Fina investigaba el equipamiento yo me concentré en intentar meter la segunda. Lo conseguí en el último tramo después de tomar Travesera hacia Collblanc. «Tiene CD», dijo la Fina mientras yo trataba de no sodomizar a un pobre Twingo que apareció delante. Había descubierto el equipo de música y debajo una suerte de contenedor de compacs.

– Joder, tío: Schubert, Momentos Musicales; Bac Suits 2 y 3; Schumann, Sinfonía Renana… Menuda marc lleva tu hermano.

– Es que es muy culto. Por la radio, algo saldrá.

La Fina probó los mandos de sintonía hasta toparse con el Der Komisar, un tema que me trae buenos recuerdos. creo que a la Fina también se los trae, porque se puso a bailotear en el asiento mientras reiniciaba las labores de búsqueda del aparato climatizador. Pero en la Diagonal conseguí poner la cuarta aprovechando una racha de entre semáforos seguidos en verde y la Fina se dejó de aires acondicionados y empezó a palpar a su espalda buscando el cinturón de seguridad. Tras esta última parada en Diagonal todo lo que había ante nosotros era una preciosa autopista de varios carriles. El tráfico era escaso, sólo unos pocos coches que junto con la música de la radio contribuían a crear la sensación de que estábamos en la pantalla de salida de videojuego. Verde. Di golpe de gas para revolucionar motor; el corazón de la Bestia aulló a nuestra nuca y, cuando empezó la caída de revoluciones, aflojé el embrague y abrí grifo a tope. Perdimos un poco de impulso en el patinar las ruedas sobre el asfalto, pero en cuanto se restableció la adherencia salimos como mil demonios humeando. Cinco segundos después el sonido del motor bajo el Komisar empezó a parecer el de un Minipimer; el indicador de velocidad estaba llegando a los 100; repetí estripada en segunda hasta los 140; tercera 170; no tuve huevos apurar la cuarta; 180, 190, 200, seguíamos pegados al motot trasero, que empujaba por la espalda como un energumeno, y empezamos a alcanzar coches que fueron quedando atrás como sombreros caídos desde la ventanilla de un tren;220, 230, 240…, la autopista se encogió hasta parecer una comarcal llena de zigzags caprichosos.

– ¡Pabloooooooo!

Yo también tuve miedo. Levanté el pedal y cedió el empuje. Dejé que nos deslizáramos un poco con el embrague pisado, metí la quinta y nos estabilizamos a 200 adelantando a los escasos coches que circulaban por la derecha sin acercarnos mucho lateralmente para evitarles el sobresalto.

Bajé el volumen de la radio.

– ¿No está mal, eh?

La Fina se había llevado una mano al corazón:

– Por un momento he pensado que me bajaba la regla, y eso que no me toca hasta la semana que viene. ¿Qué coño es esto?

– Un Lotus Nosequé. Debe de ponerlo detrás.

Estábamos ya en la recta de Molins de Rei y nos desviamos para tomar la curva de salida: doscientos setenta grados de giro, buena ocasión para probar la estabilidad de la barca. Hundí el pedal en segunda y la fuerza centrífuga empezó a aplastarme contra la puerta; la Fina, «¡Pablooooooo!», se agarraba a su propio cinturón de seguridad, tensa como un gato, pero el habitáculo apenas perdió la horizontalidad y los neumáticos se pegaron al asfalto como un velcro. Hacía falta algo más que la curva de Molins de Rei para que la Bestia perdiera la compostura: bien por Bagheera. La Fina también parecía estar pasándolo en grande, manifestó no recordar nada igual desde que se subió al Dragón Khan. Llegamos al patio de la masía-restaurante sudorosos. Aparqué en batería; bajamos recomponiéndonos la indumentaria y el peinado y entramos cogidos del brazo por la puerta principal, como una pareja de novios en plena luna de miel, con esa sensación de acabar de echar un polvo que te deja una buena carrera. Nos recibió una cuarentona rubia, peinada con moño y vestida con una blusa dorada estilo Bienvenida Pérez; el conjunto se daba de patadas con la decoración rústica, pero así son las mujeres. La Fina preguntó por lavabo y yo me encargué de elegir mesa.

El salón principal estaba vacío, sólo una de las veinte treinta mesas diseminadas estaban ocupada por dos parejas maduras con pinta de guiris en vacaciones. A pesar de época del año y de que el aire acondicionado estaba funcionando, habían encendido la chimenea de piedra. Elegí una mesa cercana al fuego: además del jabugo y el vino ése era el máximo atractivo del lugar. Cuando la Fina volvió del lavabo le tomé el relevo para lavarme las manos al poco estábamos los dos sentados mirando la carta. concentré en los vinos de Rioja. Tenían el Faustino I de mis amores, pero me pareció demasiado jevi, tanto para paladar de la Fina como para acompañar los embutidos más delicados. Descarté también el Conde de los Andes del 73 por carísimo, y dudé entre el Reserva Especial Martínez Lacuesta y el Remelluri del 85. El Lacués es perfecto para el jamón, pero a la Fina le gustaba Remelluri por lo suave; además era el más barato, y notaba claro que las veinte mil pelas dieran para muchas alegrías en caso de que pidiéramos postres.

– Está bien este sitio… Oye, ¿tienes dinero? Yo 11evo sólo cinco mil pelas…

– Yo llevo veinte. ¿Qué te apetece?

– Tú mandas, Fittipaldi.

Ojeé la carta.

– A ver qué te parece esto: una escalibada central para ir picando…, trucha ahumada…, una fuente de lomo embuchado y un par de platos de jamón. Y pan de chapata untado con tomate; lo tuestan a fuego de leña. Luego ya veremos. Creo recordar que tienen un manchego meritorio.

– Te hago responsable de que me guste.

Me volví en busca de un camarero. Se acercó enseguida el único que estaba en la sala, un poco aburrido por lo escaso de la clientela, y le hice el pedido. Finalmente me decidí por el Remelluri y advertí que no nos lo sirvieran demasiado caliente. Con el rollo de que el tinto se toma a temperatura ambiente te acaban sirviendo el Rioja sin refrescar así lo tengan a veinticinco grados.

En cuanto se fue el camarero, la Fina empezó el interrogatorio:

– Bueno: explícame eso del coche de tu hermano.

No me gusta mentirle a la Fina. No me gusta nada.

– Primero explícame tú qué haces aquí conmigo. ¿No volvía hoy tu marido?

Inclinó la cabeza; caída de ojos; los volvió a abrir con las pupilas puestas en un rincón lejano del techo:

– Reunión… Tienen que informar al jefe de la movida de Hewlett Packard en Toledo… Lo de siempre. Me he cabreado y le he dicho que saldría con algún amigo y que no me esperara despierto.

Encendí un Ducados para darle oportunidad de elegir entre seguir por ahí o cambiar de tema.

– Ya no sé qué hacer, tío… Mira que hoy lo estaba esperando como una tonta…, me hacía ilusión verlo, de verdad, salir a cenar a algún sitio, no sé, hacer un poco de vida de pareja… Pues no: «Ah, es que hemos quedado en el despacho para hablar…»; lo hubiera matado, te lo juro. A veces creo que está conmigo sólo para parecer una persona normal, ¿sabes?: como lo natural es estar casado, pues se casa uno y punto… Hace no sé cuántas semanas que no echamos un polvo. Me voy a buscar un amante, te lo digo en serio. Claro que sí, tío, es que estoy harta…

– ¿Has hablado con él?

– Lo he intentado. ¿Y sabes qué hace?, pues me trata de neurótica, ¿sabes?, como si todo fueran comidas de coco mías. «Tío: ¡pero si no follamos!», ¿sabes?… Pues nada. Se pone a ver la tele un rato y en cuanto llegan las once se mete a dormir. Como madruga… Y a la que un sábado pasa cualquier cosa y no hay jodienda, pues ya se ha pasado el día y hasta la próxima. La semana pasada porque se iba a Toledo, la anterior porque fuimos a Girona a ver sus padres y volvimos tarde, la otra no sé qué coño pasó que tampoco… Pues ahora a la que no le apetece es a mí, ya está.

La llegada del vino y unas rodajitas de embutidos surtidos que trajeron para hacer boca interrumpió la conversación. El camarero venía dispuesto a hacer el número de la cata. Le dije que podía servirnos directamente y nos dejó tranquilos.

– Bueno, cuéntame lo del coche; no tengo ganas de hablar de mi marido.

– Nada: mi hermano me ha encargado un trabajo de vigilancia y necesitaba un coche para usarlo como punto de observación.

– ¿Y eso?

– No sé, mangoneos de los suyos. Está interesado en una finca del barrio y quiere que le encuentre al propiet rio. Cincuenta mil pelas si le tengo el nombre para antes del lunes.

– ¿Y qué vas a hacer, quedarte esperando en la puerta ver quién sale?

– Algo así.

– Pues ese cacharro que llevas no es como para pasar desapercibido. Te iría mejor un Corsa.

– Puede; pero mi hermano no tiene un Corsa, tiene Lotus.

– ¿Y piensas ir a vigilar esta noche?

– Ése es el plan. Cenamos, tomamos algo en el bar de Luigi y después me voy para allá.

– Ayer noche pasé, por el bar de Luigi. Estaba harta de dar vueltas en la cama; te llamé por teléfono y como no estabas me imaginé que andarías por allí. Llegué diez minutos tarde. Me dijo Roberto que habías desaparecido a toda prisa.

– Fui a comer algo al Paralelo.

– Ya… Y después de putas, ¿no?…

Hice un gesto entre la inocencia y la resignación. Pero a ella debió darle morbo insistir en el tema:

– Y qué, qué tal, ¿algo especial?

– Psss…, nada que no hayamos hecho tú y yo. Ya sabes que en cuestión de papeo y jodienda soy poco imaginativo.

– Me parece que yo también me voy a ir de putos un día de estos.

Llegó la comida. La escalibada demasiado tibia para mi gusto; el lomo un poco rechichivao, como si lo hubieran tenido guardado en la nevera; el jamón estupendo, aceitosito y aromático; la trucha bien. El paseíto en la Bestia nos había abierto el apetito, pero aun así la Fina encontró huecos para seguir con su investigación particular.

– Oye: ¿y ese cambio de look?

– Convenía. Para el encargo que tengo entre manos…

Se quedó mirándome con cara de sospechar algo y no saber exactamente qué:

– Pues, ¿sabes?, te encuentro muy raro. El peinado, la ropa, el coche…, veinte mil pelas en el bolsillo, olor a colonia buena… Y además estás muy serio, no has hecho ni una sola payasada de las tuyas.

No se me ocurrió ninguna payasada que hacer.

– Mi hermano me ha dejado su tarjeta para cubrir gastos… No sé: puede que esto de ir bien vestido y llevar dinero encima imprima carácter. Y no estoy acostumbrado a conducir un deportivo de veinte kilos.

– Y qué: ¿Te gusta?

– Psss… Es divertido, para variar.

– ¿Y si te gusta por qué no haces algo? Tus padres están forrados, tu hermano igual, ¿eres socio de su empresa, no?, podrías tener la pasta que quisieras…

– No te molestes, ya me conozco ese discurso.

– … ¿por qué no intentas sacarte provecho a ti mismo?, no sé, al menos para poder tomarte una copa cuando te apetezca y no andar dejando deudas por los bares. Eres un tío con coco, y tú lo sabes. Úsalo.

– En realidad creo que si tuviera menos coco sería más inteligente.

– Ya estás otra vez diciendo cosas raras.

– ¿Lo ves?: el coco, que me sale con ocurrencias de Perrito Piloto.

Puse cara de Perrito Piloto en pleno vuelo, con sus ga fas y su gorro de orejeras. La Fina tuvo que taparse la boca con una mano para no soltar la papa. Pero volvió a la carga en cuanto se le pasó la risa.

– No lo entiendo, de verdad. ¿No puedes hacer simple mente lo que se espera que hagas, sin más? Y no me vengas con jueguecitos de palabras…

Generalmente detesto que me pidan explicaciones sobre lo que hago o lo que dejo de hacer, ya tengo suficiente, con los sermones de SP y los sarcasmos de mi Estupenda Hermano, pero esta vez me venía bien apartar la atención de mis transformaciones indumentarias para cambiar de tercio y entretener la conversación en otra cosa.

– Muy bien, te voy a contestar con una historia verídica modo de parábola.

– Pero después tienes que volver a poner cara de Perrito Piloto.

– Ya veremos, primero escucha.

– Escucho.

– Verás: ésta es la historia de un joven que embarcó rumbo al Yukon en plena fiebre del oro. Su padre, un comerciante próspero, acababa de morirse de puro viejo en su ferretería de Omaha y le dejó cierta cantidad de dinero. Eso y lo que pudo sacar al liquidar el negocio le pareció suficiente para pagar el viaje y probar suerte en el norte, así que el tío se llegó hasta Seattle atravesando medio país y allí tomó el primer vapor hacia Skagway, cerca de la frontera oeste del Canadá. ¿Sigo?

– Ya que has empezado…

– Bueno, pero no quiero que te imagines al típico oportunista en busca de fortuna; era más bien un… experimentador, ¿vale?: más que oro buscaba un punto de vista privilegiado, contemplar el mundo desde el Norte absoluto, subir a la cúspide del planeta, algo así.

– Un sonao.

– Exacto, veo que lo vas pillando. Bueno, pues el tío salió de Skagway a lomos de una mula en la gran caravana de hombres y ganado que se adentraba hacia el norte hasta Dawson. Seiscientos kilómetros de ruta infernal: aludes, escasos pastos para los animales y un frío de cojones en plena primavera. A parte de algún fuerte construido un poco más al norte, Dawson era por aquel entonces el último lugar civilizado en el que se podían comprar víveres antes de adentrarse en tierras ignotas, una especie de puesto de vanguardia desde el que partían los aventureros hacia el Círculo Polar.

– Parece un cuento de Jack London.

– De Jack Leches: lees demasiado, se te va a estropear la vista.

– Es que follo poco… En fin, sigue.

– Bueno, la cosa es que una vez en Dawson empezó a darle mal rollo la idea de meter los pies en remojo de aguas de deshielo y quebrarse el espinazo buscando indicios de polvo dorado que la mayoría de las veces aparecía en cantidades ridículas. Se lo pensó dos veces y decidió descansar unos días en la ciudad. Dawson todavía no había alcanzado su máximo esplendor, pero empezaba ya a ser conocida por el París del Norte: se podía beber champán, comer caviar o contratar a señoritas francesas que te bailaban un cancán en ropa interior con blondas; todo a precios de nuevo rico, por supuesto. Y mezclados con los que despilfarraban su polvo de oro en los salones, pululaban centenares de desgraciados incapaces de pagar la fortuna que se pedía por un plato de judías y un trozo de pan, así que aquello no tardó mucho en convertirse en una olla a presión que la policía canadiense apenas podía controlar ¿Te haces una idea? Bueno, pues mira por dónde nuestro hombrecito de Nebraska traía dinero en el bolsillo y a los dos días empezó a importarle un pimiento el norte y sus perspectivas privilegiadas: pasó una semana, pasaron dos, tres, y entre copas de champán y polvos dorados que no requerían mojarse los pies en absoluto acabó dilapidando la herencia de su padre.

– No sé por qué pero me lo esperaba.

– Espera que ahora viene lo bueno. Resulta que cuando. le quedaban apenas unos dólares comprendió que no tenia más remedio que ponerse en marcha. Compró un saco de víveres, lanzó una moneda al aire para decidir el rumbo, se marchó con su saco, su mula y su cedazo justo en misma dirección que el resto de los buscadores, Klondike arriba. Pero el Klondike estaba ya más explorado que 1as blondas de las madmuaseles, no quedaba ni un metro de río que no tuviera marcada la concesión, y lo mismo pasaba en los afluentes importantes, así que nuestro sonao se empeñó en remontar un arroyuelo ridículo en el que nadie había encontrado el más mínimo vestigio de oro. El caso es que al cabo de un mes de estirar raciones y trepar por los Montes Mackencie, el saco de víveres se había agotado y el futuro tomaba mal color. Otros podían sobrevivir en pleno invierno a base de cazar y pescar, pero aquel hijo de un ferretero de Omaha apenas distinguía un conejo de un salmón, y no se le ocurría manera de capturar a ninguno de los dos. Total: estaba ya a punto de emprenderla a mordiscos con su cabalgadura cuando, agachado cerca del arroyuelo, se encontró con un siwash pescando.

– ¿Un si-qué?

– Un indio del norte. El caso es que debió ver al ferretero tan acabado que se lo llevó con su familia. El clan del indio solía acampar en verano junto a un pozo que formaba el riachuelo poco más arriba, y una vez allí le dieron de comer y después durmió una larga siesta ante la mirada atenta de toda la parentela, que no estaba acostumbrada a ver tipos tan rubios y tan peludos. El ferretero durmió todo el día y al despertar se sintió mucho mejor. Estaba casi anocheciendo cuando se levantó y fue hacia el pozo con intención de despejarse metiendo el cabezón en el agua helada. Fue entonces cuando lo vio.

– ¡Oro!

– Exacto, oro. En el fondo del pozo: una pátina dorada que relumbraba a la luz oblicua de media tarde como una botella de Freixenet puesta a trasluz. Casi se ahoga. Al principio los siwash no entendieron a qué venía tanto alboroto, pero el abuelo del clan terminó por dar con una explicación plausible: aquel polvo debía de ser una suerte de cosmético, el pigmento dorado que daba color a los cabellos del Rostro Pálido y al pelo brillante que le poblab el pecho y se le acumulaba alrededor de la boca.

– Te lo estás inventando…

– En serio: aquella gente no estaba acostumbrada a ver hombres rubios más que de lejos, buscando algo invisible en el lecho de los ríos. Piensa que al lado de un siwash, nickerboker descendiente de holandeses reluce al sol como una aparición mariana, exactamente igual que el fondo aquel pozo. Y a todo esto nuestro joven comprendió por qué nadie había remontado aquel arroyuelo. Generalme las pepitas de oro fluyen a lo largo de todo el río arrastra por la corriente; los buscadores probaban suerte en al lugar lo suficientemente poco profundo como para poder cribar la arena del fondo, y si encontraban algo seguían cribando más arriba, si no, se olvidaban del riachuelo y probaban en otro sitio. Pero resulta que sobre aquel pocillo diez o doce metros cuadrados la corriente pasaba muy 1entamente, lo suficiente como para que el oro que contenía sedimentara como una fina lluvia de purpurina y el agua perficial siguiera fluyendo limpia río abajo. O sea: el pozo era una especie de decantador natural que iba acumulan oro en su fondo, y sólo quedaba por averiguar qué grosor tenía aquella capa dorada. ¿Más vino?

– Más vino.

Serví las dos copas, le di un repaso a mi plato de jamón y un meneo a la escalibada tibia, que no acababa de convencerme. Mejoró bastante una vez salada y lubricada con un buen chorro de espeso aceite color verdoso. La Fina aprovechó también para picotear la trucha y darle un de buenos mordiscos a una tostada. Esperé para continuar hasta que, cubriéndose un poco la boca llena con mano, explicitó su impaciencia:

– Bueno, y qué pasó.

– Pues pasó que nuestro héroe salió con una brillante idea de Perrito Piloto. El caso es que, por pura curiosidad, se sumergió a tres metros en el pozo y llenó su sombrero con polvo del fondo. Una vez en la superficie se dio cuenta de la tremenda riqueza de la arena, casi cuarzo y oro a partes iguales, y en cuanto comprendió que era inmensamente rico le dio pereza la idea de ponerse a bucear como un pato durante días para extraer su tesoro. Entonces no se le ocurrió otra cosa que aprovechar la oportunidad para hacer un cursillo de caza y pesca con los siwash. Al fin y al cabo el oro seguiría allí esperando el tiempo que hiciera falta; en cambio los indios no paraban quietos más de una semana en el mismo campamento y era muy improbable volver a encontrarlos. Así que guardó el sombrero en la alforja de la mula y decidió olvidarse del asunto hasta que llegara el momento de trabajar en serio, cosa que bien podía esperar unos días.

– Y se quedó con los indios…

– Más que quedarse se fue con ellos. Y aprendió no sólo a distinguir a simple vista un conejo de un salmón sino también a construir trampas adecuadas según el caso. Y como era un sonao con mucho coco, aprovechó lo aprendido en el almacén de ferretería de su padre para pertrechar un ingenioso sistema de recuperación de capturas que dejó pasmados a los siwash. Pasó una semana, pasaron dos, tres, y empezó a tomarle el gusto a la vida nómada hasta el punto de que fue siguiendo a los indios de campamento en campamento hasta pasar el resto del verano y parte del otoño con ellos.

Hice otra pausa para beber vino y comer jamón.

– ¿Y el pozo?

– Ahí vamos, déjame comer un poco.

»Con los primeros fríos, los indios empezaron a bajar de las montañas hacia el sur, y el ferretero pensó que había llegado el momento de volver sobres sus pasos y ponerse a trabajar en la extracción. Debía de haber recorrido unos doscientos kilómetros con los indios en dirección a 1a cuenca del Yukon, pero aún entretuvo la larga vuelta al norte poniendo en práctica sus recién adquiridas habilidades de predador trampero. Cayeron las primeras nieves y el tipo estaba aún a mitad de camino, ocupado en curtir pieles de conejo para protegerse del frío creciente. Trato entonces de apresurarse, pero las ventiscas y la nieve em pezaban a hacer difícil el camino y le llevó una semana cubrir los últimos veinte kilómetros hasta llegar al pozo.

– Y cuando llegó se lo encontró lleno de gente chapoteando…

– No exactamente. Digamos que nadie podría haber metido en aquel agujero aunque lo hubiera encontrado. Allí ya no había agua, había un tremendo bloque de hielo opaco cubierto por medio metro de nieve dura.

– Putada…

– Inmensa.

– Y qué…

– Pues no le quedaba más remedio que volverse Dawson con el contenido del sombrero que aún guarda en la alforja. Hasta la primavera el oro había quedado completamente inaccesible a menos que se excavara el hielo, y eso requería el trabajo de varios hombres durante días, quizá semanas, habría que montar un verdadero campamento minero. Pero aquí no acaba la cosa, porque todavía se le ocurrió otra idea de Perrito Piloto. ¿Qué hubiera hecho una persona normal en esta circunstancia. Pues irse directamente a contratar a gente que tambien fuera normal: un pequeño grupo de mineros experimentados que hubieran tenido éxito en sus propias concesiones y quisieran redondear su fortuna trabajando un par de semanas para otro. ¿Y qué es lo que hizo en cambio el cenutrio del ferretero?, pues le dio por ponerse a jugar a Teresa de Calcuta y se fue por Dawson buscando desarrapados.

– ¿Y eso?

– Bueno, él estaba vivo y era rico gracias a la generosidad de unos indios que estaban mal vistos por todo el mundo, así que pensó que había llegado el momento de devolver el favor compartiendo su secreto con una veintena de los más necesitados. Entre todos sacarían el tesoro de bajo el hielo y podrían volver a sus casas con los bolsillos lo suficientemente llenos como para establecerse cómodamente.

– Pues no me parece tan mala idea.

– A veces, Fina, creo que tú también estás un poco sonada: tanta tontería con las ONG's te está estropeando el sentido común. ¿Sabes lo que pasó cuando aquel tipo vestido con pieles de conejo empezó a contar su historia entre los pobrecitos necesitados de Dawson que rondaban medio borrachos por las calles? Pues que se le rieron en las narices. ¿Quién iba a creer a un gandul al que todo el mundo recordaba despilfarrando su dinero en los salones de la ciudad y que ahora andaba por los arrabales explicando historias de maravilla entre los pordioseros? Y le creyeron menos aún cuando, intentando darle verosimilitud a su historia, entró en detalles y empezó.a contar el episodio de los siwash. Verás: George Carmack, el héroe local al que se atribuía el hallazgo del Bonanza, era un blanco simpatizante de los indios hasta el punto de casarse con una tagish, y precisamente hizo su descubrimiento a través de un hermano de su mujer, un indio al que llamaban Skookum Jim. Así que cuando nuestro sonao de Omaha empezó a contar los pormenores de su aventura todos terminaron por reafirmarse en que, además de ser un embustero, aquel imbécil tenía muy poca imaginación Se convirtió en una especie de bufón que rodaba por lo salones desbarrando sobre pozos dorados de increíble riqueza; le perdieron el respeto, y cuanto más se desgañita ba él, más loco les parecía a todos.

– Pero aún conservaba el oro que había sacado con su sombrero, ¿no?, eso demostraba que su historia era cierta.

– Ah, sí: a él también se le ocurrió esa idea. Un día tomó un puñado de arena dorada, entró en un salón con la palma abierta y gritó: «Mirad: tengo dos kilos más de es metidos en un sombrero, para quien quiera verlos y convencerse»…

Me detuve un momento y tomé un sorbo de vino mirando a la Fina fijamente.

– ¿Y?

– Pues que quien más interés mostró en aquello fue una pareja de la policía montada. Si aquella bravuconada del sombrero tenía algo de cierto, era sin duda indicio de que el tipo le había robado el oro a algún ciudadano honrado. Lo detuvieron. Lo interrogaron. Después de dos horas vio en la necesidad de excusarse alegando que había inventado esos dos kilos sólo para darse importancia en el bar, y aun así le costó justificar el puñado con el que había entrado en el salón. Por suerte, esa misma noche, la bailarina de un salón de la calle principal tiró sin querer lámpara mientras actuaba y acabó incendiándose media calle. No había todavía cuartel de bomberos en la ciudad y la policía tuvo tanto trabajo que acabó por desentenderse de aquel pobre desgraciado.

– Qué mal rollo…

– Malísimo. Y aquí es donde termina la historia. Eran primeros de diciembre, y esperar siete meses en aquel lugar en el que todo el mundo lo tomaba por un borracho sospechoso para volver al pozo en primavera era más de lo que el tipo podía aguantar. Así que emprendió el largo camino de vuelta a Omaha, decepcionado y con el ánimo lleno de rencor.

– ¿Y el oro del pozo?

– Misterio. El ferretero no volvió jamás. Puede que aún esté allí, pero es poco probable. Hoy día aquello es una especie de ruta turística para aventureros de salón. Alguien debió encontrarlo en algún momento, quizá el gobierno canadiense. O quizá no. La fiebre del oro no duró mucho, un par de años más después de aquello. Vete a saber.

Nos quedamos callados. La Fina, muy seria, parecía cavilar sobre lo escuchado como tratando de encontrarle un sentido alegórico que se le resistía. Yo aproveché para pedir un taco de manchego seco al camarero. Ella no quiso nada más, ni siquiera postres.

– Oye: ¿seguro que no me tomas el pelo?

– ¿Por qué iba a tomarte el pelo?

– Porque te gusta tomarle el pelo a la gente. Me consta.

– ¿Sabes quién me contó la historia? Greg Farnsworh junior, el único hijo que años después tuvo aquel ferretero sonado. Estuve trabajando un par de semanas en su gasolinera de las afueras de Aurora, a unos 150 kilómetros de Omaha.

– Ah, ¿sí?, no sabía que hubieras trabajado nunca en una gasolinera…

– Sólo esa vez, en el verano del 86. Yo necesitaba unos dólares para seguir viaje hacia Denver y él necesitaba un par de buenos brazos para organizar el almacén. Solía reunirme al atardecer con él y con la vieja Annie a tomar limonada helada en el porche de su casa. No tenían hijos a quienes contarles sus batallitas, y aprovecharon la opor tunidad que les brindaba aquel extranjero que pasaba por allí.

– ¿Y cómo sabes que la historia es auténtica? No sé: sigue pareciéndome un cuento de Jack London.

– Fina, por favor… ¿Crees que un par de viejos con un pie en la tumba hubieran improvisado una historia asi sólo por el placer de engañarme? Aquel hombre veneraba el recuerdo de su padre, me contó su aventura para que siguiera viva, para que no se perdiera con él. Y por lo visto le parecí digno de escucharla: precisamente yo, un viajero de paso. Me dio toda clase de detalles, nombres, fechas topónimos… Quizá le recordé a aquel sonao que se fue norte en busca de una perspectiva privilegiada, no sé. Además: me enseñó el oro en el sombrero. Lo guardaba junto con la pieles de conejo y las alforjas de la mula como si fuera una reliquia.

– ¿Siiií?

– Un sombrero de ala ancha, marrón, completament deformado pero rígido, como aprestado de nuevo entre interior de la alforja y la arena que contenía. Y la arena era realmente dorada, brillante… Dejaba destellos adheridos la humedad de la mano, exactamente como una purpura finísima. Es uno de los recuerdos más conmovedores que guardo: aquel polvillo dorado.

Silencio. Crepitar del fuego. La cosa se había puesto tan seria que sentí la necesidad de hacer alguna gansada Como medida de urgencia puse cara de negro bembon y empecé a bailotear sobre la silla una coreografía de Geogie Dan:


– Cuando la gente dice criticando que

»paso la vida sin pensar en na,

»es porque no saben que yo soy el hombre

»que tiene un hermoso y lindo cafetal.


»Y ahora nos vamos a tomar un par de chupitos de marc de champán y un cafelito, ¿hace?

La Fina volvía a sonreír:

– Ah, no… Primero tienes que volver a poner cara de Perrito Piloto. Lo prometido es deuda.

Hice un breve amago de Perrito Piloto para complacerla y llamé al camarero. El final de la cena fue ya inevitablemente lánguido; tomamos los chupitos tratando de hablar de cualquier cosa, pero estaba claro que necesitábamos un cambio de escenario. Pedí la cuenta -ocho mil nosecuántas: bastante menos de lo que esperaba-, y tratamos de salir de allí. Digo tratamos porque en el tiempo en el que estuvimos cenando había entrado otra pareja en el salón y se había sentado en una mesa: yo pude verlos, pero la Fina, que quedaba de espaldas, no reparó en ellos hasta que nos levantamos para salir.

– ¡Ay, el Toni y la Gisela! ¡Qué fuerte, hace mogollón de tiempo que no los veo!

Cagada. Cuando la Fina se encuentra a alguien en un restaurante ya puede uno calzarse. Siempre hace siglos que no los ve y siempre trata de ponerse al día en ese mismo momento. Ya se habían reconocido mutuamente, y la pareja -treintañeros con aspecto de matrimonio sin hijos que todavía sale a cenar entre semana- esperaba la aproximación de la Fina desplegando un florido repertorio de gestos de entusiasmo. Me vi venir que aquello podía retrasarnos una hora larga a poco que yo estuviera dispuesto a entretenerme e improvisé una maniobra de despiste:

– Oye, Fina, me estoy meando. Voy al lavabo mientras saludas a tus amigos y te espero en el coche. No tarde ¿vale?

Me dijo que bueno sin hacerme ningún caso y se fue ha cia la mesa de la pareja haciendo aspavientos de alegría.

No pasé por el lavabo porque no me estaba meando sencillamente salí al exterior. Hacía calor. Noche de finales de primavera. Estábamos lo suficientemente lejos de Barcelona como para que se vieran las estrellas. Eso y olor de la leña predisponen siempre al bucolismo y 1os suspiros. Me llegué hasta la Bestia Negra, «Stuuk», me metí abrí la ventanilla y me dejé llevar por el cric-cric de los grillos y la soñera de después de cenar.

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