EL BRAZO INCORRUPTO DE SANTA CECILIA

Hay algo estupendo en el dormirse y hay también algo grande en el despertar, esa sensación de que el mundo es en cierto modo nuevo. Estar siempre despierto debe de ser la locura: he oído decir que sometido un gato al tormento de impedirle dormir acaba adquiriendo tendencias suicidas. No sé si es un experimento científico contrastado, pero yo he decidido creerlo. Y si no es cierto no será por culpa de la hipótesis, sino de los gatos, que no la cumplen. I know that, so it is, que diría John.

Tenía un hambre feroz, pero la sensación de debilidad había desaparecido con la breve siesta. Las ocho y media. Pensé que tenía tiempo de cagar. Después me dieron ganas de ducharme otra vez. Estaba visto que había entrado en fase de compulsión higiénica. Buéno no me pareció demasiado grave y me lo concedí. Además, cenar con Lady First en un restaurante de veinticinco tenedores requería algún remilgo indumentario, así que incluso dediqué un minuto entero a decidir qué camisa ponerme. Había usado la negra y la morada; quedaban siete inmaculadas -además de la jaguayana, que no parecía oportuna para la ocasión-. Probé con la naranja y me gustó el tipo del espejo: parecía el butanero de los Picapiedra, no sé, o quizá el butanero de Bill Gates. Hasta ensayé unos gestos de rapero, como el que discute con una policía de tráfico en pleno Bronx, y recité un padrenuestro en inglés a modo de letra andergráun. Mi vena histriónica reclama atención diaria, tengo que comer, cagar, dormir y hacer gansadas al menos una vez al día; si no, empiezo a encontrarme mal. En cambio sin beber puedo aguantar hasta cuarenta y ocho horas, y sin follar mucho más.

Me di un toque con la colonia cara y salí a la calle sin ol vidar llevarme el teléfono móvil de The First y las llaves de la Bestia.

Llegué al bar de Luigi sin muchas prisas.

El Roberto había empezado ya el turno.

– Roberto, ¿tú no tienes un gualqui-talqui d'estos?

Estiró un poco el cuello para fijarse e hizo gesto de que sí: «Juh-juh».

– ¿Y guarda memoria de las llamadas que recibe, con el número y tal?

Aquí empezó una disertación larguísima. No puedo re producirla porque no entendí casi nada, pero recuerdo que versaba sobre la diferencia entre que te llamen desde un teléfono fijo, o desde un móvil con tarjeta, o sin ella, o desde un repetidor español, o un satélite europeo, o en fin un lío espantoso.

– A ver, Roberto, céntrate: si yo quiero saber desde que teléfono he recibido la última llamada qué coño he de hacer.

Me quitó el aparato de las manos, le dio al botoncito que enciende la pantalla y al rato dictaminó:

– Está activada la barrera por contraseña.

Eso no podía ser bueno.

– Y qué…

– Pues que si no tienes la contraseña no puedes acceder a esa parte de la agenda. A no ser que compres otra tarjeta.

Inmediatamente se abandonó de nuevo a disquisiciones técnicas sobre tarjetas y satélites y lo dejé hablar mientras pensaba en otra cosa. Quizá Lady First conocía la maldita contraseña, aunque no era muy probable. En cualquier caso no tuve mucho tiempo para darle vueltas al asunto porque de repente el aparato se puso a sonar, bib-bib, una mariconada de ruidito que sin embargo me sobresaltó. El Roberto calló en seco y me devolvió el aparato con cara de extrañado por mi extrañeza. Pensé rápido: «Tengo que contestar, quizá es una pista, no puedo dejarlo sonar y quedarme sin saber quién llama».

Pulsé el botoncito que tenía dibujado un auricular descolgado.

– ¿Diga?

– ¿Pablo José…!: ¿se puede saber qué estás haciendo en el teléfono de tu hermano?

Mi Señora Madre: inconfundible tono entre sorprendido y severo, como cuando de pequeño me descubría curioseando en el dormitorio de The First en busca de algo que le molestara que le robasen. Pensé que iba a mandarme salir de allí inme-diata-mente bajo amenaza de contárselo todo a SP.

– Es que… Sebastián me lo ha prestado.

– ¿Te lo ha prestado…?, ¿dónde estáis?

– Estoy solo…, aquí, cerca de casa.

– ¿No irás a decirme que has ido y vuelto de Bilbao sólo para pedirle el teléfono a tu hermano?

– No: se lo dejó en el despacho. Debió de olvidarlo.

– ¿No dices que te lo ha prestado?

– Sí; bueno: me dio permiso por teléfono para usarlo.

Seguí sintiéndome como si me estuviera excusando por una travesura.

– Pablo José, no me mientas. Detesto que me mientas. Además, a tu padre podrás engañarlo, pero a mí no, ya lo sabes. Llevo dos días llamando sin parar a este número y no contesta nadie, y ahora de repente apareces tú… ¿Cóm es que Sebastián te llama a ti y a mí no?, ¿quieres explicar me inme-diata-mente a qué estáis jugando, o quieres que me dé un tantarantán aquí mismo?

Cuando mi Señora Madre amenaza con sucumbir a u tantarantán hay que tomar medidas inme-diata-mente o de lo contrario le da: posee tal dominio mental sobre el cuerpo que a su lado el Dalai Lama parecería un epiléptico.

– Es que ha habido novedades… Pero no quiero que se entere papá, y me da miedo que se te escape…

– Pablo José: ¡qué pasa ahora!

Bien. No se me ocurría nada. Lo mejor en estos casos es soltar algo al azar:

– Han atropellado a Torres. Está hospitalizado en cuidados intensivos.

– ¿A quién?

Nadie que me viera allí en el bar, frente a la estantería de los coñacs, tendría duda de en qué me inspiré para improvisar el apellido, y tuve que dar gracias una vez más a la providencia por no haber puesto ante mis ojos una botella de Licor 43. Pero todavía le saqué más provecho a la botellería:

– Torres, Ricard Torres. ¿No te acuerdas de él?

– Francamente: no.

– Fue socio de papá. Precisamente en los tiempos del lío con Ibarra. ¿Te acuerdas de lo que te conté sobre Ibarra?

– Sí: aquel señor tan maleducado que mandó atropellar a tu padre. Pero no veo la relación…

Fingí impaciencia:

– Mamá, no prestas atención, ¿no te dice nada el hecho de que atropellen primero a papá y luego a un socio suyo, con dos días de diferencia?

Silencio. Sonido de aspiración alarmada.

– ¡Cielo santo!: quieres decir que… insiste, el muy… contumaz.

Sólo a mi Señora Madre se le ocurre insultar a alguien llamándole «contumaz». La afición le viene de mi Estupendo Abuelo, que la inició en el coleccionismo de adjetivos a muy temprana edad.

– Contumacísimo: el asunto es más serio de lo que pensábamos, y Sebastián ha tenido que alargar un poco el viaje. Me llamó para avisar de que ha puesto denuncia directamente en un juzgado de primera instancia de Bilbao.

Ignoro si un juzgado de primera instancia es lugar adecuado para poner esta clase de denuncias, pero a mi Señora Madre le dio igual la denominación exacta del establecimiento. Mi Señora Madre no colecciona nombres, sólo colecciona adjetivos, y si le hubiera dicho que había puesto una denuncia en el Benito Villamarín hubiera quedado igualmente conforme.

En fin: el resto de la conversación fue ya un constante exclamarse por todas las iniquidades domésticas que la afligían. Logré averiguar que mi Señor Padre seguía igual de malhumorado, que llevaban todo el día sin dirigirse la palabra más que a través de la asistenta o de la Beba, y que no habían salido de casa en los dos últimos días. Habían recibido en cambio la visita de Gonzalito el masajista y de las componentes habituales de las partidas de canasta de mi Señora Madre. Al parecer SP se había mostrado especialmente hosco con ellas y no había consentido en ir a fumarse su apestoso Montecristo a la biblioteca -he aquí el origen de la ruptura de relaciones verbales con él-. La Beba, por su parte, se había negado a servirles moscatel y pastas a las visitas alegando que ella no era un bodeguero y que si aquellas cotorras querían echar la partida se fueran a la taberna. La Beba tiene estos prontos, y no le gustan las amigas de SM, pero estuve de acuerdo con mi Señora Madre en que no debió llamarles cotorras a unas invitadas de la casa; y estuve de acuerdo también en que hacía feo que mi Señor Padre se pusiera a inhalar guarrerías sin siquiera pedir permiso a las señoras, aunque estuviera en el salón de su propia casa. En fin, todo seguía bajo control, o bajo el descontrol sistemático de costumbre. Lo malo fue que no pude capear una trampa que me tendió cuando ya estaba a punto de despedirme. «Supongo que mañana por la noche vendrás a cenar…», soltó de pronto, como si fuera una obviedad que casi no valía la pena formular. Resulta que al día siguiente era su cumpleaños. No recuerdo el día de cumpleaños de nadie a excepción del mío y el de Albert Einstein -dos grandes hombres para un mismo día-, y aún éstos me pasan a veces desapercibidos, de modo que rara vez los celebro. Pero considerando el estado de cosas me pareció cruel no acudir y confirmé mi asistencia. Al fin y al cabo mi señora Madre cumplía sesenta, una cifra lo suficientemente redonda para justificar cierta excepción. La cuestión es que, como siempre, este estúpido sentimentalismo mío me ocasionó problemas extra. Y no descubrí la trampa hasta después de haber dado el sí:

– Estupendo, entonces seremos exactamente cinco parejas: cena en familia.

– ¿Cinco parejas?

– Cinco; además de tu padre y yo: tía Salomé y tío Felipe, tía Asunción y el tío Frederic, los señores Blasco, su hija Carmela, y tú… Ya sabes, Carmela, aquella chica de la que te hablé…, la bohemia.

Valiente bohemia si aceptaba una invitación para cenar con sus padres en casa de los míos, y en compañía además de otros dos matrimonios maduros cuyos miembros masculinos eran un alto cargo de Convergencia i Unió y un ex general del Ejército de Tierra. Claro que conociendo a SM pudiera ser que la incauta Carmela hubiera caído en alguna de sus argucias de casamentera. Mi Señora Madre es capaz de enredar a la Coordinadora Gay-Lesbiana para que asista con mantilla española a una misa por Escrivá de Balaguer, ése es otro de sus talentos. En fin, me comprometí a acudir a casa a las nueve en punto y me dejó colgar sin dar más la lata.

El Roberto, viéndome enfrascado en una conversación difícil, se había desentendido de mí y andaba trasteando con el mando a distancia de la tele. Al parecer buscaba un canal que atentara lo más posible contra la estética al uso y recaló en BTV. Eran las diez menos diez en el reloj de la barra, había tiempo para un chupito de vodka antes de ir a recoger a Lady First; pero, ante la entrevista que le estaban haciendo los de la tele a un joven pintor en pleno barrio gótico, empecé a deprimirme y tuve que salir pitando con el gaznate seco. No sé qué pasa con los progres que me ponen triste.

En la calle busqué con la vista a Bagheera en el lugar donde la había aparcado: allí estaba, agazapada como acostumbra. Le habían puesto propaganda en el limpiaparabrisas: pidsas, túnel de lavado, plazas de parquin, recurso de multas… Me molesté en retirarle las legañas de papel, le lancé un beso con la punta de los dedos y la dejé allí, aseadita y feliz. Debí llegar al portal de Lady First unos pocos minutos antes de las diez. Llamé al interfono. Se puso ella misma. Ya estaba lista, bajaba en treinta segundos. En efecto, apenas me dio tiempo de fumar tres o cuatro caladas del Ducados que encendí y apareció saliendo del ascensor. Al menos no había que esperarla tres cuartos de hora como a la Fina.

– No pensé que llegaras tan puntual. No tienes fama de eso -me dijo nada más salir del portal.

– Perdona, no era mi intención defraudarte.

Lo dije completamente en serio, pero creo que ella lo tomó a broma. Llevaba unos pantalones color crudo, un jersey de cuello alto y una americana azul marino, como los zapatos planos. El conjunto dibujaba un cuerpo esbelto y bien modelado; no era exactamente mi tipo, pero daban ganas de mirarla de reojo. Mantenía el peinado a lo Greta Garbo que le sentaba tan bien y, completamente serena, tenía un aire misterioso no del todo desagradable: ese tipo de mujer de la que Oscar Wilde hubiera dicho que tenía un pasado. Aprovechando el silencio del camino, se me ocurrió pensar en qué actitud me convenía adoptar con ella a lo largo del encuentro, pero llegué a desarrollar tres puntos de vista distintos que aconsejaban otras tantas soluciones incompatibles entre sí, así que mandé a paseo la estrategia y decidí improvisar según avanzara la noche. La cuestión es que caminamos sólo un par de manzanas, pero el silencio fue tan denso como el de una partida de ajedrez.

Llegamos a la entrada del restaurante: un macetero con ibiscus, un atril que sostenía la carta y el rótulo dorado («El Vellocino de Oro, cocina de mercado»). Era uno de esos locales ante los que había pasado mil veces y en los que no había entrado nunca. Ni siquiera había reparado hasta entonces en que fuera un restaurante.

En el interior nos encontramos a una chica con chaleco y pajarita que se encargaba de la recepción y la guardarropía. Parecía conocer a Lady First.

– Mesa para dos, por favor, Susana. La de siempre, si es posible.

– Muy bien. Voy a avisar a don Ignacio.

«Don Ignacio», nada menos. Por un momento me imaginé a Paco Martínez Soria vestido de párroco rural, pero acerté sólo a medias. La tal Susana no tardó mucho en volver haciendo gestos de asentimiento. Atravesamos uno de los dos pasos velados por cortinas de terciopelo azul y aparecimos en el salón comedor. A lado y lado del umbral había un par de tíos enormes, vestidos con traje oscuro y las manos cruzadas sobre el vientre. No me gustan nada los tipos más grandes que yo, y menos de dos en dos, y menos aún flanqueando una salida. La decoración era oscura; no vi más de una docena de mesas iluminadas con velitas y, desde el fondo de la sala, una especie de Ministro de Asuntos Exteriores que se nos acercaba con cara de felicidad infinita.

– Señora Miralles: nos tiene usted abandonados.

Incluso se atrevió a tomarle una mano a Lady First y rozarle el dorso con los labios. En lo que a mi respecta, no encuentro nada más zafio que besarle la mano a una mujer (a menos que la mujer en cuestión acabe de darse crema de Pons y no quede otro recurso para evitar besarla en la cara), pero la experiencia me dice que a las pánfilas de las mujeres les encanta. Se merecen que las traten como a objetos sexuales, por bobas.

Lady First ya se esperaba algo así y había alzado un poco el brazo para facilitarle la tarea:

– No exagere, vine a cenar con Lali y Sebastián no hace ni dos semanas.

– Precisamente: dos semanas sin dejarse ver constituye una auténtica crueldad de su parte.

Empecé a hacerme una idea de la cantidad de pasta que el trío Lalalá se dejaba en aquel garito. El tipo sonreía a más no poder y mantenía una actitud sumisa, un poco inclinado hacia adelante. Unos cincuenta y pico, buena estatura, cabello plateado, piel curtida por exóticas lámparas solares y traje oscuro impecable, con pañuelito en el bolsillo incluido. Ni rastro de Paco Martínez Soria, se parecía más bien a Mario Vargas Llosa pero sin tantos dientes. Y ni siquiera me miró hasta que Lady First hizo los honores.

– Le presento a mi cuñado Pablo, hermano de Sebastián.

El tío me tendió la mano como si estuviera a punto de entregarme una medalla al mérito de pertenecer a mi Estupenda Familia.

– Señor Miralles…, encantado de conocerlo. Sepa que el hermano de nuestro cliente favorito es también nuestro cliente favorito.

Sonreí:

– No esté tan seguro, don Ignacio: sabrá usted que la propiedad transitiva no puede aplicarse a cualquier caso.

– Muy cierto, pero estoy seguro de que el suyo no es en absoluto «cualquier caso».

Un tipo listo. Volvió a dirigirse a Lady First: -¿Donde siempre?

– Sí, por favor, si es posible.

Nos acompañó hasta una mesa redonda para cuatro -protegida en un rincón del local por dos biombos que ahora permanecían plegados- e hizo la jaimitada de meterle la silla a Lady First hasta debajo del ojete.

– ¿Una copa mientras deciden la cena?

– Sí, gracias, para mí lo de siempre.

– Y el señor…

Pude haberme puesto contemporizador y tener la fiesta en paz, pero se me fue un poco la olla.

– ¿Sabe lo que es un Vichoff?

– Pues, temo que no, pero quizá si me indicara cómo prepararlo…, nuestro barman hará lo que pueda, estoy seguro.

– Fácil: vodka helado aromatizado en el mezclador con unas gotas de limón. Se sirve en vaso largo con mucho hielo y se añade otra parte de agua de Vichy bien fría. Admite también una ramita de menta. Si se les ha agotado el Vichy serviría cualquier agua carbónica. Y si se ha agotado el barman servirá también cualquier camarero.

El tipo se mantuvo impertérrito:

– No hay cuidado, en nuestro establecimiento no se nos agota nunca nada, ni siquiera la paciencia. Entonces… ¿Campari con naranja y… Vichoff?

Mi acompañante asintió. El tío dio un paso atrás, media vuelta, y nos dejó a solas en un silencio sólo interrumpido por leves tintineos de cubiertos sobre platos. Dos a cero. Vaya con don Ignacio.

Lady First parecía divertirse con el rifirrafe:

– Te advierto que está acostumbrado a tratar con el mismísimo diablo, literalmente.

– Sí, ya tiene pinta de oficiante satánico.

– No es por ahí… Se educó como teólogo en Roma. Se ordenó sacerdote y llegó a algo así como asesor de Pablo VI. Entre sus responsabilidades estaba la de documentar las peticiones de exorcismo que llegaban al Vaticano. Sabría qué contestarte aunque giraras el cuello ciento ochenta grados y le hablaras en latín al revés.

– Ya: y el diablo lo tentó con la codicia y terminó abriendo un restaurante pijo en Barcelona.

– Colgó los hábitos cuando murió el Papa. Bueno, en realidad se enamoró de la sobrina de un nuncio. Desde entonces ha habido largos viajes y una hija que es el vivo retrato de la madre muerta en el parto. En fin, muy novelesco.

– Parece que le has cogido cariño al Exorcista. ¿Te estás documentando para escribir un Tolstoi de quinientas páginas?

– Ya no escribo. Ahora sólo bebo, es más gratificante.

Justo entonces llegó un camarero empajaritado con las bebidas. Detrás apareció el Exorcista y se quedó esperando a que le diera el visto bueno a mi Vichoff. Quité la ramita de menta, lo probé y asentí. Él se retiró haciendo una reverencia y volví a concentrarme en Lady First. Con la cháchara ni siquiera habíamos abierto la carta; tomé una, le eché un vistazo: lubina a la ciboulette, lenguado con moras y fantasmadas por el estilo. Le pedí a mileidi que eligiera por mí algo elegante. Me preguntó por mis platos preferidos. Contesté que los comestibles en general y renunció a recabar información adicional. Cuando llegó el camarero empajaritado y empezó a disponer los servicios ante nosotros pidió para empezar un consomé vegetal, changurro, agua Solán de Cabras y vino blanco sin especificar. Volvimos a quedarnos solos. Pensé que era mejor esperar a iniciar el tema Looking for The First hasta que, servido el primer plato, hubiera garantías de no-interrupción. Por mí me hubiera quedado tan ricamente en silencio sorbiendo el Vichoff, pero Lady First parecía decidida a hacerme hablar:

– Bueno, ahora te toca a ti explicarme algo interesante.

Hay que joderse.

– ¿Sabías que la disarmonía dentomaxilar por apiñamiento afecta a un sesenta por ciento de los adolescentes granadinos?

Silencio. Parpadeo perplejo. Me avine a darle más detalles, a ver si le volvían las cejas a su lugar:

– Verás: resulta que los cráneos medievales estudiados sólo la presentan en un escaso trece por ciento, y tanta diferencia resulta rara. Digamos que uno se siente inclinado a buscarle explicación al incremento, sobre todo si uno es dentista.

– Pero nosotros no somos dentistas.

A la Fina le hubiera dado igual no ser dentista: yo hubiera puesto cara de niño dentomaxiapilado y ella hubiera reído como loca con esos ruiditos que hace que parece que se esté quedando sin combustible. Pero Lady First no sabía jugar a estas cosas.

– ¿Y qué te hace pensar que la explicación haya de ser odontológica? -repliqué, como quien trata de avergonzar a un alumno poco aplicado. No sirvió de mucho:

– Pues…, no sé…, no entiendo qué has querido decir.

– Bah, déjalo.

Procuré volver a concentrarme en mi Vichoff. Pero la paz fue breve.

– Ya está. Ya vuelve a estar aquí -dijo mileidi. Por un momento pensé que se refería al Exorcista y me volví a mirar, pero enseguida me sacó de dudas.

– Ya vuelves a ser el Pablo que yo conocía.

– Que tú conocías cuándo.

– Antes de esta semana: en mi boda, en las escenas de Nochebuena, por el cumpleaños de tus padres… Desdeñoso y pedante.

Pase lo de «desdeñoso» porque hasta me pareció cierto, pero lo de «pedante» era realmente inconcebible. Pedante yo: yo, que consiento en seguir relacionándome con mis congéneres en un alarde de humildad sin precedentes.

– Perdona pero yo no soy pedante. Ocurre que cuando uno es realmente grande no hay modestia que desdibuje su estatura.

Lo dije tan serio que se quedó un momento mirándome también muy seria. Luego empezó a aparecer en su boca un atisbo de condescendencia.

– ¿Sabes qué creo?

– Algo impertinente, seguro, si no, lo hubieras soltado a bocajarro.

– Creo que tanta autosuficiencia debe de ocultar alguna debilidad.

– Puede. Y puede que esa debilidad constituya mi mayor fuerza, Señorita Paradojas.

Se quedó un momento callada. Después le cambió la cara hasta componer una complicada mueca de resignación cómplice, caso de que semejante mueca pueda ser compuesta.

– ¿Y sabes que otra cosa creo?

– Ahora debe de ser algo elogioso, para compensar la impertinencia.

– Creo que descontando a Sebastián eres seguramente el hombre más inteligente que he conocido.

Debió pensar que eso era un elogio.

– Ah, sí: y qué me dices del Exorcista.

No le dio tiempo a responder. Llegó el susodicho en persona preguntando si podía servir ya el primer plato. Lady First asintió. Después el tipo se dirigió a mí:

– Me permito aconsejarle al señor un txacolí Txomin Etxaniz para acompañar al txangurro. Un vino sencillo pero muy adecuado para el caso, fresco y ligeramente ácido. Pensaba servirlo a ocho grados.

Se me ocurrió preguntarle si la adecuación se debía a alguna cualidad del chacolí o a razones puramente fonéticas, pero me contuve porque no era plan de discutirle el vino al compái. En cualquier caso me jodió ese empeño en seguir tratándome en tercera persona. Era sin duda una burla -a la supuesta vulgaridad de mi camisa naranja, de mi peinado flat-top, de mi aspecto de Maguila Gorila cenando en el Vellocino de Oro-, pero preferí dejar el ataque frontal para momento más propicio. No renuncié en cambio a seguir dirigiéndome a él como si fuera un curita de pueblo, «Dejo los vinos en sus manos, don Ignacio», siempre anteponiendo a su nombre el tratamiento folklórico. Asintió y volvió a marcharse con dos brillos de rencor en los ojos. No: definitivamente no era con la codicia con lo que lo había tentado el diablo, ni siquiera con la lujuria: era la soberbia, y la sumisión de perfecto mayordomo que representaba tan bien era sólo la penitencia por su mucho pecar. Todo eso pensé mientras miraba cómo el camarero empajaritado acercaba a nosotros un carrito con los primeros y la bebida. Y empecé a sentirme mal. Me pasa muy pocas veces, pero cuando me pasa es muy desagradable. No me gustaba aquel sitio, no me gustaba Lady First, no me gustaba el exorcista… Necesitaba hacer inmediatamente algo absurdo, una payasada, algo verdaderamente propio de Maguila Gorila: saltar de la butaca y bailar la danza de la lluvia, algo que demostrara que no hay orden en el universo, que el orden lo ponemos nosotros a nuestro antojo y que basta cambiar de rollo para que el universo entero cambie a nuestro ritmo. En otras circunstancias lo hubiera hecho, pero esta vez me contuve y busqué consuelo pensando que luego podría ir a emborracharme al bar de Luigi, emborracharme hasta estar en condiciones de volver a dormir y por tanto de volver a despertar, hacerle un reset al condenado universo y empezar otro maldito capítulo de otra maldita manera. Pero ahora -ahora que tengo tiempo para pensar detenidamente en lo que estaba ocurriendo aquella noche-, puedo decir que aquel malestar indefinido era miedo. Lo reconozco porque puedo ya comprenderlo como una premonición de ese otro, agudo y concreto, que llegaría a sentir en los días sucesivos. En aquel momento fue sólo un cangueli sordo que no recordaba haber sentido desde niño, miedo de fondo, leve pero constante, como el que se le tiene a la oscuridad, ese lugar del que de momento no sale nada pero cualquier cosa puede salir de repente.

Me sobrepuse. Apuré el Vichoff y ataqué el chacolí. Era el momento de dejarse de tonterías y sacar alguna información útil.

– ¿Conoces un lugar llamado Jenny G.? -pregunté a Lady First, antes de llevarme a la boca una cucharadita de changurro. Lo dije pronunciando a la americana y lo suficientemente rápido como para que cualquiera que no supiera a qué me refería me hiciera repetir la pregunta. Su reacción facial fue reveladora de que sí, conocía muy bien un lugar llamado Jenny G. pero no estaba dispuesta a hacérmelo saber a las primeras de cambio:

– Jenny G.?…, no. ¿Por qué había de conocerlo?

Ésa era la prueba definitiva. Había repetido el nombre en perfecto inglés españolizado, Dxeni Dxi, como el que lo ha visto escrito alguna vez. La verdad es que no me pensé mucho la respuesta:

– Pues porque tengo entendido que es un burdel de lujo al que acude tu marido.

Apenas terminé de decirlo y vi su cara incómoda me di cuenta de lo listo que sin querer había sido yo. En caso de que ella no estuviera enterada, la información era lo suficientemente importante como para requerir una actitud muy difícil de fingir: incredulidad, escándalo, indiferencia…, en cualquier caso algo difícil de improvisar.

Se decidió por claudicar:

– Veo que no has estado perdiendo el tiempo.

– Creo recordar que me pediste que investigara.

– No pensé que eso saliera a relucir.

– ¿También forma parte de vuestros secretos compartidos?

– Te dije que tu hermano y yo nos entendemos bien.

– ¿Y con Lali: también os entendéis bien con Lali?

– No sigas por ahí, no vale la pena. Si la desaparición de Sebastián tuviera algo que ver con Jenny G. lo sabría. Y eso es todo cuando estoy dispuesta a compartir contigo sobre este asunto.

– Ahora también tú vuelves a ser tú, querida cuñada. La fría y displicente de las cenas de Nochebuena.

– ¿Eso te parezco: fría y displicente?

– Sólo cuando bebes Solán de Cabras. Bajo los efectos del güisqui pareces más humana. Pero preferiría no perder mucho tiempo en nuestras relaciones mutuas, tengo un hermano que rescatar.

– No olvides que también es mi marido. Y el padre de mis hijos. Y que estás investigando porque yo te lo pedí.

– Muy bien, entonces sería mucho mejor que colaborásemos.

– Ya te lo he dicho: ese asunto de Jenny G. no tiene nada que ver con la desaparición de Sebastián.

– ¿Cómo lo sabes?

– Tendrás que aceptar mi palabra.

A estas alturas la palabra de Lady First no me parecía nada del otro mundo, pero de momento no tuve más remedio que conformarme con ella. Además volvió el Exorcista a tocar los cojones con su empalagosa cortesía.

– ¿A su gusto el consomé, señora Miralles?

– Estupendo.

– ¿Y el txangurro del señor?

La verdad es que estaba delicioso, pero me jodía admitirlo. «Correcto», dije. Lady First pidió los segundos. Lubina para ella y muslitos de codorniz en salsa de cebolla para mí. En cuanto el tío volvió a dejarnos en paz reanudé el ataque.

– Y qué sabes de WORM.

– ¿Qué es eso?

– Doble V, O, R, M: WORM.

– ¿Como «gusano» en inglés?

– Eso mismo.

– ¿Tiene que ver con Sebastián?

– No lo sé.

Llegaron los segundos sobre el mismo carrito empujado por el mismo camarero y seguido del mismo Exorcista, que traía ahora una botella de vino como quien porta el brazo incorrupto de santa Cecilia.

– Me permito proponerle para acompañar la codorniz un Aniversario Julián Chivite Gran Reserva del 81: tempranillo de crianza en roble. Lo he sacado de la bodega a dieciocho grados, ¿le parece que puede servirse inmediatamente?

– Muy bien, pero asegúrese antes de que los grados no sean Farenheit, detesto el vino sólido. ¿Y será tan amable también de traernos un calendario con santoral, por favor?

Por suerte había tenido la precaución de terminar con una pregunta que lo ataba de manos para devolver el golpe, así que aquello podía considerarse un 2 a 1. Volvió a mirarme con aquellas luces en las pupilas.

– ¿Un calendario con… santoral?

– Sí, servirá uno de esos que cuelgan de las paredes.

– Bien…, veré si encuentro alguno en la cocina.

Vaciló un poco como haciendo memoria y se retiró.

Lady First aún esperó para preguntar a que el camarero empajaritado terminara de servirnos:

– ¿Y ahora para qué quieres un calendario?

– Tú sígueme la corriente.

Me concentré en mi plato en busca de un poco de intimidad. Los muslitos estaban de muerte, había que reconocer que el Exorcista tenía, además de talento escolástico, una buena cocina. Por otro lado, habíamos ya mediado la segunda botella de vino (sobre todo gracias a mi contribución) y el mundo empezaba a ser de nuevo agradable. Buen papeo y buena priva. Hasta se me desperezó un poco la bragueta, un efecto que experimento con frecuencia después de comer bien. Supongo que es por asociación de ideas: comida-sueño, sueño-cama, cama-sexo. El caso es que la presión de los -calzoncillos estaba reforzando el proceso, de modo que tuve que hacer ver que recolocaba la silla para ahuecarme un poco los pantalones y dejar espacio a la expansión: por suerte tengo la polla más gorda que larga y no resulta muy difícil. Se me ocurrió que no estaría mal pasarme por Jenny G. con la excusa de la investigación. Quizá hubiera por allí alguna profesional lo suficientemente vulgar para mi gusto, con atisbos de celulitis, o la nariz imperfecta. Pero tampoco me hice muchas ilusiones: por lo que sé, debo de ser el único tío de mi generación al que le gustan las hembras corrientes, todos los demás sueñan con la Julia Roberts y se follan de mala gana al sucedáneo con el que se resignaron a casarse. Es triste para ellas, pero ellos se merecen lo que les pasa, por gilipollas.

La profundidad de mis reflexiones sociológicas duró hasta que terminábamos el plato y volvió el Exorcista aparentemente desolado.

– Lo siento, el calendario de la cocina no tiene santoral. He enviado a preguntar en algún establecimiento de los alrededores, pero a estas horas está todo cerrado.

– ¿No tiene una agenda, o un dietario?

»¿Tienes una agenda de mano, Gloria?

Lady First tenía: la sacó del bolso y me la tendió. Yo empecé a hablar mientras pasaba páginas:

– No consigo recordar el nombre de pila de un cliente de mi hermano, pero tengo una pista. Sebastián me comentó de pasada que almorzó aquí, o quizá cenó, el día del santo de ese cliente, justo antes de acudir a una pequeña fiesta en su honor. Fue esta misma semana, creo. Si supiera el día exacto encontraría el nombre en el santoral…

El Exorcista se prestó:

– En efecto: el señor Miralles cenó aquí el lunes, acompañado de la señorita Lali y de un caballero.

– Estupendo, veamos: lunes 15… San Modesto. Eso es, Modesto Hernández. Gracias, eso es todo lo que necesitaba saber.

– Encantado de servirle. ¿Desean la carta de postres?

Le pedimos cafés y se marchó.

– No ha habido suerte -le dije a mileidi.

– ¿Y para saber cuándo estuvo aquí Sebastián has montado todo ese tinglado del santo del cliente, tan complicado y tan traído por los pelos? Bastaba que yo se lo hubiera preguntado.

Sé que Carvalho lo hubiera hecho mejor, pero hay que comprender que no soy más que un aficionado.

– ¿Sabías que Sebastián había estado aquí el lunes?

– Sí. Precisamente con Lluis Mateu, el que te dije por teléfono que le lleva las cuentas.

– Bueno, pues no sabemos nada nuevo.

Algo le hacía gracia a Lady First.

– Modesto Hernández… Vaya nombre.

– Podía haber sido peor. Filemón, o Agapito…

– Como eso de «Molucas»: cómo se te ocurre inventar un nombre tan inverosímil como Pablo Molucas. No entiendo como aquel pobre hombre se lo creyó.

– ¿Robellades?

– Sí… Por cierto, ¿de dónde lo sacaste?

– De Internet. Tenía una güeb lo suficientemente cutre como para merecer algún crédito.

– Pues parecía un vendedor de enciclopedias. Y sólo de pensar que yo debía fingir llamarme «señora de Molucas» me daba la risa.

– No sé qué tiene de tan inverosímil. Seguro que hay alguien que se llama así.

– Pero se llamará así de verdad. A nadie se le ocurriría usar precisamente ése como nombre falso.

– Por eso es un buen nombre falso. Mira: conocí a un tipo que se llamaba Juan López García. Una vez lo detuvieron en el paso de aduana del aeropuerto de Medellín. Le preguntaron el nombre. El tipo lo dijo: Juan López García, español. ¿Sabes qué pasó?

– Qué.

– Pues que se lo llevaron a un cuartito con barrotes y acabaron metiéndole el dedo en el culo para ver si llevaba algo escondido.

– ¿Y llevaba algo?

– No. Pero desde entonces cada vez que un policía le preguntaba el nombre empezó a contestar que Herminio Calambazuli. Lo decía procurando pronunciar bien cada sílaba, Ca-lam-ba-zu-li, como el que está harto de que la compañía de aguas le dirija facturas con el apellido equivocado. Desde entonces no volvieron a pedirle siquiera la documentación. Claro que fue peor, pero ésa es otra historia.

– Peor por qué.

– Porque un día se le ocurrió aprovechar la inmunidad que le daba el nuevo nombre para traerse cien gramos de coca. No se le ocurrió pensar que los perros que lleva la policía no son precisamente mascotas. Seis años, pero pudo haber sido peor.

Creo que a Lady First le dio un poco de repelús pensar en el suceso, pero parecía interesada. Cosas de escritores.

– ¿Y dónde has conocido tú a esa clase de gente?

– A Calambazuli lo conocí a 150 kilómetros de las costas noruegas. Él acababa de hacerse con una botella de alcohol 96º y necesitaba azúcar, así que vino a pedírmelo una noche.

– ¿Azúcar?

El camarero trajo los cafés. Tomé el sobre de azúcar y lo sacudí delante de los ojos de Lady First.

– El alcohol 96º no se puede beber así como así, hay que rebajarlo con agua y echarle azúcar hasta que acaba pareciendo coñac. No es Remy Martin, pero emborracha.

– ¿Y puedo preguntar qué le hizo pensar que tú podrías proporcionarle azúcar a 150 kilómetros de las costas noruegas?

– Yo era pinche de cocina.

– ¿En un barco?

– En una plataforma petrolífera. Están prohibidas las bebidas alcohólicas, pero como es un lugar más bien aburrido la peña se busca la vida como puede.

– ¿No hay biblioteca, o algo así?

– Sí, creo que vi por allí un par de novelas de Simenon en noruego. Y también hay cine. Pero la programación no es muy selecta. Si te interesa Kurosawa no te aconsejo que vayas a una plataforma petrolífera.

– Ya. Y a ti te interesa Kurosawa…

– Yo me apaño con alcohol 96º y un poco de azúcar.

Lady First me miraba con unos ojos muy raros, como si estuviera pensando en convertirme en un Hemmingway de trescientas páginas. Dicen que tiran más dos tetas que dos carretas, pero la verdadera arma secreta de una mujer que quiere atrapar a un hombre consiste en mostrar evidencias de que siente alguna admiración por él. Afortunadamente yo me conozco el truco y procuro concentrarme preferentemente en las tetas.

– No sabía que hubieras trabajado en una plataforma petrolífera -dijo.

– Sólo esa vez. Tres meses.

– ¿Y después?

– Me fui a Dublín a patearme los siete mil quinientos dólares que había ganado.

– ¿Y por qué a Dublín?

– Porque en la plataforma conocí a John. Me invitó a su tierra y me fui con él.

– Pues no pareces muy propenso a hacer amistades rápidamente.

– Y no lo soy.

– ¿Entonces?

– John entró en la cocina un par de días después que el resto de los pinches. A algún gracioso se le ocurrió mearse en su tazón de café con leche y él pensó que había sido yo. Me llamó perro moro en gaélico, yo me cagué en su estampa en castellano, y a fuerza de gesticular para darle verosimilitud a las palabras llegamos a las manos. Él es un tipo más bien escuchimizao, pero tiene ese proverbial carácter irlandés, así que me hinchó un ojo a la primera de cambio y tuve que usar contra él mi arma definitiva.

– ¿Tienes un arma definitiva?

– Claro.

– ¿Y se puede saber en qué consiste, o es algún secreto?

– Método Obelix: encontrarás la referencia en cualquier biblioteca seria. Consiste básicamente en embestir a toda velocidad contra el enemigo.

– ¿Y eso funciona?

– A condición de que el embestido no sea mucho más grande que tú. El inconveniente es que nunca se sabe contra qué vas a chocar ni como aterrizarás, así que corres el riesgo de quedar tan fuera de combate como el contrincante. Aquella vez acabamos los dos inmovilizados en la enfermería. Y durante dos semanas no tuvimos otra cosa que hacer más que hablar. Empezamos insultándonos y terminamos revisando los postulados del pensamiento analítico.

– ¿Aún os veis?

– No mucho. Ahora es profesor de Ontología en la Universidad de Dublín, pero fundamos el Metaphisical Club y seguimos en contacto a través de la Red.

– ¿El Metafísical…?

– Club.

– ¿Filosofía?

– De primera calidad. Recién pensada.

Otra vez volvió a mirarme como a un Hemingway de trescientas páginas.

– ¿Sabes que eres un tipo muy raro?

– Creo que ya has expresado esa idea en algún otro momento.

– Seguramente, pero cuanto más te conozco más raro me pareces. Hay algo en ti de radical y a la vez algo de extraordinariamente convencional. Un poco como Ignacio, pero en otro estilo.

– Ya. Yo soy un borracho indecente y él es un exorcista respetable.

– No, es otra cosa… Por ejemplo: tú no pareces muy religioso.

– Pues lo soy, y muy devoto.

– No me lo creo. No te veo comulgando.

– Es que no soy católico. Soy egoteísta ortodoxo. Oye, ¿crees que tu amigo el exorcista nos serviría otra copa? Tanto hablar me seca la garganta.

– ¿Vamos a tomarla al salón?

Yo ya le había sacado a la entrevista todo el jugo y no tenía demasiado interés en alargarla, pero me parecía feo apremiar a mi acompañante para volver a casa justo después de cenar, así que pensé que no era mala idea empezar a emborracharme allí mismo y terminar a última hora donde Luigi. Nos levantamos de la mesa y pasamos a través de más cortinas de terciopelo azul hacia otro salón, éste con sillones, mesas bajas y una barra de bar con su coctelero distinguido gracias a la chaquetilla color cereza. Había también un pequeño escenario o pista de baile al mismo nivel del suelo, presidido por un piano de color negro. Estaba visto que The First necesitaba tener siempre un piano a mano.

Pedimos en la barra un Güisqui Sagüer y un Vichoff y nos sentamos por ahí a tomarlos. Lady First resultó del tipo de personas que, aunque no han viajado nunca, creen que hacerlo es tan enriquecedor, así que me infló a preguntas sobre mis experiencias pelando patatas, atendiendo gasolineras o pintando balaustradas para ganarme la vida donde Cristo perdió el gorro. Para cuando pedimos la segunda ronda había recuperado la actitud de niña Gloria que descubre en su cuñado descarriado al hombre no sólo inteligente (aunque no tanto como su Estupendo Marido) sino también bregado en mil aventuras. Traté de convencerla de que si de algo me sirvió andar vagando por medio mundo fue precisamente para descubrir que no valía la pena salir de los diez kilómetros cuadrados que rodean mi cama, pero se empeñó en tomarlo como una extravagancia derivada de mi mismo cosmopolitismo y no hizo ningún caso. En fin. Para acabar de empeorar las cosas, a las doce en punto apareció la cantante que parecía justificar la presencia del piano. Y digo empeorar porque resultó ser de ese tipo que me saca de quicio: dos tetas como dos soles y un culo lleno y redondo que le dibujaba silueta de violonchelo. Para colmo, al sentarse en la banqueta, el vestido subió rodilla arriba; y para alcanzar los pedales del piano separó un poco las piernas dejando adivinar ese delicioso centro de gravedad que tienen las mujeres y que tanto le gusta a mi hermano pequeño.

Empecé a notar una opresión en el diafragma y supe que no podía atender a ninguna otra cosa, así que cuando aquella máquina de perturbarme hizo la introducción del Dream a little dream of me a modo de calentamiento pensé que era momento de retirarse.

– Oye: qué te parece si vamos a tomar la última a otro sitio -le dije a Lady First.

– ¿Ahora mismo?

– Tengo ganas de estirar un poco las piernas.

– Bueno, si quieres podemos bailar…

Cielo santo: bailar.

– Imposible. Padezco hipocondría intercostal.

– ¿Qué?

– Una extraña dolencia ficticia que me impide bailar en absoluto.

No me oyó porque yo ya me estaba levantando (tuve que recolocar a mi hermano pequeño antes de hacerlo), pero no parecía muy inclinada a llevarme la contraria y me imitó. Yo ya salía hacia el vestíbulo procurando no mirar hacia el origen de mis desvelos, pero Lady First se paró ante el piano e intercambió besos con la pianista, que aún andaba arpegiando séptimas mayores antes de arrancarse con el tema. Evidentemente eran amigas. Incluso, a una señal de Lady First hacia mí, la tipa se volvió a mirarme.

Sonrió; sonreí; hizo una caída de ojos que le dio oportunidad de pasar la mirada por todo mi yo; volvió a atender a Lady First. Durante unos segundos tuve un flash: la sala está vacía, sólo ella y yo; voy hacia el piano, le doy un mordisco en ese cuello expuesto que le deja el peinado alto; a ella se le eriza hasta la punta de los zapatos; me arrodillo ante la banqueta, le descubro las tetas, jugueteo con el hocico sobre ellas; empiezo a trabajarle la entrepierna, la delicada piel interna de los muslos; ella pierde la cabeza, y cae hacia atrás, y ya no sabe cómo levantarse el vestido muslos arriba…

Llegó Lady First y tiró de mí para irnos cuando ya estaba a punto de bajarme los pantalones. La cuenta fue de treinta y cinco mil incluidas las copas. Dejé cincuenta para que don Ignacio viera que yo también puedo ser generoso con el dinero de mi Estupendo Hermano y salimos al fin de allí.

Calle. Noche, luna, etcétera.

– ¿Adónde te apetece ir?

– No sé. Le he dicho a Verónica que volvería sobre la una y son casi las doce y media. ¿Quieres subir a casa y tomamos algo allí?

Bueno, eso podía abreviar el trámite. Pregunté si habría que acompañar a la canguro a su casa pero resultó que era vecina del mismo edificio. Al llegar nos la encontramos mirando un documental del National Geografic. Hay que joderse con las nuevas generaciones: en cuanto se quedan solos se apalancan a comer frisquis mojaos en leche y se quedan traspuestos con la polinización entomófila en Bora-Bora. Y aún suerte que ésta no tomaba apuntes. En fin, las dejé a las dos ultimando detalles domésticos para el día siguiente y salí a la terraza con los restos de la botella de Havana que había dejado sin terminar en mi primera visita. Bonita vista. Estaba aún perturbado por la pianista y me apetecía horrores hacerme una paja cuanto antes, pero llevaba ya el suficiente alcohol en el cuerpo como para empezar a despegar. Barcelona exhalaba sus primeros humos de verano, súbete a Colón, su-be-te a Colón. Volvía a tener ganas de cantar. Esta vez lo hice: súbete a Colón, sube-te a Colón, sin ningún miramiento hacia lo que pudieran pensar Lady First y Verónica. «Etología humana: Lección 1: dado un hombre borracho y traspasado de amor en un octavo sobre la calle Numancia, el hombre canta.» Súbete a Colón, su-be-te a Colón.

Poco más recuerdo con precisión de aquella noche. Sé que me despedí apresuradamente de Mileidi, que hice parada en el Grupeto para tomar un Vichoff de refuerzo y que seguí camino hasta donde Luigi. Sé también que bebí todo lo que pude y que intenté cantarlo todo desde Jorge Negrete hasta nuestros días; recuerdo al Roberto haciendo la segunda voz de las rancheras, a Leoncio y Tristón volteando sus gorras de plato y al Luigi amenazando con llamar a la Guardia Urbana si no dejábamos de escandalizar. Llegué a casa en el coche patrulla de Leoncio y Tristón

– De piedra ha de ser la cama / de piedra la cabecera.

No acerté a pulsar el botón del ascensor, subí hasta el entresuelo a cuatro patas por las escaleras, soy consciente de haberme reído de mí mismo por ello, Magulla Gorila gateando hasta su tienda de animales. Lo que no me explico es cómo logré meter la llave en la cerradura, pero debí conseguirlo.

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