LA BESTIA NEGRA

Me desperté sin resaca a toque de teléfono, «…doce horas, un minuto, diez segundos…», mucho más descansado de lo que cabía esperar después de haber dormido apenas cuatro horas. Lo que recordaba del último sueño era una simple repetición de mis andanzas por el Chino, aunque convertida mi acompañante de hotel en una hermosa pescadera de la Boquería. Comprendí que llevaba un rato intentando penetrar el colchón sin acabar de encontrar el hueco. Es una sensación muy frustrante, no creo que las mujeres la conozcan; deberían imaginar algo así como no atinar con la manga del abrigo: eso mismo pero en el pijo, que es más delicado y se te acaba poniendo como un pimiento por la fricción áspera con la tela. Los de la Pikolín deberían prever este tipo de cosas, no me extrañaría que la resistencia a punzonamiento que presentan sus productos acabara propiciando severas lesiones de frenillo. De todas maneras, el sueño me dejó buen sabor de boca, bien dispuesto ante el olor a verano inminente, que llegaba mezclado con el ruido del tráfico y me retrotraía a tiempos en los que las doce de la mañana eran otra cosa, el corazón de un día que empezaba mucho antes.

La lavadora había terminado el programa. Tendí la colada antes que nada para ir adelantando el secado. Después desayuné un café con leche -ni cruasanes ni mantequilla. Y me fumé el primer porro en la sala, el segundo me acompañó en el lavabo y el tercero con el café, de nuevo en la sala. Cuando me sentí seguro del orden de mis ideas busqué en la cartera el número de The First y marqué.

– ¿Gloria? Soy Pablo. ¿Hay novedades?

– No. He estado a pie de teléfono y nada.

– ¿Podemos vernos hoy?

– Sí, claro. ¿Qué pasa, hay algo?

– Un par de ideas. ¿Tienes dinero en casa?

– Pues… no sé: sí, supongo que algo habrá. Si no puedo mandar a Verónica al cajero.

– Muy bien. ¿A qué hora podemos vernos?

– Cuando quieras, no me voy a mover de casa. La niña no ha ido a la escuela y he llamado a Verónica para que me ayude con los dos.

Mis resabios burgueses se alegraron de que mis Adorables Sobrinos se mantuvieran a salvo en casa. Quedamos en que pasaría antes de comer, colgué el teléfono y consideré lo que podría tardar en secar una camisa improvisando algún método casero. ¿Quizá metiéndola en el horno? Dejé el problema para después y marqué el número de mis SP's sin pensármelo mucho. A veces un poco de improvisación ayuda a mentir mejor.

Se puso la Beba:

– ¡Hombre, esto sí que es bueno!, no me digas que nos añoras…

– A ti siempre te añoro, culona. ¿Está mi madre por ahí?

– Sí, con el ordenador de inglés, ¿quieres que la avise?

– Por favor.

Esperé un poco y al cabo se puso mi Señora Madre, de aparente buen humor.

– Gut mornin, darlin, jau ar yu?

– Hola, mamá.

– Veri güel, zancs. Aim glad bicos al laik tu studi inglis.

– Studing, mamá, en este caso se dice I like studing, en presente continuo.

– ¿No será que tú hablas americano? Tienes un acento horrible. A ver: di «jólibut».

– Hollywood.

– ¿Lo ves?: americano: siempre con-el buble-buble en la boca. No debiste pasar tanto tiempo en…, ¿adónde fue que te fuiste?

– No sé, mamá, estuve en muchos sitios. Oye: ¿qué tal está papá?

– No me lo recuerdes: había conseguido olvidarme un rato.

– Qué pasa…

– Que qué pasa: pues que al señor se le ha puesto un humor de perros, de-perros. Tú no sabes lo cabezota que es…, bueno, sí lo sabes, pero hoy se está superando. Me tiene encerrada en casa desde ayer por la mañana, y dice que si se me ocurre atravesar la puerta me retira la palabra, así mismo, como te lo cuento. Ah: y tampoco consiente en que salga Eusebia…

– Bueno, ten un poco de paciencia.

– Secuestradas: estamos secues-tradas. He tenido que enviar a la asistenta a hacer mis compras personales. Pero te aseguro que esta tarde pienso salir, diga lo que diga. Y si no me habla, mejor: total, últimamente no se le ocurren más que despropósitos…

– No te preocupes…

– … despro-pósitos: ¿te puedes creer que esta mañana lo he sorprendido en la biblioteca trasteando con la escopeta? El muy ingenuo ha tratado de escondérsela detrás de la espalda como un niño sorprendido en falta. Imagínatelo: en pijama, haciendo equilibrios con una muleta y tratando de esconder un escopetón de metro y medio que se le veía por los lados… Pa-tético. He tenido tal disgusto que he llamado al doctor Caudet. Dice que es normal (figúrate: normal), pero que si se ponía muy nervioso le diera un Valium y me tomara yo otro.

– Muy bien, pues que se tome uno y…

– Ah, no: no ha consentido: se me ha ocurrido llevarle una pastilla a la biblioteca con un vasito de agua y no te puedes imaginar lo grosero que se ha puesto: que «qué es eso», ¿sabes?, con esa cara de bull-dog que se le pone, «Pues qué va a ser, Valentín: un Valium es con agüita mineral», «Pues no pienso tomármelo, así que ya te lo puedes llevar de vuelta a la cocina». Imagínate: a la cocina…

– Bueno, no te apures: ya te ha dicho el doctor Caudet que es normal. Lo que tienes que hacer es procurar no llevarle la contraria. Y si no quiere que salgas de casa sé un poco comprensiva y no salgas. Ya sé que es muy pesado, pero serán sólo un par de días, ¿de acuerdo?

– Pablo José: ¿se puede saber qué es lo que te pasa a ti también? ¿No irás a decirme que has tomado en serio sus paranoias?

– No,…

– Ah, ¿no? ¿Y desde cuándo te parece oportuno seguir los deseos de tu padre?

– Mamá, escucha…

– … además estaría bueno que a estas alturas tuviéramos que seguir todos los caprichos del señor sólo porque se ha torcido un tobillo y no puede reconocer haberse despistado mientras andaba por la calle…

– Mamaaaaaá…

– … porque estoy segura de que es eso: no vio al coche que hacía maniobras y él solito se le echó encima, como si lo viera. ¿Sabes que últimamente lo he sorprendido mirando de reojo a las muchachas que pasan?; como lo oyes: el domingo pasado volviendo de misa a poco se come una farola… Me duele decirlo, Pablo José, pero tu padre se está volviendo un viejo verde: un viejo-verde. Pero ah, no: don Valentín Miralles no puede reconocer que se ha despistado siguiendo un escote, ¡cómo se va a despistar don Valentín Miralles!: si alguien lo atropella es que lo ha hecho a posta…

– Mamá, espera, espera un momento: es que hay algo que tú no sabes.

Eso sí que la paró en seco. Mi Señora Madre quiere enterarse siempre de todo.

– Ah sí: ¿y se puede saber qué es eso que yo no sé?

Vacilé un poco, como el que no sabe qué contestar:

– No te lo puedo decir.

– ¡Pablo José: te ordeno que me digas inmediatamente qué es lo que está pasando o me va a dar algo!»Eusebia, tráeme un Valium y un poco de agua; deprisa que me desmayo.»Pablo José: haz el favor de explicarte ahora mismo.

– No es nada, mamá, no te pongas nerviosa…

– Ah ¿no?, y si no es nada por qué no me lo explicas, ¿eh?, contesta.

– Porque no puedo. No quiero que se entere papá de que te lo he contado.

– ¿Cuándo le he contado yo algo a tu padre?

– Muy bien, de acuerdo… ¿Está por ahí?

– No. Está en la biblioteca, puedes hablar tranquilo.

Aquí empecé a improvisar sobre la base prevista:

– Verás: es un asunto que viene de lejos. ¿Te acuerdas de Fincas Ibarra?

– No.

No era extraño. El apellido procedía del bote de mayonesa que me había dejado el día anterior sobre la nevera y que alcanzaba a ver desde la sala. Suerte que no había comprado Kraft.

– Sí, tienes que acordarte, Fincas Ibarra, una pequeña inmobiliaria, ¿te acuerdas de cuando papá empezó a invertir en pisos?

– Hijo, no sé: tu padre acaba invirtiendo en casi todo, no me marees con detalles.

– Bueno, el caso es que se enfrentó a Fincas Ibarra en una serie de juicios, ¿no recuerdas siquiera los juicios?

– ¿Que si me acuerdo?: durante diez años todo el mundo nos puso demandas, no sé qué diantres pasaba pero todo eran abogados llamando a cualquier hora.

– Bueno, pues los de Ibarra fueron unos de tantos contra los que litigó papá. Y en el rifirrafe salieron perdiendo ellos. Por lo visto papá alquiló pisos a través de terceros en los edificios de Fincas Ibarra que le parecieron más destartalados, después contrató a un equipo técnico que los revisó con lupa y, cuando tuvo material suficiente, demandó a los propietarios por incumplimiento de todas las normas que una vivienda puede incumplir. Total, Ibarra no pudo hacer frente a la sentencia condenatoria, subastó la mayor parte de los edificios a precio de solar y disolvió la sociedad dejando un montón de impagados. Por supuesto papá procuró quedarse con la mayor parte del lote y acabó ganando dinero: no me preguntes cómo, pero re cuperó lo que había invertido en la investigación y aún se llevó un buen pico revendiendo más caro.

– No me hables… No sé cómo se apaña tu padre para acabar siempre ganando dinero. Juan Sebastián ha salido a él en eso. En cambio tú te le pareces más físicamente. Y en lo cabezota…, aunque en eso sois los tres iguales. En fin… pero ¿se puede saber qué tiene que ver todo eso con que Eusebia y yo no podamos salir de casa?

La introducción había tenido al menos el efecto de tranquilizarla perdiéndola en detalles. Hay que decir que no todos eran estrictamente inventados, había oído a SP relatar tantas hazañas parecidas que no era difícil componer una nueva a base de retales de verdad. Sólo quedaba rematarla de forma adecuada, y ya había cogido el ritmo:

– Verás, el tal Ibarra acabó en la cárcel. A raíz de que papá le removiera los trapos sucios salieron a la luz otros chanchullos: estafas, fraudes a la Seguridad Social y no sé cuántas cosas. Le cayeron diez años de los que cumplió apenas un par en régimen abierto, pero el tipo se lo tomó fatal y atribuyó todos sus males a lo que le hizo papá. Juró vengarse en cuanto se hubiera rehecho, y el caso es que salió de la cárcel no hace ni cinco años y ya vuelve a tener varias sociedades a nombre de su mujer. ¿Me sigues?

– Te sigo, pero no acaban de interesarme las andanzas de ese señor tan maleducado.

Si mi Señora Madre consideraba a Ibarra un maleducado es que se había creído al personaje. Para SM, estafar a la Seguridad Social es sobre todo una falta de educación, como poner los codos sobre la mesa.

– Bueno, ¿te acuerdas que te dijeron que papá había llamado a Sebastián desde el hospital después del atropello?

– Sí.

– Pues no. Cuando Sebastián llegó al hospital a papá todavía le estaban haciendo radiografías y no había tenido oportunidad de llamar a ningún sitio. A Sebastián le enteró por teléfono del accidente precisamente Ibarra.

Esperé un momento su reacción, a ver si lo había entendido.

– ¿El señor maleducado?

– El mismo.

– ¿Y cómo sabía él lo que había ocurrido?

– Bueno, eso es precisamente lo que le preocupa a papá.

– No lo entiendo. Si ese señor le tiene tanta manía a tu padre, ¿por qué se molesta en avisar a Juan Sebastián de que ha tenido un accidente?

Mi Señora Madre ha sido siempre aún más torpe que yo para seguir los argumentos de las películas. A veces pienso que una incapacidad tan específica tiene que ser hereditaria. En cambio a los dos se nos da bien inventar historias, no hay más que considerar las excusas que le he oído darle a SP para justificar vaciados de VISA que darían para construir un buen tramo de autopista.

– No llamó por cortesía, mamá: llamó para dejarle bien claro a papá que el accidente no había sido tal y que él andaba detrás del asunto.

– ¡Je-sús!: ¿quieres decir que el coche lo conducía él?

– Noooo: quiero decir que debió contratar a un par de matones para darle un susto a papá.

Oí el ruidito que hizo al aspirar aire bruscamente. Estaba francamente asustada y no era para menos. Pero desde luego hubiera sido mucho peor contarle la verdad… «Pues mira, mamá: no sólo han atropellado a papá sino que alguien ha secuestrado a Sebastián y a su amante, pero como no podemos llamar a la policía porque se iban a cachondear de lo lindo, tendré que ser yo, tu hijo tarambana, con la ayuda de tu nuera -que por cierto es sexualmente inapetente, probablemente alcohólica y le mete a tu impecable hijo mayor las amantes en la cama- el que intente averiguar qué demonios está pasando…» No: decididamente era mucho mejor mentir. Convenía que estuviera lo suficientemente asustada como para quedarse en casa durante un par de días, pero no podía dejarla en la cuerda floja y sin red o no habría Valiums en el mundo capaces de tranquilizarla.

Cuando hubo reaccionado a la noticia volvió a hablar, ahora en tono dolido:

– ¿Y por qué no me habíais dicho nada?, ¿es que no creéis que tengo derecho a enterarme de una cosa así?

– Lo hablé con papá, no quería asustarte y me pidió que no te contara nada; prefirió que pensaras que todo eran imaginaciones suyas.

– ¿Y tú cómo te has enterado?

Eso: cómo me había enterado yo.

– Pues… estaba en el despacho con Sebastián cuando llamaron para avisar del accidente.

– Pero si mi dijiste por teléfono que te habías enterado del accidente porque Juan Sebastián te acababa de llamar a casa.

Piüiüíp:error.

– ¿Eso te dije?

– Sí.

– Bueno, es que preferí fingir que no sabía nada hasta hablarlo con papá.

Por suerte mi Señora Madre tenía la cabeza demasiado ocupada como para buscar incoherencias en mis explicaciones:

– ¿Habéis llamado a la policía?

– No te preocupes, Sebastián se encarga de eso. De momento está siguiendo la pista de la llamada de Ibarra para tener algo tangible que presentar en comisaría. Desde luego no podrá demostrar nada en contra de él, pero le advertiremos que la policía está al tanto de sus movimientos y eso será suficiente para que desista de volver a intentar nada contra papá. De hecho lo más probable es que haya quedado satisfecho rompiéndole una pierna y no busque más pendencias, pero queremos estar seguros. En un par de días se habrá solucionado todo.

SM no parecía atender ya con demasiado interés a mis explicaciones:

– Pablo José: tengo que hablar con Juan Sebastián y que me explique qué es todo esto…

Peligro.

– No lo encontrarás, mamá: está en Bilbao.

– ¿En Bilbao?, ¿y se puede saber qué demonios hace Juan Sebastián en Bilbao? Por Dios santo, esto es una verdadera trama secreta…

– Está en Bilbao precisamente investigando la llamada de Ibarra, ha preferido ocuparse personalmente. Según el ordenador conectado a la centralita del despacho aquella llamada se hizo desde Bilbao.

SM, como las chicas-telemárqueting, considera a los ordenadores capaces de eso y de mucho más.

– Es igual, lo llamaré al móvil.

Mierda: el móvil. Entraba en lo probable que lo llevara encima. En realidad supuse que a Lady First ya se le habría ocurrido llamarlo a ese número, aunque no recordaba que lo hubiera mencionado.

– No creo que te conteste en el móvil. Debe de llevarlo desconectado para evitar llamadas de trabajo.

Pero mi Señora Madre había retirado un poco el auricular y hablaba con la Beba:

– Eusebia: ¿se puede saber qué pasa con ese Valium?, ¿es que ya no voy a poder ni ponerme enferma de los nervios sin que me lleves la contraria?

Oí a la Beba contestar:

– No le doy más Páliun porque no hace ni dos horas qu s'ha tomao el primero y se me va a caer redonda al suelo, Si quiere l'hago una tila y arreando.

– ¡Eusebia!, ¿quieres no ponerte grosera tú también, o que en esta casa todo el mundo me ha perdido el respeto?

Me colé en la disputa:

– Mamá, escucha, has de prometerme que no le dirás nada de esto a papá, ¿de acuerdo?

– Por supuesto que no pienso decirle nada: si él no se ha dignado a contármelo no voy a ser yo la que se dé por enterada… Y no le perdono que me enviara a la cocina.

– Muy bien. Oye: ¿verdad que te quedarás en casa con Eusebia un par de días?

– Bueno, esta tarde teníamos reunión de canasta, pero supongo que podemos trasladar la partida aquí. Cielo santo, esto es como una novela policíaca… No habrá peligro en que vengan a casa unas amigas, ¿verdad?, en cuanto se entere la señora Mitjans va a quedar horrorizada.

– No, no hay peligro, pero es mejor que no le cuentes nada a nadie, ¿me escuchas?, y sobre todo acuérdate: ni una palabra a papá; y olvídate de Sebastián hasta que vuelva de Bilbao, supongo que te podrás pasar un par de días sin tu hijo favorito.

– Haz el favor de no permitirte ironías, Pablo José, no estoy para que empieces con tus disputas con Juan Sebastián… Dios mío: creo que necesito un masaje ahora mismo; voy a llamar para que envíen a alguien del gimnasio: Gonzalito, necesito a Gonzalito.

– Eso es, toma una sauna en casa y que te den un masaje. Y no te preocupes por nada, ya procuraré mantenerte informada, all right?

– ¿Cómo dices?

– Que si ol rait.

– Pablo José: ¿sabes que te encuentro muy raro?

La dejé a punto de tomar la tila y llamar a su Gonzalito, un culturista de ciento y pico kilos -distribuidos de forma muy diferente a los míos- y más marica que una pamela de raso. Es la moda: acabaremos todos medio enmoñecidos. Me di cuenta al colgar de lo tenso que había estado durante toda la conversación. Lié otro porro, me desplomé en el sillón y lo fumé con delectación antes de dar el segundo paso importante del día. Volví a mirar mi reflejo en la pantalla apagada de la tele. Nada había cambiado aparentemente, otra vez yo mismo en albornoz y el caos de la sala rodeando mi figura. Sin embargo nada era ya igual. Todo era mucho peor. O quizá mucho mejor, nunca estoy muy seguro de cómo funcionan estas cosas. El caso es que todo era diferente y mi paz había sido definitivamente perturbada.

Me puse en movimiento para no entrar en un bucle reflexivo.

En el tendedor, la ropa seguía tan empapada como media hora antes. Descolgué los pantalones marrones y una camisa clara que me pareció que combinaba bien y me los llevé a la sala. Después busqué un secador de pelo en el cuartito de los trastos. Lo encontré. Formaba parte del equipamiento doméstico que envió mi Señora Madre cuando me echaron de mi último domicilio por falta de pago y me trasladé a un edificio propiedad de SP. Debió de llegas en aquella furgoneta de El Corte Inglés junto con las licuadoras, picadoras, exprimidoras, balanzas electrónicas, robots vaporizadores, aparatos para templar el gel de baño, rebobinadores de cintas de vídeo, y todo aquello que a mi Señora Madre le pareció imprescindible par electrodomesticar a su hijo silvestre. El secador, como todo lo demás, estaba por estrenar, en su caja retractilada: un aparato imponente, en forma de caracol nautilus. Venía provisto de una peana que permitía dejarlo solo haciendo pasadas lentas a derecha e izquierda, así que pude disponer la ropa en el respaldo de una silla frente al chorro de aire y olvidarme del asunto.

Hora del desayuno. Huevos fritos y lomo a la plancha. Me llevó una media hora cocinarlo y comerlo. Al terminar palpé la ropa: seguía mojada a pesar de la ventolera del nautilus. Probé con la plancha. La camisa llegó a quedar prácticamente seca a fuerza de darle, pero con los pantalones fue más difícil. Desistí y terminé como siempre rebuscando por los armarios alguna pieza olvidada con que cubrirme los bajos. Me decidí por la parte inferior de un traje de tergal azul que casi me permitía subirme del todo la cremallera de la bragueta. Con ayuda del cinturón para sujetármelos y la camisa por fuera ocultando la chapuza podía salir a la calle. Eran más de la una cuando me miré en el espejo del recibidor: no era precisamente Cary Grant, pero se habían visto cosas peores.

Me costó casi un cuarto de hora llegar al portal de The First, preocupado como iba por avanzar a pasitos cortos para mantener la bragueta cerrada, pero mi espíritu era el de un hombre resuelto. Crucé el vestíbulo ante la mirada desconfiada del conserje de la bata azul y me metí en el ascensor en espera de llegar al ático. Abrió la puerta Verónica. Esta vez la camiseta era de la Facultad de Biología, con lo que se acabó de confirmar mi hipótesis sobre sus tendencias políticas. Llevaba en brazos a la criatura desdentada y no me entretuve mucho en saludarla; indicó que siguiera el pasillo hasta la cocina y allí encontré a Lady First rebozando rodajas de merluza en huevo y harina. Me miró de arriba abajo, un poco violenta por no haber podido evitar una mueca de estupefacción ante mi indumentaria.

– ¿Cocinas tú misma? -dije, a modo de saludo.

– Claro. ¿Qué creías?

– Pensaba que la gente elegante no tocaba la comida con los dedos.

– ¿Quién te ha dicho que yo sea elegante?

– Me pareció.

– Pues ya ves. ¿Quieres tomar algo? -Una cerveza no estaría mal.

– Busca tú mismo en la nevera, tengo las manos manchadas.

Trasteé aquí y allá buscando cerveza y vaso según sus indicaciones y me apalanqué en el quicio de la puerta observando sus manejos con el pescado. Me pareció un poco abatida. Si la historia que me había contado el día anterior tenía algo de cierto, era lo normal.

– Bueno, cuéntame qué ideas son esas que se te han ocurrido.

Encendí un cigarro para darme tiempo.

– Deberíamos contratar a un detective -dije al fin.

Ella detuvo un momento la labor y se quedó mirándome con las cejas levantadas:

– ¿Un detective?

– Para eso están los detectives, ¿no?

– No me parece buena idea. Éste no es un caso de infidelidad al uso, no creo que un detective pueda sernos útil.

Ya me esperaba cierta reticencia. Venía preparado para resultar convincente:

– Mira, Gloria, te voy a ser franco. No es que le deseo ningún mal a mi hermano, pero tampoco me interesa meterme en sus líos, ¿me explico? ¿Que ha desaparecido. bueno, pues hay que buscarlo, y hasta cierto punto es lo gico que me pidas ayuda a mí, pero creo que lo mejor es que se encargue de investigar un profesional, no se me ocurre nada mejor. Le he contado a mi madre una pelícu la de indios para que no le alarme su ausencia durante unos días, a mi padre le contaré otra si es necesario y procuraré mantener la bola de la enfermedad en el despacho; pero no sé qué otra cosa puedo hacer personalmente.

– ¿Qué le has contado a tu madre?

– Que Sebastián ha tenido que marcharse a Bilbao a resolver unos asuntos.

Se quedó un momento pensativa.

– ¿Y no le ha extrañado que no fuera a verla? Sebastián va a visitarla cada dos o tres días, y siempre antes de salir de viaje.

– Ya me lo he montado para dejarla tranquila, no te preocupes. Le he dicho que tú te habías marchado con él, así que no la llames porque en lo que respecta a ella estás en Bilbao. He pensado que eso te facilitaría las cosas: si no habla contigo no tendrás que mentirle.

Esto último no era verdad pero me pareció oportuno decirlo.

– ¿No te ha preguntado por los niños?

– No… Habrá supuesto que se los han quedado tus padres. ¿No se quedan con tus padres, cuando salís de viaje?

– Sí, a veces. Pero es raro que no preguntara.

– Bueno, está un poco desorientada por el accidente de mi padre.

– ¿Cómo está?

– Bien. Lo vi ayer. Se despistó por la calle siguiendo un escote y le golpeó un coche que hacía maniobras. Está hecho un sátiro. No ha sido nada: la incomodidad de la escayola.

– Hubiera querido ir a visitarlo…

No me interesaba seguir hablando de SP:

– Bueno, qué me dices del asunto del detective.

– ¿Que qué te digo?: que no me gusta nada. Preferiría que te ocuparas tú. Primero porque no podemos dejar que un extraño hurgue en los papeles de Sebastián, y segundo porque no quiero enterar a nadie más de los pormenores de mi matrimonio.

– No tenemos por qué contarle toda la verdad. Y si quieres ya me ocuparé yo de los papeles.

Abandonó una rodaja de merluza a medio rebozar sobre la bandeja y se volvió hacia mí:

– No lo entiendo: ¿de qué nos sirve un detective que no sepa de qué va el lío?

– Hay un montón de posibilidades que a nosotros se nos escapan. Esa gente sabe dónde buscar, no sé, aeropuertos, hoteles… Tienen contactos, incluso con la policía. En dos días son capaces de rastrear más que nosotros en un mes. Además, podemos hacerle seguir la pista de vuestra amiga la secretaria, ¿cómo se llamaba?

– Lali.

– Lali. Podemos contratarlo en nombre de ella, como si fuéramos amigos suyos, o familia, y estuviéramos preocupados. Que tire de ese hilo, a ver qué encuentra. Al menos iremos adelantando algo hasta que el sobre que enviaste llegue con el correo. Después ya veremos.

Volvió a la harina, pero nada convencida de lo que le proponía:

– Me parece un disparate. No sé…, muy rebuscado.

– Bueno, en cualquier caso no perdemos nada intentándolo. A lo sumo el importe de la minuta. Por eso te he preguntado si tenías dinero en casa. Y yo necesito también algo, Sebastián tenía que haberme pagado ayer un dinero ¿Cómo lo tienes?

– Hay unas cien mil pesetas en casa, pero tengo tarjetas. Si quieres puedo darte la de la cuenta de gastos corrientes de Sebastián. Tiene una copia aquí, y el número secreto apuntado.

– ¿Habrá suficiente dinero para pagar a un detective durante un par de días y que sobre algo para mí?

– Es su cuenta de bolsillo, pero supongo que sí, a menudo tiene gastos imprevistos. Toma lo que necesites y después te apañas con él…, cuando aparezca.

– Perfecto. Oye, otra cosa, he pensado que no me vendría mal disponer de un coche, más que nada por si he de moverme para hacer alguna averiguación. ¿Tienes las llaves del coche de Sebastián?

– ¿De qué coche?

– Pensaba que sólo teníais uno.

– Compramos hace poco una furgoneta de esas con asientos combinables, para ir con los niños…

– Me irá mejor el BMW.

– Ése ya no lo tenemos. Sebastián se encaprichó de un deportivo.

– ¿Te importa que me lo lleve?

Negó levemente con la cabeza. Parecía ser otra cosa la que le preocupaba:

– Oye, no estoy muy convencida de eso que dices del detective. ¿Qué vas a contarle?

Fingí que lo pensaba en ese momento:

– Bueno, no sé… Quizá podrías hacerte pasar por hermana de Lali y yo por su cuñado. No tendrás que actuar, sólo mentir en un par de detalles.

– Si consideras que presentarnos tú y yo como marido y mujer es un detalle…

– Bueno, ¿tienes un plan mejor?

Silencio. Vuelta a una rodaja de merluza en el plato de harina. Era el momento de ponérselo fácil para terminar de convencerla.

– Mira, yo me encargo de llamar a una agencia y concierto una cita aquí, ¿de acuerdo? Hazme caso, estaré más tranquilo. ¿Te parece sobre las ocho de la tarde?

Concedió:

– Muy bien, como quieras.

– Te llamaré para confirmar. Y oye, perdona, pero si me das las llaves del coche y la tarjeta me marcho ya, tengo un poco de prisa.

Se lavó las manos y salió pasillo allá hasta lo que supuse que era la suit principal. Me quedé en la cocina apurando la cerveza, más por miedo a tropezarme con alguno de mis Adorables Sobrinos que por discreción: me hubiera gustado ver la alcoba de Lord y Lady First, generalmente los dormitorios conyugales ofrecen información privilegiada. Volvió al poco con una tarjeta de La Caixa y una llave-mando a distancia que prometía maravillas.

– Esto también abre la puerta del parking, pero no te hará falta, hay vigilante y está siempre abierto. Las nuestras son las plazas 56 y S7.

Tomé las dos cosas sin poder evitar mirar la insignia del llavero: «Club de Tenis Barcelona», dos raquetitas y una pelota de oro.

– El código de la tarjeta es el 3, 3, 4, 4. Fácil.

– Gracias. Oye, ¿has probado a llamar al móvil de Sebastián?

– No. Se lo dejó aquí.

– Pensé que lo llevaba siempre encima.

– No siempre. Sólo cuando prevé que no va a estar localizable.

– Luego pensaba estar localizable. -Sí, claro.

– ¿Te importa que me lo lleve también?

– ¿El teléfono? No…: ahora te lo traigo.

Se volvió hacia la misma habitación del fondo del pasillo y trajo el aparato. Lo tomé todo en una mano y me dispuse a salir. Lady First me acompañó a la puerta.

– Ah, se me olvidaba: ¿has hablado con alguien del despacho, hoy? -pregunté.

– Sí, he vuelto a llamar esta mañana para avisar de que Sebastián seguía indispuesto.

– ¿Y has dado algún diagnóstico?

– No. Sólo que seguía con fiebre y que íbamos a llamar al médico esta mañana. He preferido no inventar nada concreto; me aterra decir mentiras, se me da fatal.

– Otra cosa, sería mejor que no salieras de casa en un par de días.

– Ya lo había tenido en cuenta. No he enviado a la niña al colegio precisamente por eso.

Una vez en el ascensor me fijé en que el último botón era distinto a los demás, una blanca P de parquin sobre fondo azul. Lo pulsé.El garaje ocupaba una sola planta que agotaba la superficie del edificio. Vi la cabina del vigilante a lo lejos, al pie de una rampa iluminada por un resplandor que indicaba la salida al exterior soleado. Busqué las plazas 56 y 57. En la primera había un enorme monovolumen azul verdoso y en la 57 estaba el deportivo. Subestimando a mi Estupendo Hermano había imaginado uno de esos japoneses que se pueden conseguir por tres o cuatro millones, pero en lugar de eso me encontré con un biplaza de primera división: color asfalto metalizado, ruedas de treinta centímetros de grosor y aspecto de felino agazapado, una verdadera Béte Noire. Me acerqué al morro y miré el logotipo de la marca entre los faros escamoteables: Lotus. El techo me llegaba poco más arriba del ombligo, y me pregunté si sería capaz de meterme en aquel cubil minúsculo en el que una luz roja intermitente advertía que allí habitaba algo vigilante. Quise probar. Le di al botoncito de la llave y oí el «stuuk» amortiguado con el que se abrieron al unísono los seguros de las puertas. Uno no entra en estos coches: se los calza, es como ponerse un condón. Lo más difícil fue pasar el muslo derecho bajo el volante, pero una vez lo hube conseguido tuve toda la sensación de estar en íntimo contacto con una máquina de tragar kilómetros a razón de trescientos por hora, cifra máxima que prometía el velocímetro. Olía ligeramente a cuero y a ambientador a base de esencias secas. Le di al contacto. Se encendió el tablero y, frzzzzzzz, un ligero zumbido que llegaba a través de la puerta abierta me hizo sospechar que el motor se había puesto en marcha.

Apagué enseguida. No era momento de jugar a cochecitos. Salí del habitáculo con más dificultades de las que había encontrado para entrar, me subí la bragueta -que no había resistido las contorsiones-, y me fui hacia la calle por la rampa de salida. Convenía que el vigilante me tuviera visto, más teniendo en cuenta que la Bestia Negra no debía de haberle pasado desapercibida. Lo saludé con un gesto de la mano; estaba leyendo algo y apenas me miró.

Nada más salir puse rumbo a la oficina de La Caixa de Travesera-Aviación. Visto el coche, era el momento de comprobar la potencia de la tarjetita de gastos. Las ventanillas del interior aún estaban abiertas al público, debían ser poco antes de las dos. Me quedé en el cajero automático. Código secreto, consulta de saldo, esperé a que saliera el papelito impreso. A primera vista casi me indigné al entender que la suma disponible era de mil doscientas sesenta y cinco pesetas, pero me fijé mejor y comprendí que los tres ceros del final no podían ser decimales. ¿Dónde se han visto tres decimales en formato peseta? Allí decía un millón doscientas sesenta y cinco mil, no había duda: uno, punto, dos, seis, cinco, punto, cero, cero, cero. Sabía que The First necesitaba salir de casa con el bolsillo bien provisto, pero más de un millón de pelas para gastos de gasolina y restaurante superaba mis expectativas. Me apresuré a sacar cincuenta boniatos de aquel horno antes de que alguien se arrepintiese de haberlos puesto a mi disposición y, una vez sentí su calor en el bolsillo, probé a sacar cincuenta más. No problem, salieron todos ellos dóciles como corderitos.

Después de eso me pareció un pecado volver a casa a comer huevos fritos con patatas, no sé, y empecé a repasar mentalmente los restaurantes del barrio en los que pudiera pedirse algo más que un menú de novecientas pelas para oficinistas. Ni hizo falta darle muchas vueltas, delante de mis ojos se me plantó uno: La Yaya María. No había entrado nunca, pero tenía aspecto de ser el lugar adecuado: buena calidad pero en cantidad escasa, uno de esos locales coquetones donde uno sería feliz si pudiera pedir tres primeros, tres segundos y tres postres, exceso que requiere un mínimo de diez mil pelas. Entré. Tomé de primero crema de zanahorias, revoltillo de huevos con gambas y habas a la catalana; de segundo pimientos del piquillo, emperador a la plancha y fricandó; de postre frutos secos y sorbete de limón; vino, café cortado, chupito de vodka helado y un Rosli. Catorce mil doscientas. Quedaron tan encantados con mi apetito que salió el cocinero a saludarme.

Me fui camino de la siesta con la sensación de ser el rey del mambo, pero cometí el error de fumarme un porro antes de acostarme y me costó dormir a pesar de que lo necesitaba.

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