DISARMONÍA DENTOMAXILAR

La Fina se ha empeñado en enseñarme algo interesantísimo que tiene que ver con un amigo suyo. No me dice más, simplemente me toma la mano y tira de mí por calles desconocidas (pero estamos en Barcelona, el olor y el ruido del tráfico son inequívocos). Llegamos a las puertas de un jardín público rodeado por una verja; entramos, recorremos un amplio sendero; ya estamos ante una elegante mansión victoriana que se alza en el centro del parque. Llamamos a la puerta y nos abre una vieja criada con cofia. Parece conocer a la Fina, nos franquea la entrada; pasamos sin dar explicaciones, la Fina siempre delante, caminando como el que sabe adónde se dirige y quiere llegar cuanto antes. Enseguida atravesamos un elegante salón con la chimenea encendida; una anciana hace calceta sentada en su butaca: no la inmuta nuestra irrupción; reparo también en tresillos, alfombras, telas estampadas, adornos de porcelana; pero no pudo curiosear a mis anchas, la Fina sigue eligiendo puertas como loca y me cuesta seguirla por los vericuetos. Del salón pasamos a un pasillo, de ahí a un distribuidor y de nuevo a un salón donde teje otra anciana sentada ante el fuego. Más puertas y pasillos recorridos con precisión mecánica y enseguida otra tejedora ante el hogar encendido. Los salones son siempre diferentes, las chimeneas también y también las ancianas con sus labores, pero se repite la situación y el personaje homónimo de sala en sala. Extrañado, pregunto a la Fina. «Shhhhhh -me advierte en voz baja-, son las guardianas.» Me doy cuenta de que llevamos un buen rato caminando hacia el interior, siempre sin ver ventanas, y que debemos de habernos internado profundamente en una estructura descomunalmente grande. «El corazón de las tinieblas -pienso-, vamos en busca de Mr. Kurtz.» Así es. Hemos llegado a una vasta estancia cupulada, una cámara enquistada en la monumental construcción; el crepitar del fuego, un libro abierto boca abajo, la copa de vino mediada: signos inequívocos de la presencia de alguien a quien de momento no se ve. La Fina parece haber encontrado lo que buscaba y quería enseñarme: un bajo eléctrico de madera natural, estropeado por un tremendo golpe que le ha descuajado la clavija del Re. Le quedan sólo tres cuerdas, pero está conectado al amplificador y el roce lo hace resonar gravísimo por toda la estancia -boooooong-. La Fina me lo pasa con el cuidado con que me entregaría un niño de pecho; me lo cuelgo y trato de tocar una melodía sencilla. No se puede, el mástil se ha deformado y las cuerdas no quintan, pero el sonido ha llamado la atención del Mr. Kurtz, que aparece en el quicio de una puerta secándose las manos con una toalla. Es un hombre joven, vestido con pantalones de camuflaje, botas militares y una camiseta de tirantes que le deja al descubierto los brazos musculosos. Mira el bajo y sonríe con melancolía, la sonrisa triste con que se recuerda algo grato que se ha perdido para siempre. No hace falta presentaciones, él sabe y nosotros sabemos. Me mira: «¿Cómo está mamá?», pregunta; «Bien, cree que estás en Bilbao». La Fina se enternece y nos besa uniendo su cabeza a las nuestras en un abrazo. «Ya vienen», dice Mr. Kurtz. Miro alrededor: el silencio del bajo malogrado ha despertado a las guardianas de su sueño de tejedora; tras las puertas de acceso que circundan la sala se acercan a paso imperceptible; no han perdido el aspecto de anciana bondadosa, pero su determinación las hace terroríficas: avanzarán inexorablemente, invadiendo cada centímetro de la sala hasta triturar nuestros huesos, más aún: hasta autoinmolarse en cumplimiento del inapelable instinto destructor que las gobierna.

Horror de horrores. Me desperté muerto de miedo ante la imagen de una cara rolliza y blanda de abuelita Paz. Hay que joderse, con los sueños. Traté de volver a dormir, pero no pude borrar de mi imaginación la cara y volví a abrir los ojos para convencerme a la vista de la luz que se colaba por la persiana de que estaba a salvo en mi mundo de siempre. Lo peor fue comprender que mi mundo de siempre había sido perturbado hasta parecer una pesadilla, una pesadilla habitada de calvorotas que salían de su guarida en plena noche para anudar trapitos rojos a las puertas de una casa demencial.

La resaca era la esperada, ni más ni menos: dolor de cabeza, boca seca y miembros castigados como por una paliza. En el reloj de la cocina eran más de las cinco de la tarde. Al menos había dormido lo suficiente como para recuperarme del sueño atrasado, pero la luz amarillenta de la calle anunciaba ya el atardecer y no me apetecía nada la idea de sumergirme en otra larga noche. Bebí agua, mucha agua, y amorrado al grifo deseé por primera vez desde hacía años estar en el campo, al sol de una fresca mañana de primavera. Había que remontar el bajón inmediatamente. Reparé en la botella de Cardhu que había quedado en la mesita, llené con ella medio vaso de los de agua y tomé el licor con la resignación del que ingiere una medicina. Después puse café al fuego, lié un canuto y me senté a fumarlo con impaciencia. Supe que fumar ese porro y tomar café iba a inhibirme el apetito, pero calculé que el día anterior había comido lo suficiente como para aguantar unas cuantas horas más sin repostar. Eché de menos una rayita de coca. Quizá ahora que disponía de líquido podía conseguir un gramito del Nico… Pensé en qué podía tomar como sucedáneo y rebusqué en el botiquín del lavabo una caja de aspirinas que recordaba haber visto. Estaban caducadas desde hacía más de un año, pero de todas maneras tomé dos con lo que quedaba del Cardhu y fumé otro porro mientras sorbía el primer café.

A los veinte minutos volvía a ser el Pablo Miralles de siempre y pude cepillarme los dientes y afeitarme con cuidado de respetar los límites de mi flamante bigotillo.

Next: preocuparme de lo que me tenía que preocupar. Mi primer plan de acción se había completado la noche anterior, ahora no quedaba más remedio que volver a pensar. Lo hice. Se me ocurrieron al menos dos vías de investigación que podía acometer y, sencillamente, empecé por la primera, sin más. Busqué en la mesa del comedor el teléfono móvil de The First, un modelo minúsculo con la parte del micrófono abatible, y me concentré en desentrañar sus misterios. Era seguro que disponía de un sistema de memorización de números, y era quizá posible que pudiera accederse también al origen de las últimas llamadas recibidas, o al menos a las últimas efectuadas desde el propio aparato. Por lo pronto descubrí yo solito cómo funcionaba la agenda y me encontré con un total de diecisiete números memorizados que apunté en un papel. Por los nombres y comparando con mi propia agenda de bolsillo comprobé que cuatro de ellos eran conocidos: el de mis Señores Padres (PaMa), el del domicilio de The First (Casa), el del despacho (Miralles) y el mío (P José). Otros marcados como Taxi, Seguro, Club y Pumares eran también fáciles de identificar y la lista quedó reducida a nueve incógnitas. Entre ellas se encontraba probablemente el número de la secretaria de The First, pero no recordaba su nombre de pila. Probablemente era el correspondiente a aquel Lali tan familiar, pero para ganar tiempo decidí llamar a mileidi:

– Gloria, soy Pablo. ¿Hay novedades?

– Nada. Y tú: ¿tienes algo?

– Nada concreto. Oye, te llamo para ver si puedes echarme una mano. ¿Sabes cómo funciona el teléfono de Sebastián?

– Pues…, supongo que como todos.

Menuda explicación.

– Otra cosa: ¿tienes papel y lápiz a mano?

No tenía. Fue a por él y volvió.

– Apunta estas palabras que te dicto y dime si alguna te suena. Corresponden a la agenda del teléfono de Sebastián, quiero saber a quién pertenecen los números que tiene memorizados. -¿Preparada?

– Preparada.

– Vale, va el primero: Llava: L-L-A-V-A. ¿Te suena? -

No.

– El segundo: Vell Or.• V-E-L-L, espacio, O-R.

– Veil Or, nada.

– Va el tercero: Mateu: M-A-T-E-U.

– Éste sí. Debe de ser Lluis Mateu, abogado. Hemos cenado juntos alguna vez, con su mujer. Le lleva los asuntos legales a Sebastián desde hace años.

– Muy bien. Va el siguiente: Lali: L-A-L-I.

– Sí, ésta debe de ser Lali…: 410 76 go, ¿no?

– Sí. ¿Nuestra amiga la secre?

– Sí.

– Ya contaba con eso. Siguiente: Villas: V-I-L-L-A-S.

– Ni idea.

– Siguiente: JG: como si fueran iniciales. ¿Estás apuntando?

– Sí. Tampoco me suena.

– Otro: Maria: tal cual pero sin acento.

– No sé, supongo que conozco a varias Marías… ¿Puede ser la antigua secretaria de tu padre, la que ahora está en recepción?

– Buena idea. Lo comprobaré… Va el siguiente: Tort: T-O-R-T.

– Nada.

– Muy bien, va el último: Fosca: F-O-S-C-A.

– Ése debe de ser el número de la casa de La Fosca. -¿Y eso?

– ¿La Fosca?: es una cala, cerca de Palamós. Tenemos alquilada una casita allí. ¿Tiene prefijo de Gerona?

– 972, sí, supongo. Vale, debe de ser eso. Escucha, dale unas cuantas vueltas más a la lista a ver si se te enciende alguna lucecita, ¿de acuerdo?, y si se te enciende me llamas. Estaré en casa un buen rato; si no, me dejas un mensaje. ¿Sabes cómo se activa el contestador automático de Telefónica?

Asterisco, 10, almohadilla. Probé nada más colgar. Nadie se dignó a decirme ahí te pudras, ni vocecitas pregrabadas ni leches. Volví a colgar y descolgar para comprobar que se hubiera activado: «El servicio contestador de Telefónica le informa que no tiene mensajes». Chachi.

Lo siguiente era llamar al despacho. Eran las siete menos cinco, todavía encontraría al personal en pleno. Se puso, como siempre, la María.

– María, soy Pablo: oye, ¿tu número de teléfono es el 323 43 12, con prefijo 93?

– ¿Cómo lo sabes…?

– Estoy haciendo un cursillo de telepatía. A ver: ¿te suena un tal Tort?

– Sí. Es el director de la oficina del Santander de abajo. Viene por aquí a menudo.

Uno menos. Le pedí que me pusiera con el Pumares y remodulé mi voz hasta darle el tono conveniente para que se tomara en serio las instrucciones que estaba a punto de darle el hermano tarambana del jefe.

– Sí, dime, Pablito…; ¿cómo está tu hermano?

– Convaleciente pero mejor, gracias. Por cierto, me acaba de dar un encargo para usted: necesita un listado de todas las llamadas que se han hecho desde el despacho en el último mes. Se aburre de estar en la cama y quiere aprovechar para estudiar la manera de reducir gastos de teléfono.

– ¿Que quieres un queeé?

– Un listado: un acopio de información organizada en filas llamadas registros y columnas llamadas campos. Es muy frecuente verlos por las oficinas desde que hay ordenadores.

– No me jodas, Pablito, que ya sé lo que es un listado, pero de dónde quieres que saque la información…

– Le sugiero que la solicite a Telefónica.

– Pero eso vale dinero, coño, Pablo…

Si el encargo se lo hubiera hecho directamente The First hubiera perdido el culo por complacerlo de inmediato, pero bastaba que apareciera yo como persona interpuesta para que resoplara como si la hubiera despertado a las tres de la mañana para pedirle fresas con nata. Podía recordarle que su contrato de trabajo estaba firmado por mí como socio a partes iguales de la empresa, pero no era cuestión de ponerse a discutir. Además, una mera referencia nominal resulta casi siempre incapaz de cambiar veinte años de reflejos condicionados.

– Escuche, Pumares: ya le he dicho que es un encargo de mi hermano, tiene la voz completamente rota y el médico le ha recomendado no hablar en absoluto. Claro que si no se fía y prefiere que le diga a mi padre que hable con usted…, ¿se fía de mi padre, no?

La mención al patriarca tiene siempre efectos fulminantes. Hizo una pausa durante la que dejó escapar un resoplido y condescendió, «Muy bien: dile a tu hermano que veré lo que puedo hacer».

La lista de teléfonos desconocidos había quedado reducida a cuatro nombres y los escribí aparte para verlos más claramente, a ver si me inspiraba. Villas, Llava, Vell Or, JG… Hubiera sido estupendo que JG correspondiera a Jaume Guillamet, pero en la vida las cosas no suelen ser tan redondas. Probé suerte intentando deducir en dirección contraria: ¿qué números era previsible que tuviera grabados The First?: el del despacho, el mío, el de su propia casa, el de mis Señores Padres en Barcelona y Llavaneras… ¡Llavaneras! Cotejé el número correspondiente a Llava con el de el chalet de mis SP's apuntado en mi agenda: bingo. Estaba a punto de ir a besarme al espejo cuando sonó el teléfono.

Era Lady First:

– Pablo, se me ha ocurrido que Sebastián suele ir con Lali y conmigo a un restaurante de la calle Marqués de Sentmenat…, se llama El Vellocino de Oro, a menudo llama para reservar mesa. He pensado que quizá sea el Vell Or de la lista. ¿Tiene sentido?

– Todo el sentido del mundo. Ahora mismo lo compruebo. Después te llamo.

Marqué el número. Contestó una voz masculina: «Vellocino, dígame». Dije que me había equivocado y taché un nombre más de al lista. Quedaban sólo Villas y JG, y me entretuve un poco en tratar de identificar su ubicación aproximada a partir de las cifras posteriores al prefijo 93. Villas era un 430 típico de la zona de Las Corts donde estaba mi propia casa, el despacho y el ático de The First. JG era un 487 que no me decía nada, aunque quizá pudiera preguntar a los de información de Telefónica.

Probé.

– «Bienvenido al servicio de información de Telefónica…». (…) Buenas tardeees, le atiende Mari Ángeleees.

– Hola, Mariángeles, necesito confirmar un dato: los tres primeros números de un teléfono se identifican con una determinada zona de la ciudad, ¿no?

– Mmm…, psssí.

Qué demonios debía de significar «mmm…, pssssí»…

– Bueno, me puedes decir a qué barrio corresponde un 487.

– ¿Tiene el número completo?

Le di el número completo.

– Sarria-Sant Gervasi.

– ¿No me puedes dar la dirección exacta?

Mariángeles lo sentía mucho pero no estaba autorizada.

Sarriá-San Gervasio. Eso debía de abarcar desde la plaza Calvo Sotelo hasta el quinto coño saliendo montaña arriba en dirección al Tibidabo. Y a saber si se incluía también Pedralbes, o incluso Vallvidrera, nunca he entendido muy bien las divisiones administrativas de la ciudad y tampoco tenía ganas de ponerme a ello en ese momento. Además, estuviera donde estuviera ese JG tanto podía ser el psiquiatra de The First como su proveedor de antigüedades o el sastre carpetovetónico que le hacía los trajes de pijo divino (Jesús Gatera, jacinto Garrafones, Juanito Gazuza?).

Decidí dejarme de especulaciones y llamar directamente. Marqué el número. Tardaron un poco en descolgar: -Jenny G., buenas tardes. Cielo santo: voz de gatita dulce, pronunciación a la inglesa y tono de estar encantada de haberme conocido. Puti-club: fijo. Me pilló tan de improviso que tuve que hacerme el remolón para ganar tiempo. Terminé por poner voz de cuarentón de clase alta en busca de refinamientos de nombre extranjero:

– Sí…, con Jenny, por favor.

– ¿Es usted… amigo de la casa?

– Nnnno, no exactamente. Llamo de parte de un amigo.

– Lo lamento, señor, es posible que se equivoque.

Bien, bien, bien. Mi Estupendo Hermano no sólo estaba liado con su secretaria sino que además hacía pinitos en una casa de putas en la que hasta la recepcionista era filóloga y decía «lo lamento», así que las putas propiamente dichas debían ser descendientes de los Romanov. Se iba perfilando en The First la figura de un Estupendo Gángster con su abrigo de pelo de camello blanco y su puro con vitola personalizada.

No quise dejar trabajo pendiente y probé también llamando al número de Villas. Después de un par de pi-pips oí que descolgaban, pero no sonó ninguna voz. «¿Buenas tardes? -dije-. ¿Oiga?» Nada. Colgué, volví a marcar por si me había equivocado y volvieron a descolgar, pero tampoco dieron señales de vida. Aún lo intenté por tercera vez y fue lo mismo. En fin: di por momentáneamente terminada la investigación telefónica y puse en marcha el ordenador. Me conecté a Internet y escribí «Jaume Guillamet» en el search de Alta Vista.

La vorágine. Empecé leyendo un resumen de la SEOD donde se aseguraba que la disarmonía dentomaxilar por apiñamiento afectaba en la actualidad a un sesenta por ciento de los adolescentes granadinos. Lo interesante del caso es que cráneos medievales estudiados al respecto sólo la presentaban en un escaso trece por ciento, y semejante diferencia hacía sospechar a los expertos que algo gordo estaba pasando, aunque no se aclaraba si solamente en Granada, en el occidente judeo-cristiano, o en toda la galaxia. Después probé con una exposición sobre los aspectos histopatológicos de la reparación periapical y, todo seguido, con otra sobre los conductos condicionantes en tales reparaciones. A partir de aquí empecé a sospechar que alguien llamado Jaume Guillamet era dentista; por lo pronto firmaba documentos en calidad de «Presidente de la Delegación Promocional del Comité Ejecutivo del Colegio de Odontólogos y Estomatólogos de España», cargo que ya de lejos atufaba a dentista y de los caros. Pero eso fue sólo el principio: al poco supe de la existencia de varios Guillamet implicados en la dirección de la Unió Esportiva Figueres, del fotógrafo de la Tumba de Kiki y conservador del patrimonio artístico de Andorra, de una tal Eva María Guillamet que afirmaba en su güeb personal que le gustaban las novelas de Agatha Christie, ir de camping y conocer a gente interesante (no como ella), y hasta de un Sylvester Guillamet, taxista en Manhattan, que tenía algo que ver con la Taxi amp; Limousine Comission de Nueva York y su declaración de derechos del pasajero, documento, por cierto, que otorgaba al viajero la potestad de obligar al conductor a apagar la radio durante el trayecto.

A la media hora de enterarme de cosas de las que no tenía ninguna necesidad de estar enterado pulsé la opción de búsqueda avanzada. Allí escribí «TEXT: (("jaume guillamet" *15 OR "15* jaume guillamet") AND "barcelona") NEAR ("dir" OR "address" OR "mail")» y probé suerte. La tuve. Aparecieron sólo unos pocos links, como media docena, y eso siempre anima. Pinché el primero. Era una pregunta por imeil a un servicio de asesoría sobre multas de tráfico. El emisor había aparcado su Seat Toledo matrícula B tal y tal junto a unas obras sitas frente al 15 de Jaume Guillamet. Al aparecer la grúa municipal había tenido la poca delicadeza de llevársele el coche y dejar a cambio un triangulito adhesivo enganchado en el bordillo. La fecha era de enero del 98, debía de ser cuando las obras del edificio de viviendas frente a la casa del jardincillo.

Bien por el buscador de Alta Vista, pero aquello no me servía para nada.

Pinché el segundo link y se cargó una página sin título. La primera línea de texto decía «22th, Juny» y bajo ella se listaba un gran número de horarios, nombres y direcciones. Recorrí los primeros párrafos: las direcciones pertenecían a diferentes ciudades europeas, Milán, Burdeos, Hamburgo, organizadas en una orden aparentemente arbitrario. El fondo de la página contenía repetida como en un mosaico la palabra WORM, dibujada simulando un bajo relieve sobre gris oscuro. Lo primero que me vino a la cabeza fue la palabra inglesa para «oruga» o «gusano»: worm. Probé a dar instrucción al navegador para que buscara Jaume en la misma web y lo encontró:

oo:oo a.m.

G. S. W. Amanci Viladrau

Password: 25th Montanyá St.; 08029-Barcelona (Spain)

Address: r 5th, Jaume Guillamet St.; 08029-Barcelona (Spain)


Interesante. Probé el tercer link y resultó ser un mirror francés de la misma página. El siguiente era en alemán y el último en castellano. Eso agotaba el total de respuestas que había dado el motor de búsqueda. No supe qué demonios podía significar aquello, pero era raro, lo suficiente como para seguir investigando por ese camino.

El dominio del mirror inglés era worm.com, y allí que me fui. Lo primero que apareció fue un mensaje emergente en el que se prometían venganzas en forma de virus informáticos a quien osara entrar en aquel site, e inmediatamente se ejecutó un MIDI con una musiquilla la mar de deprimente. Se pretendía que aquello pareciera un mensaje del sistema, pero parecía la maldición de la momia. Estaba claro que querían meterle miedo al visitante casual y fácilmente impresionable. Y precisamente por eso decidí seguir adelante.

Para los navegantes intrépidos que a pesar de la advertencia llegaban a cargar la página, tenían preparada otra prueba iniciática. Terminado el adagio, sonaba un coro de voces repitiendo «worm, worm, worm» en plan grupo vudú a punto de sacrificar a alguien entre aullidos de ultratumba. Se mostraba un fondo negro con signos cabalísticos en rojo y dorado, y se pedía, para poder continuar, rellenar un formulario con los datos personales del visitante. Una vez cumplimentado, «Worm» enviaría a su dirección electrónica la clave de acceso a la página. Eso suele echar atrás a otra buena porción de las visitas (a nadie le gusta dar su dirección electrónica así como así), pero yo dispongo de tantas cuentas en distintos servidores de correo como nombres falsos uso en la calle, así que no problemo. Rellené los casilleros -Pablo Molucas, treinta y tantos años, una dirección inventada de Barcelona, un teléfono arbitrario, pmolucas@hotmail.com- y submití los datos. Enseguida se abrió otra página diciendo que OK y que esperara unos minutos a recibir el mensaje con el pásguor. Abrí otra ventana del navegador y me fui con ella a Hotmail.com. Escribí pmolucas, mi clave personal, y comprobé que todavía no hubiera llegado nada al In Box.

Me serví otro café y lié un porro para entretener la espera. Casi hacía calor. Abrí la ventana de la sala por primera vez desde finales del otoño anterior y entró una mezcla de aire, monóxido de carbono y metales pesado en suspensión que en pocos segundos inundó la habitación de olor a humo de autobús; pero era un humo fresco, reconfortante, a cuya comparación la atmósfera que había ocupado la casa durante el invierno se me antojó un hálito rancio. Me encanta el olor de Barcelona, no sé cómo la gente puede sobrevivir en el campo, con ese aire en bruto, que te taladra las pleuras. Me sentí tan a gusto que fumé todo el porro asomado a la ventana. Atardecer de finales, de junio; sonaban ya, sobre el estertor del tráfico, algunos petardos que los críos no tenían paciencia para reservar hasta la noche de San Juan. En realidad no me gustan los petardos, ni los fuegos artificiales, ni ninguno de esos alar des pirotécnicos que se supone nos retrotraen a los ritos ancestrales de culto al sol, o gilipollez equivalente; siempre me han parecido cosa de progres: los correfocs, y toda esa parafernalia pseudopopular…

Volví a la pantalla del Hotmail y la actualicé.

Había llegado un mensaje: «Worm Key», decía el títu lo. Lo abrí y leí:

«Tell the WORM you are pmolucas_worm.»

Tanto misterio para eso. En fin. Me volví a la página de los coros fantasmagóricos y escribí «pmolucas_worm» en el casillero. Pero aquello sólo me dio paso a la tercera de las pruebas iniciáticas. El jueguecito empezaba a parecer un guión de Indiana Jones y decidí no concederles más de un cuarto de hora de atención antes de enviarlos a hacer puñetas. Esta vez se advertía que para seguir avanzando en el sait había que leer un texto y responder después a unas preguntas sobre lo leído. Ojeé primero las preguntas, a ver si podían ser respondidas sin leer nada, pero a pesar de que cada casillero limitaba las respuestas posibles mediante un menú con varias alternativas, se hacía referencia a nombres de pila comunes y se pedían datos concretos respecto a una historia que me era completamente desconocida: qué llevaba lord Henry en la mano cuando conoció a la Reina y detalles por el estilo. Veinte preguntas en total. Probé a elegir cualquier cosa en las distintas listas desplegables y mandar la entrada. Nada: el sistema respondió con un inapelable «Read The Stronghold and try again» que te devolvía al cuestionario. Ese The Stronghold era precisamente el texto que se proponía leer en el freim de cabecera. No estuve muy seguro de saber exactamente qué podía significar Stronghold y pulsé el botón derecho del maus para encontrar auxilio en el traductor de Babylon: «fortaleza» o «plaza fuerte». Muy sugerente. De momento pinché el link que decía «Download The Stronghold, 1 Kb» y di instrucción de que se guardara el archivo en mi disco duro. Una vez cargado desconecté de la Red y lo abrí desde el Word: setenta páginas de texto estructurado en estrofas. Demasiadas. Pensé en catar en pantalla unos pocos versos confiando en que podría descartar enseguida la conveniencia de seguir leyendo: tenía hambre y un Estupendo Hermano por rescatar, no era momento de ponerme a leer mamotretos esotéricos, sobre todo si estaban escritos en aquel inglés macarrónico salpicado de lagartos ininteligibles; pero no hubo suerte: resulta que antes de mediar la primera página algo me hizo sospechar que había dado en el blanco.

La cosa era así: noche lluviosa, alguien llega a las puertas de una ciudadela. La entrada tiene un tejadillo que protege al visitante de la lluvia, un golpeador de hierro con una mano que sujeta una bola, bla-bla-bla, cuatro detalles más y -atención-: un trapito rojo atado a la antorcha que ilumina el umbral.

Mucha casualidad. Demasiada. No tuve más remedio que cargar a tope la bandeja de la impresora y dar instrucción de imprimir el texto. Podía tardar una media hora en estar disponible, pero decidí tener un poco de paciencia y esperar a tenerlo sobre papel para no dejarme los ojos en aquel guirigay medievaloide.

Entretanto, me senté en la sala a pensar cómo demonios organizar las siguientes horas. Había que comer algo. Sieeempre hay que comer algo. A veces es estupendo porque me apetece hacerlo, pero otras es sólo la molestia del estómago vacío, o los primeros síntomas de debilidad, que me obliga a dejar de beber o fumar o lo que quiera que esté haciendo tan a gusto. Una cosa sí es cierta: cuando tengo dinero en el bolsillo siempre resulta más fácil resolver la papeleta. Y en ese momento tenía dinero. Bastaba con llegarse a un buen restaurante y hacer el pedido. El Vellocino de Oro, por ejemplo, por qué no, de paso quiza averiguara algo nuevo sobre mi Estupendo Hermano secuestrado por una secta de fanáticos, «worm, worm, worm». Claro que sería mejor acudir al restaurante acompañado. Preferentemente de una mujer. Si uno pretende sonsacar a los camareros resulta menos sospechoso acudir en pareja, y en cualquier caso es más entretenido comer en compañía. Pero la Fina quedaba descartada, cenar dos días seguidos con ella podía resultar indigesto; y si no me fallaba la memoria, era sábado, día de probable refocilo con el bueno de José María.

La alternativa más plausible era Lady First. Con ella sería aún más fácil entrar en confianza con el personal del restaurante. A ella la conocían: a ella, a su marido y a la amante de su marido. El trío Lalalá.

Volví al teléfono y marqué su número.

– Tenías razón: Vell Or es un restaurante.

– Ya me parecía.

– Oye, he pensado que podríamos ir allí a cenar. Así sales un rato de casa y de paso tratamos de averiguar si Sebastián y Lali estuvieron allí después del momento en que hablé con él por última vez. ¿Cómo lo ves?

– Y los niños… Verónica se marcha de aquí a un rato, a las siete.

– Bueno, pídele que se quede hasta medianoche. Después si quiere la acompaño a casa en coche.

– ¿Un viernes? Habrá quedado para salir con alguien.

– Pregúntale.

Dejó un momento el aparato y me quedé esperando. Por su voz parecía hacerle cierta gracia aceptar la invitación. Después de todo llevaba tres días encerrada en casa.

– Pablo: dice Verónica que vale.

Quedé en pasar a recogerla a las diez. Eso me dejaba más de cuatro horas para gastar. Colgué y me quedé mirando el móvil de The First. ¿Sabría sacarle toda la información yo solito, sin manual de instrucciones? ¿Dónde demonios había yo visto un teléfono del mismo modelo…? Traté de visualizar la escena. Se me apareció una mano peluda asiéndolo con gesto delicado, un grueso anillo de plata en el pulgar, barba cerrada alrededor de unos labios a lo Edward G. Robinson; me pareció incluso oír un acento raro, de inflexión cantinfleña… Tate: el Roberto.

Eso solucionaba el asunto del teléfono, pero era mejor dejar el trámite para más tarde; de momento convenía echarle una mirada al texto que iba escupiendo la impresora.

Eso hice.

He de decir -como seguramente se espera de mí, ahora que ya nos vamos conociendo- que desde que reprimí mis resabios burgueses la literatura me aburre sobremanera. De hecho, sólo la Publicidad es capaz ya de proporcionarme alguna forma de verdadera fruición estética -a la par que un profundo bienestar de orden moral, una suerte de paz de espíritu-. Lo digo para dar idea de lo poco dispuesto que estaba a leerme de un tirón aquel condenado texto, y de que no pienso ponerme ahora a resumir la historia demencial que tan trabajosamente leí aquel día por primera vez. Además, en los últimos meses he tenido que empollármela tan detenidamente que casi podría reproducirla estrofa por estrofa (si llego a redactar el final de esta historia quizá se sepa por qué), y ahora estoy completamente saturado de ella. Sólo diré que narra las cuitas de lord Henry, un joven caballero que llega a las puertas de la Fortaleza en una noche lluviosa, toma el pañuelo rojo que cuelga de un mástil y llama a la puerta. A partir de ahí empieza una suerte de trama kafkiana que se desarrolla en el interior de la construcción, una especie de castillo de dimensiones infinitas, y en la que únicamente intervienen seis personajes fuertemente arquetípicos: el Rey, la Reina, el Mago, el Trovador, lord Henry (que viene a ser una especie de príncipe heredero), y una tal lady Sheila (que funciona a modo de princesa prometida). Por supuesto aquella fortaleza infinita me recordó inmediatamente a Mr. Kurtz y las tejedoras, lo que confirmó una vez más la dimensión oracular de mis sueños, pero sobre todo me llamó la atención otra cosa. Era evidente que toda aquella historia absurda sólo adquiría sentido a modo de alegoría, y en ese caso podían interpretarse sus diferentes episodios como la exposición de otros tantos sistemas filosóficos históricos, en especial en su vertiente más genuinamente metafísica. Lo curioso del caso es que la redacción parecía ser auténticamente medieval, de modo que uno esperaba que el autor empezara con la Escuela Jónica y terminara en Francis Bacon (o Kant, caso que fuera un tío con visión de futuro), pero no: seguía como tropecientos siglos más, hasta Russell, y Wittgenstein, y más allá aún. Pero -atención-, ¿qué hay más allá de Wittgenstein?, se preguntará el lector que estudió COU. Pues por ejemplo John Gallagher y Pablo Miralles (por no citar a Baloo, que es más un moralista que un metafísico estricto). No quiero ponerme espeso pero, por dar un ejemplo, encontré esbozada hacia el final del poema una Teoría de la Comunicación cuya defensa nos había costado que un conocidísimo gurú de la Semiótica (que no soporta que le lleven la contraria en su terreno) abandonara el Metaphisical Club indignado. Pura vanguardia. Y en verso. Firmado por un tal Geoffrey de Brun.

Patidifusismo agudo. Traté de poner un poco de orden en mis ideas, llevaba como tres horas leyendo sin parar y fumando un porro tras otro (sin contar con el desayuno de Cardhu y aspirinas). Revisé al azar algunos versos tratando de encontrar la trampa, pero mi inglés es exclusivamente contemporáneo y en cuanto algo me suena a Laurence Olivier haciendo hambletadas ya me parece medieval. El siguiente paso había de ser, pues, mandarle aquello a John con la recomendación de que lo leyera y, si él no notaba nada raro en la forma, lo hiciera llegar a alguien capaz de someterlo a un peritaje lingüístico en condiciones.

Me levanté del sofá, me acerqué al ordenador, redacté a toda prisa un mensaje para John, añadí un atachmen con The Stronghold, me conecté para enviarlo y volví al sofá a liar el enésimo porro. Eran las ocho. Me quedaba más de una hora para gastar. Tuve sed. Me levanté con intención de acercarme a la cocina a beber. Al cabo de un segundo volví a caer de culo en el sofá víctima de una bajada de tensión. Y como desmayarse me parece de una ñoñez impresentable, aproveché el gesto para echar una siestecita vespertina en la sala y salvar así mi imagen caso de que alguien hubiera instalado cámaras secretas en mi salón.

Hay que guardar las apariencias: son lo único que tenemos.

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