LOS ÁCAROS DE LAS PESTAÑAS

Me gustaría poder decir que esa noche se me apareció la Virgen, pero temo se me anote al debe la denominación mariana. Pongamos que se me apareció una Deidad Femenina versión 3.0 con escafandra autónoma y traje presurizado, pero a todos los efectos era la Virgen María, uno reconoce el arquetipo aunque no lleve tules. Posó su mano enguantada en mi frente y sonrió tras el visor. Jovencísima; tan joven y ya Virgen María, pensé: ni siquiera veinte años. Noté un fluir balsámico, fresco; mi aliento se sincronizó con el sonido de su aparato de respiración -nada que ver con Darth Vader: un soplo exquisitamente perfumado-; la cama dejó de moverse, la habitación detuvo su oscilar insensato, todo se hizo confort y calma. Debió de ser el alba. Después pude dormir profundamente. Fue una experiencia intensa, pero no quiero insistir en ello porque está mal visto tener relaciones privilegiadas con la divinidad.

A las siete de la tarde abrí los ojos, plock: eso aseguraban las manecillas del despertador. Lo primero, me pasé el escáner para valorar los daños. Con el tiempo he llegado a clasificar las resacas en varios grupos; está la resaca-martillo, la resaca-paliza, la extraña-resaca o la resaca-inexistente -cito de memoria-, aunque generalmente se presentan combinadas en síndromes tipo martillo-seco o extraña paliza-inexistente. Bueno, pues ésta era nueva, de una rara indulgencia, seguramente las doce o catorce horas que llevaba dormidas habían difuminado los efectos más desagradables. Pude incluso entretenerme en ir a por el mocho y recoger el charquito de alcohol con grumos de changurro y tropezones de cebolla picada que se extendía por el suelo. Mis Estupendos Nuevos Zapatos habían recibido una de las bocanadas más imperiosas y las sábanas estaban también afectadas, así que era un buen momento para cambiar la ropa de la cama, algo en su apresto amarillento sugería la conveniencia de tomar medidas drásticas. Todo eso hice antes siquiera de amorrarme al grifo de la cocina. Preparé café, fumé un par de porros; resignado ya a la obsesión higiénica me afeité y duché y al terminar se habían hecho las nueve menos diez en el reloj de la cocina. Hambre, mucha hambre. La idea de que estaba en reserva, quemando la grasa que forma parte de mi ser más íntimo, me alarmó un poco y corrí a la nevera en busca de algo que pudiera detener el proceso de adelgazamiento. Destripé un sobre de salchichas de fránfur envasadas al vacío y me comí la mitad de ellas a dos carrillos. Por lo demás estaba limpio y afeitado y disponía de ropa en abundancia -esta vez me decidí por estrenar la camisa jaguayana-, así que no tardé mucho en estar listo para salir de casa.

Llegué al portal de mis SP's con Bagheera. Vacilé en cuanto si aparcar por ahí o meterme en el parquin del edificio. SP posee un solo coche que nunca usa -invariablemente un jaguar Sovereign azul marino que va cambiando a medida que la marca renueva las versiones-, pero tiene en propiedad cuatro o cinco plazas contiguas en el parquin por si recibe visitas. Tener más de un coche le parecería ostentoso, y tener menos de cinco plazas de parquin una descortesía. En fin, me decidí por meterme en el sub terráneo.

El vigilante debía de conocer el Lotus de mi Estupendo Hermano y no dijo ni pío al verme pasar. La verdad es que no me gustó la facilidad con que me colé en el edificio: de poco servía tener un guardia de seguridad en el jol si después cualquiera podía entrar desde el garaje. Confié en que no hubiera sido igual de sencillo entrando en un coche desconocido para el vigilante y busqué con la vista el Jaguar que indica los dominios de los Miralles. Junto a él vi un Mercedes plateado, un Audi grande y un Golf que supuse, todos ellos, propiedad de mis Señores Tíos y demás invitados. Dejé a Bagheera junto al Golf, me subí al único ascensor que llega hasta el ático, y aparecí en la entrada principal del dúplex familiar. No me gusta llamar a la entrada principal de mi casa, nunca sé quién va a abrirme la puerta, pero era ya demasiado tarde para rectificar. Esta vez abrió la asistenta. Me había visto en mi última visita, pero no creí que se hubiera fijado mucho en mí -eso sin contar con mi nuevo luc-, así que me sentí en la obligación de presentarme:

– Hola, soy Pablo, Pablo Miralles. El hijo de los señores.

Pareció un poco violenta, como si no se sintiera muy segura del tratamiento que debía darme:

– ¿Quiere aguardar un momento mientras le anuncio?

Allí me quedé, admirando una muy oportuna Anunciación románica que se daba de bofetadas con la oronda fragilidad de un jarrón Ming. Absorto en la contemplación, di por supuesto que volvería la asistenta a darme el salvoconducto hacia el núcleo hogareño, pero la que llegó fue mi Señora Madre en persona. Era todo un detalle, porque SM no recibe en el vestíbulo más que a la flor y nata de la ciudad.

– ¡Cielo santo, Pablo José: pareces un gangster!

A mi Señora Madre siempre le parezco algo ordinario. Cuando no es un camionero es un gánster o un gunitador o el urólogo de Al Capone.

– Lo siento, mamá… Feliz cumpleaños.

Justo entonces caí en que no llevaba ningún regalo. Pensé en disculparme, pero no me dio oportunidad.

– ¿De dónde has sacado eso?

Se refería a mi camisa jaguayana.

– Pues… las venden en las tiendas.

– ¿Y no podrías haberte puesto algo más apropiado para la ocasión? Carmela ha venido con un precioso traje de noche. Vais a quedar fatal el uno al lado del otro. ¿Y eso de ahí…?; Pablo José: ¿explícame inmediata-mente qué es eso que llevas en la cara?

Ahora se refería con un dengue de aprensión a mi bigotillo estilo Errol Flynn.

– Es que se me estropeó la máquina cuando estaba terminando de afeitarme.

– Pues parece que vayas a una reunión con el Cártel d Medellín. Anda, pasa al vestidor de tu padre y buscaremo algo que puedas ponerte.

Me dejé hacer. ¿Qué alternativa tenía? Por lo visto el traje de noche de la tal Carmela era azul cobalto, y mí Señora Madre eligió para combinar con él una camisa de seda blanca, una corbata color fresa ácida y una americana cruzada de un increíble tono yogur de frutos del bosque afortunadamente no me vino bien -mi señor padre tiene quizá menos envergadura que yo pero bastante mas panza-. La sustituyó entonces por una chaquetilla de ante azul celeste. No es que fuera muy de mi agrado, pero menos tenía un color fácilmente descriptible. Renuncié mirarme al espejo: preferí, antes de hacer aparición en el salón, y aprovechando que SM había vuelto allí a atender sus invitados, pasarme por la cocina a ver qué decía la Beba.

– Pareces ese presentador de la televisión que tiene la voz tan bonita, pero con más pelo… y menos bigote… y más hombrón; guapismo, vaya.

Con tanta salvedad tanto podía estar comparándome con Constantino Romero como con el Gran Wyoming. Además, en la cocina me encontré también con un par de camareros empajaritados -sin duda personal de refuerzo enviado por el cáterin- y la Beba, siempre atenta a los intrusos, habría estado más pendiente de sus idas y venidas con la vajilla que de mis preguntas aclaratorias.

Llegó el momento de presentarse en el salón. Tomé aire, hice amago de santiguarme y di el paso al frente que me colocó en el umbral de la sala, a la vista de todo el mundo. Allí estaban mis Señores Padres, tía Asunción y el tío Frederic, tía Salomé y el tío Felipe, una pareja sexagenaria con toda la pinta de ser los señores Blasco, y por algún lado debía de andar también la Carmela de marras, sin duda oculta tras algún otro jarrón Ming porque de momento no se la veía por ninguna parte. En cuanto a mis tíos, puedo decir que mi Estupendo Abuelo Materno -el coleccionista de adjetivos- había tenido la precaución de casar a cada una de sus tres hijas con un grupo de influencia distinto. A tía Asunción le tocó la burguesía catalanista, previsiblemente pujante en cuanto cambiara la tortilla; a tía Salomé le correspondió el ejército y los pilares fundamentales del régimen -por si acaso-; y a mi Señora Madre se la encomendó en busca de cash, que siempre viene bien para lubricar cualquiera de los aparatos posibles. Téngase en cuenta que mi Señor Padre, aun siendo de largo el mejor dotado económicamente, no es rico viejo sino converso, hijo de carpintero -como Jesús de Nazareth, aunque tengo entendido que mi abuelo era bastante más bruto que san José-, y conserva por tanto cierta noción de lo que es el pueblo llano, las dificultades para ganar el primer millón, y tal; los otros dos consortes en cambio tienen apellidos notorios desde hace generaciones, y lo más llano que han conocido ha sido a su chófer oficial. Tío Frederic -creo haberlo mencionado- pertenece al núcleo más purista de Convergencia i Unió y está metido hasta las cejas en lo que él siempre llama El Govern aunque esté hablando en castellano -heterodoxia en la que sólo incurre en caso de extrema necesidad, naturalmente-. Tío Felipe es militar retirado con el grado de general de División y luce gafas ahumadas y un bigotillo muy parecido al mío, aunque dudo que él se lo dejara en memoria de Errol Flynn. En cuanto a mis tías, prefiero no tratar de caracterizarlas, sería inútil, sólo puedo decir que hubiera sido mejor que cada una de ellas se hubiera casado con el marido de la otra: algún error de cálculo del Estupendo Abuelo había dado lugar a dos parejas extrañamente cruzadas. Y los terceros en discordia, los señores Blasco, me parecieron gente de bien; les hice no menos de cincuenta kilos invertidos en acciones de Argentaria. Total: la reunión daba para una película de Tod Browning. Y yo sereno.

La primera en atacar fue tía Salomé.

– Pablo José, cariño, dale un besote a tita Salomé.

Empecé a repartir besos a razón de dos por señora (tía, o no-tía) y apretones de manos a razón de uno por barba excepto en el caso de mi Señor Padre que me costó dos besos extra. Cuando terminé la ronda estaba tan aturdido que casi olvidé que aún me quedaba la bohemia escondida. Miré alrededor como quien escudriña un ¿Dónde este Wally?, convencido de que, de ocultarse tras alguna antigüedad grandota, se le vería al menos la cabeza. Pero no: además de bohemia la chica era enana o yo estaba más ciego que un topo. Mi Señora Madre me sacó de dudas: me tomó una mano y me arrastró hacia la terraza.

– Pablo José, quiero que conozcas a Carmela.

Miedo.

Lo primero que vi nada más pisar el césped no me gustó nada. A unos diez metros de nosotros, pegado al hueco de la vegetación que deja descubierta la baranda, se me apareció un tremendo culo azul cobalto, redondo como una ciruela claudia, con sus glúteos ensanchando abruptamente la cintura y su regatera central insinuada bajo el traje. ¿Dónde había yo visto un culo así? Maldije mi suerte y deseé con todas mis fuerzas que tuviera granos purulentos, no sé, o halitosis crónica, algo desagradable.

Cuando se volvió comprendí no sólo que estaba buena por todos lados, sino algo mucho peor.

– Pablo, te presento a Carmela. Carmela: Pablo.

– Creo que ya nos conocemos -dijo la bohemia-.

– No recuerdo -dije yo, tratando de parecer sincero-.

– Ah, ¿ya os conocéis? -dijo mi Señora Madre-.

– Sí, estoy segura -dijo la Bohemia-.

– Qué coincidencia tan oportuna, ¿no os parece?… Entonces os dejo solos, queridos -dijo SM-, y desapareció rápidamente de escena con no sé qué excusa inventada.

Ya sólo me quedaba una salida: ponerme lo más borde posible.

– ¿Tan mal toco el piano? Ni siquiera te quedaste a oír una canción.

– Ah, ya…, en El Vellocino. Perdona, no me acordaba de ti. Oye, ¿te importa si vuelvo al interior? Hace un poco de frío.

Lo dije en tono levemente impaciente pero educado, como el que no tiene intención de ser desagradable, que es la mejor manera de serlo. La tipa reaccionó enseguida:

– No te apures. Ve: seguramente tu madre encontrará algo con que arroparte.

Y se volvió de nuevo hacia la Diagonal dejándome otra vez ante aquel culo soberbio. No sé por qué me tienen que pasar a mí estas cosas. Estuve tentado de replicar, pero en el último momento decidí comportarme sensatamente y di media vuelta hacia el salón. Sólo me faltaba haber de preocuparme de la imagen que tuviera de mí una falsa bohemia, por apetitosa que estuviera. Aun así volvió a ponérseme el diafragma como un guiñapo. Mierda, mierda y mierda. Y ni siquiera sería fácil emborracharme.

Dentro, la conversación estaba dividida en dos: las mujeres hablaban de trapos y asistentas y los hombres de política y negocios (en mi familia los tópicos de la clase alta suelen seguirse a rajatabla), así que traté de distraer el nudo de mi estómago pululando por el salón como el que visita un museo. La verdad es que el salón de mi casa da para eso y para más, no sé cómo no se conciertan visitas escolares. Me detuve en el apartado Arte Contemporáneo (allende el piano) y descubrí un Miquel Barceló de nueva adquisición, entre el Juan Gris y el Pons que ya conocía. Representaba una plaza de toros violentamente iluminada por el sol de media tarde, en una vista aérea que situaba al espectado como en un helicóptero sobre la plaza. Causaba un efecto un poco extraño, no sé, quizá porque la idea de toro y la de helicóptero armonizan mal. Por lo demás era un cuadro bastante repugnante, casi escatológico, con los espectadores representados a base de grumitos de óleo parduzco, como una colonia de hongos medrando en pleno tendido. El caso es que aquello tanto podía representar un plaza de toros como la taza del váter de un bar del Paralelo. Pero me sustrajo al éxtasis plástico el sonido de las muletas de mi Señor Padre.

– Esa chaqueta la conozco -dijo.

– Es tuya. Y la camisa y la corbata también. Mamá me ha pedido que me las ponga porque no le gustaba cómo iba vestido.

– Hazme un favor, anda: quédate al menos la chaqueta. Me la hace poner los domingos para ir a misa y parezco la Purísima. Y llévate también la corbata, pero que no se entere tu madre. Te la puedes meter en un bolsillo, no abulta nada.

Bueno, la chaqueta no dejaba de ser una Maurice Lacroix de estupenda piel de gamuza, y con una camiseta debajo tendría otro aire. Pero SP se había desentendido ya de mi indumentaria prestada y miraba el Barceló frunciendo los ojos:

– ¿Te gusta?

– El qué…

– El cuadro.

Mi Señor Padre es todavía más refractario que yo a todo tipo de manifestación artística, en especial si es contemporánea, de modo que la conversación acabaría en otra parte, seguro, sólo era cuestión de darle carrete.

– Seis millones y medio. ¿Te suena, ese tal Barceló?

– Está en el top 10.

– Ah ¿sí?, ¿y tú ves ahí una plaza de toros?…

Puse cara de que más bien sí.

– ¿Y cómo es que los espectadores son verdes?

– Papá, hace más de un siglo que los cuadros caros no tienen nunca el color bien puesto. Además, si éste te parece raro, el Pons de la derecha todavía es peor.

– Chico, no sé… Por lo menos el Pons es más alegre…, tiene colorines. Éste en cambio parece una plasta de vaca. Y lo peor es que el tal Barceló tardará una eternidad en morirse… Entiéndeme: no es que le desee mal a nadie, es que tengo por norma no comprar nada cuyo autor sea más joven que yo. Éste lo eligió tu hermano para el cumpleaños de tu madre. Me aseguró que en menos de diez años valdrá el doble. Por cierto: ¿tú sabes por dónde anda, tu hermano?

– ¿No te lo ha dicho mamá?

– Le he preguntado, pero me ha contado una historia completamente inverosímil. Cada vez miente peor.

– ¿Qué historia?

– Que ha tenido que ir a Bilbao para un asunto del despacho.

– Pues a mí no me parece tan raro.

– Ah, ¿no?: ¿y cómo es que tú llevas su coche?

– ¿Cómo sabes que llevo su coche?

– Me ha avisado el vigilante del parquin: entraba el coche de Sebastián pero no conducía él.

– Y cómo has sabido que era yo.

– Porque un hombre grande y gordo que conduce el coche de Sebastián haciendo rechinar las ruedas, aparca en una de mis plazas y se va directo al único ascensor que llega hasta el ático sólo podías ser tú.

– Yo no he hecho rechinar las ruedas.

– Tú no has hecho otra cosa desde que te sacaste el carnet de conducir, lo que pasa que ya ni las oyes… Además hace días que sé que llevas el coche de Sebastián y usas su tarjeta de crédito. Y anteayer contrataste a un detective privado: Enric Robellades, ex policía, inspector de la central de Vía Layetana hasta el 83.

Supongo que se me puso cara de bobo.

– No subestimes a tu padre, Pablo. No olvides que cuando llegué a esta ciudad hace cuarenta y cinco años traía un petate con dos mudas y quinientas pesetas en el bolsillo. ¿Sabes cuánto dio la última valoración de bienes que encargué para actualizar el testamento? Venga: di una cifras,

Yo no estaba para adivinanzas.

– No sé, papá…, ¿mil millones?, ¿dos mil?

Tenía las dos muletas agarradas con la misma mano. Me sujetó el cuello con la que le quedaba libre y me obligó a acercar la cabeza a su sonrisa satisfecha.

– La estimación más prudente da casi cincuenta mil. En circunstancias favorables se podrían sacar hasta cien mil, diez veces más que cuando me jubilé. ¿Sabes lo que son cincuenta mil millones de pesetas?

– Supongo que una buena medida de lo que vales.

– Exacto: la medida de lo que valgo; y también la medida de lo que valéis Sebastián y tú. Cualquiera de los dos vale esa cifra; ¿habías pensado en eso alguna vez? ¿O crees que puedes dejar de ser quien eres por el simple hecho de vivir como un pordiosero?

– Papá, haz el favor de dejarte de rodeos y decirme qué demonios está pasando.

Cambió la cara de inteligencia por una mueca impotente.

– No sé qué está pasando. Sé que Sebastián desapareció con su secretaria el miércoles por la tarde y sé que andas buscándolo. Conozco todos tus movimientos desde que saliste de aquí el jueves a mediodía. Lo que no sé es qué ha sido de Sebastián.

– ¿Has hecho que me sigan?

– ¡Claro que he hecho que te sigan! Si la desaparición de tu hermano tiene algo que ver con que es hijo mío tú estás tan en peligro como él. ¿Me escuchas?

Escuchaba, claro, pero por un momento sentí un alivio que me hizo parecer ausente.

No soy persona acostumbrada a soportar por mucho tiempo el peso de un secreto, la responsabilidad que acarrea ser el que maquina en silencio fingiendo que todo va bien. Hacía años que mi vida era simple y llana: me alimentaba de lo más barato que encontraba en el súper, dormía hasta que me hartaba de estar en la cama, me emborrachaba, echaba un polvo de vez en cuando, y desvariaba por correo electrónico con cuatro chalaos repartidos por el mundo. En verdad había conseguido convertir mi vida en el paraíso de Baloo, una existencia plácida en una selva en la que todo lo que necesitas está al alcance de la mano. Pero de pronto el mundo se te echa encima, un camión de basuras se cruza en medio de la calzada y tú no eres más que un bólido que se precipita contra él. Y creo que por primera vez en mi vida, al menos en mi vida adulta, me alegré de compartir algo con SP, de no tener que actuar también a sus espaldas y poder descargar sobre él parte de todo aquel mal rollo.

– ¿Crees que lo han secuestrado, que van a pedirte un rescate por él?

SP puso cara de que sí. O al menos no puso cara de que no.

– Pues yo no lo creo. Para empezar, ningún secuestrador va por ahí atropellando al pagano antes de secuestrar a la víctima, y a ti te atropellaron, ¿no? Y tampoco creo que sea muy buena idea tomar un rehén con secretaria incluida, alguien por el que nadie va a dar ni un duro pero que duplica los problemas. Eso sin contar con que nadie se ha puesto en contacto contigo para pedir nada, ¿o sí?

– No. Pero eso no es raro. Siempre tardan unos días en establecer comunicación, para dar tiempo a que te pongas nervioso.

– Es igual, dudo que este asunto tenga nada que ver contigo ni con tus cincuenta mil millones -casi me dio pena desengañarlo-. Mira: el miércoles a mediodía Sebastián llamó a su mujer para pedirle que metiera unos documentos en un sobre y se los autoenviara por correo… Yo diría que todo deriva de algún chanchullo de los suyos, vete a saber en qué lío se habrá metido intentando hacer uno de esos negocios redondos que os gustan tanto.

SP movía la cabeza de derecha a izquierda:

– Si fuera como dices tampoco tendría sentido que un par de matones me atropellaran a mí.

– Puede que sí. Puede que todo sea al revés de como imaginas y que para presionarlo a él te hicieran daño a ti.

Pareció admitir, al menos parcialmente, mis dudas:

– No sé… Llevo un par de días volviéndome loco.

– ¿No se te ha ocurrido llamar a la policía?

– La policía no se mueve hasta que la desaparición empieza a ser francamente rara, y entretanto no me interesa que Gloria y tu madre se enteren de algunos detalles.

– ¿Te refieres al lío de Sebastián con su secretaria?

Ya estaba dicho.

– No sabía que tú lo supieras.

– Y yo no sabía que lo supieras tú. A mí me lo contó Gloria.

– ¿Ella está enterada?

– Enteradísima.

Ahora fue él el que se quedó con cara de bobo.

– Un matrimonio moderno… -dije, obviando hablar de Jenny G., por si acaso aún no le había llegado la onda. Tampoco mencioné el 15 de Jaume Guillamet. Estaba bien compartir un poco la presión, incluso era agradable aquel tono desacostumbrado de camaradería paterno-filial, sin reproches ni ataques, pero sé por experiencia que a SP más vale no contárselo todo. Además, en cuanto a lo de Jaume Guillamet, todas mis sospechas no pasaban de un presentimiento bastante poco razonable, y, para terminar de convencerme de que lo que procedía era la discreción, vi que se nos acercaba SM con cara de querer afearnos que estuviéramos cuchicheando en un rincón.

– ¿Se puede saber qué tramáis, vosotros dos?

– Nada: estaba enseñándole a Pablo el cuadro que te he regalado.

– Increíble, ¿verdad? Tiene luz, textura, es muy… étnico -dijo SM.-

– Pues a mí me sigue pareciendo una plasta de vaca -dijo SP.

– Valentín: si no sabes admirar un buen cuadro, lo mejor es que ni lo mires. Acabarás por estropearlo.

– Bueno, puede que no sepa mirar cuadros, pero en compensación se me da muy bien comprarlos.

– No te sientas tan orgulloso, querido: eso puede hacerlo cualquiera.

– Cualquiera al que le sobren seis millones y medio… -¡Qué obsesión, con los seis millones! ¿Es que no puedes pensar por un momento en algo que no sea el dinero?

– Sí: por qué no les pides a esos petimetres que te has traído que nos sirvan ya la cena. Pasan de las nueve y media.

– Precisamente venía a avisaros de que está servida.

SP fingió dirigirse de nuevo a mí, sin dejar de mirar el cuadro:

– A ver si esta vez ha encargado algo que llene un poco el buche. La semana pasada invitamos a los Calvet y acabamos cenando una especie de escupitajos de colores. Pase lo de los cuadros modernos, pero con las cosas de comer no se juega.

– Valentín: es mi cumpleaños y comerás lo que te sirvan. No se habla más.

– Pues te advierto que como me quede con hambre le voy a pedir a Eusebia un par de huevos fritos. Y me los voy a comer delante de tus petimetres.

Cuando llegamos al comedor estaba ya dispuesto una especie de primer plato tibio con un bogavante entero y completamente pelado -pinzas incluidas- y una guarnición formada por dos montoncitos de hierbajos que resultaron ser algas marinas -uno azulón y otro anaranjado, a juego con la fina piel desacorazada del crustáceo-. Me tocó sentarme entre tía Asunción y la Carmela de marras. Por lo visto la tipa aún me guardaba rencor por la escena de la terraza y no me dirigió ni media mirada. Mejor, así pude dedicarme al bogavante evitando verle las tetas asomadas sobre el plato, de lo contrario no hubiera podido probar bocado. Caté las algas y me parecieron completamente incomestibles: sosísimas y con un ligero sabor a pescado que no encajaba nada con su naturaleza vegetal; pero tenía tanta hambre que fui el primero en terminar con el bicho y no me quedó más remedio que entretener la espera hasta el segundo plato escuchando la conversación principal. Tío Felipe -el bigotillo «Todo por la patria» estaba a mitad de un recuento de las maldades conspiratorias de la francmasonería, tópico que aborda siempre que puede a fin de amargarle la noche a SP. Ocurre que mi Señor Padre siempre ha tenido tendencia a expiar la opulencia a través de la filantropía, de tal modo que ha terminado por llegar a Venerable Maestro de una de las principales logias del rito escocés. Mi Estupendo Hermano es Arquitecto Revisor del Templo -pero lo suyo es un caso claro de nepotismo-, y supongo que yo sería al menos Portaestandarte de no ser porque a SP se le ocurrió llevarme a una Tenida Blanca al cumplir los dieciocho y me dio la risa en plena apertura. Sé que no fue de muy buena educación por mi parte, pero en cuanto oí a mi Señor Padre, mallete en mano, decir aquello de «¡Que la Sabiduría presida la construcción de nuestro Templo!», no pude evitarlo y se me escapó un «¡Y que la Fuerza te acompañe!» que oyó todo el mundo. El caso es que tampoco erré por mucho, porque lo que contestó el Primer Vigilante en cuanto los profanos terminaron de reírse fue exactamente «¡Que la fuerza lo sostenga!», con lo que, además de provocar un nuevo alud de carcajadas, terminó de convencerme de que George Lucas debía de ser medio masón, o por lo menos simpatizante. Desde entonces SP me prohibió acercarme a menos de cien metros de la logia y se terminó mi iniciación. Tanto da: ni siquiera te dan una espada de luz, todo lo que ha conseguido SP en treinta años de dedicación abnegada es una escuadra dorada que ni siquiera es de oro.

– Pues yo creo que deberíais aceptar mujeres en la logia -intervino tía Salomé, que es medio feminista.

– Se han dado casos. Pero no creo que funcione. Al menos en la nuestra -dijo mi Señor Padre, que de feminista no tiene un pelo.

– Ah ¿no?, pues no veo por qué no ha de funcionar -terció mi Señora Madre, que no es que sea feminista, pero le gusta llevarle la contraria al Venerable Maestro.

– Pues porque no podemos pasarnos las reuniones pendientes del vestido que lleven las señoras.

Aunque me cuidé mucho de expresar mi conformidad, aquí estuve completamente de acuerdo con SP. A ver quién es el guapo que se concentra en martingalas rituales a la vista de un par de hermosas tetas bamboleándose en la Columna de Mediodía. Yo ni siquiera podría comerme un bogavante.

– Pues ¿sabes lo que creo?: que eso de reunirse entre hombres solos resulta bastante sospechoso.

Ésa era de nuevo tía Salomé, que lee las secciones de psicología de las revistas de decoración y de vez en cuando se pone psicoanalítica.

– Sospechoso de qué -se mosqueó mi Señor Padre.

– Pues…, en fin, son frecuentes los casos de homosexualidad latente entre los que se unen a organizaciones exclusivamente masculinas y fuertemente jerarquizadas. El ejército, el clero regular…

Aquí es donde tío Felipe casi se atraganta con una hebra de alga:

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Yooo?: nada.

– Cómo que nada, ¿debo entender que mi propia mujer me está tratando de marica? Pues me parece que a ti precisamente debería constarte lo contrario…

– Ay, Felipe, hijo, déjalo, no se puede hablar contigo. Estoy haciendo una reflexión de carácter general…

– Ah ¿sí?, pues ten en cuenta que en cincuenta años no he visto ni un solo marica en un cuartel. Otro gallo cantaría si el servicio militar siguiera siendo obligatorio, te aseguro que no se vería tanta mariconada. Si da asco mirar la tele, no hay día que no salga un tío como un castillo vestido de vedet del Molino…

– Eso no son homosexuales, son drag-queens -apostilló mi Señora Madre en su Estupendo Inglés de curso interactivo.

– Pues yo creo que tiene razón Felipe -intervino tía Ascensión, más modosa, pero también con opinión formada-. A mí hasta cierto punto me parece bien que cada cual haga de su capa un sayo, pero eso de tender los trapos sucios en la televisión, qué quieres que te diga…, ni tanto ni tan calvo.

– Pues yo creo que no tiene nada de malo que cada cual exprese abiertamente sus preferencias sexuales -intervino inesperadamente Carmela la bohemia, que por lo visto era partidaria de que todo el mundo saliera del armario cuanto antes.

Me fijé en que su madre la taladraba con los ojos. ¿Estaría, la respetable señora, confabulada con SM en sus trapicheos de Celestina? El hecho es que cada vez que cruzábamos las miradas ponía cara de Estupenda Suegra encantada de colocar a su bohemia talludita con el tarambana millonario. El padre parecía en cambio más interesado en alejar los hierbajos marinos del bogavante, actitud que me predispuso a su favor.

La cosa es que ya no tardó mucho en llegar un sorbete de romero (sencillamente repugnante) e inmediatamente después una especie de rosbif anegado en salsa de papaya sobre la que flotaban unos moñitos de pasta blanquecina. Sin duda SM debía de haber probado semejante aberración en el banquete de algún Grande de España y había decidido hacernos partícipes del descubrimiento. Por suerte, rascando un poco con el cuchillo, se llegaba a retirar gran parte del engrudo dulzón y la carne que aparecía debajo resultaba razonablemente comestible. Así llegamos a los postres, yo procurando no decir ni pío ni mirar directamente a nadie, y todos los demás exponiendo animadamente sus más firmes convicciones. Todos excepto tía Asunción, que tiende a ser discreta, y el padre de la bohemia, que también sabía mantener la boca cerrada entre bocado y bocado.

Desde luego, el apartado que más temo de las reuniones familiares es la sobremesa. En el momento en que se sirven los cafés, mi Estupenda Familia ha agotado ya los temas de Cultura y Sociedad y empieza a hacerme preguntas personales, casi siempre relacionadas con mi estado civil, mi horizonte profesional o mis expectativas vitales a medio y largo plazo. Hubo un tiempo en que me complacía en escandalizarlos improvisando toda clase de aspiraciones inadmisibles para un joven pijo, sacarme el carnet de taxista o emplearme en una cadena de montaje, no sé, pero a estas alturas de mi existencia -y más aún en las circunstancias concretas de aquellos días- no aspiraba siquiera a escandalizar a mis tíos; después de todo, los pobres no habían cometido más pecado que el de ser conservadores (o de derechas, para ser más exactos) y ése es un defecto fácil de perdonar cuando uno ha tenido oportunidad de relacionarse con intelectuales de izquierda y ecologistas, colectivos ambos de trato infinitamente más arduo. Total: me las ingenié para disculparme ante los comensales y levantarme de la mesa nada más terminar los dulces. SP me miró con cara de muy pocos amigos (para el Venerable Maestro las comidas no se acaban hasta que él enciende el puro), pero me levanté de todas formas. Si me escondía por ahí y tardaba lo que uno suele tardar en cagar sin prisas habría más posibilidades de que los presentes encontraran algún tema de conversación que no estuviera relacionado conmigo, así que me colé por los vericuetos del piso hasta una escalera secundaria que conduce a la planta alta con intención de llegar al baño de mi viejo dormitorio. Quizá terminara cagando de verdad, y no era plan de apestar el lavabo principal de la zona noble. Pero nada más abrir la puerta de mi habitación tuve la sensación de haberme metido en la máquina del tiempo.

Supongo que de haber pertenecido a una familia normal, el clan hubiera copado el espacio acondicionando un cuartito para la plancha, pero en un dúplex de setecientos metros cuadrados, con cinco suits, biblioteca, dependencias para el servicio, sauna y dos terrazas superpuestas que circundan el perímetro entero del edificio, no hacía falta reconvertir las habitaciones de los hijos emancipados. De modo que allí estaban mis carísimos juguetes de adolescente rico, tal como yo los había dejado quince años atrás, incluida la enorme estantería atiborrada de libros. Confieso que he leído. Era joven, inexperto. Cuando descubrí el engaño pensé en quemar todo aquel montón de papel, pero terminé por comprender que quemar libros es tan excesivo como leerlos: lo mejor es sencillamente ignorarlos, como a esos minúsculos ácaros que viven en nuestras pestañas (de todas maneras fue peor porque entonces me dio por viajar, y ése sí que es el timo de la estampita). La cuestión es que, con la vista en el lomo del primer volumen de la Historia de las drogas del Escohotado, se me encendió una lucecita. Me acerqué a la cabecera de la cama y abrí el cajón de acceso vertical donde en su día la Beba guardaba mi almohada y mi pijama. Metí el brazo hasta la axila y hurgué un poco en el rincón: bingo: la cajita del chocolate, un estuchito de plata, ahora ennegrecido. La abrí y me encontré un librillo de Esmoquin mediado y una china considerable. Sólo llevaba encima un paquete de Ducados, pero no iba a ser el primer porro que liaba con tabaco negro. Calenté la piedra: plaza de la Virreina cosecha del 83: aún olía a lo que tenía que oler. Lié el canuto sentado en el sofá y salí a fumarlo al exterior, como solía para evitar que el olor me delatara.

El nivel superior de la terraza parece más bien una cubierta de barco, con su entarimado de teca, sus tumbonas modelo Vacaciones en el Mar, y cuatro viejos aparatos de gimnasia a los que mi Estupendo Hermano era muy aficionado. Me acerqué a la barandilla por la parte que da al mar, frente a la Facultad de Farmacia: Quince años que no me fumaba un porro en aquel punto del mundo, sobre el tramo de baranda quemado por las tachas que abandonaba allí para disimular si aparecía The First el chivato. Quince años y todo lo que quedaba de mí era la afición a los porros y al alcohol (a las putas las descubrí un poco más tarde). La afición a los porros, al alcohol y un padre millonario. Cincuenta mil millones: cincuenta mil. Estaban los inmuebles, edificios enteros en Barcelona y Madrid; varios chalets en la Costa Brava, apartamentos para alquilar en Castelldefels, en Salou; había acciones, bonos, participación en distintos negocios, derechos industriales; había obras de arte, joyas, oro, cajas de seguridad en varios bancos en las que sólo SP podía saber qué se guardaba. Seguramente era fácil reunir inmediatamente quinientos millones en líquido. ¿Qué son quinientos millones a cambio de un Estupendo Hijo, Arquitecto del Templo y Máster en Chanchullos Financieros? No se me había ocurrido pensarlo antes. Un secuestro por dinero… Pero junto al sentimiento de alivio que esta clarificación suponía, algo en mí se resistía a la idea de una solución tan fácil. Supongo que no quería renunciar a mis pesquisas, al misterio de Guillamet 15, a las andanzas de lord Henry en aquella fortaleza delirante, a las putillas finas de Jenny G. y las intrigas amorosas de Lady First. Sin querer había estado fantaseando sobre mí mismo como el agente doble-cero enfrentado a una secta de malvados filósofos, y la película que me había montado comprometía todo mi ingenio, toda mi capacidad de lucha, todo mi valor. Pero, de repente, Indiana Jones sólo tenía que esperar a que papá pagara el rescate y los malos liberarían al rehén, un poco despeinado pero sano y salvo. Luché contra esta resistencia preguntándome de qué oscuro rincón de mi pasado provenía el estúpido deseo de resultar útil, de deslumbrar a mi Señor Padre y a mi Estupendo Hermano. Lo atribuí al influjo nefasto del escenario, mi habitación, mis libros, la huella en chamusquina de tantos canutos olvidados sobre la barandilla. Pero no me dio tiempo a terminar la reflexión porque sobre el césped de la terraza de abajo, más adelantada, apareció Carmela la bohemia. Se acercó a la barandilla, apoyó los antebrazos en el borde y retrasó un poco un muslo haciendo descansar el pie de puntillas sobre el suelo. Parecía dispuesta a fumar tranquilamente ante el crepúsculo recién terminado y pensé en esconderme inmediatamente por si se giraba hacia mí; pero, incapaz de reprimirme otra vez ante aquel cuerpo, procuré fijar su grupa en mi memoria para cascármela en su evocación en cuanto tuviera oportunidad. Justo entonces, pillé una china gorda en el porro y la agresión de la bocanada me hizo toser, toser a lo bestia: en cuanto empiezo me salen los veinticinco años sin practicar más deportes que los de salón.

– Hace frío. Deberías haberte puesto algo de más abrigo -dijo la muy descarada al volverse y verme.

Alguien debería haberle explicado que el escote de un traje de noche no está diseñado para ser visto desde el piso de arriba. En cualquier caso, me prometí no permitirle dejarme otra vez en ridículo.

– Lo del frío era mentira -dije.

– Ah, ¿sí? ¿Y le mientes a todo el mundo o sólo a las pianistas?

– Miento siempre que puedo obtener alguna ventaja de ello.

– ¿Y se puede saber qué ventaja te daba el mentirme antes?

– Me alegro de que me hagas esa pregunta. Ocurre que estás tan buena que si paso cinco minutos seguidos en tu presencia voy a tener que ir al lavabo a meneármela y no quiero que se me seque la médula.

– En ese caso tengo más preguntas: veamos: ¿eres así de grosero con todo el mundo, o sólo con las pianistas?

– Creí que eras partidaria de que todo el mundo expresara libremente sus inclinaciones sexuales.

– Temo que lo tuyo no sea una inclinación sexual sino una simple impertinencia.

– ¿Debo suponer que sólo los gays tienen inclinaciones sexuales admisibles, o que te parece inapropiado que a alguien le excite tu cuerpo?

– Me pareces inapropiado tú, en general.

– Por eso en vez de follar contigo tendré que conformarme con hacerme una paja. Claro que eso es todo lo que me interesa de ti.

– Ah ¿sí…? Y por qué sólo eso…

Parecerá increíble, pero a la tía le iba el rollo. Fue un error de cálculo: no conté con que de vez en cuando se encuentra uno con una loca.

– Oye, déjalo estar…

– No, quiero saber por qué.

– Por qué, qué.

– Por qué no quieres echar un polvo conmigo.

No se me ocurrió otra cosa que ser sincero. Cuando la primera mentira no ha funcionado, quedan pocas salidas.

– Pues porque lo único que me gusta de ti es tu cuerpo. El resto no lo conozco, pero tampoco me interesa conocerlo.

– Y qué… a mí tampoco me interesa más que tu cuerpo. Me gustas, me dan morbo los tíos como tú. Tienes aspecto de tener una buena polla.

Cielo santo. No hay nada peor que defraudar una expectativa de esta naturaleza, y hay tías que fantasean con unos mangos del siete, así que traté de curarme en salud:

– Yo que tú no estaría tan segura…

– Bueno, da igual, si la tienes pequeña tampoco me voy a echar a reír. Qué: ¿hace un polvo?, ¿no puedo subir al piso de arriba desde la terraza?

– Oye, oye, espera…

La tía ya se había acercado hacia el voladizo de la terraza superior. Miró a derecha e izquierda para asegurarse de que no la veía nadie, se bajó los tirantes del vestido y se sacó los dos pechos por encima de las copas de los sostenes.

– Mira…, mírame las tetas. Quiero que me las toques. Se me alborotó el pájaro, no pude evitarlo.

– Venga, dime por dónde he de subir que me he puesto cachonda.

Yo estaba completamente incapacitado para pensar con normalidad. Debería haber dicho que no, de plano, pero daba gloria ver aquellas tetas. En lugar de eso me puse a balbucear:

– Jura: jura o promete por tu honor que nunca después de esta noche darás un sólo paso para volver a verme.

– ¿Qué…?

Bah, a la mierda. Le indiqué desde arriba el paso hasta el lado opuesto de la terraza, donde hay una escalerilla por la que se puede subir sin riesgo de ser visto desde el salón. Ella volvió a esconder sus dos tesoros bajo el vestido, ganó peldaños sin hacer mucho ruido y la recibí con los brazos abiertos. Al primer arrimo franco se me puso la bragueta como la pirámide de Mikerinos; ella arrimó el pubis, notó el bulto, se desembarazó de mis brazos y tiró de mí hasta el trozo de fachada ciega que daba a los lavabos. Me plantó contra la pared de un empujón, me dijo que me estuviera quieto y empezó a desabrocharme el cinturón. De pronto pareció no poder contenerse y me echó la palma de la mano a la bragueta, como calibrando lo que podía encontrarse dentro. Después bajó la cremallera, metió la mano y trató de asir la protuberancia por encima de los calzoncillos. Tarea difícil. Se lo pensó mejor, se agacho ante mí y forcejeó hasta dejarme con los calzoncillos bajados y los faldones de la camisa colgándome. Su jadeo se tranquilizó un poco cuando, apartando el telón de la camisa, quedó a su vista mi aparato genital en posición de ataque. Lo contempló un momento y después me asió el rabo con toda la manaza.

– Bueno, no es como para tirar cohetes, pero habrá suficiente -dijo, cosa que me dejó un poco más tranquilo, no sé, al menos «suficiente».

La cosa es que de repente noté un calorcillo suavón, inconfundible, y al bajar la vista me la encontré amorrada al recién aprobado. No hay manera: en cuanto te descuidas, estas tías progres se lanzan a comerte la polla.

– No, déjalo… -dije.

Ella puso cara de extrañada, mirándome cipote en mano.

– ¿No te gusta?

– No mucho. Ven, ponte de pie.

El chupeteo me había echado un poco atrás e hice tiempo levantándole la falda del vestido para palpar aquí y allá. «¿Qué es lo que te gusta?», preguntó. «Esto que tienes aquí», contesté, habiendo ganado ya terreno suficiente como para señalar con toda precisión. Ella levantó un muslo, apoyando la rodilla en la pared de mi espalda, y dio lugar a que pudiera levantar el ruso de las bragas y colar el dedo corazón por la grieta que quedaba. Agüita pura. Se puso a besarme toda la cara, agradeciéndome aquel caudal como si el mérito fuera mío. Chorros francos. Sifón. Niágara. «Métemela», dijo, y a mí me pareció que la propuesta era oportuna. Le levanté aún más el vestido, bajé las bragas con la mano hasta que ella pudo sacar un pie, y la invité con el gesto a montarse con los muslos sobre mis caderas. Lo hizo; pesaba; no pude alzarla lo suficiente y se me quedó la verga aplastada a lo largo de su entrepierna peluda y empapada como una nutria enfebrecida. Había que girar, girar ciento ochenta grados y apoyarle la espalda contra la pared, si no, no habría manera de completar la maniobra. Lo conseguí con tres saltitos con los pies juntos, y cuando terminamos de acomodarnos contra la pared en un desorden de prisas y suspiros, no hice la más mínima intención de contenerme: fueron sólo unas pocas entradas profundas que ella subrayó pronunciando la letra O y, de pronto, ya me temblaban las piernas bajo el peso de su cuerpo aferrado a mí como una higuera trepadora. Quise aguantar la posición dejando que ella siguiera corriéndose a chorritos cortos con aquellos deliciosos espasmos, pero sólo pude dejarla refrotarse a gusto unos segundos: no me tenía derecho, mi picha y yo habíamos sido reducidos a una misma materia inconsciente y todo yo era una pena de gigante con los pies de barro.

– Perdona, pero tengo que bajarte porque se me van a doblar las piernas y nos vamos a romper la crisma.

Debí decirlo tan serio que a ella le dio la risa. Lo que faltaba. Las pocas fuerzas que a mí me quedaban no eran suficientes para alzarla a pulso, necesitaba su colaboración, de lo contrario se iba a rasgar todo el vestido contra el estucado basto del muro. Ella seguía riéndose y a mí se me contagió un poco, así que nos fuimos escurriendo hasta quedar semicaídos en una posición difícil: yo con los calzoncillos a media asta y ella con las faldas subidas y las bragas colgando de un zapato.

Lástima de foto.

– Oye, no me he puesto condón -dije, cuando logramos recuperar cierta verticalidad y, con ella, la dignidad necesaria para decir algo coherente.

– Da igual. No me voy a quedar embarazada, seguro.

– ¿Y el sida, y tal?

– No te preocupes, normalmente siempre uso condón. Lo de hoy ha sido una excepción.

– No, si lo digo por ti: es que soy bastante promiscuo.

– ¿Y cuando eres tan promiscuo usas condón?

– Sí: siempre.

– Entonces…

Bué.

– Oye, tengo un capricho.

– Qué.

– Me gustaría verte las tetas. Al final no te las he visto de cerca.

Se enrolló y me dejó vérselas. Me las mostró incluso con orgullo. Tomé la derecha sobre mi mano y la besé, tomé la izquierda y la besé también, después la ayudé a ponerse bien los sujetadores y entonces fue ella la que me depositó un beso transversal sobre el bigote de Errol Flynn. Es una pena que yo sea básicamente soltero porque la vida de pareja tiene cosas bonitas, como cuando los chimpancés se despiojan mutuamente y tal.

– Oye, ¿sabes que hasta te encuentro tierno? -dijo, mientras terminaba de recomponerse la indumentaria.

– Pues no me conviene que se sepa.

– Yo no pienso decírselo a nadie.

– Bueno, de todas formas no iba a ser fácil que te creyeran.

Seguían temblándome las piernas como si las tuviera de gelatina. Ella dijo que le iría bien pasarse por el lavabo y le pedí que me siguiera por la parte alta de la terraza hasta entrar por mi habitación. Le indiqué la puerta del baño.

– Debe de haber toallas en algún armario. Debajo del lavabo, me parece.

La dejé tras la puerta y busqué un sitio donde sentarme a fumar un cigarrillo tranquilamente. Lo encontré sobre mi vieja cama, y fue entonces cuando caí en la gravedad de mi transgresión. Y caí porque de pronto me encontré a mí mismo deseando volver a besarle las tetas a aquella advenediza que andaba cacharreando en mi cuarto de baño; sí: mi cuarto de baño, al fin y al cabo. Ir de putas es una cosa: en cuanto tienes ganas de volver a besar a la de turno el taxi te ha situado a dos kilómetros del lugar de los hechos y no hay riesgo de sucumbir a la tentación, pero este individuo, este hermoso individuo al que me moría de ganas de volver a sostener en ese delicuescente abandono que me chorreaba por los huevos -todavía notaba el cosquilleo de una gota detrás del escroto, tuve que darme un meneo en el paquete para enjugarla en el algodón de los calzoncillos-, iba a salir del baño de un momento a otro, y yo…, yo no podía permitirme el lujo de exponerme a su presencia.

Así que fui a esconderme a la vieja habitación de mi Estupendo Hermano.

Estaba vacía. The First va a todas partes con todo su pasado a cuestas, piano incluido. Pero quedaba la cama. Y me eché un momento confiando en que enseguida se me pasaría el tembleque.

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