BIENVENIDO, SEÑOR CÓNSUL

Dormido sobre la vieja cama de The First, me molestaban los zapatos -cómodos pero al fin y al cabo nuevos, casi lo peor que pueden ser unos zapatos-, y me pasé el poco rato que duró aquella siesta extemporánea soñando que flotaba sobre la corriente plácida de un río de aguas turbias, sentado a horcajadas en un tronco y con las piernas hundidas en el caudal. Entonces empezaban a llegar las pirañas: diminutas pirañas con dientecillos de borzog. La cosa es que al despertar me di cuenta de que había dejado la colcha hecha un asco, arrugada y sucia por el roce agitado de los zapatones.

El cielo visto desde el ventanal que daba a la terraza era nocturno. Entré en el baño. Nada más bajarme la bragueta para mear, una reminiscencia me llegó a las narices y me retrotrajo a la reciente escena de la terraza: olor a ella, mezclado con el de su perfume, supongo que algo también de mi propio olor, más difícil de identificar por ser tan conocido. Zas: erección de adolescente. Qué endemoniadamente bien huelen las mujeres, nada hay que pueda comparársele, quizá sólo el regusto de una buena pipa, delicioso y sutilmente acre. «El Tarro de las Esencias», titulé, en un arrebato lírico. Desde luego aquella línea de pensamiento no era la más propicia para que cediera la erección y, por mucho que traté de ganar ángulo de tiro, acabé meando toda la tapa del váter. Me negué, por supuesto, el placer de hacerme una paja rememorando el episodio: cometer un error es humano, pero cometer dos seguidos empieza a ser sospechoso. A cambio, me remojé la polla con agua deliberadamente fría a modo de penitencia. Aquello me aflojó la trempera pero no me libró del zumo de ella, ya reseco, que me acartonaba la pelusa de los huevos. No me gustan esos aparatos, pero no tuve más remedio que sentarme en el bidet y hacerme un lavaje más detenido. Mientras duró la maniobra, avergonzado por el gravísimo desacato a una norma fundamental de mi código de supervivencia, me puse a silbotear cualquier cosa para disimular. A menudo disimulo ante mí mismo: silbo, tarareo, me hago el sueco. Pero lo peor estaba aún por llegar: la prueba de fuego iba a ser encontrarme otra vez con ella. No me acordaba de cómo había que tratar en sociedad a una mujer con la que acaba uno de echar un polvo, ¿debía mostrarme especialmente amable, atento, solícito?, ¿cruzaríamos miradas de complicidad?, ¿nos rozaríamos los codos en la mesa?, ¿tendría que llevarla al cine los domingos? Me invadió el pánico escénico y a poco me largo de allí sin despedirme. Pero no lo hice. «Ahora jódete y apechuga», me dije, y abandoné los aposentos de mi Estupendo Hermano camino de la planta baja.

La costumbre en casa es tomar la segunda ronda de licores en el salón y todavía estaban todos sentados a la mesa, así que no debía de haber pasado mucho rato durmiendo. Bueno, en realidad estaban todos menos Ella.

– Pablo José, hijo: ¿dónde te habías metido?

– En mi habitación. He entrado un momento y me entretenido mirando mis cosas. Hacía años que no… veía… mis cosas.

Demasiadas explicaciones. Miento mal muy pocas veces, pero cuando me ocurre resulto un desastre, no hay nada más chirriante que el fiasco de un experto. En cualquier caso, siempre que no haya dinero de por medio, la gente se deja engañar con relativa facilidad.

– Pues Carmela acaba de marcharse. Tiene una actuación a las diez y se le hacía tarde. Me ha pedido que la despida de ti.

– Ah…, bien.

– Ha estado un buen rato sola en la terraza… Ni siquiera has tomado café con ella.

Mi Señora Madre se dirigía a mí pero haciendo partícipes del diálogo al resto de los contertulios, de modo que consiguió que la conversación anterior a mi llegada -si es que la hubo- quedara definitivamente abortada. Su tonillo vacilaba entre el reproche y la picardía, actitud que se reflejaba también en las otras siete caras que poblaban la mesa. Estaba visto que no iba a librarme de la sesión.

– ¿ qué, Pau, com va la feina?…

Ése era tío Frederic el Convergente, que no soporta que lo llamen Federico pero que siempre me llama Pau. Lo habitual es que empiece con una pregunta inocente y termine tentándome con vacantes directivas en institutos oficiales de nomenclatura inaudita (siempre previa filiación a la cosa nostra, por supuesto). Durante años no supe cómo interpretar esa insistencia absurda, pero acabé comprendiendo que aquellas ofertas descabelladas eran sólo una forma velada de burla.

Contesté a la pregunta con todo el laconismo del que soy capaz, por ver si se podía capear a palo seco. Pero nanái: tratando de fachear terminé por encapillar olas por popa, y tío Félix, aproximándose a sotavento con la artillería armada, no me dio tiempo a poner la amura de través.

– Lo que tendría que hacer es buscarse una novia y casarse. Seguir soltero a su edad no puede ser sano.

Sentenció vuecencia el general. Por lo menos se abstuvo de puntualizar con un «¡Ar!» el consejo, con la edad va perdiendo aire marcial. Pero el fuego cruzado se prolongó durante un rato, y en la parte baja de mi arrufo empezó a acumularse agua. De momento no solté trapo, pero comoquiera que SP entró también en acción, no tuve más remedio que darle aire a tormentín y foque, y para cuando mi Señora Madre se unió al coro yo ya había soltado la escandalosa y estaba dispuesto a correr el temporal cargando jarcias. Incluso la candidata a Estupenda Suegra se metió en el ajo; sólo tía Asunsión y el Padre de la Novia me dejaron tranquilo, aunque sin hacer tampoco nada por ayudar. Tía Salomé, como de costumbre, fue la más difícil. Se empeñó, con ese aire de inteligencia tan característico de los aficionados a la divulgación científica, en saberlo todo acerca de mis «desengaños amorosos». Se conoce, a la luz del saber de tía Salomé, que mi evidente misoginia sólo encontraba explicación en la reacción neurótica ante una precoz frustración de índole sentimental. Tanto insistió que terminé por soltarle los brioles a la gavia de mesana y le hice notar, con prosopopeya que no podría reproducir ahora, que quizá el mío no fuera un caso de misoginia sino de lata misantropía. Ni por estas: cuanto más teorías científicas colecciona la gente más le cuesta usar el sentido común. Tanto daba, la cuestión es que había terminado el café y por tanto quedaba cumplida la cortesía exigida a toda cena familiar. Logré despedirme con los consabidos besos y apretones de manos, y mi Señor Padre, en un gesto con escasísimos precedentes, se empeñó en acompañarme a la puerta. Ya me esperaba algo así, no sé, que buscara la oportunidad de rematar la conversación interrumpida en la Sección de Arte Contemporáneo. Pero en aquel momento yo le guardaba rencor y me mantuve a distancia. Había sido muy feo que justo después de habernos sincerado ante el cuadro se hubiera metido conmigo en la mesa; compinchado, para mayor agravio, con dos de nuestros peores enemigos comunes. SP es una plasta, pero tengo que reconocer que en general lo enaltece cierta nobleza de carácter, así que atribuí su falta de fair play a las veleidades que comporta la edad. Sin embargo, me quedó una pizca de resquemor.

– Espera, tengo que cambiarme de ropa. He dejado mi camisa en tu vestidor.

– No te olvides de llevarte también esa chaqueta.

– Lo siento, si quieres librarte de ella tendrás que incluirla en el testamento, con los veinticinco mil millones que me tocan.

El pobre viejo no recordaba qué había hecho mal y no entendió a qué venía mi displicencia, pero hizo una mueca que contenía algún trazo de sonrisa, como celebrando por cortesía una broma que en realidad se le escapaba. He llegado a pensar que algunas veces soy demasiado duro con él, seguramente porque soy un sentimental y un blando: eso es lo que soy. Entré en la cocina a despedirme de la Beba y al volver al corredor casi me dio pena verlo allí esperándome, patéticamente aferrado a sus muletas. Hasta le di un palmetón reconciliatorio en el hombro, no muy fuerte, para no desequilibrarlo:

– Cuídate -le dije.

– Cuídate tú. Ya no te pido que pases por aquí, pero llama al menos por teléfono. Y no se te ocurra decirle una palabra de este asunto a tu madre.

Me metí en el ascensor sintiéndome absurdamente culpable de algo y pensé en qué podía hacer para sacudirme el mal rollo. No me apetecía emborracharme -sólo me emborracho a gusto cuando soy completamente feliz-, pero no se me ocurría qué otra cosa podía hacer con mi cuerpo mortal. Sólo al encontrarme al volante de la Bestia entendí que iba a dedicar las próximas dos horas a batir récords de velocidad. Enfilé la Diagonal camino de la A7 sin perder de vista el retrovisor. Paré en la gasolinera de Molins de Rei para que Bagheera abrevara a sus anchas antes de emprender el desmarque. Salió también de la vía tras de mí un Opel Kadett blanco, un modelo GSI anticuado. Pedí que me llenaran el depósito y entré en la tienda a por tabaco. Uno de los dos tipos que iban en el Opel entró también y compró una botella de agua. Unos treinta años, aspecto algo rudo pero nada facineroso; evitó cuidadosamente mirarme a la cara. Me pasé por el lavabo y al salir estaba aún el Opel, con el tipo rudo fingiendo que comprobaba la presión de las ruedas. Se incorporaron de nuevo al tráfico poco después de hacerlo yo, los vi por el retrovisor, y rodé un buen rato a menos de cien sin que me adelantaran. Ya no había duda de que eran los tipos contratados por SP para que me siguieran, pero lo iban a tener peor que crudo.

Una hora y media después, absorto en la delicia de redibujar la autopista, me encontré de pronto con las cúpulas del Pilar y tuve que hacer un cambio de dirección de regreso a Barcelona.

Me preocupaba hasta qué punto el seguimiento al que me había sometido SP era detallado. Aparte de las simples cuestiones de pudor, ¿me habrían visto haciendo guardia nocturna en la calle Guillamet, metido en la Bestia con la Fina?; y si era así, ¿cómo lo habrían interpretado?: ¿habrían adivinado mi interés en el número 15? Había miles de circunstancias que ignoraba.

Ahora sé que hacía bien en seguir dándole vueltas al asunto, pero en aquel momento me sentí ridículo: evidentemente a The First lo habían secuestrado para pedir un rescate: era sólo cuestión de horas que alguien se pusiera en contacto con SP. Pero aun así, me acercaba ya de regreso a Barcelona dando un rodeo para entrar por la Meridiana, cuando decidí pasarme por Jenny G. Estaba claro que la idea tenía que ver con mi reticencia a dar la aventura por terminada, pero me engañé a mí mismo aceptando que sólo pretendía celebrar la resolución del misterio y despedirme a lo grande de Bagheera y la tarjeta de crédito. Pronto sería de nuevo Pablo Baloo Miralles, peatón sin blanca. Y entonces caí en la dolorosa constatación de que entre vivir para siempre en Internet y el efímero placer de conducir en vida un Lotus Esprit, prefería sin duda el Lotus. Pero era ya demasiado tarde para cambiar de vida.

Bajé por Villarroel y encontré un parquin que prometía por medio de un cartelón amarillo estar abierto toda la noche. Me metí en él y desde allí mismo tecleé en el teléfono móvil de The First el número conveniente. El reloj de la pantalla digital daba las tres y cuatro minutos de la madrugada.

– Jenny G.: buenas noches.

Marcado acento inglés, igual que la primera vez.

– Hola. Mira, soy un amigo de la casa y había pensado en ir a tomar una copa, pero no sé si es demasiado tarde.

– En absoluto.

– Estupendo. Oye, no recuerdo la dirección exacta…

Cierto número de cierta calle de la zona más alta del barrio de Sarriá, donde la ciudad se difumina montaña arriba. Paré un taxi nada más salir del parquin: balada de los Crowded House en la radio, restos de perfume de mujer en la tapicería, taxista modosito. Durante el trayecto me revisé los bolsillos y conseguí reunir ochenta y dos mil pelas arrugadas entre las llaves y los aparejos de liar. Un poco justo, quizá, conque le pedí al taxista que parara en un cajero de la plaza de Sarriá y saqué cien papeles de refuerzo; después aún seguimos un trecho, y llegados al lugar de localización probable del número que tenía memorizado, me apeé.

Tuve que caminar un poco, pero di enseguida con el edificio. Era un enorme caserón neoclásico de cinco o seis pisos de altura, rodeado de jardines. A pesar de su imponente mole, el volumen resultante era armonioso, compuesto y acabado con gracia. La fachada, amarilla y blanca, se veía favorecida por el verde de la hiedra y el lila de unas buganvilias rampantes. Aquello tanto podía albergar una residencia geriátrica como una de esas universidades privadas donde enseñan a ganar dinero en grandes cantidades, y por segunda vez en lo que iba de noche me arrepentí de haber elegido la camisa jaguayana al salir de casa. Pasé ante una garita con dos vigilantes que limitaban el paso de vehículos, «Buenaaas», atravesé parte del jardín y subí la breve escalinata de mármol sintiendo de nuevo la protesta de mis muslos, hartos de tanto trabajo extra. Arriba me encontré con una cancela acristalada que dejaba ver el zaguán, un espacio al que en su día debían haber tenido acceso las caballerías y del que partían dos escalinatas, ascendente y descendente, profusamente decoradas. Pulsé un timbre que vi embutido en una placa dorada. Se leía «Jenny G.» bajo un adorno grabado que me pareció una vara de nardos (pero igual eran magnolias, porque entiendo más bien poco de flores). Estuve tentado de buscar un trapito rojo en los alrededores del quicio, pero me contuve al ver a través del cristal que se acercaba a abrir la cancela una chica con traje de chaqueta y pinta de ejecutiva no demasiado agresiva. No me abandonó la sensación de déjá vu hasta bastante rato después; pero era un falso déjá vu, puesto que podía identificar perfectamente sus precedentes.

La chica gastaba el mismo acento que había oído por teléfono. Le dije que acababa de hablar con ella y se acordó de mí.

– ¿Es usted socio?

– No.

– ¿Su primera visita?

– Sí.

– Su carnet de identidad, por favor…

– ¿Tengo que darle el carnet de identidad?

– Una formalidad ineludible.

Bué, lo tengo caducado desde hace varios años, pero lo llevo siempre encima junto con el pasaporte también caducado: una costumbre de mis tiempos de viajero. La tipa no se fijó en fechas, se limitó a introducir el número en un teclado. Segundos después salía de la pequeña impresora una tarjeta ya plastificada.

– Permítame que le explique. Necesitará esto, es una tarjeta magnética -tarjeta magnética-. Los empleados irán grabando en ella los servicios que solicite durante su estancia. La entrada es de cincuenta mil pesetas. Si desea consultar los precios, dispone de varias listas distribuidas por todo el local.

Pensé que era mucho más sencillo el viejo sistema de chapas, pero de todas formas acepté aquella especie de carnet con el logo de los nardos, mi número de DNI y una banda magnética en el dorso. Algo me hizo pensar que acababa de entrar en un parque temático, pero la sensación se me pasó enseguida porque alcancé a ver a un joven gorila con cuello cisne negro y americana Gales. Se asomó a la puerta de una dependencia que se alojaba en parte bajo la escalinata de subida. Desde es mismo lugar me llegó también un discreto murmullo de conversación en inglés y pensé en algo así como el cuerpo de guardia de un cuartel. El asomado debía de pasar del metro noventa, todo hombros y pectorales; daban ganas de ponerle un yogur en la mano y hacerle fotos. Se mantuvo un momento atento a la actitud de la chica ante mi llegada y, visto que todo estaba en orden, volvió a su cubil con un movimiento que puso en evidencia un bulto oscuro bajo la americana, a la altura del sobaco, que no debía de ser precisamente un golondrino. No me gustó mucho el detalle, pero ya que estaba allí me decidí, siguiendo las indicaciones de la recepcionista, a subir la escalinata y meterme por un umbral del piso alto que parecía conducir a la entrada definitiva.

Nada de ancianas sentadas ante su chimenea: tras un recodo llegué enseguida a un gran salón con aspecto de ser el bar principal, más grande incluso que el zaguán de entrada. Aquí es cuando me acordé de aquel viejo anuncio de cerveza en el que un joven diplomático es destinado a un país remoto y, una vez allí, se encuentra con un decorado exótico que promete aventuras la mar de glamurosas. «Bienvenido, señor cónsul.» Lo de glamuroso ya me lo esperaba, pero el exotismo era de una especie extraña: quizá el que tendría Barcelona desde el punto de vista de un extranjero, no sé: aquello era un club típicamente británico que sin embargo no estaba en Londres, estaba en lo más alto del barrio de Sarriá, y ese desplazamiento se expresaba en cada detalle, en la propia arquitectura del edificio, en las tintas chinas que mostraban un Paseo de Gracia de principios de siglo, en las sillas modernistas, en los grandes ventiladores del techo, en el azul luminoso del tapizado de las paredes y las enormes y poco mediterráneas kentias que acababan de redondear el toque colonial.,

Me gustó, la verdad. Y de hecho ya volvía a tener ganas de emborracharme, o, caso de encontrar una partener adecuada, quién sabe si de echar el segundo polvo loco del día, qué demonios. Sonaba música de yas, no muy alta. No sé por qué en todos los sitios elegantes ponen yas a bajo volumen, me gustaría saber qué pensaría Charlie Parker al respecto. El caso es que allí, ante un grandísimo ventanal de cristales ahumados que daba al jardín y a la ciudad, vi una barra de bar y en primera instancia no necesitaba otra cosa para ser feliz.

Como no me quería complicar mucho la vida pedí al camarero un simple Havana con un toque corto de limón -era un tipo de mediana edad, con chaleco negro y la inevitable pajarita; éste no tenía acento inglés-. Dejé a su alcance la tarjeta y me quedé observando, una vez me hubo ya servido, cómo la pasaba por la ranura de un raro teclado, visible desde donde yo estaba. Después di media vuelta en el taburete para inspeccionar el cotarro.

Unas quince o veinte personas perdidas en la inmensidad de la sala: un par de tíos negociando algo en una mesa apartada, una pareja sin ningún aspecto de formar precisamente pareja, un grupito de cuatro en unos sofás del centro del salón… Me pareció un lugar agradable y tranquilo en el que tomarse un pelotazo, aunque se respiraba, además del glamur y el exotismo barcelonés a la británica, un nosequé enigmático. Debía de contribuir a ello el flujo de personal que, en solitario o formando parejas, incluso pequeños grupos, entraba y salía del salón por alguno de sus innumerables accesos, siempre a través de pasos quebrados en recodo que mantenían oculto lo que hubiera más allá. Pensé que la trastienda debía de ser potente. Es más: aposté a que no tardaría mucho en tener compañía. Y en efecto: aún no había terminado el Havana cuando se acercó a la barra una de las señoritas que había aparecido procedente del misterioso interior. Porte elegante, vestido negro de aire desabillé, treinta y tantos, media cabellera rojiza, perfecta para un anuncio de Raíces y Puntas. Cuando se volvió a saludar vi que era inusualmente guapa, de bello rostro, quiero decir, con unos ojos verdes como dragones apostados. No es que fuera exactamente mi tipo pero me dieron ganas de hacerle un cásting, aunque sólo fuera para variar de ganado. Apoyó el bolsito de mano sobre la barra a un par de metros de donde yo estaba y saludó muy cortésmente. Devolví el saludo con mi mejor dicción para darle a entender que lo de la camisa jaguayana era una simple excentricidad, y seguí repostando ron a sorbitos cortos. Enseguida aproveché que pidió al camarero un Campari con naranja (curiosa coincidencia) para encargar otro Havana con limón y empezar el cásting cuanto antes:

– ¿Me permite que la invite? -dije.

Mirada, sonrisa, buen rollo.

– Encantada. Muy amable.

Breve pausa para no parecer impaciente. Vuelta a la carga:

– Bonita noche.

– Estupenda, sí.

– Solsticio de verano: un momento propicio para salir a tomar una copa. En cambio dormir empieza a ser difícil.

– Sí, a veces pienso que deberíamos dormir sólo en invierno.

– Bueno, el secreto está en desplazar el sueño hacia las horas diurnas.

Me levanté del taburete y dispuse otro para ella, a la distancia precisa de mí y de la barra:

– Perdone, ¿no quiere sentarse?

Algo tenía aquella tipa, aunque no podía ser más que unos pocos años mayor que yo, que le hacía a uno sentirse cómodo tratándola de usted. Daba hasta morbo, no sé.

– No recuerdo haberle visto antes por aquí -dijo.

– Es mi primera vez. Conozco el local por un amigo que viene a menudo.

– Entonces es posible que conozca a su amigo.

– Se llama Eusebio. Yo soy Pablo. Pablo Cabanillas. Encantado de conocerla.

Le tendí la mano y me la tomó como hacen a menudo las mujeres, entregando sólo los dedos doblados por los nudillos.

– Beatriz.

– Bonito nombre. ¿Crees que podemos tutearnos, Beatriz?

– Yo creo que sí.

– ¿Y tú: vienes a menudo?

– Dos o tres veces por semana, siempre el sábado. ¿Cómo se apellida tu amigo?

– Lozano, Eusebio Lozano.

– No me suena. Claro que hay a quien no le gusta usar su nombre auténtico. A la gente le encantan las fantasías.

– Ah, ¿sí? ¿Por ejemplo?

– No sé: llamarse de otra manera, fingir que se es otro…

– Un entretenimiento inocente.

– Depende de quién se sea y de quién se finja ser. De todas formas también puede ser que no conozca a tu amigo.

Por aquí pasa mucha gente.

– Pensé que éste era un club selecto.

– Y lo es. Probablemente sólo una de cada diez mil personas puede permitirse frecuentarlo. Pero eso da más de trescientos mil candidatos, si no calculo mal.

– ¿Incluyes a los chinos?

– He conocido aquí a más de uno.

Mi Havana se había terminado en unos pocos tragos largos. Pedí otro y también un Campar, con naranja para mi acompañante. Ella lo rechazó alegando que apenas había probado el que tenía. Estaba visto que en Jenny G. las putas no tenían comisión en barra.

– Oye, ¿sabes qué me gustaría?

– Qué.

– Que me enseñaras el lugar. Mi amigo me ha contado maravillas, pero estoy seguro de que me las perderé casi todas si nos quedamos aquí.

– ¿Quieres un cicerone? Muy bien, tráete el vaso. -Se dirigió al camarero-: Gerardo, nos llevamos las copas. Parecía hacerle gracia la idea de enseñarme el garito.

Incluso me tomó la mano y tiró de mí.

– A ver, ¿qué te apetece primero, el cielo o el infierno?

– ¿Se puede elegir?

– Claro. ¿No estudiaste el catecismo?

– Debía de tener la cabeza en otra parte… Vamos primero al infierno, prefiero dejar lo mejor para lo último.

– ¿Qué te hace pensar que el cielo sea mejor que el infierno?

– Bueno, se supone que las palabras cargan con marcas connotativas que las dotan de un sentido complejo.

– Ese Chomsky es un cretino.

– Lo sabía.

– ¿Lo de Chomsky?

– No, que eras filóloga.

– Pues te equivocas: me licencié en Historia.

Andábamos, ya fuera del salón, por un corredor amplio y bien iluminado -quiero decir, iluminado con talento-, muy parecido a los que suelen rodear la zona de palcos en los teatros: allí desembocaban todas las salidas desde el salón-bar. Taquillones, tapices, cuadros, alfombras, puertas, pasillos, escaleras y escalinatas; incluso varios ascensores. También había gente que se cruzaba aquí y allá: un par de chicas monas impecablemente vestidas, una pareja diciéndose cosas al oído, un señor gordo en mangas de camisa. El edificio entero debía de ser un descomunal burdel, pero estábamos en la zona en la que nadie perdía del todo la compostura.

– ¿Quieres que antes de bajar tomemos algo?

Pensé que se refería a algo de beber y levanté un poco mi copa casi llena. Ella señaló su bolsito de mano. Bué: un poco de lo que fuera no me vendría nada mal. Cambiamos de dirección por el pasillo y nos metimos por una puerta sin distintivos tras la que aparecieron unos lavabos corridos con grandes espejos rodeados de bombillas, tipo camerino.

– ¿Tienes un billete?

Le di uno de diez mil y lo enrolló. Lo enrolló antes de sacar del bolso un espejo y un paquetito. Probablemente coca, pensé; preparó un par de rayas generosas y me ofreció el espejito listado. Me metí medio tiro por cada agujero de la nariz -coca, en efecto-; le pasé los bártulos, esnifó ella otro tanto y lo guardó todo de nuevo en el bolsito, incluido mi billete de diez mil.

– Cómo sabes que no soy policía -dije, por minarle un poco la moral. Ni caso:

– Oye, qué prefieres, que vayamos en ascensor o que bajemos por las escaleras de planta en planta.

– Mejor de planta en planta.

– Te advierto que hay un montón. ¿Te suena la Divina comedia?

– Mucho, pero desde donde vivo no se pilla Antena 3. Oye, espero que todo esto no sea un rollo alegórico, porque de lo que tengo ganas es de otra cosa.

– Todo en este mundo es alegórico, cariño, pero si lo prefieres podemos ir al grano. A ver: ¿te gusta comer, beber, mirar, ser visto, los chicos, las chicas, los grupos, sufrir, hacer sufrir, la ropa interior, algún fetiche, alguna filia pintoresca, copro, zoo, geronto, necro, o prefieres algo más normalito? El único límite es que no sea ilegal. Aquí todo el mundo es mayor de edad, está en sus cabales y ha venido por iniciativa propia.

– Lo dejo en tus manos, tú eres la experta.

– Muy bien: sótano tres: yo lo llamo el Escaparate. Ahí puedes ir ambientándote.

Más que el infierno de Dante aquello parecía El Corte Inglés: «Planta Semi-Sótano: lencería y ménage á trois, consulte nuestras ofertas en sodomía». De todas formas debo reconocer que estaba impresionado, no imaginaba algo así a cuatro pasos del viejo centro de Sarriá. Ahora, bajando un segundo tramo de escaleras que se adentraba bajo el nivel del suelo, las ventanas desaparecieron y con ellas la referencia primero de la ciudad -algo distante, pero tranquilizadora-, después de la garita con los vigilantes que separaban los dominios del caserón, y, por último, las copas de los árboles más cercanos del jardín. No puedo decir que tuviera miedo: iba acompañado de una chica simpatiquísima que se movía con toda confianza por aquellos vericuetos, la seguridad de los clientes estaba ostensiblemente garantizada por elegantes gorilas que uno se iba encontrando aquí y allá por las zonas de paso, y además estaba acostumbrado a lugares de apariencia infinitamente más jevi, en particular recuerdo una especie de arrabal flotante en los alrededores de Saigón que me curó de espantos de por vida. No, no tenía exactamente miedo, pero sí sentía una presencia en la boca del estómago que dificultaba la normal deglución de mi Havana con limón.

Es curioso que tanto el miedo como la sobredosis de excitación sexual produzcan ese mismo efecto. Además, la coca tiene siempre cierta acción estimulante y esta en concreto era lo suficientemente buena como para dejarse notar.

Llegamos al poco a la planta en cuestión, el Escaparate, tres pisos por debajo del bar de partida. En la sala de acceso, uno de los gorilas pasó mi tarjetita por otro de aquellos teclados con ranura y nos metimos en un complicado dédalo. Al principio, mientras nos íbamos adentrando pasando de un salón a otro -supe que nos adentrábamos a pesar de que mi sentido de la orientación había sido anulado por las complicaciones del recorrido-, no se veía nada que llamara la atención, sólo la decoración procuraba algún entretenimiento. La moqueta anaranjada, los dibujos con motivos eróticos colgados en las paredes, los divanes y las sillas tapizadas, habían ido ganándole terreno a kentias y ventiladores. Y de repente, cuando parecíamos acercarnos a una especie de galería interior, apareció caminando en nuestra dirección un viejo blanquísimo, calvo, extremadamente delgado, vestido únicamente con una camisa blanca que le caía hasta medio muslo como un blusón. Se detuvo al vernos aparecer al otro extremo del pasillo y atento a nuestros ojos se levantó los faldones de la camisa para mostrarnos el sexo, un pene delgado y larguísimo que colgaba lacio de un pubis de vello inesperadamente oscuro. Primero insistió, con ojos casi suplicantes, en que lo mirara Beatriz, quizá porque caminaba en primer lugar, delante de mí. Ella lo complació, pude darme cuenta de que bajaba la mirada hacia sus genitales y pude ver el brillo de agradecimiento en los ojos del viejo. Después, cuando ella hubo superado su altura, me tocó a mí encontrarme con su demanda. Le mantuve la mirada durante un momento, pero costaba mucho más mirar aquellos ojos mendicantes que volver la vista hacia el espectáculo que quería mostrarme. Me fijé en aquella culebra escurrida, acentuada su longitud por un prepucio sobrado, y enseguida regresé la vista a sus ojos como para dar por terminado el encuentro. Creo que nunca antes había visto desnudo a alguien tan viejo, me sorprendió la finura aparente de la piel, su transparencia, la laxitud de los genitales rendidos a una gravedad excesiva: resultaba extraño ver en las partes normalmente ocultadas de un cuerpo esos mismos efectos de la vejez que resultan tan familiares en un rostro o unas manos. Me giré un momento unos pasos después de haberlo superado y vi que se había situado de espaldas, sin dejar de mirarnos girando el cuello. Ahora nos mostraba las nalgas, un culo amarillento y consumido que trataba de encuadrar con las manos para que no hubiera error sobre cuál debía ser nuestro nuevo centro de interés.

Eso fue sólo el principio. Llegados a un enorme prisma cuadrangular que perforaba el edificio entero y sobre el que se abalconaban las sucesivas plantas, empezaron a verse más cosas curiosas. Para empezar sobrecogía la propia construcción, aquel vacío de diez pisos entre la piscina de mosaico verdoso que se hundía en el último sótano y la cubierta de cristal que limitaba con la oscuridad del cielo nocturno. Iniciamos entonces el periplo alrededor del hueco central como quien se pasea por el Salón del Automóvil, con la diferencia de que lo que se exponía en aquella feria singular era un montón de peña dándose al fornicio en las más diversas variantes. Lo primero que vi, sobre un banco corrido a nuestra izquierda, fue una pareja tratando de completar sin mucho éxito una cópula ad mode ferarum. Nuestra presencia pareció estimularlos un poco y enfatizaron los jadeos, me pareció que para llamar nuestra atención más que para autoestimularse. Más adelante, dos tíos muy parecidos el uno al otro, tanto en la indumentaria como en sus rasgos generales, se besaban furiosamente, como un par de gemelos incestuosos. En una zona de sofás continuos, una hilera de individuos amontonados hasta formar un solo cuerpo de miembros semovientes se manoseaban con manifiesta fruición. Otros simplemente mostraban con ostentación su desnudez, o sus complicadas y a menudo aspaventosas caricias solitarias; alguno, más interesado en la pasión de los demás que en la suya propia, iba masturbándose desganadamente por aquí y por allá, como poniendo a prueba el talento de los demás ejecutantes. También se veía a quien, como nosotros, daba un paseo por el recinto, o se detenía brevemente ante algún conjunto meritorio, o se sentaba en una silla a fumar. Caminamos, habiendo de sortear a veces a alguien con el culo en pompa que se introducía un rotulador de fosforito en el ano, o despropósito semejante, hasta agotar el primer lado del cuadrado. Parecía evidente que la intención de mi guía era rodear todo el perímetro de la barandilla hasta acabar por donde empezamos, de modo que me limité a seguirla. Poco más adelante, llegados a un entrante más recogido que prolongaba el primer rincón que encontramos, una pequeña aglomeración de diez o quince personas mereció que Beatriz abandonara un momento el rumbo para acercarse. La verdad es que tanta concurrencia despertó también mi curiosidad y la seguí de buen grado. El corazón de la reunión, parcialmente oculta tras los que observaban de pie, lo constituía un curioso trío formado por una pareja madura que se me figuró matrimonio -los dos igualmente rollizos, vestidos de señor notario y esposa-, y una delicada joven de purísimos ojos azules que no podía pasar de los dieciocho años. Estos tres personajes, al contrario de los vistos hasta el momento, parecían concentrados sólo en su complicado tejemaneje, indiferentes a la expectación que pudieran concitar. La señora, sentada sobre la moqueta y apoyando los hombros en la parte baja de un sofá, abría las varicosas piernas todo lo que su constitución le permitía y se hacía hueco en la mullida entrepierna con las manos, centro del que emergía, como una flor carnosa, la vulva abierta y la protuberancia blanquecina de un clítoris desasosegado por el estímulo del anular de la derecha, instrumento que también usaba alternativamente para penetrarse la vagina. El hombre, completamente vestido, tenía la bragueta bajada y de ella emergía la cabeza del pene, morada y tersa como una garrapata sobrealimentada bajo el michelín del vientre. Aquí es donde intervenía la muchacha que, sentada en el sofá junto al hombre, le tomaba delicadamente la corona del glande con dos dedos y, a juzgar por las instrucciones que él le dirigía con un punto de vehemencia contenida, trataba de imprimir el toque justo para mantener al propietario del órgano al borde de la eyaculación. La mujer, disfrutando discreta pero largamente de sus propias maniobras, miraba fijamente la bragueta del hombre, él miraba del mismo modo la entrepierna de ella, la muchacha alternaba la atención entre sus responsabilidades manuales y la expresión facial de la respetable pareja, y los espectadores, en un silencio sólo perturbado por las instrucciones del hombre -«más rápido», «para», «así»- y los leves quejidos de la señora, asistían a aquel ejercicio de precisión como si fuera una partida de billar a tres bandas. Como me daba nosequé mirar directamente la acción principal, me puse a observar a los observadores, algunos de ellos sentados en los huecos que el trío dejaba en los dos grandes sofás enfrentados.

El conjunto tenía auténtica calidad pictórica, como uno de esos cuadros renacentistas en los que todo el mundo parece haberse quedado congelado alrededor del centro de la composición. A lo más, alguien se atrevía a mover el brazo para llevarse el cigarrillo a la boca, o los ojos para cambiar momentáneamente el centro de atención de uno a otro de los oficiantes. Lo peor era que se respiraba una tensión insoportable, como si todos estuvieran esperando a que se dilucidara el tanto para ponerse a aplaudir. Eso me daba un especial mal rollo y busqué consuelo en mi Havana, pero el tintineo del hielo rompió por un instante la concentración de la joven de ojos azules y estuvo a punto de producirse un cataclismo, un desequilibrio fatal del sublime montaje. Cayeron sobre mí varias miradas reprobatorias, empecé a sentirme ridículo -sí: yo-, con mi camisa chillona y mis exabruptos de neófito, y busqué alguna complicidad en la mirada de Beatriz. Afortunadamente la encontré: estaba tan pendiente de mí y de mis reacciones como de lo que ocurría a nuestro alrededor. Puse cara de dar aquello por visto y reanudamos la marcha por el siguiente lado del cuadrado.

– Oye, la moqueta de esta planta me da dolor de cabeza -dije.

– Ya nos vamos.

Parecía divertirle mi incomodidad. Aligeramos el paseo, pero aún se detuvo un momento ante una hilera de tres diminutas habitaciones delimitadas por paredes de cristal y ocupadas casi completamente por una cama grande. Dos de ellas estaban vacías, pero en la otra una pareja joven, completamente desnuda -creo que fueron las únicas personas que vi completamente desnudas, los demás lo estaban siempre a medias-, copulaba con ese espíritu gimnástico de las películas porno con banda sonora maquinorra, chump, chunga-bum, chump, chunga-bum.

– Esto es lo que yo llamo el Escaparate -dijo Beatriz, señalando aquella especie de acuario.

– Éstos parecen profesionales.

– Puede que lo sean. Una vez vi metido en una de estas a Rocco Sifredi. Vino a Barcelona por el festival de cine erótico.

– Ya. ¿Oye, y te conoces todo el infierno?

– Bueno, hay zonas con las que no he podido. Hieren mi sensibilidad. No soporto el mal olor, por ejemplo, y tampoco me gusta nada ver sangre. ¿Quieres que bajemos un poco más? La siguiente planta todavía es tolerable.

– Me apetece más tomar un poco el aire.

– Muy bien. Entonces vamos arriba.

Estábamos ya lejos de la galería central, de regreso a la zona de ascensores, pero hicimos otra parada en unos lavabos para meternos la segunda raya. Naturalmente ya no le valía el billete de antes y me pidió otro.

– ¿Qué hay en las plantas altas?

– El cielo.

– Ya, pero qué hay.

– Si el infierno es la tierra, la materia, la carne, puedes suponer que el cielo es el aire, la mente, el espíritu. Abajo vas a satisfacer el cuerpo, arriba a reconfortar el alma. Hasta el segundo piso todavía hay contacto físico, pero a partir del tercero nadie se toca, todo lo más se habla.

– Y en el séptimo hay terapia de grupo y un confesonario.

– Bueno, no exactamente.

– ¿Y a qué planta vamos?

– Al ático.

– Guau.

– No creas, los extremos se tocan. Lo más alto y lo más bajo se comunican directamente con la ciudad. La realidad es el cielo y es el infierno. Pura alegoría, como ves.

En efecto, el último piso estaba ocupado por una especie de snack central rodeado por un solárium que mostraba de nuevo la ciudad. Todavía era oscuro, debíamos estar en algún momento entre las cinco y las seis de la mañana. El aire se me antojó puro y limpio, lo aspiré bien hondo -Beatriz también lo hizo- y nos sentamos en una mesa de la desolada terraza esperando que se acercara algún camarero. Beatriz quiso otro Campari y yo me decidí por una botella de vodka helado y un vaso largo con hielo. Me tragué casi sin respirar la primera medida hasta el límite de los cubitos y, sacudido de pies a cabeza por el escalofrío, seguí a tragos cortos desde ahí. Mientras, a Beatriz le dio por teorizar. El Bosco, Goya, el Golem, Guy de Maupassant, las brujas de Baroja, Nietszche, los Cantos de Maldoror…, una empanada de referencias cuyo denominador común trataba de postular confusamente a base de ideas que la conducían invariablemente a otro universo: Fausto, Fredy Krugger, Dorian Gray y vuelta a empezar.

– Oye, ¿tú eres puta? -le pregunté cuando empecé a hartarme de tanta cultura.

– ¿Perdona?

– Que si eres puta…, prostituta…

– ¿Por qué lo preguntas?

De repente se me había ocurrido una idea un poco loca.

– Nada, curiosidad. Pensé que esto era un burdel.

– Pues no exactamente.

No supe si la negativa era por lo del burdel o por su condición de prostituta, pero me dio igual.

– Verás, te voy a ser franco… Soy detective privado. Ando buscando a alguien por encargo de su familia y es posible que tú puedas facilitarme alguna información. A cambio de una pequeña retribución, por supuesto.

– Lo sabía.

– ¿El qué?

– Que eras detective. Me lo pareció en cuanto te vi.

¿Noté una leve ironía?

– Pues pensé que no se me notaba.

– Das el perfil. Y además soy buena psicóloga.

– Excelente, ya lo veo… Oye, antes has dicho que conocías a los habituales del lugar…

– A casi todos los que se dejan ver por el bar. Pero no quiero líos.

– No pretendo meterte en ningún lío. ¿Te dice algo el nombre de Sebastián Miralles?

No le cambió la cara.

– ¿Le ha pasado algo a Sebastián? -¿Lo conoces?

– Sí. ¿Le ha ocurrido algo?

– No lo sabemos. Desapareció hace unos días y su familia me ha encargado que haga algunas averiguaciones.

– ¿Te ha contratado Gloria?

Joder: la familia que se pervierte unida permanece unida.

– ¿También conoce a Gloria?

– Sí.

– ¿Y a Lali, Eulalia Robles?

– También.

¿Por qué me extrañó la manera como dijo «también»?

– ¿Los has visto por aquí últimamente?

– Hace un par de semanas que no.

– ¿Vienen juntos?

– A veces…

– He pensado que quizá su desaparición tenga algo que ver con el hecho de que frecuenten este lugar. ¿Crees que tiene algún sentido?

Me miraba con cara de póquer:

– Oye, me parece que ya te he contado demasiado.

– No has dicho nada que yo no supiera ya.

– Pero en un lugar como éste la discreción es fundamental.

– Mira, yo no doy detalles de la investigación a nadie: busco al tipo, si lo encuentro, bien, y si no, presento un informe general y cobro la minuta mínima, sin más.

– ¿Y quién dices que te ha contratado?

¿Y por qué me pareció que se estaba burlando de mí y no creía en absoluto que fuera detective?

– Gloria. Ella me dio esta dirección -le repetí la pregunta que había quedado colgada-: ¿Crees que su desaparición puede tener algo que ver con este sitio?

– Éste tiene fama de ser uno de los lugares más seguros de la ciudad.

A partir de aquí fue ella la que quiso saberlo todo sobre el caso, cómo, cuándo, por qué y para qué, y comprendí que ya había agotado la fuente y a partir de ese punto empezaba a ser ella la que obtenía información. De hecho no había averiguado nada nuevo excepto que el trío Lalalá frecuentaba también en grupo aquel edificio, cosa que ya no me parecía del todo rara.

Llegados a este punto amanecía ya el último día de primavera, aunque la atmósfera conservaba aún el fresco de la noche y parte de su oscuridad perforada por las farolas. A la botella de vodka helado le faltaba ya un buen cuarto de litro y empecé a tener ganas de irme a casa. Le conté a mi guía que llevaba tres días sin dormir y eso la convenció de dejarme marchar sin atosigarme con más preguntas. Incluso se ofreció a acompañarme hasta el salón de la planta de entrada.

Cuando estuvimos a solas en el ascensor hurgué un poco en mi bolsillo y saqué otros dos billetes de diez mil.

– Toma, por si te apetecen otro par de rayas.

Los tomó con toda naturalidad, me dio las gracias y me tendió la mano a modo de despedida.

La broma, tasada por la ejecutiva de recepción, ascendió a ciento veinte mil pelas -entrada, consumiciones y extras incluidos-, lo que me hizo empezar a entender el porqué de la potencia de la tarjetita de crédito de mi Estupendo Hermano. Eso sí: pidieron un taxi para mí, que apareció enseguida ante la barrera de la entrada, y la llamada no me costó ni un duro.

Entrar en el taxi y bajar hacia Les Corts fue un alivio. La radio adelantaba los partidos del mundial para la tarde, un Egipto-Mongolia y un Pakistán-Islas Fiyi, o algo igualmente absurdo, pero me alegró enormemente saber que la humanidad todavía veía partidos de fútbol, que existía la televisión, los locutores de radio y las revistas del corazón. Incluso, a la vista de un quiosco abierto en Carlos III, me apeteció comprar algún periódico, por ver si terminaba de atrapar aquella ramita verde de olivo. Pedí al conductor que parara un momento y volví poco después con La Vanguardia, El País y El Periódico. Por supuesto, ni en el taxi ni cuando llegué a casa, se me ocurrió hojear el interior de ninguno de los diarios. Y fue una suerte, porque gracias a eso pude acostarme y dormir un poco.

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