EL HERMANO BERMEJO

Puede que las hechuras interiores de la Bestia sean perfectas para hacer carreras por la autopista, pero cuesta trabajo dormirse profundamente en un asiento que te obliga a permanecer encajado en posición de piloto. Aun así quedé sumido en un duermevela sudoroso, obsesionado en agrupar el ferrete de los grillos en un compás de cuatro por cuatro que se desmadraba en cuanto unos pasos sobre la gravilla, o el motor de un coche pasando por la carretera, me acercaban a la vigilia. Al rato, ayudado por una larga bocanada de brisa nocturna, experimenté ese placer inenarrable de caer dentro de uno mismo. Llegué a soñar que conducía a gran velocidad por solitarias carreteras de montaña, entre nubes de polillas que relucían a la luz de los faros, siempre hacia el valle remoto que esperaba allá en el fondo, con su pueblo, sus casas, sus blandas camas de metro noventa que me permitirían, al fin, dormir a pierna suelta.

Me sacó del trance una sensación de ahogo insoportable y di dos o tres manotazos al aire tratando de zafarme de algo que me cerraba los orificios nasales como una pinza. Al despertar completamente me encontré con la Fina riendo al otro lado de la ventanilla.

– ¿Dónde te has metido?, pensaba que habías ido al lavabo.

– Fina, joder, no me vuelvas a hacer eso, ¿vale?

– ¿El qué?

– Taparme las narices mientras duermo. No lo soporto

– Bueno, chico, no te enfades.

– Vale, pues no vuelvas a hacérmelo. Estaba durmiendo tan a gusto y vas y me cortas la respiración. ¿Sabes lo jode eso?

Le dio la vuelta al coche y se subió al asiento del acompañante con la cara ceñuda. Ahora se hacía la ofendida para enmendar la travesura:

– ¿Qué?, ¿nos vamos? -dijo.

– ¿Qué hora es?

– La una pasada.

– ¿La una? ¿Cuánto rato has estado cascando con aquéllos?

– Chico, no sé, pensaba que habías ido al lavabo y volvías.

– Te he dicho que te esperaba en el coche, lo que pasa que cuando no te conviene no te enteras.

No contestó. Seguía enfurruñada. Traté de hablar tono conciliador:

– Anda, pon el aire acondicionado.

– Ponlo tú, don Perfecto, yo no lo encuentro.

– Joder, Fina, si es un perro te muerde. ¿No ves el dibujito?: rojo calor, azul frío.

– Bueno, chico, pues lo pones tú. Me hubiera gustado verte buscándolo mientras íbamos como un cohete por la autopista.

– Tú sí que estás hecha un buen cohete. Venga, pon música. ¿Crees que encontrarás tú sola el botón, Flor de Lis o te lo busco yo?

Se volvió y me dio un manotazo en el hombro a modo de escarmiento. Buena señal. Arranqué y salimos de vuelta rodando lentamente la Nacional. La Fina repasó el contenedor de CD's y encontró un recopilatorio de grandes éxitos de la Dinah Washington. En cuanto el Mad about the boy rompió definitivamente el hielo, volvimos a hablar.

_¿Quiénes eran ésos?

_¿El Toni y la Gisela? Ella fue compañera mía en la facultad. No los conoces.

Seguimos sin pasar de ciento veinte hasta Barcelona, la Fina contándome los pormenores de su relación con la tal Gisela, yo escuchando sin mucho interés y la Dinah Washington haciendo lo posible por crear un clima chic. Una vez en el barrio di la vuelta por Nicaragua y paré un momento en doble fila frente a la oficina de La Caixa de Travesera. Era ya un día nuevo a efectos administrativos; no sabía qué límite tenía aquella tarjeta estupendísima, pero si unas horas antes me había dado cien papeles sin rechistar, nada impedía que en ese momento pudiera sacar cien más.

Todo fue bien. La Fina puso unos ojos como platos al ver los billetes:

– ¿Para qué sacas tanto dinero de golpe?

– ¿No has aprendido nada de la historia del ferretero de Omaha, Flor de Lis?

– Como me vuelvas a llamar Flor de Lis te arreo con el bolso.

Subimos de nuevo a la Bestia Negra y dimos el enorme rodeo que hay quedar en coche para desplazarse los quinientos metros que nos separaban de donde Luigi. Aparcamos en triple fila en un hueco que dejaban los tropocientos taxis y la furgoneta de la Guardia Urbana parados frente al bar (a veces Leoncio y Tristón se traen la furgoneta). El Roberto nos vio aparcar desde la barra y al reconocernos soltó un «¡la puta!» audible desde el exterior del bar. Inmediatamente salió a la calle con su mandil en dirección a la Bestia, mirándonos con los ojos desorbitados al cruzarse con nosotros a mitad de la calzada. La Fina y yo seguimos hacia el bar, pero la estampida del Roberto había llamado la atención de la clientela que ocupaba la barra. Cinco o seis taxistas, Leoncio y Tristón, los habituales borrachos y algún artista de medio pelo formaban una pantalla humana en el portal, mirando las vueltas que el Roberto le daba al coche. La Fina y yo logramos entrar superando la barrera de curiosos y el Luigi nos miró reojo -esta vez me miró más a mí que a la Fina-,pero pareció dejar para después los comentarios sobre mi aspecto para averiguar antes qué demonios era aquello que merecía tanta expectación. El Roberto no tardó en volver al bar con la mirada extraviada:

– ¡Virgencita: Lotus Esprit, el carro de James Bond!

Aquello acabó de hacer caer a todo el mundo en la importancia del artefacto y la peña se volvió hacia nosotros en busca de explicaciones. La primera vez que vi a Bagheera ya me pareció digna de alguien con licencia para matar pero no sabía que de verdad fuera uno de los coches James Bond.

Me sentí en la obligación de minimizar el acontecimiento:

– Pensé que James Bond llevaba un Aston Martin…

El Roberto estaba excitadísimo: -

– ¡Pero nooo, eso era cuando Sean Connery! Roger Moore manejaba un Lotus Esprit. ¿Que no viste La espia que me amó? ¿Te recuerdas cuando salta al mar en un deportivo blanco que se convierte en submarino?: pues ése. Pero éste es último modelo, V8 GT del 97. ¿Y viste Instinto básico?

– No. Pero he visto Los Albóndigas en remojo.

Todo el bar estaba pendiente de las atropelladas referencias que daba el Roberto, extrañados ante aquella erudición en temas automovilísticos, aunque no fuera más que erudición peliculera. Semejantes intereses no acababan de encajar en la personalidad de Roberto.

– Y sale también en Pretty woman… Un clásico, un supercarro, una joya… 550 caballos, motor biturbo de 32 válvulas, aseleración de 0 a 100 en 4,9 segundos, velocidad punta de 272 kilómetros por hora limitados por electrónica…

Los taxistas empezaron a mirarme con cara de resentidos poseedores de un Toledo diesel pintado como la abeja Maya y decidí taparle la boca al Roberto por la vía rápida. Saqué las llaves y se las planté delante de las narices:

– ¿Quieres darte una vuelta con él?

Se quedó mirando el llavero como un sonámbulo. Primero pensé que de pura sorpresa, pero poco a poco fue poniendo cara de cachorrito, levantó la parte central de las cejas y murmuró, con infinita tristeza de peladito:

– Es que… no tengo lisensia para manejar auto.

Durante dos segundos nadie reaccionó. Después, en cuanto el Luigi culminó su estertor de asmático en el primer «ja», la parroquia explotó en pleno. Uno de los taxistas, incapaz de contenerse, le tomó la cabeza al Roberto y le plantó un sonoro beso en mitad de la frente, lo que redobló el cachondeo general en torno al pobre bufón cabizbajo que se refrotaba las manos en el mandil de vuelta a la barra. Aprovechamos el choteo para escaquearnos hacia el fondo del local y ocupar una mesa. Antes de sentarme pregunté a la Fina qué quería, «Un whisky con hielo, hoy tengo ganas de emborracharme; pero que sea bueno que si no me da dolor de cabeza». Le pedí al Luigi un Vichoff para mí y un Cardhu para la Fina. No sé si Vázquez Montalbán se habrá dado cuenta, pero sospecho que por su culpa todos los pelagatos piden güisqui de malta hacerse los exquisitos. En fin… Llegó el Luigi con el Vichoff, su propio cubata y el néctar olímpico para Fina, y se sentó con nosotros dispuesto a someterme al, segundo interrogatorio de la noche.

– Bueno, y ahora vas a hacer el favor de explicarme que coño significa ese coche y esa pinta de macarra posmoderno que me traes.

Le di un golpecito a la Fina por debajo de la mesa para que me dejara hacer. Me miró con severa cara de «a ver por dónde sales ahora» pero se quedó calladita.

– Estamos celebrando nuestro aniversario -dije.

– ¿Aniversario?…, aniversario de qué.

– Hoy hace veinte años que nos conocemos -esto casi verdad: la Fina y yo nos conocimos una noche de San Juan, hacía, si no veinte, diecimuchos años-. Y hemos decidido celebrarlo aprovechando un programa de radio que te paga los gastos de una noche especial a cambio de que al día siguiente salgas en antena y expliques lo que has hecho. Nos han alquilado el coche que hemos pedido, pagan la cena y las copas donde queramos y tenemos suite reservada en el Juan Carlos I.

– No me jodas…

– Así que si mañana por la noche pones la Radio Amor nos oirás hablando de tu bar. El programa empieza a las doce, se llama Qué noche la de aquel día. Creo que explicaré la movida que se ha montao con el Lotus: a la audiencia le gustará. ¿Quieres que diga algo concreto el bar, una mención a las excelencias de las tapas o algo'' Aprovecha: es publicidad gratis.

– Vete a la mierda: no me creo nada.

– Ah, ¿no?, pues ahí fuera tienes una prueba capaz de poner a la Sharon Stone a cien en 4,9 segundos, ¿de dónde te crees que lo hemos sacado?, ¿sabes lo que vale alquilar un cacharro así durante una noche?

– Me da igual. No me lo creo.

– Podríamos haber ido al Oliver Hardy a bebernos una botella de Dom Perignon; en lugar de eso hemos venido aquí a compartir la fiesta contigo y ahora me tratas de embustero.

– Ya te veo venir. Ahora me pedirás un ticket de caja y me dirás que las copas las pagarás mañana, cuando los del programa de radio te abonen el gasto.

Busqué en el bolsillo parsimoniosamente, saqué el fajo apretujado de billetes, los reordené ante sus narices y dejé sobre la mesa un par de los azules:

– Quédese con el cambio, mozo.

– Ni hablar. Vete a saber de dónde habrás sacado eso. A ver, Fina: si me cuentas tú lo del programa de radio me lo creeré.

La Fina me miró, se le escapó una sonrisita, se volvió hacia Luigi y afirmó con la cabeza en un gesto incapaz de convencer a nadie. Él se levantó triunfante de la mesa, bajándose el párpado inferior con un tirón del índice. Yo me encogí de hombros mirando a la Fina, que me dedicaba un gesto de italiano de comedia musical:

– A ver: ¿cómo quieres que me crea tus historias de buscadores de oro si vas contando películas de indios por todas partes?

– Qué manía tenéis todos con distinguir entre verdad y mentira; no lo entenderé nunca.

Aquí empezó una sesión filosófica de media hora que no vale la pena transcribir. Bastará decir que nos dio tiempo a pedir otra ronda de güisqui y Vichoff y que la Fina, entre el vino de la cena el chupito de marc de champán y los dos pelotazos de Cardhu, empezaba a estar achispada. En un momento se hicieron las dos en el reloj de la barra y pensé que había llegado el momento de ponerse a trabajar antes de que el pozo se helara.

– Oye, Fina, tengo que marcharme. Ya sabes lo que hay.

– ¿Ya-aaaa? Nooo-o, va-aaa, ahora no tengo ganas irme a casa… Te acompaño; todos los detectives tiene ayudante, ¿no?

– Si va a ser muy aburrido… Probablemente me pase la noche sentado en el coche.

– Bueno, así no te dormirás. Nos llevamos algo de beber, ponemos la radio y nos montamos un guateque en el Lotus, ¿vale?

Lo pensé brevemente. Era completamente descabellado, pero conociendo a la Fina era probable que me 11evara un par de horas dejarla en casa. Cuando quiere es la reina del sabotaje, hubiera encontrado mil maneras de entretener la despedida. Además, qué demonios, tampoco yo tenía ganas de encerrarme a solas en un coche, por mucho que fuera el de James Bond, así que puse cara de transigir a regañadientes y me fui para la barra en busca de Luigi.

– Oye: necesito que me vendas la botella de Cardhu y de vodka que me guardaste en el congelador y una bolsa hielo. Pago al contado.

– ¿Queeé, estás loco?: ¿y qué quieres que te cobre?

– No sé: lo que cobrarías si me vendieras las botellas de copa en copa.

– Ya: treinta mil pelas…

– Bueno. Las tengo. Aprovecha.

Se volvió y salió de la barra hacia la trastienda, renegando entre dientes. Al poco volvía con la botella de Vodka. Tomó también de la estantería la de güisqui y me las planto, en la barra reprimiendo un resoplido que acabó saliéndole por la nariz.

– Mañana tráeme dos iguales, al menos tan llenas como están éstas.

– Vale. Necesito también una bolsa de hielo y dos vasos.

_¿Y de dónde quieres que saque una bolsa con hielo?, ¿te has creído que esto es una gasolinera?

– Joder, tío, pues mete un buen puñao de cubitos en una bolsa cualquiera, que se te ha de explicar todo. Y cóbrate las diez mil pelas de anoche y lo que te debo de ahora.

– De ahora y de ayer por la mañana, ¿te acuerdas?, me dejaste a deber un cortao y un Ducados.

La memoria del Luigi es prodigiosa.

Salimos de allí con una bolsa con las bebidas y nos encaminamos hacia la Bestia. A la Fina se le despertó otra vez la vena tierna y se empeñó en abrazarme. Peligro. Pensé que convenía actuar con cierta rudeza. «Joder, Fina, qué enganchosa estás hoy.» Volvió a darme un manotazo y se separó de mí en un ampuloso simulacro de enfado. Subimos al coche y rodamos en silencio por Jaume Guillamet hasta superar la casa del 15. Giré Travesera a la izquierda y paré en doble fila a unos metros de la esquina.

– Espera aquí un momento, vuelvo en dos minutos.

– ¿Adónde vas?

– A mear.

Salí del coche y me dirigí a la bocacalle; volví la esquina y caminé hacia la casa con las manos en los bolsillos, como el que ha quedado con alguien y se mueve sin rumbo tratando de acortar la espera. No había luces en la casa, o en cualquier caso las ventanas selladas impedían que se vieran desde la calle. Me detuve un momento cerca de la puerta del jardín repitiendo el número del zapato desatado y miré hacia el poste donde, como siempre, colgaba el trapito rojo. Después sencillamente me levanté, desaté el trapito sin apresurarme en exceso, me lo metí en el bolsillo, me di media vuelta de regreso al coche.

En cuanto superé la esquina y quedó a mi vista la estampa trasera de la Bestia con los intermitentes encendidos, me llegó también el sonido amortiguado del Do-do Da-da-da de Police, que debía de estar sonando a pastilla en el interior. La silueta de algo que se movía como un teleñeco de lado a lado del asiento me confirmo que la Fina debía de estar ya disfrutando de los efectos último güisqui.

– ¿Estás loca?, ¿sabes qué hora es?

– De du-du-du, de da-da-da, tiro riro riro raaa: chán l, de du-du-du…

– ¡Fina, por Dios, que están las ventanillas abiertas!

Bajé el volumen en cuanto estuve adentro. A la Fina le dio por ponerse graciosa, falseando una voz de pija redomada.

– Huy, chico, desde que tienes dinero te has vuelto considerado… De du-du-du, de da-da-da…

Ahora cantaba en un susurro paródico, sin parar de moverse como el monstruo de las galletas. Arranque el motor con intención de bajar por la siguiente travesía.

– Fina, si no te comportas me vas a estropear el plan, son cincuenta mil pelas.

– Usted perdone, caballero: no se volverá a repetir…,

Cambió bruscamente de actitud, se puso muy seria, manipuló la radio hasta dar con una emisora de música clásica. Sonaba una pieza barroca, solemne hasta basta, y se puso a dirigir el cuarteto con una batuta imaginaria y cara de éxtasis religioso. A mí me dio la risa y debía de ser lo que andaba buscando, porque dejó de fingir que comandaba la murga y me pellizcó un moflete «.lJuuuuuy, mi niño grandote!». «Fina, por favor, compórtate.» No hubo manera, le basta descubrir que una cosa me molesta para repetirla hasta la exasperación. Decidí concentrarme en lo mío esperando que se aburriese de darme pellizcos. Subiendo por Jaume Guillamet no vi huecos para aparcar, pero a unos cincuenta metros de la casa, en la acera de enfrente, un par de vados permanentes marcaban la entrada a un taller de reparación de automóviles; chapa y pintura, decía el cartel. Acomodé la Bestia allí; era poco probable que nadie quisiera pintar su coche a las dos de la mañana. Desde ese punto se controlaba la entrada a la casa, y la distancia y la penumbra entre farolas garantizaba la discreción de nuestra presencia aunque a la Fina le diera por cantar, cosa que suele hacer al llegar a la fase C de las borracheras. De momento había vuelto a una emisora pop que proponía una especie de rigui moderno.

– ¿Ya hemos llegado? Pensaba que haríamos unas cuantas carreras con la Bestia Negra a toda leche fiuuuuung… a ver: ¿dónde está lo que tenemos que vigilar?

Señalé.

– ¿La casa del jardincillo? ¡Si está hecha una ruina!

– Precisamente. ¿Sabes lo que se podría sacar construyendo un edificio de viviendas en ese solar? Calcula: seis plantas a dos pisos por rellano, por cuarenta millones cada piso. ¿Doce por cuarenta?…: cuatrocientos ochenta kilos.

– Pues a mí me gusta más así, con su jardincito y sus arbolitos.

– ¿No dices que está hecha una ruina?

– Si-í, pero se podría arreglar un poco, ¿no?… Bueno, qué: ¿nos tomamos una copita? ¿Qué quieres?

– Pásame la botella de vodka.

– ¿Así, a morro? Pues yo me voy a tomar un whiskito en vaso largo, con su hielo y su todo…

Se puso tres cubitos en un vaso y lo lleno de güisqui hasta cubrirlos completamente. Un doble en toda regla. Yo traté de beber directamente de la botella, pero en que el dosificador dificultaba la salida del chorro y que, el techo bajísimo de la Bestia impedía empinar el codo terminé por servirme también en un vaso con un par de cubitos. Empezó a sonar en la radio el Can you see her? versión de Mike Hammer. Siempre me pone tierno esa canción, y eso es peligroso teniendo a la Fina al lado, así que por si acaso apuré el vaso de vodka de un trago. El vodka ablanda el corazón, pero también ablanda la polla, que era lo que más convenía conservar fláccido en aquel momento, de modo que volví a servirme un buen chorro de antiafrodisíaco y seguí mamando a chupitos cortos.

– Oye, Pablo: tú y yo nos llevamos bien, ¿verdad?

Cielo santo: ataque aéreo.

– ¿Qué quieres decir exactamente con «nos lleva bien»?

– Pues… que nos reímos… y lo pasamos bien…, no Por ejemplo: con mi marido no puedo sentarme en un coche a las dos de la mañana a beber whisky.

– Porque tu marido es una persona normal.

– ¿Normal? ¿Te parece normal que me deje en casa y tenga que llamarte para no quedarme sola?

– Pues ya ves: ahora estás conmigo no porque lo mejor que con él sino porque te ha dejado sola.

– No me líes, no es eso lo que quería decir. Huy: mira: canción de Grease.

En efecto, los de la radio habían pasado sin transición del Mike Hammer al Summer love de la Olivia y., Travolta. Pero eso no fue suficiente para despistarla:

– ¿Sabes?, creo que si tú y yo nos hubiéramos casado ahora seríamos un matrimonio normal, con nuestro pisito, y un par de niños… Estoy segura de que seríamos felices.

– No digas tonterías, Fina. Eso lo está diciendo el güisqui. Acuérdate de las movidas que tuvimos.

– ¿Qué movidas?

– ¿Qué movidas?, pues no sé si te acordarás pero compartimos piso durante quince días y los pasamos discutiendo. Si nos hubiéramos casado a estas alturas nos detestaríamos. Tú tienes alma de ama de casa a la antigua, por mucho que te rapes el pelo a trasquilones y te lo pintes de colorines. Y yo bebo como un cosaco, me gustan las putas, paso el día durmiendo y me salen granos sólo de pensar en trabajar ocho horas diarias. No hubiéramos durado juntos ni un año.

– No estoy de acuerdo. Para empezar, si nos hubiéramos casado ahora llevarías otra vida.

– ¿Ves?: crees que soy alguien que yo no creo ser en absoluto, me supones aquello que deseas, imaginas en mí algo que sólo existe en ti.

– Ya estás otra vez diciendo cosas raras y complicándote la vida. Sieeempre estás diciendo cosas raras y complicándote la vida.

– ¿Complicándome la vida?, ¿porque no quiero asumir responsabilidades hacia terceros?, yo creo que eso es más bien simplificársela, ¿no?

– Eso parece, pero huir de las responsabilidades no es más que una manera sofisticada de complicarse la vida.

– Ah, ¿sí?: pues yo diría que la que está diciendo cosas raras ahora eres tú.

– Por culpa tuya, que me lías. Si no le dieras tantas vueltas a las cosas más sencillas…

– Pues para tú de darle vueltas. No te casaste conmigo: te casaste con José María, eso no hay quien lo cambie. Y si tienes problemas con él no es porque él no sea como tú necesitas un hombre de su estilo: serio, formal, trabajador; lo que pasa es que José María es tan formal y trabajador que no le queda tiempo que perder contigo, pero eso no lo vas a arreglar liándote con el primer sonao que te haga gracia. Y además, yo tampoco tengo tiempo: ni para ti ni para nadie.

– Tú no eres precisamente «el primer sonao que me hace gracia». Además, ¿cómo que no tienes tiempo?, si pasamos un montón de horas juntos.

– Pero son horas extra.

– Y eso qué quiere decir.

– Pues que un ratito ahora está bien, pero no soporto verte mañana cuando me levante con una resaca de mil pares de huevos y sólo quiera fumarme un porro en silencio. Para empezar ni siquiera me dejarías esta noche vomitar tranquilamente en el suelo del dormitorio. Y te empeñarías en hacerme meter la ropa sucia en un cesto, y me mortificarías por desperdiciar mi coco y mis contactos familiares, y me obligarías a afeitarme el bigote a lo Eron Flynn y a recordar tus cumpleaños y a preocuparme por tus orgasmos. Eso es la vida en pareja. Puede que a ti te encante, pero a mí no: soy partidario de que cada cual apechugue con sus cumpleaños y sus orgasmos sin dar¡ brasa al prójimo.

– Eso es porque no quieres a nadie de verdad.

– Puede. Me costó tanto llegar a quererme a mí mi que no me quedan ganas de repetir el esfuerzo en favor nadie más.

– Pues ahí tienes el problema.

– Oye, Fina: si quieres jugar a psicoanalistas te advierto que yo también me conozco las reglas. Además, lo justo es que si vas a ejercer el papel de pareja-reprochadora te hagas antes una buena paja, o al menos que me dejes tocarte las tetas. Si he de soportar los inconvenientes de la convivencia con una mujer quisiera también gozar de alguna de las ventajas.

– Eres un guarro.

Lo peor es que había cometido el error de hablar en serio con ella. Allí estaba yo, preocupado por la seguridad de mi Estupendo Hermano, la vida de mi Señor Padre y el equilibrio mental de mi Señora Madre, escudriñando la entrada de una casa digna de un cuento de Poe desde un ridículo coche de película de acción. Y allí estaba la Fina, empapándose en güisqui y tratando de convencerme de que era un egoísta enfermizo sólo porque no me parecía del todo buena la hipotética idea de haberme casado con ella.

Recompuse la máscara. Me incliné hacia su asiento y le pasé una mano por el hombro:

– Venga, Fina, va-aaa, hazme una pajita.

– Déjame en paz, estoy enfadada.

Le pasé una mano por los muslos:

– Bueno, pues ya me la hago yo, pero déjame al menos que te toque un poco el chichi pa ponerme a tono. ¿Llevas bragas?

– ¡Pablo, estate quieto! Mira que me pongo a gritar, eh…

Me dio un manotazo y se esforzó en ponerse seria, pero se le notaba que estaba a punto de soltar el trapo. Empecé a susurrar al oído con acento porteño:

– Este…, ¿viste que ya estás hasiendo chup-chup, cachito? ¿No te notás el palpitar del corasón en esa conchita linda que tenés?

– ¡Pa-blo!

– Che, vení, mi flaca; vení que te tome la tensión: dejame que te meta un poco el dedín y te digo a cómo tenés la máxima y la mínima.

Ahí ya no pudo más. Se inclinó hacia delante apretan los muslos para impedir mis avances manuales y se abandonó a esos grititos compulsivos que suele emitir a modo de risa. Triunfante, le quité el vaso de la mano y volví a servirle un buen chorro de güisqui. Recargué también mi vodka y volví a la posición de piloto. Era un ataque de los largos: no había más que mantener la cara de tanguista seductor, levantando una ceja y descolgando el mentón para que sucumbiera de nuevo a los grititos espasmódicos.

– ¡Pareces un langostino Pescanova!

Ahora era el Stevie Wonder el que le ponía sonshai a nuestras laifs desde la radio, así que cambié la cara de Rodolfo Langostino por la de ciego con churriguris en el pelo encantado de oír su propio teclado. La Fina ya había entrado en vena y reía cualquier cosa que yo hiciera. Mejor así. Después vino el With or without you de U2 que me dio oportunidad de poner cara de guapo diciendo cosas profundas, y todo seguido la Lambada (el programador de la emisora debía de estar al menos tan borracho como la Fina). Subí el volumen y abrí la puerta para poder mover a gusto al menos una pierna. La Fina me imitó y empezó el sarao. La curva de Molins no había sido capaz de desestabilizar a la Bestia, pero los ingenieros de Lotus no habían construido sus naves para luchar contra estos dos elementos y la Lambada a dúo amenazaba con descuajeringar la amortiguación. La Fina terminó por salir completamente del habitáculo y se puso a sacudir las caderas en plena vía pública, como si quisiera desembarazarse de sus huesos pélvicos por el vistoso método de centrifugarlos con furia creciente. Creo que cayó más licor en la tapicería de cuero que en nuestros respectivos coletos, así que terminamos la danza con sed de gladiador y tuvimos que repostar inmediatamente echando mano de las botellas. El Bad moon rising de la Creedence nos sirvió para bajar un poco el ritmo y el Knoking on the heaven's loor terminó de aposentarnos. Calculé que la Fina había ingerido ya el equivalente a seis o siete güisquis normales: ya sólo era cuestión de minutos que le entrara la soñera. Yo puedo beberme un litro de vodka en dos o tres horas sin perder la compostura, así que me quedaba cuerda para seguir despierto hasta el amanecer. Puse el aire acondicionado y apagué la radio. La Fina. protestó. Probé entonces con el CD de la Sinfonía del Nuevo Mundo que encontré en la discoteca móvil de The First. El largo camino hacia el tema central y la reconfortante brisa artificial del aire acondicionado aceleró la somnolencia de la Fina. Le dije que se quitara los zapatos para estar más cómoda y me hizo caso. Yo también me los quité.

En cuanto mi improvisada ayudante de detective cayó dormida me reacomodé con mi vaso de vodka, del que fui sorbiendo con cuidado de que el hielo no tintinease. Bajé un poco más el volumen de la música y me quedé mirando al exterior. Curiosamente, justo ahora que era de noche, aquel tramo de calle no tenía un aspecto tan tétrico, quizá porque de noche la quietud, incluso un punto de desolación, es normal y no llama la atención. Aun así la visión de aquella isla absurda en medio de la ciudad me recordó el lío en el que estaba metido. Era viernes (o sábado, desde el punto de vista del calendario), sólo habían pasado dos días, tres, desde que The First me había llamado por teléfono para encargarme aquel trabajo, y sin embargo tenía la sensación de que habían pasado semanas. Demasiadas novedades en tan poco tiempo, estoy acostumbrado a un ritmo más lento. Decidí hacer una reconstrucción mental de esos tres días para refrescar mi memoria acorchada por el alcohol el mal dormir y la compresión de los acontecimientos. Y quizá también para entretener el par de horas que faltaban hasta el amanecer. Me esforcé en recordarlo todo, sin ceder a elipsis de más de media hora: una narración densa, minuto a minuto, tal como la he contado hasta ahora.

Una hora después no había llegado a completar la jornada del jueves: estaba rememorando mi paso por la Boquería y la vista de aquella estupenda Reina de los Mares cuando me di cuenta de que la puerta de la casa del 15 se abría. ¡Se abría!

Me refroté los ojos y me acerqué al parabrisas para ver mejor. Salía dejando la puerta entreabierta un tipo minúsculo, calvo, encorvado, distinguí incluso el perfil de nariz aguileña y las manos sarmentosas. Vestía algo amplio, quizá un guardapolvo marronoso, que le llegaba hasta las pantorrillas. Fue directo al grano: apartó un poco las matas de hiedra que ocultaban parcialmente el poste y la ausencia del trapito rojo pareció contrariarlo. Soltó las matas bruscamente, miró a derecha e izquierda con los brazos en jarras, y volvió a entrar en el jardín sin cerrar la puerta. Pensé que quizá era el momento de arrancar, pasar por delante y echarle un vistazo al interior del jardincillo, pero después de eso tendría que seguir hasta el semáforo y dar la vuelta a la manzana, con lo que podía perderme el siguiente movimiento del tipo. Apagué el aparato de música y quedé a la espera. Cuando volvió a salir no habrían pasado ni treinta segundos. Traía un trapito rojo en la mano. Se puso de puntillas para atarlo al poste, se alejó unos pasos como comprobando que hubiera quedado bien, volvió a mirar a derecha e izquierda y hacia los balcones de enfrente, y se metió de nuevo en el jardín cerrando definitivamente la puerta.

Le giré la muñeca a la Fina para ver la hora en su reloj.

Las cinco en punto. «Maitines», pensé, no sé exactamente por qué, quizá porque aquel calvorota tenía pinta de monje. Me recordó a un profe de matemáticas de los maristas; el Hermano Bermejo: se le iba un poco la olla pero no era del todo mal tipo. La Fina, incomodada, había abierto los ojos y estiraba los brazos en dirección a sus rodillas.

– Nos vamos, Flor de Lis.

– Qué.

– Que nos vamos a dormir. Se terminó el trabajo por hoy.

– Mmmm… ¿Has descubierto algo?

– Sí, que tengo una ayudante de pena.

Me despedí de la Bella Durmiente en su portal y esperé a que desapareciera tras la puerta acristalada camino de los ascensores. Tenía todo el aspecto de volver de una iniciación a los misterios eleusinos, y pensé que más valía que el bueno de José María estuviera durmiendo. Después de dejarla me dio pereza volver al parquin con la Bestia y probé suerte buscando hueco en la calle, lo más cerca posible de casa. Al fin y al cabo The First debía de tener contratado un seguro contra todo riesgo imaginable, incluidas las cagadas de paloma. Encontré un espacio a veinte metros de mi portal; acababa de dejarlo uno de esos excéntricos que se levantan a las cinco de la mañana. Recogí las botellas y los vasos y subí a casa. No tenía sueño, no estaba lo suficientemente borracho, y tenía además la sensación de haber dejado algo a medio terminar. Me desnudé hasta quedar en calzoncillos y calcetines, lié un porro y, apurando el cuarto de litro de vodka que quedaba en la botella, seguí mi recomposición de los hechos desde el jueves por la noche hasta el momento.

Sólo cuando hube terminado el relato y el sol empezó a sacarle brillos a la botella vacía, me sentí con ánimos para acometer la imprevisible aventura de meterme en la cama.

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