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– ¿Ah, es su habitación? -pregunta Charlie-. Nosotros sólo estábamos… admirando esta imponente grabadora de ocho pistas.

Señala con el pulgar por encima del hombro, pero ella no se molesta en mirar. Sus ojos oscuros se clavan en él y no le sueltan. Está parada junto a la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. No la culpo. No deberíamos haber estado registrando sus cosas.

– Escuche, realmente lo siento -digo-. Le prometo que no hemos tocado nada. -Clavando ahora la mirada en mí, me somete exactamente a la misma prueba. Pero a diferencia de Charlie, yo no miento, balbuceo o condesciendo. Le digo toda la verdad y espero que sea suficiente-. Yo… yo sólo quería saber algo más acerca de usted -añado.

«Perfecto», Charlie sonríe.

Él piensa que estoy actuando pero, en muchos sentidos, es la cosa más honesta que he dicho en todo el día. Con todo el mundo tras nosotros, Gillian es la única persona que nos ha ofrecido su ayuda. Mientras me mira de arriba abajo, sus brazos siguen cruzados sobre su pecho. El espíritu libre ha desaparecido. Y entonces… de pronto… aparece nuevamente.

– Es muy guay, ¿verdad? -pregunta, mientras sus hombros se relajan.

Le doy las gracias con una sonrisa. Receloso ante su súbita muestra de amabilidad, Charlie mira a su alrededor como si ella estuviese hablando con otra persona.

– La grabadora de ocho pistas -explica, acercándose a la mesilla de noche.

Empuja a mi hermano hacia un lado y se sienta en la cama junto a mí. Se inclina hacia atrás, luego hacia adelante, luego hacia atrás un poco más.

– Espera a ver lo que hizo mi padre -dice, tuteándome por primera vez-. Pulsa el botón de «Pausa».

Ha recuperado la sonrisa cantarina que tenía antes. Junto a ella, sin embargo, Charlie señala hacia abajo, donde los dedos desnudos de los pies de Gillian están apretados como puños contra la alfombra.

«¿Lo ves?» Charlie frunce el ceño con esa expresión de te-lo-había-dicho que habitualmente tiene reservada para Beth. Pero ambos sabemos que Gillian no es Beth.

Gillian enciende el aparato y se reclina sobre sus manos.

– Sólo pulsa el botón de «Pausa» -repite.

Siguiendo sus instrucciones, extiendo la mano y pulso el botón de «Pausa». El antiguo aparato se pone en funcionamiento con un zumbido mecánico. Es un sonido familiar… y cuando pulso el botón, una bandeja plástica de CD -completa con un brillante disco compacto- se desliza fuera de la abertura donde uno normalmente colocaría el estuche de ocho pistas.

– Es guay, ¿eh? -dice Gillian.

– ¿De dónde dijiste que eras? -le pregunta Charlie.

– ¿Perdona?

– ¿De dónde eres? ¿Dónde te criaste?

– Aquí -contesta Gillian-. Cerca de Miami.

– Vaya, es muy extraño -dice Charlie-. Porque cuando hace un momento has dicho «muy guay», juraría que he notado un ligero acento de Nueva York.

Evidentemente divertida, Gillian sacude la cabeza, pero no aparta la mirada de mi hermano.

– No, sólo Florida -canturrea sin darle mayor importancia. Es la mejor manera de enfrentarse a Charlie… no enfrentándose a él en absoluto. Gillian se vuelve hacia mí y el aparato.

– Echa un vistazo al disco -me dice.

Me inclino y lo levanto con un dedo: Los discursos completos de Adlai E. Stevenson.

– ¿Tu padre hizo esto?

– Es lo que te estoy diciendo, después de abandonar la Disney tenía mucho tiempo libre… solía…

– ¿Y cuándo volviste a mudarte a esta casa? -la interrumpe Charlie.

– ¿Cómo dices? -pregunta Gillian. Si está molesta, no lo demuestra.

– Tu padre murió hace seis meses, ¿cuándo te mudaste aquí?

Con una sonrisa traviesa, Gillian se levanta de la cama de un brinco y se dirige al pie del colchón.

«¿Lo ves?» Charlie me fulmina con la mirada. «Es el mismo truco que utilizo contigo.» Distancia para evitar la confrontación.

– No lo sé -comienza a decir Gillian-. Supongo que hace un mes aproximadamente… resulta difícil decirlo. Llevó un tiempo completar todo el papeleo… y luego trasladar mis cosas hasta aquí… -Se vuelve hacia la ventana, pero en ningún momento se muestra nerviosa. Agudizo el oído para captar algún dejo neoyorquino, pero lo único que oigo es su breve acento de Floooorida-. Aún no me resulta fácil dormir en su vieja cama, por eso casi todas las noches me acurruco en el sofá -añade, sin dejar de mirar a Charlie-. Por supuesto la hipoteca está pagada, de modo que no tengo motivos para quejarme.

– ¿Qué me dices del trabajo? -pregunta Charlie-. ¿Sigues trabajando?

– ¿Acaso parezco la beneficiaria de algún fondo? -bromea-. Jueves, viernes y sábado por la noche en el Waterbed.

– ¿Waterbed?

– Es un club en Washington Avenue. Cuerdas de terciopelo, tíos que buscan a supermodelos que nunca aparecerán… la triste historia de siempre.

– Déjame adivinar: eres camarera y llevas una camiseta negra muy ceñida.

– Charlie… -le increpo.

Ella se encoge de hombros sin darle mayor importancia.

– ¿Realmente crees que soy de ese tipo? Soy gerente, guapo. -Gillian trata de mostrarse amable, pero Charlie no muerde el anzuelo-. Lo bueno es que me deja el día libre para pintar, que es la mejor forma de relajarse -añade.

¿Pintar? Examino el lienzo apoyado en la pared en un rincón de la habitación y busco la firma. G. D. Gillian Duckworth.

– De modo que esa pintura es tuya -digo-. Me preguntaba si…

– ¿Tú has pintado eso? -pregunta Charlie sin ocultar su escepticismo.

– ¿Por qué te sorprende? -pregunta Gillian.

– No está sorprendido -digo, tratando de que las cosas no empeoren-. Es sólo que no le gusta la competencia. -Señalando a Charlie, añado-. Adivina quién asistía a la escuela de Bellas Artes… y sigue siendo un aspirante a músico.

– ¿De verdad? -exclama Gillian-. O sea que los dos somos artistas.

– Sí. Los dos somos artistas -dice Charlie aburrido. Un instante después estudia los dedos de Gillian; si tuviese que apostar diría que está tratando de comprobar si tiene restos de pintura debajo de las uñas-. ¿Alguna vez has vendido alguno de tus cuadros? -pregunta.

– Sólo a los amigos -dice ella suavemente-. Aunque estoy tratando de introducirme en alguna galería…

– ¿Has vendido alguna vez una de tus canciones? -le pregunto a Charlie. No permitiré que siga por ese camino. Además, más allá de cualquier otra cosa que produzca la fértil imaginación de mi hermano, Gillian nos está permitiendo que revisemos toda la casa. Naturalmente, Charlie no puede dejar de mirar la capa de polvo que cubre la mesilla de noche.

– ¿Acaso he dicho algo malo? -pregunta Gillian.

– No, has estado genial -dice Charlie y se dirige hacia la puerta.

– ¿Adónde vas? -le pregunto.

– Vuelvo al trabajo -contesta-. Tengo que revisar un armario.

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