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El tráfico por la autopista antes de la hora punta es fluido y el sol del mediodía brilla en un cielo sin nubes mientras Charlie, Gillian y yo viajamos por los amplios carriles abiertos de la I-95. Pero incluso con el motor funcionando a plena potencia y la radio sintonizada en la emisora local de música pop, el interior del coche es un lugar demasiado silencioso. Durante los veinte minutos que tardamos en llegar desde el conjunto residencial de la abuela hasta el Bulevar Broward, nadie -ni Charlie, ni Gillian, ni yo- pronuncia una sola sílaba.

Del bolsillo de la chaqueta vuelvo a sacar la tira de fotografías. Los bordes blancos del papel están empezando a curvarse y, por primera vez, me pregunto si esas personas son reales. Tal vez sea ésa la razón por la que se trata de una fotocopia en color. Tal vez las fotografías están manipuladas. Documentos de identidad falsos para completar el disfraz. Examino detenidamente los cuatro rostros que descansan en mi regazo. Cambio el pelirrojo por rubio; el hombre negro por uno blanco. Pero, para mí, siguen siendo unos completos desconocidos. Para Duckworth eran lo bastante importantes como para guardarlos en su mejor escondite. Y aunque todavía no estamos seguros de si se trata de amigos o enemigos, hay una cosa que está completamente clara: si no conseguimos averiguar quiénes son y por qué conocían a Duckworth, este viaje se volverá mucho más incómodo.

– Allá vamos -dice Gillian, rompiendo finalmente el silencio al tiempo que señala la rampa de salida-. Ya casi hemos llegado.

Bajo la visera del asiento del acompañante y observo a Charlie a través del espejo.

En el asiento trasero, él ni siquiera alza la vista. Tres días antes hubiese estado garabateando en su cuaderno de notas, alimentándose de adrenalina y convirtiendo cada momento embarazoso en estrofas, versos y, si teníamos suerte, tal vez incluso en una balada completa. «Robar de la realidad», solía decir con la típica jactancia de un adolescente. Pero a pesar de todas sus bravatas, a Charlie no le gusta el peligro. O el riesgo. Y en este momento el problema es que finalmente comienza a darse cuenta.

– No es malo estar asustado -le digo.

– No estoy asustado -replica con dureza. Pero veo su reflejo en el espejo. Sus ojos se posan en su regazo. Durante veintitrés años no ha hecho nada muy especial: vivir en casa, abandonar la escuela de Bellas Artes, negarse a unirse a una banda… incluso aceptar el trabajo en el archivo del banco. Charlie siempre ha cultivado la imagen de ser un chico despreocupado. Pero, tal como ambos aprendimos de nuestro padre, existe una línea muy fina entre ser un espíritu despreocupado y tener miedo al fracaso.

– Sólo deben faltar un par de manzanas -dice Gillian, interviniendo rápidamente.

Al igual que Charlie, me dirige una frase breve y concisa. No estoy seguro de si se debe a nuestra mentira en relación al dinero, a la pérdida de su padre o simplemente a la conmoción por el ataque de Gallo y DeSanctis, pero cualquiera que sea la razón, mientras aferra el volante con los puños apretados, su aura infantil comienza finalmente a desvanecerse. Como nosotros, ella sabe que ha saltado a otro barco que también se está hundiendo y, a menos que nos demos un respiro pronto, los tres nos iremos al fondo con él.

– Allí está -anuncia mientras gira hacia la derecha para entrar en el aparcamiento. El sol rebota en la fachada vidriada del edificio de cuatro plantas, pero el rótulo amarillo y morado que se ve encima de la puerta principal lo dice todo: «Neowerks Software».


– ¿De modo que eres la hija de Ducky? -canturrea un hombre de pelo hirsuto con gafas de montura metálica mientras estrecha calurosamente la mano de Gillian entre las suyas. Vestido con una amplia bata azul, unos pantalones caqui inarrugables y unas sandalias de cuero con calcetines, es exactamente lo que uno piensa que conseguiría al cruzar a un millonario cincuentón de Palm Beach con un ayudante de enseñanza universitaria de Berkeley. Pero también es el único tío que ha aparecido en el vestíbulo cuando hemos preguntado si podíamos hablar con alguno de los antiguos colegas de Martin Duckworth-. ¿O sea que tu nombre es Gillian, verdad? -pregunta por tercera vez-. Dios, ni siquiera sabía que tuviese una hija.

Gillian asiente tímidamente, mientras Charlie me lanza una rápida mirada. Yo levanto mi escudo y dejo que rebote en mi armadura. Después de todo lo que Gillian ha hecho -todo lo que ha arriesgado- no tengo ánimos para participar de los triviales juegos de Charlie.

«Si ella quisiera entregarnos lo hubiese podido hacer tranquilamente cuando estábamos en los apartamentos de la abuela y en la casa», le hago saber con una mirada fulminante.

«No hasta que haya conseguido su dinero», responde Charlie con otra mirada.

– ¿Y ustedes también son amigos? -interrumpe Pelo Hirsuto.

– Sí… sí -digo, extendiendo la mano para que el hombre repita el gesto de estrecharla entre las suyas-. Walter Harvey -digo, a punto de olvidar mi nombre falso. Bajo la voz para que nadie más me oiga pero alcanzo a ver a la secretaria de pelo oscuro que me está mirando desde el brillante mostrador de recepción negro estilo Star Trek. La mujer vuelve a bajar la vista a la revista que está hojeando, pero el gesto no contribuye a que me sienta mejor. Todo el vestíbulo, con sus sillones cromados era espacial y la mesilla baja plateada en forma de ameba, es tan frío que no hace más que alimentar el factor pánico-. Y él es Sonny Rollins -añado, señalando a Charlie.

– Alec Truman -dice el hombre, emocionado de poder presentarse-. ¿Sonny Rollins, eh? Como el tío del jazz.

– Exacto -dice Charlie, ya acobardado-. Como él.

– Escuche, señor Truman -dice Gillian-. Realmente le agradezco que nos dedique su tiempo para…

– Es un honor para mí… es un honor -insiste-. Te repito que aún le echamos de menos aquí. Sólo lamento no poder quedarme más tiempo, me encuentro justo en medio de esta caza de micrófonos y…

– De hecho, sólo queríamos hacerle una pregunta y esperábamos que pudiese ayudarnos -le interrumpo. Meto la mano en el bolsillo de la chaqueta y vuelvo a sacar la tira de fotografías. Si estas instantáneas corresponden a personas que ayudaron a Duckworth en su invento original, esperamos que éste sea el tío que pueda darnos una respuesta-. ¿Alguna de estas personas le resulta familiar? -le pregunto a Truman.

Su rostro se ilumina como el de un crío que come lápices de colores.

– Conozco a ése -dice, señalando al hombre mayor de pelo entrecano que aparece en la primera fotografía-. Arthur Stoughton. -Al ver la expresión de confusión en nuestros rostros, añade-. Estaba con nosotros en Imagineering; ahora dirige su propio grupo en Internet.

– ¿De modo que usted también estaba en Disney? -pregunta Gillian.

– ¿Cómo piensas que conocí a tu padre? -dice Truman con tono burlón-. Cuando tu padre se marchó y vino aquí, yo le seguí los pasos dos años más tarde. El estaba en primera línea: el primero en llegar, el peor pagado.

– ¿Y qué me dice de este tío, Stoughton? -pregunto, señalando la foto-. ¿Trabajaban todos juntos?

– ¿Con Stoughton? -Truman se echa a reír-. No tuvimos esa suerte… No, él era el viejo vicepresidente de Imagineering; incluso antes de marcharse a Disney.com, Stoughton no tenía tiempo para soldados rasos como nosotros. -Mientras pronuncia las últimas palabras, se da cuenta de lo que ha dicho y mira a Gillian-. Lo siento… no quería… tu padre era un tío genial, pero nunca nos dieron la posibilidad de…

– Está bien… no hay problema -dice Gillian, negándose a cambiar de tema.

– ¿Qué hay de las otras personas que aparecen en las fotografías? -pregunta Charlie.

Truman las examina detenidamente.

– Lo siento, para mí son unos desconocidos.

– ¿Es gente de Disney? -pregunto.

– ¿O de esta zona? -añade Charlie.

– ¿O acaso se trata de tíos de los que mi padre fue amigo? -insiste Gillian.

Truman retrocede ante la batería de preguntas; parece estar a punto de decir algo… luego titubea. Comienza a alejarse y añade.

– Realmente debo irme…

– ¡Espere! -gritamos al unísono Gillian y yo.

Truman se queda inmóvil. Ninguno de nosotros se mueve. Eso es todo. Traman está oficialmente censurado.

– Me alegro de haberles conocido -dice, devolviéndome las fotos.

– Por favor -le ruega Gillian. Su voz tiembla; extiende la mano y le coge de la muñeca-. Encontramos las fotos en uno de los cajones de papá… y ahora que está muerto… sólo queremos saber quiénes son estas personas… -Dejando que el pensamiento penetre profundamente, añade-. Es todo lo que tenemos.

Truman mira a Charlie, luego me mira a mí y se muere por largarse de allí. Pero cuando baja la vista hacia la mano de Gillian que sujeta su muñeca… cuando sus ojos se encuentran con los de ella… ni siquiera él puede evitarlo.

– Si esperan un momento aquí, tal vez pueda llevar las fotos dentro y ver si alguien conoce a los otros tres.

– Perfecto… eso sería perfecto -dice Gillian.

Con la tira de fotografías en la mano y la promesa de que las devolverá en unos minutos, Truman se dirige a la entrada principal que hay detrás de la mesa de la recepcionista. Me siento tentado de seguirlo, es decir, hasta que descubro el teclado del panel de seguridad que está obviamente diseñado para que nosotros no podamos entrar. Es similar al que tienen en Five Points, excepto que aquí también disponen de una pantalla digital -como si fuese un televisor en miniatura- empotrada en la pared encima del teclado. Cuando Truman se aproxima a la puerta, la pantalla comienza a parpadear y aparecen nueve pequeñas casillas azules como si fuese el teclado de un teléfono. Pero, en lugar de números, cada una de las casillas contiene un rostro humano, haciendo que se parezca a los créditos de presentación de La familia Brady. A pesar de que el hombro de Truman bloquea nuestra línea de visión, aún podemos ver el reflejo en las brillantes paredes negras.

Tocando la pantalla con el dedo índice, Truman selecciona el rostro que aparece en la casilla inferior derecha. La casilla se ilumina, los nueve rostros desaparecen y, con la misma rapidez, sus lugares son ocupados por igual número de rostros nuevos. Como si estuviese introduciendo la contraseña de una alarma, Truman toca la pantalla digital y selecciona el rostro de una mujer asiática en la parte superior izquierda. Nuevamente, los rostros desaparecen; nuevamente, nueve rostros diferentes ocupan sus lugares.

– Parece que aquí tienen montado todo el tinglado de Buck Rogers, ¿verdad? -dice Charlie.

– ¿Lo dice por esto? -pregunta Truman, echándose a reír y señalando la pantalla-. Los próximos años podrán verse Contrarrostros en todas partes.

– ¿Contrarrostros?

– ¿Olvida alguna vez su número secreto del cajero automático de su banco? -pregunta-. Nunca más. Existe una razón para que la gente no olvide un rostro, es algo que está fijado en nosotros desde que nacemos. Es lo que nos permite reconocer a nuestros padres e incluso a amigos que no hemos visto desde hace veinte años. Ahora, en lugar de un código numérico elegido al azar, te suministran rostros de personas desconocidas elegidos también al azar. Combina eso con una cubierta gráfica y obtienes la única contraseña que incluye todas las edades, todos los idiomas y todos los niveles culturales. «Autentificación global», así lo llaman. Veamos si tu código con el número secreto es capaz de hacer eso.

Tocando la casilla central, Truman selecciona un último rostro. La casilla en la que aparece una mujer rubia se enciende y se apaga velozmente. Las cerraduras magnéticas emiten un zumbido, la puerta se abre y Truman se dirige hacia el interior del edificio, con nuestras foto…

Una oleada de adrenalina me enciende las mejillas. No lo puedo creer. Eso es todo.

– ¿Ha dicho que Stoughton aún trabaja en Disney.com? -le pregunto mientras se aleja.

– Eso creo -dice Truman-. Aunque también pueden comprobarlo en la página web. ¿Por qué lo pregunta?

– No… por nada -contesto-. Sólo curiosidad.

La puerta se cierra de golpe y Truman desaparece. Charlie sigue perdido, pero cuanto más miro la pantalla táctil…

– Hijo de puta -murmura Charlie.

Gillian se queda boquiabierta y nos quedamos oficialmente en la bicicleta para tres.

– ¿Crees que…?

– Desde luego -musita Charlie.

No puedo evitar una sonrisa.

Durante todo este tiempo hemos estado mirando la mancha de tinta invertida. [13] Tal como dijo Charlie cuando regresábamos de Five Points: No guardas aquello que te traerá problemas, sino aquello que quieres proteger. Como la combinación del candado de tu bicicleta. Cuando estaba en octavo grado y Charlie estaba en cuarto, yo solía guardar mi combinación en su mochila; él la guardaba en mi billetera con Velero. Ahora no es diferente. Los dos pensamos que la clave consistía en averiguar a quiénes pertenecían los rostros de las fotografías; pero ahora… está claro que los rostros son la clave. Literalmente. Olvídate de los desconocidos elegidos al azar; Duckworth utilizaba a gente que conocía.

Charlie está tan excitado que incluso ha dejado de mirar a Gillian. Se balancea sobre los talones. «Vamos», dice con un leve gesto de la cabeza.

«Tan pronto como Truman regrese con las fotografías», respondo de la misma manera.

– Lamento interrumpirla -le digo a la recepcionista y la mujer aparta la mirada de la revista-, ¿pero tiene idea de dónde podemos encontrar un acceso a Internet?

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