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Me lanzo debajo de la carroza de la Cenicienta y la puerta del armario se cierra con un ruido seco. A lo lejos puedo oír los movimientos de Gallo. Sus zapatos suenan como si estuviese triturando cristal sobre el pavimento, luego golpean como un dinosaurio contra el suelo del enorme almacén. Avanza y examina el lugar lentamente. Sólo espera recibir un leve indicio de mi reacción.

Pero no le doy esa oportunidad.

– Sé que estás aquí -grita Gallo y su voz reverbera entre los pasillos. Gracias a la extraordinaria altura a la que se encuentra el cielorraso, es como gritar en un cañón-. ¿A quién tengo de compañía? -pregunta, sin dejar de mirar en mi dirección-. ¿Oliver… o Charlie?

A través del almacén, a tres o cuatro pasillos de distancia entre las carrozas, se oye otro chasquido y ruido de pasos. Gillian se está moviendo.

– ¿De modo que hay dos de vosotros aquí? -pregunta Gallo-. ¿Realmente soy un tío tan afortunado?

Obviamente, ninguno de los dos le contesta.

– De acuerdo, seguiré el juego -dice, avanzando en mi dirección-. Si sois dos de vosotros… y otro está solo en la otra habitación, bueno… sé que no tengo a Oliver y Charlie. Ella nunca dejaría que eso pasara. Y, para colmo, vi quién era el tío que estaba en el patio trasero de Duckworth…

Doy un pequeño paso hacia atrás. Juro que oigo sonreír a Gallo.

– ¿Qué me dices, Oliver? ¿Gillian y tú ya habéis pasado un buen rato?

El almacén está sumido en un profundo silencio. Gallo da otro paso hacia mí.

– Ese es el problema con los tríos -advierte Gallo-. Siempre son dos contra uno. ¿No es verdad, Gillian?

Agachado detrás de la carroza de la Cenicienta retrocedo como un cangrejo entre la fila de carrozas. Oigo que Gillian se mueve un poco más adelante. Gallo salta hacia mi pasillo. Pero todo lo que alcanza a ver son dos filas vacías de carrozas de desfile abandonadas.

Oculto detrás de una carroza con forma de barco pirata consigo escabullirme al siguiente pasillo. Estoy inclinado tan cerca del barco que el cañón de mi arma roza contra las puntas de las bombillas de Navidad. Asomo la cabeza por encima del casco y miro a través de la proa. Gallo aún se encuentra en el pasillo que acabo de dejar.

– Venga, Oliver, no seas terco -me advierte-. Hasta yo debo reconocer que ya ha pasado la hora de irse a la cama. Para los polis de Orlando puede ser una excursión inspeccionar la propiedad de Disney, pero incluso aquí, incluso en el solar trasero del parque, no les llevará tanto tiempo. El reloj está en marcha, hijo… pronto darán con nosotros.

Mientras recorre lentamente el pasillo entre las filas de carrozas, en la voz de Gallo se produce un cambio notable. Más baja. Casi ansiosa.

– Sé que tú eres el inteligente, Oliver. Si no lo fueses nunca hubieras llegado tan lejos. -Hace una pausa, esperando que sus cumplidos consigan ablandarme-. No lo olvides: se necesitó a Bruto para matar a César. Es posible que hayas estado unos pasos por delante de nosotros, pero siempre estuvimos cerca. Muy cerca. Como si estuviésemos en la misma habitación. ¿Entiendes lo que estoy diciendo, hijo? Es hora de tomar algunas decisiones difíciles, y si eres lo bastante inteligente, la primera será preguntarte: ¿Cuánto confías en Gillian?

– ¡No le escuches, Oliver! -la voz de Gillian resuena a través de la enorme nave-. Sólo trata de confundirte. -Miro a mi izquierda, esperando rastrear el sonido, pero la acústica hace imposible que pueda localizarlo.

– Te dije que sería muy duro -añade Gallo, sonando como si se estuviese alejando hacia el extremo del pasillo-. Pero sólo tienes que usar tu cerebro. Estabais en los túneles debajo de Disney World. ¿Cómo piensas que os encontramos?

Sus pasos están cerca pero se dirige en la dirección equivocada. Me agacho debajo de la proa del barco pirata y me quedo en silencio.

– ¿Nunca te has preguntado por qué no pudiste encontrar a ningún familiar de Martin Duckworth cuando trabajabas en el banco? -pregunta Gallo-. Porque no tenía ninguno, Oliver. Duckworth nunca se casó. No tenía hijos. Nada. Si los hubiese tenido, jamás hubiéramos utilizado su nombre. Ésa fue la razón fundamental para crear y mantener su nombre en la cuenta. Si algo salía mal nadie se quejaría.

– ¡Está mintiendo! -grita Gillian.

– Me parece que se está enfadando, ¿verdad? -pregunta Gallo-. No la culpo tampoco a ella. Vi lo que hizo en la vieja casa de Duckworth, desde las fotografías hasta las sábanas… Se merece un sobresaliente por el trabajo que se tomó… Ellos consiguieron solucionarlo bastante rápido.

«¿Ellos?»

– Personalmente, creo que las pinturas fueron el detalle más bonito. Apuesto a que estaban destinadas a ganarse la amistad de Charlie. ¿Tengo razón, Gillian, o sólo era parte de la puesta en escena?

Por primera vez, Gillian no contesta. Trato de convencerme de que es porque no quiere revelar su posición, pero como comienzo a comprender, toda mentira tiene su precio. Especialmente las que nos decimos a nosotros mismos.

– Es hora de tomar una decisión -dice Gallo y su voz parece proceder de todas partes al mismo tiempo-. Ya no puedes hacerlo solo, Oliver. -Como antes, Gallo deja que el silencio del enorme almacén me taladre el cerebro-. Es hora de largarse de aquí, hijo. Ahora bien, ¿en quién de los dos quieres confiar?

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