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– ¿Ves este depósito? ¿El de ochenta y siete mil dólares? -pregunto, señalando a Charlie y Gillian el ingreso más reciente a la cuenta de Duckworth. Antes de que puedan responder, les explico-: Es de la cuenta de Sylvia Rosenbaum. Pero hasta donde soy capaz de recordar, ella la había abierto como un fideicomiso con beneficiarios específicos.

– ¿O sea?

– O sea que una vez cada trimestre, el ordenador realiza de forma automática dos transferencias internas: una transferencia de un cuarto de millón de dólares a su hijo, y una transferencia de un cuarto de millón de dólares a su hija.

– ¿Y por qué esta anciana rica está transfiriendo dinero a la cuenta de mi padre?

– De eso se trata precisamente -aclaro-. Aparte de su familia y el pago anual a sus asesores, Sylvia Rosenbaum no transfiere dinero a nadie. Ni a tu padre, ni a Hacienda, ni a nadie. Ése es el propósito de la cuenta de registro; funciona de forma autónoma y realiza exactamente los mismos pagos cada trimestre. Pero cuando echas un vistazo aquí… -Repaso los datos de la cuenta de Duckworth y señalo uno de los primeros depósitos, otra transferencia de ochenta mil dólares de la cuenta de Sylvia Rosenbaum. Está fechada en junio. Hace seis meses-. Lo veis, esta transferencia tampoco debería estar aquí -explico-. No tiene sentido. ¿Cómo demonios pudo tu padre…?

– ¿Quieres hacer el favor de ir más despacio? ¿Qué quieres decir con no debería estar aquí? -pregunta Charlie-. ¿Cómo puedes saberlo?

– Porque yo soy quien lleva la cuenta de Sylvia Rosenbaum -contesto, haciendo un esfuerzo para no elevar la voz-. He estado comprobando los estados de cuenta de esta mujer desde que entré a trabajar en el banco. Y cuando la comprobé el mes pasado -puedes estar seguro- estas transferencias a la cuenta de Duckworth no estaban ahí.

– ¿Estás seguro de que no se te pasaron por alto? -pregunta Gillian.

– Eso fue precisamente lo que me he preguntado cuando la he visto por primera vez -admito-. Pero luego he visto esta otra… -Activo otra transferencia interna que ha ingresado recientemente en la cuenta de Duckworth. 82 624 dólares desde la cuenta 23274990007.

– 007 -exclama Charlie, leyendo los últimos tres dígitos. No se pierde un detalle.

– Ésa es -replico. Al ver que Gillian está perdida, le explico-. 007 pertenece a Tanner Drew.

– ¿Ése Tanner Drew?

– El mismo, el miembro más reciente de la lista Forbes 400. En cualquier caso, la semana pasada amenazó con hacernos polvo si no transferíamos cuarenta millones de dólares a otra de sus cuentas. Todo eso sucedió el viernes exactamente a las 15.59. Ahora comprobemos la hora en que Tanner Drew realizó esta transferencia a Duckworth…

Gillian y Charlie se inclinan hacia la pantalla. Viernes 13 de diciembre: 15:59:47.

Veo que una gota de sudor se desliza por la patilla de mi hermano.

– No lo entiendo -dice Charlie-. Nosotros éramos los únicos que teníamos acceso a la cuenta. ¿Cómo es posible que transfiriese su dinero a Duckworth?

– Eso es lo que estoy diciendo… no creo que Tanner lo hiciera -sugiero-. De hecho, sé que no lo hizo. Una vez que hicimos la transferencia, comprobé la cuenta de Tanner Drew media docena de veces, sólo para asegurarme de que no había problemas. ¿Sabes a cuánto ascendía la última transferencia? Cuarenta mil dólares.

– ¿Entonces de dónde procedían estos ochenta y dos mil dólares? -pregunta Charlie.

– Eso es lo que estoy tratando de averiguar. Pero cualquiera que sea la chistera de donde los haya sacado Duckworth, es evidente que participaba en los negocios de casi todo el mundo. Quiero decir, la mitad de estas cuentas; aquí y aquí y aquí… -señalo uno por uno todos los números de cuenta que están relacionados debajo de «Depósitos»-. Cada uno de ellos es cliente del banco: 007 es Tanner Drew, 609 es Thomas Wayne, 727 es Mark Wexler. Y la 209… Estoy seguro de que corresponde a la Lawrence Lamb Foundation.

– Espera un momento… ¿de modo que mi padre estaba sacando dinero de todos ellos? -interrumpe Gillian.

– Eso parece -digo, estudiando nuevamente el brillo azul del monitor-. Y el dinero nunca dejó de llegar.

Gillian mira a su alrededor, asegurándose de que no hay moros en la costa. Charlie se aparta de ella, sólo para ponerse a resguardo. No puede evitarlo.

– ¿Crees que mi padre les estaba chantajeando? -pregunta ella.

– No lo sé, pero cuando echas un vistazo a lo que hizo en la cuenta de registro y luego con Drew Tanner, es como si las transferencias no existiesen. Olvida lo que dice aquí. En el sistema del banco ni un solo dólar salió de ninguna de estas cuentas. Quiero decir, es casi como si este sistema de registro estuviese convenciendo al ordenador para que vea lo que realmente no… -Siento una opresión en el pecho y me quedo paralizado.

– ¿Qué? ¿Qué sucede? -pregunta Gillian.

– ¿Estás bien? -añade Charlie, apartándola y apoyando una mano en mi nuca.

– Mierda… -tartamudeo, señalando la pantalla-. Eso es lo que inventó. -Mi voz carretea por la pista iniciando un lento despegue-. Es como la sala de los espejos en un parque de atracciones… te muestra una realidad que no existe.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– Quiero decir, ¿de qué otro modo consigues que un crédito coincida con el correspondiente débito? En eso quería invertir el servicio secreto… y eso es lo que Gallo quería para sí. El siguiente paso en el delito económico. La falsificación virtual. ¿Por qué robar dinero cuando, sencillamente, puedes crearlo?

– ¿Qué quieres decir con crearlo? -pregunta mi hermano.

– Electrónicamente, me refiero. Convence al ordenador de que existe. Lo construye prácticamente de la nada.

Charlie vuelve a concentrarse en la pantalla.

– Cabrón…

– Espera un momento -interviene Gillian-. ¿Tú crees que mi padre creó todo ese dinero?

– Es lo único que tiene algún sentido. Ello explicaría por qué los tíos del servicio secreto están encargándose de este asunto, en lugar del FBI. Es como dijo Shep, el servicio secreto es el que tiene jurisdicción para investigar las falsificaciones.

– Pero fabricar dinero de la nada… -comienza a decir Gillian.

– … convertiría a un lugar importante como Five Points Capital en papel mojado. Piensa en la forma en que se han desarrollado los acontecimientos: hace seis días, Martin Duckworth tenía tres millones de dólares en su cuenta. Hace tres días, el ordenador dijo que había trescientos trece millones de dólares en esa misma cuenta. Pero cuando les echas un vistazo a estos registros, está claro que eso no sucedió de la noche a la mañana. Estas transacciones se remontan a hace seis meses. Cientos de depósitos. Es como llevar dos libros de contabilidad. El sistema regular siempre dijo que Duckworth tenía tres millones, pero debajo de la superficie su pequeño invento estaba creando silenciosamente los trescientos millones. Entonces, cuando las reservas fueron muy sustanciosas -¡bum!- fueron a por ellas. Pero nosotros nos adelantamos y, cuando transferimos el dinero, el segundo libro se fundió con el primero, y cada uno de sus depósitos falsos ahora se relaciona recíprocamente, de una manera que ignoro, con una transacción real del banco.

– Tal vez es así como funciona el programa -interviene Charlie-. Como los cuarenta millones de pavos que transferimos a Tanner Drew: espera a que se produzca una transacción real, luego coge una suma al azar que no supere el umbral de verificación contable. Al final tienes una realidad absolutamente nueva.

– Es lo mismo que está sucediendo ahora -digo-. El banco cree que la cuenta de Duckworth no tiene un céntimo, pero según estos datos allí hay cinco millones de dólares. Lo absurdo de todo este asunto es que a ninguna de las personas a las que ha cogido el dinero les falta un céntimo.

– Tal vez parece como si no les faltara un céntimo. Por lo que sabemos, cualquier cosa que mi padre haya podido meter en el sistema podría estar dejándoles limpios.

Niego con la cabeza.

– Si eso fuese cierto, Tanner Drew no hubiese podido realizar una transferencia de cuarenta millones de dólares. Y si a Drew le hubiese faltado un solo céntimo, nos hubiéramos enterado en el mismo instante en que eso sucedía. Y lo mismo se aplica a Sylvia Rosenbaum y al resto de los clientes. Cuanto más ricos son, más examinan sus cuentas.

– ¿O sea que ése es el gran ultrasecreto? -interrumpe nuevamente Gillian-. ¿Un virus informático que hace ricas a un puñado de personas?

– Nosotros deberíamos tener esa suerte -digo, volviéndome hacia el resplandor azul helado de la pantalla.

Charlie me observa fijamente. Conoce perfectamente ese tono de voz.

– ¿De qué estás hablando? -pregunta.

– ¿No ves lo que hizo Duckworth? De acuerdo, a pequeña escala inventó un poco de pasta, pero cuando retiras el microscopio es mucho más grande que añadir simplemente unos pocos ceros a tu cuenta bancaria. Para lograrlo no sólo evitó todos nuestros controles internos, sino que también consiguió engañar al sistema informático del banco para que creyera que estaba tratando con dinero real. Y cuando nosotros transferimos ese dinero al exterior, la transacción fue lo bastante buena como para engañar al banco en Londres, al banco en Francia, y a todos los bancos después de ellos. En algunos de esos lugares -incluyendo el nuestro- estamos hablando de sistemas informáticos de última generación, diseñados para usos militares. Y las transacciones imaginarias de Duckworth engañaron a todo el mundo.

– Aún no comprendo qué…

– Llévalo al siguiente nivel, Charlie. Olvídate de los bancos privados y las insignificantes instituciones extranjeras. Coge el programa de Duckworth y véndeselo al mejor postor. Deja que una organización terrorista se apodere de él. Aún peor, ponlo en un demasiado-grande-para-fallar.

– ¿Un qué?

– Demasiado-grande-para-fallar. Así es como la Reserva Federal denomina a los aproximadamente cincuenta principales bancos del país. Una vez que el pequeño gusano de Duckworth comienza a cavar allí, tus trescientos millones se convierten súbitamente en trescientos mil millones, y fluye en todas partes, Citibank… First Union… hasta los pequeños bancos familiares a lo largo y ancho del país. El único problema es que, cuando todo está dicho y hecho, el dinero no es real. Y en el momento en que alguien se da cuenta de que el emperador está desnudo, el esquema piramidal se desmorona. Ningún banco confía en sus propios registros, y ninguno de nosotros sabe si nuestras cuentas bancarias son seguras. Todo el mundo forma cola ante las ventanillas de los pagadores y los cajeros automáticos. Pero cuando vamos a retirar nuestro dinero, no hay suficiente metálico real que alcance para todos. Puesto que el dinero es una impostura, todos los bancos se quedan sin fondos. Los demasiado-grandes-para-fallar son los primeros en implosionar, luego los centenares de bancos más pequeños a los que prestaban dinero, luego los centenares de bancos que hay debajo de ellos. Todos estallan al mismo tiempo, todos ellos buscando un dinero que nunca estuvo realmente allí. «Lo lamento, señor, no podemos cubrir su cuenta, lodo el dinero del banco ha desaparecido.» Y entonces es cuando comienza el verdadero pánico. Hará que la Depresión parezca sólo una caída temporal en el mercado de valores.

Ni siquiera Charlie puede hacer una broma con respecto a esto.

– ¿Crees que lo quieren para eso?

– Sea lo que sea lo que necesiten, hay algo de lo que estoy seguro: la única prueba de lo que sucedió realmente está aquí -digo, golpeando nuevamente la pantalla con el dedo.

Click.

«Saldo: 5 104 221,60 dólares.»

Se oye el sonido del ascensor detrás de nosotros al mismo tiempo que noventa y un mil nuevos dólares nos observan desde la pantalla. Charlie mira el ascensor, pero nadie sale de él.

Mirando por encima de su hombro, yo también lo veo. Llevamos aquí demasiado tiempo.

– Deberíamos imprimir todo esto…

– … y largarnos de aquí -corrobora Charlie.

– Espera -dice Gillian.

– ¿Esperar? -pregunta Charlie.

– Yo sólo… deberíamos tener cuidado con este material.

– Por eso precisamente vamos a imprimirlo. Para tener una prueba -dice Charlie, amedrentándola con la mirada. A esta distancia, la mecha de Charlie es más corta que nunca.

Junto al ordenador hay una impresora láser antigua. Aprieto un botón y la máquina cobra vida. Charlie pulsa «Imprimir» en el teclado. En la pantalla se abre una casilla de diálogo gris: «Error en transcripción a LPT1: Por favor inserte una tarjeta de copia.» En la base de la impresora hay una tarjeta escrita a mano que dice: «Todas las copias quince céntimos por página.»

– ¿Dónde conseguimos ahora una de esas tarjetas? -pregunta Charlie.

En un rincón hay una máquina. Delante de ella hay dos tíos llenándola de billetes. Charlie no está de ánimo para esperar. A un par de ordenadores de distancia, el chico del porno tiene una tarjeta sobre la mesa.

– Eh, chico -le grita Charlie-. Te doy cinco pavos por la tarjeta.

– La tarjeta ya está cargada con cinco pavos -nos dice.

– Te daremos diez -añado.

– ¿Qué tal veinte? -nos reta el chico.

– ¿Qué tal si grito «un pervertido sexual» y señalo hacia ti? -le amenaza Gillian.

El chico desliza la tarjeta; yo saco diez pavos.

Cuando me levanto para cerrar el trato, Charlie aprovecha para ocupar mi lugar delante del ordenador. Me inclino sobre su hombro, introduzco la tarjeta en la pequeña máquina unida a la impresora y espero a que el zumbido me confirme que funciona. La pantalla del lector de tarjetas se enciende. «Saldo actual: 2,20 dólares.»

Nos volvemos hacia el chico del porno. Nos mira y huele el billete de diez dólares con una sonrisa presuntuosa. Charlie está a punto de ir a por él.

– Déjalo -le digo y le obligo a girar la cabeza hacia el monitor.

Vuelve a pulsar «Imprimir». Igual que ha sucedido antes, se activa una casilla gris pero ésta es diferente. La fuente y el tamaño de la letra coinciden con las que aparecen en el informe bancario de Duckworth: «Atención: para imprimir este documento, entrar por favor la contraseña.»

– ¿Qué coño es esto? -pregunta Charlie.

– ¿Qué has hecho? -le digo.

– Nada… sólo he pulsado «Imprimir».

– Lo ves, de esto era precisamente de lo que estaba hablando -dice Gillian.

El chico del porno vuelve a mirarnos. Las puertas del ascensor se cierran en una esquina. Alguien lo ha llamado desde la planta baja.

Charlie trata de activar nuevamente la pantalla del informe bancario de Duckworth, pero no puede ir más allá de la advertencia de la contraseña.

– Pregúntale a la mujer en el mostrador de información -dice Gillian.

– No creo que esto sea de la biblioteca -digo, inclinándome nuevamente hacia la pantalla-. Debe de tratarse de una precaución de Duckworth.

– ¿De qué diablos estás hablando?

– En el banco hacemos lo mismo cuando se trata de las cuentas importantes. Si estuvieses escondiendo un arma humeante en el centro de uno de los sitios web más importantes del mundo, ¿no enterrarías un par de minas terrestres para tener un poco de seguridad?

– Espera un momento, ¿o sea que ahora crees que se trata de una trampa? -dice Gillian.

– Lo único que digo es que deberíamos escoger con cuidado la contraseña correcta -le digo casi con indiferencia. Charlie me mira, sorprendido ante mi tono.

– Intenta con «Duckworth» -le digo.

Charlie teclea la palabra «Duckworth» en el teclado y luego pulsa «Enter».

«Fallo en el reconocimiento de la contraseña – Para imprimir este documento, por favor reintroducir contraseña.»

Mierda. Si este sistema es similar al que utilizamos en el banco, sólo tenemos otras dos oportunidades. Tres intentos y quedamos fuera de juego.

– ¿Alguna otra idea brillante?

– ¿Qué me dices de «Martin Duckworth»? -sugiero.

– Tal vez la contraseña sea algo estúpido, como su dirección -dice Gillian.

– ¿Qué me dices de «Arthur Stoughton»? -añade Charlie, recurriendo al primer nombre de la tira de fotos.

Gillian y yo le miramos. Cuando asentimos, teclea rápidamente «Arthur Stoughton» y golpea la tecla «Enter».

«Fallo en el reconocimiento de la contraseña – Para imprimir este documento, por favor reintroducir contraseña.»

– Juro que meteré el pie a través de la jodida pantalla -se queja Charlie.

Sólo nos queda un intento.

– Intenta el nombre del tío con la hendidura en la barbilla -digo.

– Inténtalo con el número de la cuenta de mi padre en el banco -sugiere Gillian.

– Inténtalo con «Gillian» -digo, mi voz y mi seguridad absolutamente vacilantes. No soy el único. La desesperación se instala en el rostro de Charlie. El sabe lo que nos estamos jugando-. «Gillian» -repito.

Charlie se frota la mejilla con los nudillos. La idea no le apasiona ni mucho menos. Sin embargo, no hay tiempo para discutir.

Volviéndose hacia Gillian, estudia sus penetrantes ojos azules y busca la mentira. Pero, como siempre, la mentira no aparece.

– Inténtalo -insisto.

Charlie mira el teclado, escribe la palabra «Gillian» y está a punto de pulsar «Enter». Pero, por alguna razón, justo cuando las yemas de sus dedos rozan la tecla, se detiene.

– Venga, Charlie.

– ¿Estás seguro? -pregunta con voz temblorosa-. Tal vez deberíamos…

– Sólo tienes que apretar la jodida tecla -le digo, inclinándome hacia el teclado y pulsándola yo mismo.

Los tres nos quedamos hipnotizados ante la pantalla, esperando la respuesta del ordenador.

Se produce una pausa larga y vacía. A la distancia puedo oír a alguien que hojea una revista. El aparato de aire acondicionado produce un leve zumbido… el chico del porno se ríe tontamente… y para sorpresa de todos nosotros, la impresora láser ronronea suavemente.

– No puedo creerlo -dice Charlie cuando sale la primera página de la máquina-. Finalmente nos han dado un respiro.

Con una amplia sonrisa que le ilumina el rostro, salta de su silla, se lanza hacia adelante y coge la página de la impresora. Pero cuando la tiene en las manos, la sonrisa se desvanece en sus labios. Sus hombros se hunden. Miro la hoja que tiembla en sus manos. Está completamente en blanco.

Ambos nos volvemos hacia la pantalla del ordenador justo a tiempo para ver que la cuenta de Duckworth se vuelve lentamente negra. Hemos entrado en el campo de minas.

– ¡Charlie…!

– ¡Estoy en ello! -dice. Coge el ratón y pulsa todos los botones que tiene a la vista. No hay forma de detenerlo. Casi ha desaparecido.

– ¡Consigue la dirección de la página web…! -grito.

Nuestros ojos se clavan en la dirección que aparece en la parte superior de la pantalla. Yo me encargo de la primera mitad; Charlie memoriza la segunda.

Gillian está perdida.

– ¿Qué estáis haciendo?

– ¡Ahora no! -le digo, haciendo un esfuerzo por memorizar mi parte.

La pantalla parpadea y aparece una nueva imagen. Son los Siete Enanitos y un botón rojo que dice «Directorio de la Compañía». De vuelta al principio. Pero al menos seguimos en el sitio interno de los empleados.

– Charlie, ve a…

Antes de que pueda acabar la frase, Charlie ya está allí, activando ansiosamente el botón de «Directorio». En la pantalla aparecen cientos de fotografías de la compañía. Charlie repite la operación que ha realizado minutos antes y comienza a pasar las pantallas hasta llegar a la sección «Imagineering». Igual que antes, encuentra el rostro del hombre negro con la barbilla hendida. Igual que antes, activa el cursor sobre el rostro. Pero, esta vez, no sucede nada. La fotografía ni siquiera se mueve.

– Ollie…

– Tal vez debas examinar las cuatro fotografías -sugiere Gillian.

– Pulsa otra vez -insisto.

– Ya lo he hecho. Pero es inútil -dice Charlie presa del pánico.

– Incluye la dirección.

Charlie me pasa el teclado y se aparta del ordenador mientras yo tecleo la primera mitad de la dirección memorizada. Luego él añade la otra mitad. En el instante en que pulsa «Return», la pantalla pasa a una página completamente nueva.

– Está bien. Aún estamos dentro… -dice mientras aguardamos a que la imagen se cargue. Y, por un segundo, todo parece indicar que Charlie tiene razón. Pero cuando la página aparece finalmente, mi estómago da un vuelco. Lo único que se ve en la pantalla es un fondo absolutamente blanco. Nada más. Sólo otra página vacía.

– ¿Qué diablos es esto? -pregunto.

– Ha desaparecido…

– ¿Desaparecido? Eso es imposible. Vuelve hacia atrás.

– No hay nada que hacer -dice Charlie-. No está aquí.

– ¿Estás seguro de que has escrito la dirección correcta? -pregunta Gillian.

Charlie vuelve a comprobar la dirección.

– Esto es exactamente lo que nosotros…

– No ha desaparecido -insisto-. No puede haber desaparecido.

Paso junto a Charlie y me dirijo al ordenador más cercano, quitando del teclado el cartel de «Fuera de servicio».

En pocos segundos me encuentro ante la página de Disney.com: «Donde la magia vive Online».

– Todo lo que necesitamos es volver a empezar -digo con mi mejor acento de Brooklyn.

– Ollie…

– No hay problema -le digo, ya a mitad de camino de mi objetivo. Gillian también dice algo pero estoy demasiado ocupado examinando las biografías de los ejecutivos de la compañía.

– Ollie, ha desaparecido. No hay forma de que puedas encontrarlo.

– Sé que está aquí, sólo una página más.

Cuando logro encontrar la pirámide de la corporación, en la pantalla aparecen las fotografías de una docena de empleados. Por segunda vez voy en línea recta hasta Arthur Stoughton, coloco el cursor en su sitio y activo la fotografía. Cuando no sucede nada vuelvo a pulsar el ratón. Y una vez más. La foto no se mueve.

– Es imposible -murmuro. Tratando de no perder la calma busco la fotografía del banquero pálido. Luego paso a la imagen del pelirrojo. Pero, nuevamente, no sucede nada.

– Venga… por favor -imploro.

Levantándose de su silla, Charlie apoya una mano sobre mi hombro.

– Ollie…

Miro la pantalla, hundido en mi silla. Tengo los codos apoyados en las rodillas.

– ¿Por qué no podemos tener nunca un momento de respiro? -pregunto, y mi voz se quiebra.

Es una pregunta retórica a la que Charlie no puede responder. Mantiene la mano apoyada en mi hombro y comprueba la pantalla. Apenas si puede soportarlo. No le culpo. Hace cinco minutos teníamos todo lo que Duckworth había creado. Y ahora -mientras mi hermano y yo permanecemos con los ojos pegados a la pantalla- no tenemos absolutamente nada. No hay ningún logotipo del banco. Ninguna cuenta oculta. Y, lo peor de todo, ninguna prueba.

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