EPÍLOGO

Con un leve giro del pomo oval Victoriano de bronce, Henry Lapidus entró rápidamente en su despacho, cerró la puerta tras él y se dirigió a su escritorio. Levantó el auricular del teléfono y echó un vistazo a la Hoja Roja que tenía sobre el escritorio, pero no se molestó en abrirla. Era una lección que había aprendido hacía muchos años; como un mago que protege sus trucos, no deben ponerse todos los números en la hoja, especialmente aquellos que sabes de memoria.

Mientras marcaba el número y esperaba a que alguien contestara la llamada, miró la carta de recomendación que había escrito para Oliver y que aún llevaba en la mano izquierda.

– Hola, me gustaría hablar con el señor Ryan Isaac, por favor. Soy uno de los clientes del grupo privado -explicó.

Lapidus no podía evitar que la situación le resultara divertida. Sí, su prioridad había sido siempre recuperar el dinero. De hecho, él había sido quien llamó personalmente al banco en Antigua para asegurarse de que devolviesen hasta el último céntimo. Sin duda había sido lo correcto.

Pero eso no significaba que tuviese la obligación de hablarles del robo al banco de Antigua, o del gusano de Duckworth, o del hecho de que ese dinero no era real.

– Señor Isaac, soy yo -dijo Lapidus en el instante en que Isaac se puso al teléfono-. Sólo quería asegurarme de que todo ha llegado allí sin problemas.

– Así es -contestó Isaac-. Ha llegado esta mañana.

Hacía tres semanas, el banco de Antigua se sorprendió el recibir un depósito de trescientos trece millones de dólares. Durante cuatro días, ese dinero permaneció ingresado en una de las cuentas individuales más grandes del mundo. Durante cuatro días tuvo más dinero en metálico del que jamás había visto. Y durante cuatro días, en opinión de Lapidus, Oliver había hecho al menos una cosa bien. Era una de las primeras lecciones que Lapidus le había enseñado: «Nunca abras una cuenta a menos que obtengas intereses.»Lapidus asintió para sí, disfrutando intensamente del momento.

Cuatro días de intereses. De trescientos trece millones de dólares.

– Ciento treinta y siete mil dólares -le aclaró Isaac desde el otro extremo de la línea-. ¿Quiere que ingrese el dinero en su cuenta habitual?

– Eso sería perfecto -contestó Lapidus mientras giraba en su sillón y contemplaba la línea del cielo de Nueva York a través del amplio ventanal del despacho.

Colgó el auricular y supo que una vez que el capital había sido devuelto, el gobierno estaría demasiado ocupado rastreando el gusano y tratando de dilucidar cómo había funcionado. Y ahora que estaban metidos hasta las cejas en ello, bueno… gracias a un oportuno pago al director del banco en Antigua, todos los registros de los intereses habían desaparecido hacía mucho tiempo. Como si jamás hubiesen existido.

Con la mirada aún en la línea de los rascacielos de la ciudad, Lapidus hizo una bola con la carta de recomendación de Oliver y la lanzó dentro del jarrón de porcelana china del siglo XVIII que utilizaba a modo de cubo para la basura. «Ciento treinta y siete mil dólares», pensó para sí mientras volvía a reclinarse en su confortable sillón de cuero. No estaba nada mal para un día de trabajo.

Mientras contemplaba las primeras sombras de la tarde, un rayo de sol se reflejó en el casco de samurai Kamakura que colgaba en la pared que había a sus espaldas. Lapidus no lo vio. Si lo hubiese advertido, habría visto el parpadeo de luz justo debajo de la frente del casco, donde un objeto plateado atisbaba el despacho. Para el ojo no entrenado era simplemente un clavo que mantenía la máscara en su sitio… o la punta de una pluma plateada muy fina. Pero nada más.

Excepto por el reflejo ocasional de la luz del crepúsculo, la diminuta videocámara estaba perfectamente oculta. Y, dondequiera que Joey estuviese en ese momento, seguro que sonreía.

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