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Si hubiese llegado al lugar sólo diez minutos antes, Joey habría podido presenciar toda la escena: las luces rojas del coche patrulla, los policías uniformados que abrían las puertas y salían a la carrera, incluso a Gallo y DeSanctis mientras ofrecían sus explicaciones preparadas a la ligera: Sí, éramos nosotros quienes disparábamos; sí, consiguieron escapar; no, podemos arreglar este asunto sin ayuda, gracias de todos modos. Pero incluso cuando todo el mundo se hubo marchado -incluso con el coche alquilado por Gallo que no se veía por ninguna parte- era imposible no advertir la cinta amarilla y negra de la policía que cubría la puerta principal de la casa de Duckworth.

Joey salió del coche y se dirigió directamente a la puerta, golpeando tan fuerte como pudo.

– Soy yo, ¿hay alguien en casa? -gritó para asegurarse de que estaba sola.

Una rápida mirada por encima del hombro y un par de golpes en la cerradura hicieron el resto. Al abrirse la puerta, Joey se agachó y se deslizó por debajo de la cinta de la policía. En el interior, la cocina estaba en orden, pero la sala de estar estaba destrozada. La lámpara hecha añicos, la mesilla baja volcada, los libros de la estantería en el suelo. La lucha había sido breve, limitada a un único espacio. En la parte inferior de la estantería había una pila de viejos ejemplares de la revista Wired. Joey fue directamente hacia ellas, cogió la que coronaba la pila y examinó la etiqueta con los datos de suscripción. ¿Martin Duckworth?, leyó para sí, totalmente desconcertada. En un estante próximo descubrió el portarretratos roto con la fotografía en la que aparecían Gillian y su padre. Finalmente una prueba física. Joey sacó la foto del marco y la guardó en su bolso.

En el suelo, los pequeños trozos del vaso de cristal de la batidora cubrían la alfombra descolorida, que presentaba una mancha oscura junto a la puerta. Joey se agachó para examinarla de cerca, pero la sangre ya estaba seca. El rastro de sangre continuaba a lo largo del pasillo, pequeñas gotas que señalaban un rastro de pequeños planetas que se alejaban de un sol oscuro. Cuanto más avanzaba por el pasillo, más pequeñas se volvían las gotas, hasta llegar finalmente al dormitorio. Y a las puertas correderas de cristal.

A través del cristal vio que un niño cubano de unos cuatro años, con calzoncillos rojos y una camiseta de Supermán azul la miraba desde el otro lado, las manos metidas bajo el elástico de los calzoncillos. Joey sonrió y deslizó la puerta lentamente para no asustarle.

– ¿Has visto a mi hermano? -preguntó.

– ¡Bang-bang! -gritó el niño, señalando con el dedo como si fuese una pistola hacia la pared que había a la izquierda. Al volverse, Joey vio claramente la zona serrada donde había impactado el primer disparo. La tumbona estaba apoyada contra la base de la pared. Arriba y al otro lado, pensó Joey.

Sacó el móvil del bolso y pulsó el botón de llamada rápida.

– ¿Qué tal el vuelo? ¿Te ofrecieron cacahuetes gratis? -preguntó Noreen.

– ¿Has oído alguna vez el nombre de Martin Duckworth? -preguntó Joey, echando un vistazo al ejemplar enrollado de Wired.

– ¿No es el individuo cuyo nombre aparece en la cuenta del banco?

– El mismo. Según Lapidus y los datos que tienen en Greene, Duckworth está viviendo en Nueva York, pero apuesto a que si le metemos en la picadora de carne, descubriremos algo más.

– Dame cinco minutos. ¿Alguna otra cosa?

– También necesito que encuentres a sus familiares -le explicó Joey mientras se acercaba a la pared-. Charlie y Oliver… cualquiera que ellos puedan conocer en Florida.

– Venga, jefa, ¿crees acaso que no hice ese trabajo en el momento en que subiste al avión a Miami?

– ¿Puedes enviarme esa lista?

– Es una lista con un solo nombre -dijo Noreen-. Pero pensaba que habías dicho que los hermanos eran demasiado listos para esconderse con familiares.

– Ya no. A juzgar por el aspecto de la casa tuvieron una visita sorpresa de Gallo y DeSanctis.

– ¿Crees que les han cogido?

Aún con la imagen de esa mancha seca en la alfombra, Joey se subió a la tumbona y pasó las puntas de los dedos por el trozo de cemento que faltaba en la parte superior de la pared; no había sangre por ninguna parte.

– No puedo hablar por los dos, pero algo me dice que al menos uno de ellos consiguió escapar… y si está huyendo…

– … estará desesperado -continuó Noreen-. Dame diez minutos y tendrás todo lo que necesitas.

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