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– ¡Ahí tienes! ¡Paga! -grito, arrojándole a Charlie mi cartera y abriendo bruscamente la puerta del taxi. Saca un billete de veinte, le dice al taxista que se quede con el cambio y se baja del coche. No se perdería esto por nada del mundo.

Me deslizo sobre la fina capa de hielo y adopto un tono de disculpa.

– Beth, no sabes cuánto lo siento… ¡lo olvidé por completo!

– ¿Olvidar qué? -pregunta ella con un tono de voz tranquilo y agradable.

– Nuestra cena… que te había invitado a casa…

– No te preocupes, ya está hecho.

Mientras Beth habla, descubro que se ha alisado totalmente la larga cabellera castaña.

– Tengo mi propia llave, ¿recuerdas? -dice Beth.

Pasa junto a mí, pero aún estoy desconcertado.

– ¿Adónde vas?

– Gaseosas. Se han acabado.

– Beth, por qué no dejas que yo…

– Entra y ponte cómodo, volveré dentro de un momento.

Se aparta de mí y ve a Charlie.

– ¿Cómo estás, bomboncito?

Charlie abre los brazos con intención de darle un gran abrazo. Ella no parece interesada en corresponderle.

– Hola, Charlie.

Beth intenta esquivarle pero Charlie se planta delante de ella.

– ¿Cómo está el mundo de la contabilidad corporativa? -pregunta.

– Muy bien.

– ¿Y tus clientes?

– También.

– ¿Y la familia?

– Bien. -Ella sonríe, montando su mejor defensa. No es una sonrisa de fastidio; tampoco una sonrisa cansada; ni siquiera es una sonrisa del tipo quítate-de-mi-camino-jodido-mosquito-drogado. Sólo una de las agradables y relajadas sonrisas típicas de Beth.

– ¿Y qué piensas de los helados de vainilla? -pregunta Charlie, alzando una ceja diabólica.

– Charlie -le advierto.

– ¿Qué? -Se vuelve hacia Beth para decirle-: ¿Estás segura de que no te importa si me cuelo en tu cena?

Beth me mira, luego mira a Charlie.

– Tal vez sería mejor que os dejara solos.

– No digas tonterías -insisto.

– No hay problema -añade ella moviendo la mano en el aire en un gesto que significa que no debo preocuparme. Beth jamás se queja-. Deberíais pasar algún tiempo juntos. Oliver, te llamaré más tarde.

Antes de que ninguno de los dos pueda detenerla, se aleja calle arriba. Los ojos de Charlie están fijos en los botas de nieve L. L. Bean que calza Beth.

– Dios mío, todas las chicas de la asociación estudiantil femenina llevaban esas mismas botas -murmura. Le pellizco con fuerza en la espalda. Pero eso no basta para cerrarle la boca. Mientras Beth se aleja, su abrigo de pelo de camello se mueve detrás de ella-. Igual que Darth Vader… simplemente aburrida -añade Charlie.

El sabe que Beth no puede oírle, lo que empeora aún más las cosas.

– Daría mi huevo izquierdo por ver cómo cae de culo. -Cuando Beth ha desaparecido por la esquina dice-: No ha habido suerte. Adiós, muñeca.

Miro a Charlie con dureza.

– ¿Por qué siempre tienes que burlarte de Beth de ese modo?

– Lo siento, pero ¡me lo pone tan fácil!

Me doy la vuelta y camino rápidamente hacia la puerta.

– ¿Qué? -pregunta.

Grito sin mirarle. Igual que papá.

– Puedes llegar a ser un auténtico capullo, ¿lo sabías?

Lo piensa durante un momento.

– Supongo que sí.

Nuevamente, me niego a mirarle. El sabe que ha ido demasiado lejos.

– Venga, Ollie, sólo es una broma -dice, alcanzándome al pie de la escalera de ladrillos flojos-. Es sólo que estoy secretamente enamorado de ella.

Meto la llave en la cerradura y hago ver que no está allí. Eso dura dos segundos.

– ¿Por qué la odias tanto?

– Yo no la odio, yo sólo… odio todo lo que representa. Las botas, la sonrisa tranquila, la incapacidad para expresar nada que se parezca a una opinion… no es lo que yo… No es lo que tú deberías querer para ti mismo.

– ¿De verdad?

– Hablo en serio -dice, mientras abro el tercer pestillo-. Es lo mismo que este diminuto apartamento en el sótano. Sin ánimo de ofender, pero es como tomar una píldora azul y despertarse en una pesadilla de comedia de enredo joven urbana de veintitantos.

– No te gusta Brooklyn Heights, eso es todo.

– Tú no vives en Brooklyn Heights -insiste-. Vives en Red Hook. ¿Lo entiendes? Red. Hook.

Abro la puerta y Charlie me sigue al interior del apartamento.

– Bien, los Rotuladores Mágicos y el color me impresionan -dice, recorriendo el apartamento-. Mira quién se ha encargado de la decoración.

– No sé de qué estás hablando.

– No te hagas el modesto conmigo, Versace. Cuando te mudaste a este apartamento tenías un colchón de Goodwill usado y lleno de manchas, un armario que robaste de nuestro dormitorio, y la mesa y las sillas que mamá y yo compramos en Kmart como regalo para la casa. Y ahora, ¿qué es lo que veo en la cama? ¿Es el último modelo de edredón Calvin Klein? Además de esa pintura agrietada faux antique estilo Martha Stewart que cubre el armario, y la mesa con esa imitación de un mantel Ralph Lauren, perfectamente puesta para dos. No creas que he pasado por alto ese toque de enamorada. Y aunque veo lo que estás tratando de hacer, hermano… todo esto es un síntoma de un problema más profundo.

Charlie repite las últimas palabras para sí mismo. «Síntoma de un problema más profundo.» En la cocina saca su cuaderno de notas y lo apunta. «Para algunos, la vida es una audición», añade. Su cabeza se mueve al ritmo de una rápida melodía. Cuando se pone así, le lleva unos cuantos minutos, de modo que lo dejo estar. Su mano se detiene súbitamente, luego comienza a escribir deprisa en el cuaderno de notas. El bolígrafo araña con furia la superficie del papel. Cuando pasa a la página siguiente alcanzo a ver un boceto pequeño y perfecto de un hombre saludando delante de un telón. Ya ha terminado con la escritura, ahora está dibujando.

Es lo primero que se manifestó de forma natural en él, y cuando quiere, Charlie puede ser un artista increíble. Tan increíble que, de hecho, la Escuela de Artes Visuales de Nueva York quiso examinar su irregular expediente del instituto y le concedió una beca universitaria completa. Dos años más tarde trataron de orientar su carrera hacia el trabajo comercial, como la publicidad y la ilustración. «Es una vida agradable», le dijeron. Pero en el instante en que Charlie vio que convergían arte y carrera, se largó y acabó sus últimos dos años en la Universidad de Brooklyn estudiando música. Yo le estuve gritando durante dos días. Él me dijo entonces que la vida es algo más que diseñar el nuevo logotipo para un envase de detergente.

A través de la habitación le oigo caminar por el resto del apartamento y olfatear el aire.

– Mmmmmm… huele a Oliver -anuncia-. Ambientador y olor a pantuflas.

– Sal de mi cuarto de baño -le grito desde la cama, donde ya he abierto mi maletín para buscar unos papeles de trabajo.

– ¿Nunca descansas? -pregunta Charlie-. Es fin de semana, puedes relajarte.

– Necesito acabar esto -contesto.

– Escucha, lamento haber hecho la broma de la vainilla…

– Necesito acabar esto -insisto.

El conoce ese tono de voz. Se sienta a los pies de la cama y deja que reine el silencio.

Dos minutos después, la ausencia de ruido surte efecto.

– A veces odio a la gente rica -me quejo.

– No, no es verdad. -Se burla-. Te encanta. Siempre te ha encantado. Cuanto más dinero tienen, más encantadores los encuentras.

– Hablo en serio -digo-. Es como si, una vez que consiguen una buena pasta, ¡zas!, pierden el contacto con la realidad. Quiero decir, mira a este tío… -Cojo la primera hoja de la pila de papeles y la lanzo hacia él-. A este imbécil se le traspapelan tres millones de dólares durante cinco años. ¡Se olvida de tres millones de dólares durante cinco años! Pero cuando le decimos que estamos a punto de quitárselos, entonces es cuando se despierta y quiere recuperarlos.

Lee la carta firmada por un tal Marty Duckworth.


Gracias por su carta […] por favor tomen nota de que he abierto una nueva cuenta en el siguiente banco de Nueva York […] envíen allí por favor el saldo de mi capital.


Pero para Charlie no es más que otra petición normal de transferencia de fondos.

– No lo entiendo.

Señalo la pequeña pila de papeles que tiene delante.

– Se trata de una cuenta abandonada. -Sé que se ha perdido, de modo que añado-. Según las leyes del estado de Nueva York, cuando un cliente no tiene movimientos en su cuenta durante cinco años, el dinero vuelve a manos del estado.

– Eso no tiene sentido, ¿quién sería capaz de abandonar su propio dinero?

– Principalmente la gente que está muerta -digo-. Es algo que sucede en todos los bancos del país; cuando alguien muere, o cae enfermo, a veces se olvidan de hablarle a su familia acerca de sus cuentas. El dinero simplemente se queda allí durante años, y si en la cuenta no hay ninguna actividad, finalmente se clasifica como «inactiva».

– ¿De modo que, una vez transcurridos cinco años, enviamos el dinero al gobierno?

– Ésa es una parte del trabajo que estoy haciendo. Cuando ya han pasado cuatro años y medio, estamos obligados a enviar una carta de advertencia diciendo: «Su cuenta será transferida al estado.» En ese momento, cualquier persona que aún viva suele responder, lo cual es mucho mejor para nosotros, ya que el dinero se queda en el banco.

– ¿O sea que ésa es tu responsabilidad? ¿Tratar con los muertos? Tío, y yo que pensaba que mis habilidades con el servicio de atención al cliente eran malas.

– No te rías, algunos de esos tíos aún viven. Es sólo que olvidan dónde han dejado el dinero.

– Como ese señor Tres Millones de Dólares Duckworth.

– Ése es nuestro hombre -digo-. Lo malo es que quiere transferir su dinero a otro banco.

Charlie relee el texto de la carta enviada por fax. Pasa los dedos sobre la firma borrosa. Luego, sus ojos vuelven al encabezamiento de la página. Algo llama su atención. Sigo el movimiento de sus dedos. El número de teléfono que figura en la parte superior del fax. Pone esa cara de alguien que huele a podrido.

– ¿Cuándo has recibido esta carta? -pregunta Charlie.

– Hoy, en algún momento, ¿por qué?

– ¿Y cuándo hay que transferir ese dinero al estado?

– El lunes, supongo que es la razón por la que envió la carta por fax.

– Sí -Charlie asiente, aunque sé que no me está escuchando. El rostro se le pone completamente rojo. Allá vamos.

– ¿Qué sucede?

– Mini aquí -dice, señalando el número del fax de retornoen la parte superior de la carta. ¿Este número no te resulta familiar?

Agarro la hoja y la examino de cerca.

– No lo he visto en mi vida. ¿Por qué? ¿Lo conoces?

– Se podría decir que…

– Charlie, ve al grano, dime qué es…

– Es el Kinko's que está a la vuelta de la esquina del banco.

Me sale una risa nerviosa.

– ¿De qué estás hablando?

– Te lo estoy diciendo. El banco no nos permite utilizar el fax para cuestiones personales, de modo que cuando Franklin o Royce necesitan enviarme alguna partitura, va directamente a Kinko's y a ese número.

Vuelvo a mirar la carta.

– ¿Por qué un millonario, alguien que puede comprar diez mil máquinas de fax, y puede ir directamente al banco, habría de enviarnos un fax desde una copisteria que está justo a la vuelta de la esquina?

Charlie me sonríe con inocultable excitación.

– Tal vez no estemos tratando con un millonario.

– ¿De qué estás hablando? ¿Crees que Duckworth no envió esta carta?

– Dímelo tú. ¿Has hablado con él últimamente?

– No tenemos la obligación de… -Me interrumpo de golpe, comprendo dónde quiere llegar-. Todo lo que hacemos es enviar una carta a su última dirección conocida, y otra a su familia -comienzo a decir-. Pero si queremos estar seguros, hay un lugar que está abierto hasta tarde… -Me siento en la cama, conecto el altavoz del teléfono y comienzo a marcar un número.

– ¿A quién llamas?

Lo primero que oímos es una voz grabada.

– Bienvenido a la Seguridad So…

Sin siquiera escuchar el resto del mensaje, marco uno, luego cero, luego dos en el teléfono. Conozco la rutina. El altavoz se llena con música enlatada.

– Los Beatles. Let It Be -dice Charlie.

– Shhhh -siseo.

– Gracias por llamar a la Seguridad Social -dice finalmente una voz femenina-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Hola, me llamo Oliver Caruso y le llamo desde el Banco Greene & Greene en Nueva York -digo en ese tono de voz exageradamente agradable que a Charlie le revuelve el estómago. Es el tono que reservo para el servicio a los clientes y, no importa cuánto lo desprecie Charlie, en el fondo sabe que funciona-. Me preguntaba si podría ayudamos -continúo-. Estamos trabajando en una solicitud de préstamo y queríamos verificar el número de la Seguridad Social del solicitante.

– ¿Tiene un número de identificación? -pregunta la mujer.

Le doy el número de nueve dígitos del banco. Una vez que tienen eso, obtenemos toda la información privada. Es la ley. Dios bendiga a Norteamérica.

Mientras espero la autorización, incapaz de quedarme quieto, tiro de las costuras de mi edredón verde salvia. No me lleva mucho tiempo deshacerlas.

– ¿Y el número que desea comprobar? -pregunta la mujer.

Después de leer la lista de las cuentas abandonadas, le doy el número de la Seguridad Social de Duckworth.

– El nombre es Marty o Martin.

Pasa un segundo. Luego otro.

– ¿Ha dicho que es para la solicitud de un préstamo? -pregunta la mujer, desconcertada.

– Sí -digo, ansiosamente-. ¿Por qué?

– Porque según la información que tenemos en nuestros archivos, tengo una fecha de defunción correspondiente al doce de junio.

– No lo entiendo.

– Sólo le digo lo que hay en nuestro archivo, señor. Si está buscando al señor Martin Duckworth, murió hace seis meses.

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