El Palatino acababa de entrar en la estación. Los viajeros descendían blandamente. Tiberio señaló de lejos a Laura, para que Nerón la viese.
– Tiberio… -dijo Laura-. ¿Cómo no estás trabajando? ¿Llevas mucho tiempo aquí?
– Languidezco aquí desde las primeras luces. Cuando tú dormías en la frontera, yo ya estaba aquí. En aquel rincón. ¿Cómo estás? ¿Has podido dormir en la litera? Dame tu bolsa.
– No estoy cansada -dijo Laura.
– Claro que lo estás. Sabes perfectamente que el tren cansa. Mira, Laura, te presento a nuestro amigo Nerón, la tercera punta satánica del triángulo demoníaco que baña la ciudad de Roma de sangre y fuego… Lucius Domitius Nero Claudius, sexto César… ¡Avanza Nerón! Mucho cuidado con él, Laura… Está completa y rematadamente loco. Es el loco más completo que Roma haya jamás acogido entre sus muros desde hace mucho tiempo… Pero Roma aún no lo sabe. Ése es el inconveniente.
– ¿Tú eres Nerón? Claudio lleva años hablándome de ti -dijo Laura.
– Buena cosa -dijo Nerón-. Soy un tema inagotable.
– Es sobre todo un individuo pésimo -dijo Tiberio-. Inteligencia eruptiva y nefasta para el futuro de las naciones. Pero ¡dame esa bolsa, Laura! No quiero que lleves ninguna bolsa. Pesa y además hace feo.
Nerón caminaba al lado de ambos. Tiberio había descrito mal a aquella mujer, con palabras ambiciosas que quieren decir mucho y no dicen nada. Nerón lanzaba rápidas miradas de soslayo, manteniendo la distancia, con una deferencia respetuosa nada habitual en él. Laura era bastante alta y andaba con una especie de desequilibrio imperceptible. ¿Por qué Tiberio le había expuesto tan mal todo aquello del perfil? Había hablado de un perfil curvo, de labios un poco desdeñosos, de cabellos negros cortados sobre los hombros.
Pero no había explicado hasta qué punto el conjunto resultaba sorprendente a la vista. En este momento, ella escuchaba a Tiberio, mordiéndose un labio. Nerón absorbía con avidez la entonación de su voz.
– ¡Pues no, guapo, no llevo nada de comer! -decía Laura, mientras caminaba con rapidez, cruzando los brazos sobre su vientre.
– ¿Y qué va a ser de mí?
– Cómprate algo de camino. Tienes que alimentarte. ¿Claudio trabaja de nuevo? ¿Se concentra?
– Por supuesto, Laura. Claudio trabaja mucho.
– Me mientes, Tiberio. Duerme de día y corretea de noche. Mi pequeño Claudio no hace más que tonterías. Dime, Tiberio, ¿por qué no ha venido?
Espantó sus palabras de un manotazo.
– Es por Livia -dijo Tiberio-, ¿no has oído nada del último descubrimiento de tu querido Claudio?
– La última vez sólo mencionó a una tal Pierra.
– ¡Oh, no! Lo de Pierra data de hace al menos veinte días, es una historia antigua, antediluviana. No, yo hablo de la maravillosa Livia, ¿no te dice nada?
– No. Creo que no. Veo tantas, ya sabes.
– Muy bien, te la enseñaré esta semana. Siempre que la constancia de Claudio resista hasta entonces.
– Esta vez no me quedo, guapo. Me vuelvo a París mañana por la noche.
Tiberio se detuvo bruscamente.
– ¿Te vas tan pronto? ¿Nos dejas?
– Sí -dijo Laura sonriendo-. Volveré dentro de un mes y medio.
– ¿Pero acaso no te das cuenta, Laura? ¿No sabes que Claudio y yo, desde que estamos exiliados aquí en Roma, todos los días, me oyes, todos los días lloramos un poquito por tu culpa? Un poquito antes de almorzar y un poquito antes de cenar. Y tú ¿qué haces? ¡Nos dejas durante un mes y medio! ¿Acaso crees que las Pierras y las Livias van a poder animarnos?
– Sí, lo creo -dijo Laura con la misma sonrisa.
Nerón apreció aquella sonrisa.
– Pero yo soy un ángel -dijo Tiberio.
– Claro que sí, guapo. Ahora vete, voy a coger un taxi.
– ¿No podemos acompañarte y tomar contigo una copa en el hotel?
– Prefiero que no. Tengo que ver a un montón de gente.
– Bueno. Cuando veas a Henri, abrázalo de mi parte y de parte de Claudio. Dile que tengo la foto que me ha pedido para su libro. Entonces… ¿te devuelvo la bolsa? ¿Acabas de llegar y ya nos dejas?, ¿y no vuelves hasta dentro de un mes?
Laura se encogió de hombros.
– Vale -respondió él-. Me zambulliré en el estudio. ¿Y tú, Nerón?
– Me ahogaré en la sangre de la familia -dijo Nerón sonriendo.
– Se refiere a la familia imperial -susurró Tiberio-. Los Julio-Claudios. Es una manía que tiene. Muy grave. Nerón el Parricida fue el criminal más peligroso de todos. Prendió fuego a Roma.
– No existen pruebas -dijo Nerón.
– Lo sé -dijo Laura-. Y se hizo dar muerte diciendo: «¡Qué artista muere conmigo!». O algo así.
Tiberio le tendió la mejilla a Laura y Laura le dio un beso. Nerón le estrechó la mano.
Sobre la acera, los dos chicos la miraron mientras se alejaba de espaldas, a grandes zancadas, arropándose con su abrigo negro, los hombros un poco arqueados como si tuviese frío. Se volvió para hacerles una seña. Nerón entornó los ojos. Nerón era miope: se estiraba con los dedos las comisuras de sus ojos verdes para «ver claro» porque se negaba por completo a llevar gafas. Un emperador romano no puede permitirse el llevar gafas, explicaba. Sobre todo si tiene los ojos verdes, que son muy delicados. Resultaría indecente y grotesco. Nerón se había hecho cortar el pelo a la antigua, corto, dejando sobre la frente algunos bucles rubios y regulares que aplastaba cada mañana con gomina.
Tiberio lo sacudió suavemente.
– Puedes dejar de estirarte los ojos -dijo-. Ha doblado la manzana. Ya no se la ve.
– No sabes describir a las mujeres -suspiró Nerón-. Ni a los hombres.
– Cierra la boca -dijo Tiberio-. Venga, vamos a tomar un café.
Tiberio se sintió aliviado. Le hubiese horrorizado que su querido Nerón no apreciase a Laura. Por supuesto confiaba en las fascinaciones extremadas de su amigo, pero, aun así, siempre se corre un riesgo. Por ejemplo, hubiese podido mostrarse simplemente tibio. Hubiese podido no entender nada y decir, sí, que era bastante guapa, pero que ya no era joven y que se le podían reprochar algunos pequeños detalles, que todo aquello distaba de ser perfecto o algo así. Por esa razón, Tiberio y Claudio habían titubeado largamente antes de enseñarle a Laura. Pero Nerón sabía reconocer todo lo que valía la pena en este mundo.
– No, no sabes describir a las mujeres -repitió Nerón revolviendo su café.
– Bébete el café. Me pones nervioso cuando lo revuelves de esa forma.
– Claro, tú estás acostumbrado. La conoces desde que eres un niño.
– Desde los trece años. Pero uno no se acostumbra nunca.
– ¿Cómo era antes? ¿Más guapa?
– Yo creo que menos. Tiene un tipo de rostro al que le va bien la fatiga.
– ¿Y dijiste que era italiana?
– No por completo, su padre es francés. Nació en Italia y aquí ha pasado toda su juventud, una juventud más bien alocada, creo. Casi no habla sobre ello. Sus padres estaban francamente en la miseria. Debió de ser el tipo de chica que corretea descalza por las calles de Roma.
– Me lo imagino -dijo Nerón soñador.
– Se encontró con Henri Valhubert en Roma, cuando él vino a estudiar a la escuela francesa. Era muy rico, viudo, con un niño pequeño, pero no era guapo. No, Henri no es guapo. Ella se casó con él y se fue a vivir a París. Es inexplicable. Hace ahora casi veinte años. Ella viene a Roma con frecuencia para ver a su familia, para ver a gente. A veces se queda un día, a veces algo más. Es difícil tenerla para uno mucho tiempo de una sola vez.
– ¿No me habías dicho que te gustaba Henri Valhubert?
– Claro. Es la costumbre. Siempre ha sido despiadado con Claudio. Anotábamos en un cuaderno sus accesos de ternura, porque a veces tenía alguno por las mañanas. Laura nos daba dinero a sus espaldas y mentía por nosotros, porque Henri Valhubert era contrario a todo tipo de locura. Trabajo y sufrimiento. ¿Resultado? Claudio no hace nada y eso pone a su padre furibundo. No es un hombre fácil. Creo que Laura le tiene miedo. Una noche, Claudio se quedó dormido sobre su cama y yo atravesé el gran despacho para volver a casa. Vi a Laura llorando en un sillón. Era la primera vez que la veía llorar y me quedé petrificado, tenía quince años, entiéndeme. Al mismo tiempo, era un espectáculo excepcional. Se sujetaba el pelo negro con el puño y lloraba sin hacer ruido. Con el arco de la nariz tenso, divino. Es lo más bello que he visto en toda mi existencia.
Tiberio frunció el entrecejo.
– Fue mi primer paso hacia el conocimiento -añadió-. Antes era imbécil.
– ¿Por qué lloraba?
– Nunca lo supe. Y Claudio tampoco.