Richard Valence, que había dejado su habitación algunas horas con un pleno dominio de si mismo, se exasperaba de haber perdido la firmeza en tan poco tiempo. Caminaba rápidamente. Aquella basura de obispo y la zorra de su protegida lo habían desequilibrado, se daba cuenta. No conseguía recuperar el aplomo. Como cuando uno desplaza un mueble muy pesado y después no consigue hacer coincidir su base con las marcas dejadas en el suelo. O como cuando uno no consigue volver a doblar una camisa tal y como lo había hecho la dependienta. Los pliegues de la tela están ahí bien marcados, los seguimos, pero el resultado ya no es perfecto, es personal.
Si Tiberio hubiese pasado por allí en aquel momento, ya no lo hubiese tratado con aquella indulgencia gratuita. Desde el comienzo de la velada, no solamente había tenido que aguantar la bofetada de aquel joven desquiciado, sino que también había tenido que afrontar el desprecio de la chica y los comentarios altivos de su protector con sotana. Era capaz de soportar mucho, antes de ponerse a temblar, pero aquella noche sentía que no iba a poder con mucho más. Sin duda, necesitaba comer y dormir. Eso sería suficiente para restablecer la calma. Pasar mañana a ver a Ruggieri, entregar el informe y tomar el primer tren para Milán. Esperar después la reacción del ministro y tomar una decisión. Y seguramente, encontrar otro trabajo. Su colega, Paul, tan meticuloso, iba a tirarse de los pelos cuando descubriese que Valence había gritado la verdad a los cuatro vientos. No era grave, lo de los pelos. No se excusaría ante nadie. Sintió de repente qué sus piernas le fallaban y se apoyó en la pared. Tenía hambre, era evidente.