Richard Valence aún sonreía de vuelta al hotel. Desde que había llegado a Roma esta mañana, no había tenido tiempo de instalarse. Una vez en su habitación, llamó a su colega en la cancillería. Acostado sobre la cama, esperaba con cansancio el momento de escuchar la voz moderada de Paul, que debía de sentirse muy aliviado tras evitar el enfrentamiento con Édouard Valhubert.
– Aquí Valence. ¿Se ha calmado el ministro?
– Todo va bien -dijo Paul-. ¿Y por ahí?
– Interrogue al ministro de mi parte sobre sus ocupaciones de ayer por la noche.
– ¿Está loco, Valence? ¿Es así como piensa silenciar todo el asunto?
– Es el hermano de la víctima, ¿no? Y si he entendido bien, Henri deja una herencia bastante sustanciosa. ¿Édouard Valhubert no habrá jugado últimamente con el dinero del Estado?, ¿no tendrá una necesidad apremiante de dinero?, ¿falsas facturas?, ¿dónde se encontraba ayer por la noche?
– ¡Valence -gritó Paul- está ahí para silenciar el asunto!
– Ya lo sé. Y sin embargo haré exactamente lo que me plazca.
– ¡Ya basta, Valence! ¡Alguien podría sorprender esta, conversación grotesca!
Richard Valence se rió.
– Le divierte reírse de mí, ¿es eso, Valence?
– Sí, es eso.
– Y su jodida mujer eterna ¿ha llegado? ¿La ha visto? ¿Cómo le ha sentado el haberse librado de su marido? ¿Sabe usted, al menos, que se iba de paseo a Roma casi todos los meses?
– Deje en paz a esa mujer, Paul -dijo Valence-. E interrogue de todas maneras al ministro -dijo antes de colgar.
Se acostó y cerró los ojos. Tenía tiempo de ir a visitar a aquel editor, Pietro Baldi. Le parecía que se trataba de una pista falsa. Pero había que ir. Todo aquello empezaba ya a contrariarle de manera imperceptible… Se permitió media hora de reposo.