VI

Tiberio se había despojado de la camisa y se dejaba tostar por el sol. Se divertía vigilando, al otro lado de la antigua vía, las maniobras de una mujer que pasaba y volvía a pasar por detrás de una estela funeraria. Nerón adoraba este paseo de la via Appia, a causa de las tumbas alineadas con sus talus enhiestos. Claudio lo adoraba a causa de las prostitutas que campaban a su sombra. En cuanto a Tiberio, a él le gustaba la enorme cantidad de grillos.

Claudio y Nerón estaban desplomados sobre la hierba. Había un bicho sobre la mejilla de Nerón, y Tiberio le dio una manotada.

– Gracias -dijo Nerón-. No tenía fuerzas.

– ¿No mejoras?

– No. ¿Y Claudio?

– Claudio ni siquiera contesta. Tiene la cabeza de plomo.

– ¿Qué demonios haces con el torso desnudo?

– Atraigo a la joven de enfrente -dijo Tiberio, sonriendo.

– Pobre imbécil -murmuró Claudio.

– Deberíais presentarle vuestras excusas a Gabriella -continuó Tiberio-. Ayer por la noche estuvisteis rastreros. Verdaderos cerdos. Con la elegancia de un puñado de ladrillos. ¡Qué espectáculo, Dios mío! Y para terminar, os derrumbáis como dos seres desgraciados, pegajosos, sudorosos, amorfos. Dos bolas asquerosas que no tuve más que lanzar por las escaleras para que bajasen por su cuenta. La bola Nerón iba más rápido que la bola Claudio porque era más pesada.

– Venga, Tiberio -gruñó Nerón-. No te hagas el angelito.

– Y hoy la cosa no parece arreglarse -continuó Tiberio-. Hoy es lo que todos llaman un día después difícil. Dos paquetes de ropa sucia apestando a alcohol. La chica de enfrente no querría nada de vosotros ni por todo el dinero de papá Valhubert.

– Eso habría que verlo -murmuró Claudio.

– Ya está todo visto, compañero. Pero, a fin de cuentas, a mí me es indiferente. Yo me bronceo.

– Saludable mozo de granja, trabajador infatigable -resopló Nerón con desdén-. Qué horror.

– Tú habla, Nerón. Esta noche voy a arramblar con todas las bellezas romanas ante vuestros ojos de terneros en la cuadra. Sin ninguna competencia a la vista.

– ¡Mierda! ¡La fiesta! -gritó Claudio alzándose sobre los codos.

– En efecto -cortó Tiberio-. La fiesta decadente en la plaza Farnesio. Y tenéis exactamente cuatro horas para prepararos. Nada fácil. Cuatro horitas para metamorfosearos del estado de desecho al de seductor.

– ¡Mierda! -repitió Claudio volviéndose a atar los zapatos.

– ¿No podías habérnoslo recordado un poco antes? -dijo Nerón.

– Compañero -dijo Tiberio levantándose-, esperaba a que vuestros cuerpos volviesen a la superficie. Hay un tiempo para todo.

– ¡Menudo imbécil! -gruñó Nerón, y Tiberio estalló en carcajadas mientras volvía a ponerse la camisa.

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