Capítulo 8

Una madre abnegada

Era de noche cuando alcancé el Corvette plateado de Michael a la altura de Racine. Pensaba que llegaría a mi casa mucho antes que él -había tropezado con Ron y Ernie después de acompañarme hasta mi coche. Cuando arranqué, aún seguían hablando. Pero, contando con su conocimiento superior, como policía, de los itinerarios de la ciudad -y con la cortesía profesional de los de tráfico-, consiguió ganarme. Al verme, bajó del Corvette y vino hacia mí.

– Vic, estaba escrito que éste no iba a ser nuestro mejor día. He recibido una llamada por radio mientras venía. Supuestamente no estoy de servicio hasta mañana por la mañana, pero al tío Bobby no le importan mucho los turnos oficiales cuando ha habido un triple homicidio. Lo siento. Te llamaré mañana, ¿de acuerdo?

Intenté elaborar la oportuna expresión de pesar, pero en el fondo me alegré de estar sola esa noche. La idea de un buen remojón en la bañera sin tener que mostrarme agradable con un intruso me había estado tentando durante todo el trayecto hasta casa. Me faltó tiempo para despedirme y dirigirme hacia la entrada. Y hacia la desintegración de mis sueños de soledad.

Elena estaba plantada en el descansillo del primer piso, con la bolsa de mano a sus pies. Junto a ella estaba sentada una joven negra. Pese a la tenue luz del vestíbulo, pude ver que el estilo de su atuendo contrastaba con la cara agotada y la deslucida ropa de Elena. Cuando las vi, mis sentimientos de culpa respecto a mi tía se esfumaron. Sentí un nudo en el estómago y el cobarde impulso de cerrar la puerta y volver a Streamwood.

Elena se puso en pie de un salto y abrió los brazos en un amplio gesto sin sentido.

– Victoria, corazón, tu vecino, que es tan amable, nos ha dejado entrar para que no tuviésemos que esperarte en el portal. Todo un señor, el viejo. Es una verdadera joya, hoy día ya no se encuentran muchos así de caballerosos. Nos dijo que no habías salido de la ciudad, así que pensé que te esperaríamos en lugar de volver después.

– Hola, Elena -dije débilmente-. Te he encontrado un cuarto. En Kenmore.

– Oh, Vicki; Victoria, quiero decir; la familia es la familia, yo sabía que no me dejarías en la estacada. Ésta es Cerise. Es hija de una conocida mía del Indiana Arms. Cerise, te presento a mi sobrina Victoria. Es la mejor sobrina que te puedas imaginar. Si hay alguien que pueda ayudarte, ésa es ella.

Cerise alargó una delgada mano manicurada.

– Encantada de conocerla -su voz era casi inaudible.

– No puede quedarse -dije severamente-. Y ninguna zalamería me va a convencer de que convierta mi casa en una estación de paso para las víctimas del incendio del miércoles.

Elena frunció los labios como exageradamente dolida.

– Nada de eso, corazón, ni lo sueño. Cerise necesita un detective. Cuando oí su historia, supe que eras exactamente la persona que necesita.

Me entraron ganas de arrancarme los pelos, o gritar, o hacer alguna barbaridad para no aporrear a mi tía. Antes de que pudiese formular una respuesta no violenta, la puerta del uno norte se abrió y el banquero se asomó una vez más.

– Oh, eres tú -dijo ásperamente-, debí imaginármelo. Bueno, esta vez sí que llamo a la policía. Acabo de ver largarse a tu chulo en ese Corvette plateado. Y éstas qué son, ¿tus clientas drogatas?

– ¿A qué se dedica todo el día en el trabajo? -espeté-, ¿a espiar a las empleadas para ver quién se toma cinco minutos más a la hora del descanso? Debe de ser uno de los tipos más famosos del barrio si lo único que hace es acechar a la gente para enterarse de lo que no le importa.

– Me importa que tú hagas tus negocios sucios a toda hora.

– No, no, querido -terció mi tía-. Es una detective. Profesional. Hemos venido a con sultarle sobre un asunto. No debes fruncir tanto el ceño, hoy día es tan importante para un hombre como para una chica cuidar su aspecto, y se te harán unas horribles patas de gallo si sigues así de ceñudo. Y tienes unos ojos muy bonitos.

– Elena, tú cállate, ¿quieres? Podemos hablar arriba del problema de Cerise. Hazla subir, ¿vale? -no iba a resolver nada con el tipo si intervenía Elena.

Elena protestó, ofendida, diciendo que sólo intentaba ayudarme a que me llevase mejor con mis vecinos, pero por fin accedió y empezó a subir. Miré al banquero, dudando si decirle algo conciliador: no es una idea muy brillante meterse en una vendetta con un vecino en un edificio de seis apartamentos.

– Asegúrese de darles a los maderos la matrícula del Corvette cuando les llame, ¿quiere? -le dije-. Su dueño es un detective del Departamento de Homicidios del Distrito Central. A los muchachos de turno les encantará meterse con él por haber sido acusado de ser un chulo. Por si no ha cogido la matrícula, es "furyoso", F-U-R-Y-O-S-O. Algunos días me siento más conciliadora que otros.

Me miró con ceñudos y oscuros ojos, tratando de discernir si estaba echándome un farol. Al oírme deletrear la matrícula, pareció decidir que no lo estaba. Volvió airadamente a su apartamento y cerró de un portazo. Podía oír a Peppy en el apartamento de enfrente gimiendo insistentemente, suplicando poder unirse a la refriega. Subí corriendo las escaleras, de dos en dos, para evitar la predecible arenga del señor Contreras.

Empujé a Elena y a Cerise dentro de mi apartamento.

– ¿Queréis algo de beber? ¿Café? ¿Soda?

– Tomaré una cerveza -dijo Cerise.

– Lo siento. No tengo cerveza. Café, leche o zumo. También tengo agua de seltz y coca.

Cerise se decidió por la coca mientras Elena me pedía ese maravilloso café como el que solía hacer mi madre. Serví los restos de la ensalada de pasta que me había llevado a la merienda del día anterior y calenté un par de bollos. Ninguna de las dos parecía haber comido mucho últimamente. Salvo que Cerise preguntó qué eran esas extrañas cosas blancas que llevaba la ensalada, y aceptó que eran calamares con una entendida inclinación de cabeza, las dos comieron rápidamente en silencio.

– ¿Y cuál es ese problema que requiere un detective? -pregunté cuando terminaron.

Cerise miró a Elena, pidiéndole que hablara por ella.

– Se trata de su bebé -dijo mi tía.

A la fuerte luz de mi comedor, pude observar que Cerise no era tan mayor como allí abajo la hacían parecer sus sofisticadas ropas. Debía de tener unos veinte, pero en cualquier bar legal le pedirían la documentación.

– ¿Sí…? -dije lo más animosamente posible.

– Cree que murió en el incendio -prosiguió Elena.

– ¿Que murió en el incendio? -repetí estúpidamente.

– En el Indiana Arms -precisó agudamente mi tía-. No te quedes así, con la boca abierta como una carpa, Vicki. Tienes que acordarte.

– Sí, pero ¿lo crees? ¿No estás segura?

Me había dirigido a Cerise. Sacudió la cabeza y se volvió otra vez hacia Elena. Mi tía habló enérgicamente, con amplios movimientos de manos y frunciendo los labios periódicamente para subrayar los puntos dramáticos.

– Lo que pasa con una vivienda de ocupación individual, Vicki, es que son cuartos individuales. Individual significa que no hay nadie más contigo en tu habitación, ni siquiera una cucaracha, si entiendes lo que quiero decir. Y, por supuesto, nada de bebés. Y ahí tienes a Cerise, intentando hacer algo con su vida, con la niñita más bonita que hayas visto, que tiene catorce meses y está empezando a dar sus primeros pasos, ¿y qué se supone que tiene que hacer con ella mientras está en la calle buscando trabajo?

Elena hizo una pausa, como esperando una respuesta, pero no traté de interrumpir el torrente.

– Así que la deja con su madre, lo mismo que tú harías. Si Gabriella siguiera viva, claro, queriendo como quería siempre lo mejor para ti. Y la madre de Cerise es exactamente lo mismo.

Nada es demasiado bueno para Cerise, y es capaz de arriesgarse a que la tiren a patadas -Elena se palmeó su propio trasero para enfatizar el dicho- si con eso puede ayudar a que Cerise se gane con qué criar decentemente a la niña.

Como yo no decía nada, repitió agudamente su último punto.

– Estupendo -conseguí decir.

Elena resplandeció.

– Bueno, su madre es algo amiga mía. Nos hemos bebido juntas algunas cervezas; no es que yo beba, ya sabes, ni ella tampoco, sólo unas cuantas cervezas, y en plan social -me miró, desafiante, pero no puse en duda su declaración.

– Así que Zerlina, la madre de Cerise, se quedó con la niña mientras Cerise estaba fuera de la ciudad el miércoles por la noche, cuando empieza el fuego. Ahora Zerlina ha desaparecido, ¡zas!, y la pobre Cerise no puede averiguar si su querida niñita pudo salir viva del edificio.

Juntó las manos para producir mayor efecto y se me quedó mirando, expectante. Lo único que se me ocurrió fue que era domingo por la noche, casi cuatro días después del incendio, ¿por qué Cerise aparecía ahora?

– Así que le dije que tú la ayudarías -me urgió impacientemente Elena.

– ¿Ayudarla a qué?

– Bueno, Vicki…, Victoria, necesita encontrar a la pobre criatura. Teme que su madre tenga problemas si acude a la policía. Sabes, por haber tenido al bebé en la habitación. Puede que nunca más consiguiera otra vivienda. Yo le dije que tú eras la persona más adecuada.

– ¿Por qué ha tardado tanto Cerise en echar de menos a la niña? -pregunté.

– Estaba fuera de la ciudad -era la primera contribución de Cerise a la conversación desde que preguntó sobre los calamares-. Otis, el padre de la niña, me llevó a Dells. Tratamos de solucionar las cosas, sabe, quiero que se case conmigo y que tengamos un hogar Katterina y yo, pero él no quiere. Así que me prometió unas vacaciones.

Me froté la frente, tratando de borrar de mi cerebro las imágenes más angustiosas de su vida.

– ¿Y has regresado hoy?

– Fui al hotel -estalló-, fui derecha allí. La gente dice que no quiero a Katterina, que la dejo con mi madre y eso, pero sí la quiero. Sólo que no puedo cuidarla y vivir mi propia vida, no veinticuatro horas al día. No puedo ni conseguir un trabajo si tengo que quedarme con ella todo el tiempo. Pero lo primero que hice fue ir allí, Otis me dejó allí, puede preguntárselo, fue ayer. Y vi lo del incendio, y busqué a mamá por todas partes y por fin esta tarde he encontrado a Elena. Pero no sabe dónde está mamá. Excepto tal vez en el hospital adonde se llevaron a la gente herida en el incendio.

– Tal vez los bomberos encontraron a Katterina -sugerí-. Tal vez está con los de Ayuda Familiar. ¿Has probado a llamarlos?

– No puedo llamarlos. Lo único que quieren es quitarme a mi bebé, dicen que soy una madre irresponsable -se echó a llorar; sus largos pendientes rojos bailaban contra sus hombros.

– Vamos, vamos -Elena le rodeó los hombros con un brazo apaciguador-. Por eso te necesitamos, Vicki. Necesitamos a alguien que sepa cómo hablar a toda esa gente, que pueda encargarse de ello sin meter en problemas a Cerise o a Zerlina.

No me parecía que hubiese muchas esperanzas de que Katterina se hubiera salvado del incendio. Si hubiesen encontrado allí a un bebé, lo más seguro es que los periódicos lo hubiesen publicado a bombo y platillo.

– Lo siento -dije a Cerise con impotencia-. Siento lo de Katterina. Pero eres tú la persona más indicada para ir a la policía y a la Ayuda Familiar: eres su madre, eres la única que tiene derecho a hacer preguntas.

Siguió llorando sin levantar la vista hacia mí. Traté de explicar que a la policía no le iba a preocupar que Zerlina tuviese un bebé con ella en su habitación, que no podían impedirle alquilar otra habitación en cualquier momento, pero tanto a Cerise como a Elena les resbaló como si oyesen llover.

Me acordé de la mujer con la que había hablado en la Oficina de Alojamiento de Emergencia, de la desesperación que compartía con la demás gente que esperaba allí, las pocas habitaciones y las muchas personas para llenarlas. Cuando uno está tan desvalido, la policía puede convertirse en una amenaza burocrática más, dispuesta a utilizar su poder para privarte de un lugar donde vivir.

– Bueno -dije finalmente-, mañana haré unas llamadas por ti.

Elena retiró la mano del hombro de Cerise y se acercó al sillón donde estaba sentada yo.

– Ésta es mi niña. Sabía que podía contar contigo. Sabía que te parecías demasiado a tu madre como para decirle que no a un pobre ser humano en apuros.

– Está bien -asentí secamente. Miré el reloj de la estantería. Eran las diez. Aunque mandase a Elena a esas horas al Windsor Arms, no podría llevarse a Cerise. Haciendo de tripas corazón, abrí el sofá cama, busqué en mis cajones una camiseta larga como camisón para Cerise, y me encerré en mi habitación.

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