Capítulo 12

A la brigada de incendios se le suben los humos

Antes de salir del hospital, intenté comunicarme con Robin Bessinger en Ajax. Esperaba poder cancelar nuestra reunión con la brigada antibombas y atentados ahora que sabía que el bebé no estaba en el Indiana Arms, pero era demasiado tarde: la recepcionista de la agencia de seguros me dijo que había salido para el departamento de policía. Inspiré profundamente, cuadré los hombros, y volví a buscar el coche a la avenida Ellis.

Hubo un tiempo en que podías ir al Departamento Central de Policía a cualquier hora del día y de la noche y aparcar cómodamente. Ahora que la manía desarrollista ha alcanzado la zona sur, la aglomeración del centro congestiona también ese barrio. Me llevó media hora encontrar un sitio donde aparcar. Eso me hizo llegar unos diez minutos tarde a la reunión, cosa que era de poca ayuda para mis alterados ánimos.

Roland Montgomery celebraba sesión en un despacho del tamaño de mi cama. Una mesa de despacho metálica común, atestada de pape les, ocupaba la mayor parte del espacio disponible, pero aún metió sillas para mí, para Bessinger, para Assuevo y para un subordinado. Había pilas de papeles en el alféizar de la ventana y encima del archivero metálico. Alguien debería haberle dicho que ese lugar sería una ratonera en caso de incendio.

Montgomery, un hombre alto y delgado con las mejillas chupadas, me dirigió una mirada acerba cuando entré. Ignoró mi mano tendida, señaló la silla vacía del rincón, y me preguntó si conocía a Dominic Assuevo.

Assuevo tenía un cuerpo de toro: cuello grueso, anchos hombros y estrechas caderas. Su pelo rojizo entrecano estaba pelado a ras del cráneo, como solían llevarlo los chicos cuando yo estaba en tercero. Me saludó con una jovial cortesía que no reflejaban sus ojos.

– No puede apartarse del fuego, ¿eh, señorita Warshawski?

– Me alegro de volver a verle, comandante. Hola, Robin. Intenté llamarte hace un momento pero me dijeron en tu oficina que ya estabas aquí -me abrí paso sorteando sus largas piernas hasta la silla vacía.

Robin Bessinger estaba sentado en el rincón opuesto de la diminuta habitación. Parecía algo mayor de lo que creí la primera vez que lo vi, pero claro, el casco me había impedido ver que tenía el pelo gris. Sonrió, me saludó con la mano y me dijo hola.

Me acomodé junto al hombre de uniforme y tendí la mano.

– V. I. Warshawski. Creo que no nos conocemos.

Farfulló algo que sonaba como "fallos whisky". Nunca llegué a saber cuál era su verdadero nombre.

– ¿Así que cree que había un bebé en el Indiana Arms, señorita Warshawski? -Montgomery extrajo una carpeta de la pila que tenía frente a él. Era de pensar que había practicado antes, no podía saber sólo por el tacto a qué incendio se refería cada carpeta.

– Eso creía cuando hablé con el señor Bessinger esta mañana. Pero fue antes de que consiguiera dar con la abuela del bebé. Acabo precisamente de entrevistarme con ella en el hospital y dice que ya había mandado a la niña con su otra abuela antes de que estallara el incendio.

– Entonces estamos perdiendo el tiempo aquí, ¿es eso lo que quiere decir? -las cejas de Montgomery se elevaron hasta la línea del cabello rojizo. No hizo ningún esfuerzo por disimular su desprecio.

Mostré una tímida sonrisa.

– Eso me temo, teniente.

– ¿No había ningún bebé en el Indiana Arms cuando se incendió? -alargó el cuello en mi dirección por encima de la mesa.

– No puedo afirmarlo categóricamente. Lo único que sé es que la niña que me dijeron que estaba allí, Katterina Ramsay, había salido del edificio por la tarde. Hasta donde yo sé, podía haber otros. Debería comprobarlo con el comandante Assuevo aquí presente.

El joven sentado junto a mí empezó a apuntar eso último en una libreta, pero se paró ante una seña de Montgomery.

– Tiene usted la reputación de ser chistosa, señorita Warshawski -dijo el teniente, recalcando las palabras-. Personalmente, yo nunca he encontrado divertido su sentido del humor. Espero que ésta no sea la idea que usted tiene de una broma, embarcar al cuerpo de policía y al de bomberos en una búsqueda disparatada.

– Mi talento cómico siempre ha sido sobrevalorado por Bobby Mallory -dije tranquilamente. Me estaba empezando a sentir furiosa, pero me parecía que Montgomery me estaba provocando deliberadamente. Me propuse ser la última en parpadear.

– Bueno, la próxima vez que sienta la necesidad urgente de gastar una broma, llame a Mallory, y no a mí. Porque si abusa otra vez de las fuerzas del departamento, señorita Warshawski, créame, llamaré al teniente y le pediré que le dé una buena lección sobre cuestiones legales.

Eso parecía ser el fin de la entrevista. Excepto inclinarme sobre la mesa y aporrearle con mis propias manos, no se me ocurría nada que hacer o que decir para expresar eficazmente mi frustración. Me levanté lentamente, me ajusté la hebilla del cinturón exactamente bajo los botones negros, me quité un cabello imaginario del vestido, y sacudí mi falda. Le sonreí alegremente a Fallos Whisky y esbocé un saludo con la mano a la atención de Robin Bessinger.

Mantuve la alegre sonrisa en los labios mientras bajaba las escaleras. Una vez en el vestíbulo, me dejé arrollar por las oleadas de mi rabia. ¿Qué coño era lo que traía frito a Montgomery? Sólo podía tratarse de sus relaciones con el teniente de policía Bobby Mallory. Bobby habla de mí de una manera y me considera de otra muy distinta -podía muy bien haberle dicho al comandante antiincendios que yo era un incordio y una bocazas, su opinión públicamente expresada en múltiples ocasiones. Tal vez había perdido el afecto de Bobby como viejo amigo de mis padres.

Pero eso no justificaba la conducta del comandante de la brigada. Para empezar, podía haberme preguntado por qué había llamado a Robin. Estaba claro que yo no iba a ponerme a pedir disculpas si me trataban con esa clase de monsergas. Y Bessinger, ¿por qué no soltó prenda el tío? Con una mueca me dirigí a la salida del lado sur.

– Parece que te hubiera mordido una serpiente. ¿No puedes saludar a tus amigos?

Era Michael Furey. No iba mirando la cara de nadie al abrirme paso por el vestíbulo.

– Oh, hola, Michael. Debe de ser la falta de sueño.

– ¿Qué haces aquí? ¿Ayudándonos a mantener la legalidad y el orden en Chicago? -sus ojos azul oscuro me miraban con sorna.

Me forcé a sonreír.

– Algo así. Acabo de reunirme con Roland Montgomery por ese incendio en el Indiana Arms la semana pasada.

– ¿Ese que pilló allí a tu tía? Deberías mantenerte alejada de los incendios intencionados, son asunto sucio, muy sucio.

– Es trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Ya que Montgomery no quiere hacerlo, tal vez tenga yo que echarle un tiento.

– Oh, ¿Monty no va a llevar la investigación? -enarcó las cejas y se quedó pensativo.

– No parece estar muy interesado -conservé un tono ligero.

– Bueno, en ese caso… -se interrumpió-¿No querrás que te diga que te ocupes de tus asuntos?

Me incliné levemente.

– A eso se le llama leer el pensamiento.

Se rió un poco, pero en su risa flotaba cierto fastidio.

– No te lo diré, pues. Pero ten en cuenta que si Monty no va a tocarlo, puede haber buenas razones para apartarse de este asunto.

Le miré sin pestañear.

– ¿Como cuáles? Bueno, no importa. Para que te quedes tranquilo, nadie me ha pedido que me ocupe del incendio. Pero cuanta más gente me dice que no toque algo, más ganas tengo de extender la mano sólo para ver qué tiene de especial.

Alzó impacientemente un hombro.

– Lo que tú digas, Vic. Tengo que largarme.

Atravesó el vestíbulo, saludando a los hombres de uniforme con su habitual buen humor. Sacudí la cabeza y salí.

Bessinger me alcanzó cuando estaba cruzando la avenida State.

– No corras tanto, Vic. Me gustaría saber qué se cocía entre tú y Monty en esa reunión.

Me detuve y le miré firmemente.

– Dímelo tú. Me preguntaba por qué no dijiste nada para explicar por qué te pareció justificado molestar a Montgomery basándote solamente en mi llamada telefónica.

Levantó los brazos.

– He visto un montón de incendios en mi vida. Yo no me meto entre el acelerador y las astillas. Además, sí que he intentado hablar con él. Por eso me he quedado después que tú. Pero sigo sin entender por qué está tan alterado respecto a éste. Aparte de la falta de hombres, parece que se lo ha tomado como una afrenta personal. ¿Por qué?

Sacudí la cabeza.

– Entiendo que a él y a Assuevo les pueda joder que el laboratorio busque en las cenizas un cuerpo inexistente. Pero yo lo único que hice fue llamarte primero a ti por si tú sabías algo. Como no sabías nada, tomé el camino más largo, es de cir, averigüé el apellido de la madre del bebé para buscar a su madre. A la abuela, quiero decir.

– ¿No lo sabías cuando llamaste? -su tono no era acusador, más bien perplejo.

– Yo nunca había visto antes a la chica, la madre de la niña, hasta que vino a mi casa, la noche pasada. Había dejado a la cría con su madre, Zerlina Ramsay, en el Indiana Arms, y no quería que yo hablara con la señora Ramsay. Dijo que si yo me enteraba de su apellido iba a meter a su madre en apuros, que nunca iba a poder encontrar otra vivienda. Pero ella es yonqui, y no sé si era paranoia de drogata, preocupación sincera por su madre, o qué.

Estábamos parados en la calzada junto a la curva. Los coches de patrulla que subían por State hacia la entrada nos rozaban al pasar. Al apartarme para evitar a un hombre que acababa de ser depositado por una larga limusina, tropecé con una mujer que bajaba la calle al trote en dirección a Dearborn.

– ¿No puede mirar por dónde va? -me gritó.

Abrí la boca para replicarle con alguna hostil belicosidad, pero pensé que tal vez ya me había peleado lo suficiente ese día y pasé de ella.

Robin miró su reloj.

– No tengo que volver a la oficina. ¿Quieres ir a beber algo? Me temo que si alguien más tropieza con nosotros, Monty es capaz de arrestarnos, con los humos que tiene.

De repente me sentí muy cansada. No había parado desde las ocho de la mañana, cuando limpié lo de Elena y Cerise. Dos personas tan dispares como Lotty y Roland Montgomery me habían echado un rapapolvo. Se me ocurrió que un lugar limpio, con buena luz, y un vaso de whisky me sentarían como una prescripción del médico.

Robín había venido en taxi desde Ajax. Caminamos juntos hasta el Chevy y nos dirigimos, entre el primer tráfico de hora punta, hacia el Golden Glow, un bar que conocía y que me encantaba, en el sur del Loop. Dejamos el coche ante un parquímetro en Congress y caminamos tres manzanas hasta el bar. Sal Barthele, la dueña, estaba sola con un par de hombres paladeando sus cervezas junto a la barra de caoba en forma de herradura. Me dirigió una majestuosa inclinación de cabeza mientras conducía a Robin hasta un pequeño velador del rincón. Esperó a que estuviésemos instalados y a que Robin terminara de extasiarse ante las auténticas lámparas Tiffany antes de tomarnos el pedido.

– ¿Lo de siempre, Vic? -me preguntó Sal después de que Robin pidiera una cerveza.

Lo de siempre es un Black Label. Recordé la cara congestionada, surcada de venitas, de Elena, mis desaparecidas tarjetas de crédito y la admonición de Zerlina de seguir con mis tres mil botellas menos que mi tía. Luego pensé: joder, tengo treinta y siete años. Si tuviese que emborracharme cada vez que me siento amenazada por la vida, habría empezado a hacerlo hace tiempo. Cuando me apetezca un whisky, me tomaré un whisky.

– Sí-dije con más vehemencia de la que pretendía.

– ¿Estás segura, chica? -se burló cariñosamente Sal; luego se dirigió hacia la barra para prepararnos las bebidas. Sal es una hábil mujer de negocios. El Glow es sólo una de sus inversiones y podría fácilmente permitirse encargárselo a un gerente. Pero también fue su primera empresa y le gusta presidirla en persona.

Robin tomó un sorbo de su caña y abrió apreciativamente los ojos.

– He debido pasar delante de aquí unas cien veces, yendo al Seguro. ¿Cómo he podido perderme esta mixtura?

La cerveza de Sal se la fabrica especialmente un pequeño cervecero de Steven's Point. Yo no soy aficionada a la cerveza, pero mis amigos que sí lo son piensan que es cosa fina.

Le conté a Robin algo de lo de Sal y sus operaciones, y luego dirigí de nuevo la conversación hacia lo del Indiana Arms.

– ¿Has encontrado alguna prueba de que el dueño estuviese intentando vender la casa?

Robin sacudió la cabeza.

– Es demasiado pronto para saberlo. No descartamos sus limitaciones, pero no es eso lo que importa. La cuestión está en qué pasa con el edificio y con él, y con sus finanzas. Aún no hemos llegado a eso.

– ¿Qué dice Montgomery?

Robin frunció el ceño y se acabó la cerveza antes de contestar.

– Nada. No piensa emplear más fuerzas en investigar el incendio.

– ¿Y tú no estás de acuerdo? -bebí un vaso de agua y luego me tragué el resto del whisky. El calor se extendió lentamente desde mi estómago hasta mis brazos, y parte de la tensión que la jornada me había acumulado en los hombros desapareció.

– Nunca pagamos la indemnización cuando hay incendio provocado de por medio. Es decir, a menos que sea cien por cien seguro que no ha sido amañado por el asegurado.

Levantó su vaso a la intención de Sal y ella trajo otra caña. Traía también la botella de Black Label pero yo sacudí la cabeza ante la idea de una segunda copa. Elena debía de estar afectándome, a fin de cuentas.

– Pero es que no entiendo a Montgomery He trabajado anteriormente con él. No es un tío fácil, allí las cosas no son relajadas, pero nunca lo había visto tan antipático como ha estado contigo esta tarde.

– Debe de ser mi encanto -dije en tono ligero-, a algunos hombres les afecta de esa manera- no creí que valiese la pena explicarle a un extraño mi teoría respecto a Montgomery y a Bobby Mallory.

Robin se negó a reír.

– Es algo con relación a ese incendio. ¿Por qué, si no, me iba a decir que el caso estaba cerrado? Me ha dicho que sólo lo habían vuelto a abrir porque creían que había un cadáver allí. Ahora quieren ocupar a sus hombres donde más urgentemente se les necesita.

– Nunca he trabajado con los de bombas y atentados, pero supongo que no son demasiado distintos de los demás policías: faltan hombres y sobran crímenes. A mí no me parece tan increíble que Montgomery quiera abandonar una investigación en ese mausoleo, asegurado en menos de lo que debiera, y en una de las zonas más mugrientas de la ciudad. Puede que los bomberos y los polis sirvan y protejan a todos, pero son humanos: responderán primero a los vecinos con mayor influencia política.

Robin hizo un ademán de impaciencia.

– Tal vez tengas razón. Las compañías de seguros tienen que ser más estrictas con los incendios intencionados. Tal vez Montgomery se quiera concentrar en la Costa Dorada, pero nosotros no podemos ser tan elitistas. Aunque él abandone el Indiana Arms, nosotros no lo haremos. Al menos no por ahora.

O al menos no hasta que su jefe reorganizara su sentido de las prioridades. Pero este último pensamiento perverso me lo guardé para mí, y dejé que la conversación derivara hacia el placer de ser propietario de una casa. Robin acababa de comprar una casa de dos pisos en Albany Park; alquilaba el piso de abajo y vivía en el de arriba, tratando de rehabilitar el conjunto en su tiempo libre los fines de semana. Quitar barniz y extender pintura antihumedad no es exactamente la idea que yo tengo de la diversión, pero estoy plenamente dispuesta a aplaudir a cualquiera que se proponga hacerlo.

Tras su tercera cerveza, parecía natural pensar en irnos a otro sitio a cenar. Nos pusimos de acuerdo en I Popoli, un restaurante de mariscos junto a Clark y Howard. Después, parecía natural acercarnos hasta Albany Park para inspeccionar el trabajo de restauración. Una cosa parecía llevar a la siguiente, pero me fui antes de llegar demasiado lejos -no había cogido ningún accesorio cuando salí de casa por la mañana. Sea como sea, el sida me está volviendo más precavida. Me gusta ver a un tío varias veces antes de hacer algo irrevocable. Pero sigue siendo agradable enterarse de una opinión externa sobre los encantos de una. Me fui a casa a las doce, con un humor mucho mejor del que creía posible cuando me levanté, veinte horas atrás.

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