Capítulo 37

Caza de conejos

Caminé por la playa mientras Peppy danzaba a mi alrededor, acercándome palitos para que se los lanzara. Estábamos casi en octubre. El agua ya se había puesto muy fría para mí, pero ella podía nadar tranquilamente durante un mes más si no teníamos ninguna tormenta fuerte.

Me acerqué hasta el promontorio rocoso que apunta al este adentrándose en el agua. Cuando me senté a contemplar el lago, Peppy saltó por las rocas en busca de conejos. Era una pendiente bastante empinada, pero alguna vez había encontrado alguno escarbando entre las piedras de la orilla.

El agua lisa tenía un brillo plateado, un tono como de sílex que no tenía en verano. Se pueden distinguir las estaciones por el color del lago, aunque no cambie nada más en el paisaje. Cuando está calma, el agua parece infinitamente tentadora, ofreciéndose a abrazarte, a acariciarte hasta que duermas, como si no existiesen las frías profundidades, las repentinas furias que pueden arrojarte, impotente, contra las rocas.

Era la indefensión lo que yo temía. Una vida como la de Elena, rodando por ahí sin ninguna baliza que le sirva de guía. O mi propia vida esos últimos días, rozando con circunspección el borde de la presa, pero sin atreverme a echarme un clavado limpio. Esperando por lo de Ralph MacDonald, por ejemplo. Ni siquiera sabía si era por miedo a él, miedo a sus veladas amenazas, por lo que estaba actuando así. Tal vez estaba simplemente demasiado agotada por las recientes escapadas de mi tía y no me quedaba nada de energía para encargarme de mis propios asuntos. Por lo menos era una teoría para recomponer el ego.

Debería superar mi repugnancia y prestarle algo de atención a los problemas de Elena, de todas formas. No era justo para con ella, ni para con Furey, traspasarle simplemente a él sus problemas. Por lo menos podría buscar a Zerlina para volver a preguntarle si conocía a alguien que pudiese ocultar a Elena. Mis hombros se encorvaron ante esa perspectiva.

Podía pasarme por el Distrito Central para ver si Finchley reconocía el brazalete, y para comprobar si Furey se había enterado de algo sobre Elena. Si no, organizaría mi propia búsqueda por la mañana, tal vez acudiría a los Hermanos Streeter para que me ayudasen. Y podía ir a ver a Roz: ya era hora de lanzar mi ofensiva contra Ralph Macdonald. Tanto si tenía algo que ver personalmente con el incendio como si no, algo se traía entre manos; me había quedado pasiva demasiado tiempo.

Me levanté bruscamente y llamé a la perra. Peppy subió en tres fáciles brincos y empezó a girar con impaciencia. Cuando vio que íbamos al coche en lugar de volver a la playa, metió el rabo entre las piernas y redujo su ímpetu a un lento paso de tortuga.

El Chevy también se arrastraba con bastante dificultad. Le había puesto más líquido a la transmisión, había comprobado el aceite, había mirado con cierto aire de inteligencia las bujías y el alternador. Mañana tendría que encontrar tiempo para llevarlo a un taller. Y conseguir dinero para pagar al mecánico y para alquilar otro coche mientras tanto.

– No te pares -le ordené al motor.

La velocidad máxima que me permitía esa tarde era de apenas sesenta. Tenía que ir pegada a la derecha, irritando a los conductores que me seguían al mantenerme por debajo de los cuarenta. Tardé más de media hora en llegar al Distrito Central.

– Me paro aquí primero porque después Finchley se va a ir -le expliqué a Peppy, en caso de que me acusara de cobardía-. Sigo con la intención de ir a ver a Roz.

Entré en el cuartel general de la policía por la puerta que da a la calle State. Si entraba por la puerta de la comisaría de la otra calle, tendría que explicarle mis asuntos al comandante de guardia. Por supuesto que hay un guardia en la calle State, pero no me costó tanto convencerlo como a un sargento que está tras un mostrador, sobre todo porque reconoció mi apellido. Conoció a mi padre años atrás y estuvimos charlando un poco sobre él.

– Yo entonces no era más que un novato, pero Tony se interesaba por los jóvenes del cuerpo. Siempre he recordado eso y he tratado de hacer lo mismo con los nuevos que entran. Y las nuevas, claro. Bueno, tú quieres ir a ver al teniente, y no estar aquí recordando viejos tiempos. Sabes dónde está su oficina, ¿verdad?

– Sí, he estado allí cientos de veces. No es necesario que lo llames.

La unidad de Bobby ocupaba la sección del tercer piso en el extremo sur del edificio. Las mesas de los detectives se agolpaban tras unas divisiones que llegaban a la altura del pecho a lo largo de un extremo de la sala, mientras que los de uniforme ocupaban unas mesas en un espacio abierto en la parte frontal. Bobby llevaba las riendas desde un minúsculo despacho en la esquina sudeste.

Terry Finchley estaba terminando un informe, aporreando una máquina de escribir casi tan antigua como la mía. Mary Louise Neely, una agente de uniforme que trabajaba en la unidad, le hablaba sentada en el borde de su mesa mientras él escribía. La máquina hacía tanto ruido que no me oyeron entrar.

La mayor parte de las mesas estaban vacías. El cambio de turno es a las cuatro, así que hacía tiempo que habían pasado lista y les habían dado sus destinos. Las cinco es una hora lenta en el mundo del crimen. A esa hora los polis se lo toman con calma, aprovechan para cenar o esperan a que los testigos vuelvan a casa después del trabajo, o cualquier otra cosa que uno hace cuando tiene un pequeño respiro en el trabajo.

La puerta del despacho de Bobby estaba cerrada. Deseé que eso significara que se había ido a casa. Me acerqué al cubículo de Finchley, interrumpiendo a la agente Neely cuando describía el interior del XJS que había perseguido la noche anterior. No supe si lo que más la había impresionado eran los asientos de cuero negro o los tres kilos de coca que había encontrado en los bajos. Generalmente más tiesa que una vara, ahora gesticulaba y reía, con un toque de color en su pálido rostro.

– Hola, chicos -dije-. Siento interrumpir.

Finchley cesó su tecleteo con dos dedos.

– Hola, Vic. ¿Buscas a Mickey? Ahora mismo no está. La agente Neely se retiró tras su fachada descolorida. Murmurando algo respecto a "poner algo por escrito", se marchó muy tiesa hacia las mesas de enfrente.

– Sólo en parte, para ver si había averiguado algo sobre mi tía. Hace ya cuatro días que desapareció, sabes. He encontrado algo en mi casa esta tarde y me he pasado a ver si se te había caído a ti.

– No sabía que tu tía había desaparecido. El teniente ha debido asignarle el caso a Mickey extraoficialmente -Finchley indicó hospitalariamente la silla metálica junto a su mesa. -Siéntate. ¿Quieres café?

Me encogí de hombros.

– No tengo el estómago lo bastante fuerte para ese potingue que tomáis vosotros -me senté-. Nunca he visto a la agente Neely en plan tan humano. Casi hasta me arrepiento de haber interrumpido.

La mujer policía estaba sentada ante una máquina de escribir tecleando con una precisión sin tacha, con la espalda lo suficientemente recta como para satisfacer a un inspector de West Point.

– Es la primera mujer que entró en la unidad -explicó Finchley-. Ya sabes cómo funciona, Srta. W. Tal vez teme que si la ves actuar con naturalidad, irás a chivarte al teniente.

– ¿Yooo? -estaba indignada.

Finchley sonrió.

– Bueno, tal vez teme que si actúa amistosamente contigo, el teniente piense que la has corrompido. ¿Te gusta así más?

– Mucho más -dije con énfasis. Me saqué la esclava del bolsillo y se la enseñé a Finchley.

– La he encontrado debajo del sofá -le expliqué-. Tú y Montgomery sois los únicos hombres que os habéis sentado allí últimamente. Me preguntaba si se te habría caído a ti.

Finchley la miró brevemente.

– No es mía. Ésos son adornos de chulo, odio ese tipo de chucherías. Y para ser justos con Montgomery, tampoco es exactamente su estilo -observó mi cara-. Se lo preguntaré por ti si quieres.

Titubeé. Me repateaba admitir que no tenía agallas para enfrentarme con el teniente de atentados. Por otro lado, ¿cuántas confrontaciones difíciles necesitaba para demostrar que no era una gallina? Acepté tristemente.

Finchley pasaba la cadena entre sus dedos.

– Sabes, esto tiene más pinta de ser… -se mordió la lengua-. Lo preguntaré por ahí.

– ¿Puedes hacerlo dando simplemente su descripción? La otra persona a la que pudo pertenecer es a la chica que murió, la joven cuya familia me ayudaste a localizar la semana pasada. Quiero llevárselo a su madre por la mañana para enseñárselo.

– Concienzuda chiquilla, ¿verdad? ¿Has pensado alguna vez en contratar a alguien que te haga algo del trabajo pesado?

– A diario -hice un gesto en dirección a la rígida espalda de la agente Neely-. Tal vez debería hablar con ella. La paga no es alta, pero sería un cambio después de teclear informes sobre alijos de coca.

– Oye, si no tienes que pasar informes a máquina, piensa en mí primero -protestó Finchley. Tomó cuidadosamente nota del número de amatistas de la esclava y me la devolvió.

– Le preguntaré a Monty y… y te llamaré mañana si puedo.

Sonó su teléfono.

– Tómatelo con calma, Vic.

Gracias, Terry. ¿Puedo usar el teléfono antes de salir?

Descolgó su propio auricular y me indicó la mesa que había tras él. Rodeé el panel divisorio y llamé a mi servicio de mensajes.

Lucy Mott había llamado desde el despacho de mi abogado con información sobre Farmworks, Inc.; no había dejado detalles en el servicio de llamadas. Había llamado Lotty. Y también Robin.

Probé primero con mi abogado. Lucy Mott se había ido por ese día, pero Freeman Cárter aún estaba allí, reunido con un cliente. El hombre que contestó al teléfono se ofreció a tomar el recado, pero cuando le expliqué que estaba en los separos de la policía y que no me podía llamar allí, fue a buscar a Cárter.

Freeman creyó que me habían arrestado, claro, y no le hizo demasiada gracia que estuviera simplemente utilizando su teléfono.

– Esa clase de tácticas son las que te están quemando en toda la ciudad, V. I. -refunfuñó-. Pero ya que me has sacado de mi reunión, te enseñaré que tengo muchos más modales que tú y te buscaré ahora tu rollo en lugar de hacerte esperar.

– Ya lo sé que tienes mejores modales que yo, Freeman, por eso siempre me quedo calladita y muy seria a tu lado cuando tengo que comparecer ante el juez.

Me dejó esperando durante unos cinco minutos. Pasaron por allí algunos detectives, gente que no conocía, que se detenía a hablar con Finchley y me observaba con curiosidad. Justo cuando Freeman volvió al teléfono, entró el sargento McGonnigal. Al verme enarcó las cejas, sorprendido. No me saludó con la mano ni se acercó a mí, sino que siguió hasta la puerta de Mallory, tocó y asomó la cabeza. Dirigí mi atención a Freeman.

Farmworks, Inc. era una extraña compañía: existía sin directivos. El único nombre asociado con ellos en el sistema Lexis era el agente titulado August Cray, con una dirección en el Loop. Freeman colgó cuando le di las gracias. Me quedé sentada con el auricular en la mano hasta que el policía telefonista vino a preguntarme si necesitaba alguna ayuda. Colgué distraídamente. Conocía ese nombre. Lo había oído recientemente. Pero no conseguía situarlo. Era demasiado tarde para descolgarme por la dirección de la calle La Salle que me había dado Freeman. Además, esa noche estaba demasiado cansada para emprender muchas más misiones, y en cierto modo me apetecía ir a ver a Roz. Ya iría al Loop norte por la mañana. Cuando viese a Cray, recordaría seguramente de qué me sonaba ese nombre.

– ¿Puedo ayudarte a buscar algo, Vic? Es mi mesa la que estás ocupando.

La voz de McGonnigal junto a mi hombro me sobresaltó. Intentaba darle un tono ligero, pero en el fondo sonaba algo quebradiza.

Levanté una mano.

– Pax, sargento. No estaba hurgando en tus más hondos secretos. Vine por un recado y el detective Finchley me dijo que podía utilizar este teléfono. ¿No podríamos volver a ser amigos, o al menos no enemigos, independientemente de lo que fuéramos antes?

Ignoró la mayor parte de mi comentario y me preguntó qué clase de recado era ése. Alcé los ojos al techo con desagrado, pero me saqué el brazalete del bolsillo y volví a contarle mi saga.

McGonnigal lo cogió, y luego lo tiró sobre la mesa.

– Podremos volver a ser amigos, o al menos no enemigos, cuando te dejes de jueguecitos, Warshawski. Y ahora piérdete. Tengo trabajo que hacer.

Me levanté lentamente y le eché una mirada glacial.

– Yo no estoy jugando a nada, McGonnigal, pero seguro que tú sí. Así que, niños, llamadme si decidís ponerme al tanto de las reglas.

La agente Neely había parado de escribir para observarnos.

– Si te cansas de los Boy Scouts, ven a verme -le dije al pasar junto a ella-. Tal vez podamos apañar algo.

Enrojeció hasta la raíz de su fino pelo rubio y volvió a teclear a un ritmo frenético.

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