Capítulo 36

La búsqueda del tesoro

No tenía un neto recuerdo de cómo volví a mi apartamento. Diez horas más tarde, deseé no haber tenido tampoco la neta sensación de despertarme. Alguien estaba accionando una máquina maremotriz dentro de mi cabeza. Silbaba y giraba cuando intentaba levantarme. Aunque no hubiese bebido champán, me habría sentido fatal: mi caminata por el Ryan me había llenado las piernas de agujetas. Mis hombros parecían haber estado toda la noche sobre una sierra circular. Con los citoplasmas hinchados por el contenido casi entero de una botella, me hubiera gustado estar inconsciente las siguientes doce horas.

En lugar de eso, me acerqué tambaleante a la cocina en busca de zumo de naranja. La doncella, la mujer de la casa, o quienquiera que se ocupase de esas cosas, aún no había ido a la tienda. Pensé en salir yo misma, pero la idea de exponerme a la luz directa del sol me hizo sentir tan enferma que tuve que sentarme. Cuando se me pasó el vahído, fui al cuarto de baño, localicé el Tylenol y me tomé cuatro, dosis reforzada, con un par de vasos de agua fría. Tras un largo remojo en la bañera con el agua tan caliente como pude soportar, me arrastré otra vez hasta la cama.

Cuando volví a despertarme, eran más de las doce. No me sentía en condiciones de correr dos kilómetros, pero me pareció que era capaz de vestirme y de bajar a la tienda. Cuando te sientes verdaderamente horrenda, los animalitos son una terapia indicada. Me paré en casa del señor Contreras para recoger a Peppy.

– Tienes malísima cara, niña. ¿Estás bien? -llevaba una camisa de un rojo tan vivo que me hacía daño a los ojos.

– Me siento como la misma muerte. Pero ya voy a sentirme mejor. Sólo quiero llevarme un rato a la perra.

Sus descoloridos ojos castaños se llenaron de inquietud.

– ¿Estás segura de que deberías estar siquiera vestida? ¿Por qué no vuelves a la cama y yo te preparo algo de comer? No debiste salir tan pronto del hospital. No sé qué diría la doctora Lotty si te viera.

Me tambaleé ligeramente y me agarré al marco de la puerta. Peppy se acercó a lamerme las manos.

– Diría que tengo lo que me merezco. No es más que la resaca, no tiene nada que ver con mis heridas, o al menos no mucho.

– ¿Resaca? -ladeó la cabeza-. Oh, has estado bebiendo demasiado. No hagas eso, muñeca. No es forma de resolver tus problemas.

– No, claro que no lo es. ¿Quién mejor que usted para saberlo? Le traeré a Peppy más tarde.

Salí vacilante con la perra mientras él gritaba indignado que no era lo mismo tomarse unas copas con los amigos que ahogar mis penas en el whisky, a estas alturas debería saber que no era bueno para mi organismo. Peppy no demostraba el menor interés por esos temas éticos, o por la doble moral que prevalece según sea hombre o mujer el que bebe. Le sorprendió que no fuésemos a correr. Levantaba la cabeza para ver si estaba mirándola, y luego miraba con toda intención hacia el este, para decirme que deberíamos ir en esa dirección.

Cuando vio que eso no iba a suceder, se lo tomó como una gran dama, esperando serenamente a la puerta del ultramarinos de Diversey y caminando pegada a mí a la vuelta. Había corrido media manzana por delante de mí, volviendo a ver si seguía allí, ahuyentando a una ardilla unos metros atrás, y luego volviendo a adelantarme. De vuelta en mi apartamento, se tumbó en el suelo de la cocina entre la hornilla y la mesa. Atontada como estaba yo, no dejaba de pisarle la cola, pero ella no se movía: ¿y si caía algo de comida? Quería poder pillarla antes de que yo tropezara con ella. Para eso sirve un perro guardián.

Exprimí unas naranjas y freí unas hamburguesas para las dos, la suya sin pan de centeno ni lechuga. La hamburguesa subió el nivel de azúcar de mi sangre hasta el punto de que me sentí capaz de vivir aún unos cuantos días más.

Había pensado en ir a la oficina de Registro de Escrituras para comprobar Farmworks; si no era una compañía colectiva, tendría que acercarme hasta Springfield para ver si era una sociedad anónima. Aunque la noche pasada, cuando la segunda botella iba por la mitad y Rick describió con hilarantes detalles la quiebra de un grupo que él designaba como La Brea Tarpit Wars, me acordé del sistema de Lexis. Si tenías un colega que estuviese suscrito, podías averiguar quiénes eran los directores de una compañía muy reservada, siempre que estuviese registrada por actividades comerciales en Illinois.

No me sentía capaz de dar el primer paso y visitar la oficina del Registro en el viejo edificio del condado, pero fui a la salita a llamar a Freeman Cárter. Es mi abogado, no es exactamente un amigo, y no me daría la información a cambio de nada, pero siempre sería mejor que conducir hasta Springfield.

Freeman manifestó su agrado al oírme: su secretaria le había pasado el recorte de periódico sobre mi casi encuentro con la muerte. Estaba esperando a que me sintiera mejor para preguntarme si quería incoar una acción civil contra alguien.

– ¿Te refieres a lo que tiene uno que hacer si el Ku-Klux-Klan le asesina a un hijo? -pregunté-. ¿Qué es lo que hay que hacer, una demanda por haber sido privado del derecho civil a la vida?

– Algo así -se rió-. ¿Cómo te sientes?

– Voy tirando, pero ayer fui demasiado ambiciosa, y hoy no voy a salir. Me preguntaba si podrías hacer algo por mí.

– Tal vez, si está relacionado con mi papel estrictamente profesional en tu vida, y si lleva claramente la etiqueta de "legal".

– ¿Cuándo te he pedido que hicieras algo ilegal? -le pregunté, picada.

Me contestó mucho más rápido de lo que a mí me hubiese gustado.

– Aquella vez que me pediste detalles financieros sobre unos clientes de Meade, en Crawford. No sólo es ilegal, sino absolutamente falto de ética. Y luego, cuando quisiste que te consiguiera una orden judicial contra Dick, no querías entender que te lo negara. Y luego, hace diez o doce meses…

– Vale, vale -le interrumpí rápidamente-. Pero todo eso eran cosas que yo misma hubiera hecho si hubiera podido. Dime algo ilegal que yo misma no quisiera hacer.

– No tengo tanta imaginación. Y además, tú no le darías a nadie informes confidenciales sobre tus clientes. Puede que ni a mí siquiera. ¿Aún quieres pedirme algo?

– Sólo quería una información del Lexis -Peppy, renunciando a la idea de más hamburguesas, empezó a explorar la habitación para oler quién había estado aquí después de su última visita.

– ¿Aún no tienes ordenador? Por Dios, Vic, ¿cuándo vas a decidirte a entrar en los ochenta?

– Pronto -le prometí-. Muy pronto. Tan pronto como consiga cuatrocientos dólares que no se llamen alquiler o hipoteca o seguro o algo. También necesito un coche nuevo. El Chevy tiene más de ciento cincuenta mil kilómetros a sus espaldas y empieza a hacer unos ruidos horribles a alta velocidad.

– No conduzcas tan deprisa -me advirtió cruelmente-. ¿Qué es lo que necesitas de Lexis? ¿Sólo los directores de una compañía? Deletréamela. Vale, en una palabra, "works" sin mayúsculas. Uno de los pasantes te llamará esta tarde o mañana por la mañana. Tómate una sopa de pollo y échate un buen sueño.

La idea del sueño era invitadora, pero primero comprobé mi servicio de llamadas para ver a cuánta gente había tenido colgada desde el sábado. Lotty había llamado una vez, y también Furey. Robin Bessinger había llamado un par de veces.

Tal vez Michael tenía algo que decirme sobre mi tía. Probé la comisaría y su casa, y le dejé un mensaje en su contestador.

Colgué y me acerqué a la ventana a mirar el Chevy. La verdadera razón por la que había estado eludiendo mis llamadas era mi tía. Al dejar el hospital, su situación era bastante precaria; cada vez que sonaba el teléfono, temía que alguien me diera una mala noticia sobre ella.

Y si aparecía viva, seguramente necesitaría cuidados. Tal vez podría pedirle a Peter que corriera con los gastos, pero por lo que había pasado no estaba dispuesta a apostarlo. ¿Y de dónde iba yo a sacar ese dinero? Más vale que no te estés cargando tu transmisión o algo igualmente irreemplazable, le advertí al coche. Porque hasta donde puedo predecir, estamos unidos tú y yo, chico.

Al menos podía llamar a Robin. Tal vez habíamos acabado con la parte personal de nuestra relación, pero tenía que ser amable: con sólo jugar adecuadamente la carta de la política corporativa, podría convertir a Ajax en una cuenta mayor.

Robin estaba reunido. Con su habitual viveza y buen humor, la recepcionista me prometió transmitirle mi mensaje. Me puse a juguetear con el cordel de las persianas. Lo que realmente tenía que hacer era llamar a Murray y hablar con él de la ausencia de trabajadores hispanos y negros en la obra de Alma, pese a que se habían ganado la participación en la contrata del Ryan por ser contratistas que trabajaban con miembros de las minorías. Pero MacDonald me había prometido más detalles sobre Alma y sobre Roz, y me pareció que debía darle un día más antes de hacerlo público. Y eso que esperar no era mi estilo. ¿Por qué ahora estaba siendo tan paciente?

– Te estás haciendo vieja, Vic -le dije a mi borroso reflejo en el cristal-. Antes no te amedrentaban tan fácilmente. ¿Era la llamada de anoche o el haberme visto atrapada en el Prairie Shores la semana pasada? Tenía que ser la llamada, no tenía ninguna razón para relacionarlo con el intento de asesinarme. A excepción, claro, de la nota que me había mandado junto con su selva virgen. Detrás de mí, Peppy gemía de frustración. Tiré con impaciencia del cordón de las persianas, las cerré de golpe y la miré para ver si necesitaba salir. Se acercó a mí, me tocó la pierna con su pata, volvió al sofá, se acostó sobre sus patas delanteras, y volvió a gemir, agitando suavemente la cola.

– ¿Qué hay ahí, chica? -pregunté-. ¿La pelota de tenis?

Me tumbé boca abajo y miré bajo el sofá, pero no vi nada. La perra se negaba a renunciar. Por más que le aseguraba que allí no había nada, prosiguió con sus impacientes quejidos. Cuando le daba por algo, como ahora, podía fácilmente quedarse así durante una hora. Me incliné ante su superior concentración y fui a buscar mi linterna.

Cuando por fin recordé que la había dejado el domingo por la noche junto con mis otras herramientas en el suelo del armario del vestíbulo, Peppy aún estaba intentando meterse debajo del sofá. Ojalá no hubiese encontrado una rata muerta, o peor aún, una viva. Con cierto presentimiento, volví a tumbarme para mirar debajo. Peppy se me pegaba tanto que al principio no pude ver nada, pero al menos no había unos ojos rojos mirándome. Finalmente vi un débil resplandor metálico. Fuese lo que fuese, estaba fuera del alcance de mi brazo.

– Naturalmente, has visto algo que me obliga a mover el sofá -refunfuñé dirigiéndome a la perra.

Cuando lo separé de la pared, se precipitó danzando a la parte de atrás, agitando vigorosamente la cola. Corrió hasta mí cuando el objeto apareció, lo olisqueó, lo cogió y lo depositó a mis pies.

– Gracias -la felicité, frotándole la cabeza-, espero que te parezca que ha valido la pena todo ese esfuerzo.

Era una esclava de oro, una pieza pesada, al parecer de hombre por su tamaño. Volví a correr el sofá contra la pared y me senté a examinar el trofeo. Entre los eslabones había dos amatistas engastadas. Les di la vuelta, pero no llevaban ninguna inscripción detrás.

Me la pasé de una mano a otra. Me resultaba vagamente familiar, pero no se me ocurría cuál de mis recientes visitas masculinas había podido perderla. ¿Qué hombres me habían visitado últimamente? Robin vino el sábado pero no se había acercado al sofá. Terry Finchley y Roland Montgomery se habían sentado allí cuando vinieron a acusarme de incendiar el Hotel Prairie Shores el sábado, pero era difícil imaginar que pudieran dejarla caer debajo del sofá. Era mucho más verosímil que, si a alguien se le caía algo, aterrizara sobre los cojines, si es que se le había caído a uno de ellos. Bueno, no perdía nada con preguntarle a Finchley.

La única forma en que se me ocurría que podía haber quedado debajo era si alguien había dormido en el sofá cama: cuando estaba abierto quedaba un hueco entre el borde de los muelles y el suelo. Algunos invitados míos se habían olvidado ocasionalmente un reloj o un anillo que habían dejado distraídamente en el suelo después de acostarse.

Cerise y Elena habían sido mis únicas huéspedes durante la noche recientemente. Pensé que me habría enterado si Elena llevase por ahí una chuchería de valor, pero tal vez no. Pudo haberla robado, al fin y al cabo, para cambiarla por licor. Tal vez pertenecía al novio de Cerise y ella la llevaba como lo hacían las chicas de mi escuela cuando tenían una relación estable. Tal vez debería acercarme a Lawndale y mostrársela a Zerlina, ya que era mucho más probable que perteneciese a Cerise que a Terry Finchley. ¿Pero lo sabría Zerlina? Y si Maisie estaba junto a ella montando militantemente guardia, ¿me lo diría siquiera?

Estaba mejor, pero no lo suficientemente bien como para enfrentarme a Maisie. Además, el brazalete no era realmente el punto más urgente de mi agenda. Me lo metí en el bolsillo del vaquero y miré la expectante cara de Peppy.

– Estos últimos días la gente que debería estar adorándote ha estado tratándote mal. Te gustaría ir al lago, ¿verdad?

Meneó alegremente el rabo.

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