Capítulo 32

Un salto en la oscuridad

Ya no me sentía como una oca cebada, algo es algo. Por otra parte, mi bravata me había costado el envoltorio de mi mano izquierda. La probé cautelosamente contra el volante. Las ampollas se aplastaron y rezumaron un poquito.

Bajé del coche, abrí el maletero y saqué la toalla que había metido junto con mi equipo. Me envolví con ella la mano izquierda, sujetándola con los dientes para atar los dos extremos. Resultó ser un guante deslizante, pero ahora podía arreglármelas para conducir.

Mientras conducía por Touhy hasta Edens, me sentí tan cansada y deprimida que me pregunté si no debería abandonar mi proyecto de Alma Mexicana. Muchas veces, cuando tengo ganas de abandonar, oigo en mi cabeza la voz de mi madre, exhortándome. Su tremenda energía era inagotable: lo peor que yo podía hacer a sus ojos era renunciar. Pero esta noche no oía ningún eco en mi cabeza. Estaba sola en la ciudad oscura con mis palmas inflamadas y mis hombros agarrotados.

Si vas a caer en la autocompasión, vete a casa y métete en la cama, me reprendí a mí misma. De lo contrario, tu misión estará abocada al fracaso. Para las hazañas acrobáticas necesitas estar en la cima de tu autoconfianza, no en el fondo de un pozo.

No quería prolongar mis meditaciones sobre la escena en la mohosa cocina de Seligman, pero me forcé al menos a pensar en lo que me había dicho. Rita Donnelly tenía algo que ocultar. Debí haberla sondeado más a fondo sobre sus hijas aquella vez, pero parecía algo tan estrictamente personal. Si no era su paternidad lo que ocultaba, ¿qué era lo que no quería que se supiera de ellas?

El semáforo rojo de McCormick duró tanto tiempo, que sólo me despertó de mis cavilaciones un violento bocinazo a mis espaldas. Sobresaltada, crucé la intersección de un acelerón, consiguiendo apenas pasarla en ámbar y ganándome un gesto obsceno del conductor airado que aceleró para adelantarme.

Subiendo a ochenta por la avenida Edens, empezó a resultarme tan difícil manejar el volante con mi mano en su envoltorio, que ya no pude pensar en otra cosa que no fuese el coche y el tráfico. Me aparté al carril de la derecha y reduje a ochenta. A la altura de la zona en obras de la calle Roosevelt, el jodido motor se puso otra vez a rechinar. Tuve que reducir a sesenta para que cesara el ruido.

Conduje derecho hasta Ashland sin más incidentes, y una vez más rodeé el edificio de Alma Mexicana por el callejón. No se veía ninguna luz. Esta vez aparqué en la calle Cuarenta y Cinco junto a la entrada del callejón, por si acaso necesitaba subir rápidamente al coche.

Me envolví la cabeza con el pañuelo de Eileen y saqué el cinturón equipado del maletero para atármelo a la cintura. Con el peso que había perdido últimamente, me colgaba un poco; la linterna y el martillo me daban molestos golpeteos en los muslos al andar. Apreté el escabel contra el pecho. Era un desagradable síntoma de mi flojedad, que un peso que normalmente me parecería insignificante esa noche retrasara mis movimientos.

Pese a que la noche era agradablemente fresca, las calles estaban desiertas. La mayor parte de los edificios del lado este de la calle eran comercios; las casas que había tras la verja del lado oeste daban probablemente a la calle de atrás.

Eran justo las nueve y media cuando llegué al poste de teléfonos del callejón que conducía a Alma Mexicana. Levanté dubitativamente la vista hacia él a la luz de las estrellas. Bajo sus envoltorios, las manos me hormigueaban. Me quité la toalla de la mano izquierda y la encajé en el cinturón sobre mis riñones. Subida al escabel y estirando los dedos, me faltaba muy poco para alcanzar la primera clavija. Afirmé los pies en el escabel, doblé las rodillas y salté.

A la primera temía demasiado abrirme la palma izquierda y no me agarré. El estruendo que hice al tirar el escabel, que salió rodando por el callejón, despertó a los perros de la vecindad. Me arrebujé en la sombra de la valla, frotándome el muslo donde me había golpeado el martillo al caer, a la espera de que apareciese algún dueño furioso.

Como no salió nadie, recogí el escabel y lo volví a colocar junto al poste. Los perros estaban ahora todos despiertos; oí varias voces acallándolos. Su coro conjuntado hizo creer a sus dueños que se ladraban unos a otros.

Subiéndome de nuevo al escabel, tomé unas inspiraciones profundas apoyando la cabeza en el poste. El poste es una prolongación de mis brazos. Va a acogerme como a una hermana. No me va a rechazar como a una intrusa.

Me repetí esa letanía varias veces, doblé las rodillas, y salté sin pensármelo más. Esta vez me así a las clavijas y abracé el poste con los muslos, ignorando el martillo que se me clavaba y las punzadas de mis omóplatos. Ascendí rápidamente, sin pensar en mis manos, escalando por la rugosa madera hasta que pude alcanzar la segunda fila de clavijas y afirmar los pies en ellas.

Una vez hecho eso, era fácil trepar los siguientes tres metros hasta llegar a la altura del tejado del edificio. Cuando puse el pie sobre el tejado, me sentí estimulada por mi proeza, hasta el punto de que mi dolor y mi fatiga permanecieron tapiados en mi cabeza. Corrí ligera por el tejado, estimé la distancia en cosa de un metro, y lo salté con facilidad. El siguiente hueco era más ancho, y hacia arriba, pero ahora la confianza me propulsaba como una marea suave. Dejé la mente en blanco y di el salto, rozando el muro con el pie izquierdo, pero aterrizando perfectamente en la azotea asfaltada.

Me acerqué al borde que daba al callejón y alumbré cautelosamente con la linterna. Mi garaje de referencia se elevaba frente al siguiente edificio; Alma Mexicana era el de más allá. Esta vez el salto era el de metro y medio, pero hacia abajo. El edificio donde aterricé estaba tan cerca de mi meta que prácticamente tenían un muro común.

Crucé y exploré la superficie. Efectivamente, había una trampilla tras los tubos de ventilación. La tanteé suavemente con la pinza del martillo. Como esperaba, no se habían molestado en cerrarla con llave: era pesada pero cedió hacia arriba. Extendí la toalla tras ella sobre el suelo y la levanté lentamente a pulso; los hombros me enviaban candentes punzadas de dolor que procuré ignorar. Tenía que esforzarme en alzar la trampilla hasta un punto de equilibrio y luego dejarla caer suavemente sobre la toalla.

Me tumbé junto a ella, recuperando mi aliento y asegurándome de que no sonaba ninguna alarma. La luna era nueva. Las estrellas eran trocitos de frío cristal en el cielo negro. Pese a mis esfuerzos y a mi camiseta larga, me dio un escalofrío.

Antes de que los demonios de la noche se me acercaran, me enderecé y alumbré el edificio con la linterna. Al abrir la trampilla había liberado una escala colgante. Bajé lentamente con mis zapatillas negras. Me hallaba en un pequeño desván donde estaban instalados los aparatos del aire acondicionado. Unos rústicos escalones, lo suficientemente anchos como para dar cabida al material, conducían a la zona principal del edificio.

Aunque las calles estuviesen desiertas, no quería arriesgarme a dar la alarma a alguien encendiendo las luces de las oficinas. Metiéndome el pañuelo en el bolsillo trasero, empecé a explorar el interior. El uso frugal de mi linterna reveló que los dos pisos del edificio habían sido divididos en una serie de despachos. Casi todos carecían de muebles. Uno de ellos tenía un escritorio metálico y un ordenador Apollo.

En la planta baja, Schmidt y Martínez tenían sendos despachos equipados con cierto lujo. A Schmidt le gustaba el pulcro estilo milanés, mientras que Martínez prefería el aspecto más recargado del barroco español. Como las habitaciones de la planta baja no tenían ventanas, pude encender las luces de sus despachos y explorar a mis anchas.

Silbé un poquito en voz baja mientras abría y cerraba cajones de escritorios y archiveros. No tenía tiempo de examinar todos sus papeles. Sólo quería alguna pista evidente abandonada sobre una mesa, algo así como "Maten a V. I. Warshawski y a su tía Elena provocando un incendio esta noche en el Hotel Prairie Shores".

En algún lugar debían tener un gran gráfico donde constaran todos los proyectos de Alma Mexicana. Tras recorrer los locales por segunda vez, no encontré ninguna traza evidente de su trabajo en curso. Pudiera ser que todo estuviese archivado en el Apollo, pero eso significaba que cada vez que alguien quisiera comprobar sus compromisos para saber si podían licitar para un nuevo encargo, tendrían que enchufar el aparato y sacar una copia.

Tal vez era una explotación tan pequeña que sólo podían trabajar en un proyecto a la vez. Pero entonces, ¿cómo habían podido conseguir parte de la contrata del Ryan? Aunque alquilaran su equipo a Wunsch & Grasso, no podían formar parte de proyectos de ese calibre sin recursos sustanciales.

Con una mueca empecé a buscar los libros. Tal vez toda la contabilidad la llevaban con el ordenador de arriba, pero de todas formas necesitaban tener alguna copia de sus transacciones sobre el papel. Aunque seguía pensando que no utilizaban ese aparato; el cuarto en que se encontraba estaba vacío a excepción de la mesa metálica en que estaba colocado: no contenía ninguno de los papeles y manuales que uno espera encontrar alrededor de una máquina en funcionamiento activo.

Era medianoche cuando por fin localicé los libros en el cajón de abajo de un archivador. Para entonces ya tenía los párpados hinchados de cansancio. Una cosa que me había olvidado traer era un frasco con café, pero encontré una cafetera eléctrica y un bote de café mexicano en el almacén y me preparé inmediatamente una cafetera. Me llevé los libros al despacho de Luis y me senté ante su reluciente escritorio negro con mi café. Fue el calor, más que la cafeína, lo que me mantuvo en estado de funcionamiento.

Los libros eran perfectamente correctos. Se recibían pagos de distintos dueños de proyectos, tales como el gobierno de Estados Unidos en el caso del Dan Ryan, y se pagaban los gastos de calefacción, cemento, y otros artículos indispensables para las actividades de contratista. Pero los principales beneficiarios de los pagos más sustanciosos no eran proveedores. Eran Wunch & Grasso y Farmworks, Inc.

Cerré mis hinchados ojos, tratando de recordar de qué me sonaba ese nombre. Cuando me desperté eran las tres de la mañana. Tenía el cuello agarrotado por haberme desplomado en el sillón de Luis, y el corazón me palpitaba desagradablemente: podía haberme quedado dormida hasta por la mañana, y haberme dejado sorprender por los empleados de Alma Mexicana.

Al volver a mirar los libros, sin embargo, recordé perfectamente Farmworks, Inc.: era el extraño nombre que había visto en los horarios de la obra del Rapelec la noche en que encontraron muerta a Cerise. Hurgué en los cajones de Luis buscando un bloc de papel. Al no encontrar ninguno, arranqué la última hoja del libro de contabilidad y apunté algunas de las cifras. Tenía una vaga sospecha de lo que significaban, pero se acercaba el amanecer y no tenía tiempo de pensar, sólo de copiar y largarme.

Volví a meter los libros en el cajón donde los había encontrado, limpié la cafetera, y subí de puntillas al tejado para cerrar la trampilla, amortiguando el golpe con mi toalla. La puerta principal se podía abrir desde dentro. No podría volver a cerrarla, pero creerían que se habían olvidado de cerrarla correctamente el viernes por la noche. Y aunque sospecharan una infracción, no había dejado huellas personales tras de mí. Además, estaba demasiado exhausta como para salir por donde había entrado.

Descorrí los cerrojos y salí a la avenida Ashland. Estaba a unos diez pasos de la puerta cuando se disparó la alarma. Pensaba volver al callejón a buscar mi escabel, pero éste parecía el momento más adecuado para comprar uno nuevo. Subí la calle a paso ligero: nunca permitas que te vean correr cuando está sonando una alarma.

Un coche que subía por Ashland en dirección a la calle Cuarenta y Cinco redujo su velocidad. Quise coger el pañuelo de mi bolsillo trasero: debí habérmelo puesto antes de salir del edificio. No estaba. Busqué en mis otros bolsillos, bajo mi pretina, en el cinturón, pero lo había perdido en algún lugar de los locales de Alma Mexicana.

Me temblaron las manos y mis piernas se volvieron de goma. Me obligué a caminar con naturalidad. Si la policía o Luis Schmidt lo encontraban, ¿quién iba a saber que era mío? No era probable que Bobby Mallory llevara el control de todos los regalos que hacía su mujer, y era bastante inverosímil que alguien le llegara a enseñar esa prueba.

Recitándome esa elevada lógica no me calmé, pero me ocupó lo bastante la mente como para evitarme caer en el pánico total. Me ayudó que el conductor que pasaba, aunque siguió avanzando a paso lento, no se detuviera. Por lo que me imaginé, no le preocupaba tanto la alarma como decidirse a abordar a una mujer armada con la cantidad de armas que llevaba yo colgadas. Mantuve la vista al frente, procurando que me resultara invisible. Cuando giré en la esquina a la izquierda, él siguió hacia el norte.

Perdí mi autocontrol: recorrí al trote la media manzana que quedaba hasta el coche y me dirigí hacia el Ryan sin esperar a ver si alguien respondía a la alarma.

Загрузка...