Mi madre y yo estábamos atrapadas en su dormitorio, en la minúscula habitación del piso superior de nuestra vieja casa de Houston. Abajo ladraban amenazantes unos perros que nos perseguían. Gabriella había huido de los fascistas de su Italia natal, pero le habían seguido la pista hasta el sur de Chicago. El ladrido de los perros fue creciendo hasta convertirse en un rugido ensordecedor que ahogaba los aullidos de mi madre.
Me incorporé en la cama. Eran las tres de la mañana y alguien estaba tocando el timbre. El insistente realismo del sueño me había dejado sudorosa y temblando.
La persistente llamada me recordó todas las noches de mi infancia en que el teléfono o el timbre habían sacado a mi padre de la cama por alguna urgencia policial. Mi madre y yo solíamos esperar su regreso. Ella se negaba a reconocer su miedo, aunque éste asomaba a sus indómitos ojos oscuros mirándome fijamente, mientras preparaba en la cocina aquel delicioso café para niños -una cucharada de café mezclada con leche y chocolate- y relataba aquellos maravillosos cuentos populares italianos que me hacían palpitar.
Me puse una sudadera y unos pantalones cortos y descorrí a tientas los cerrojos de mi puerta. El timbre resonaba a mis espaldas por el hueco de la escalera mientras bajaba a trompicones los tres pisos hasta la calle.
Detrás de la puerta acristalada se hallaba mi tía Elena, con el dedo pegado con determinación al timbre. Un descolorido chal escocés le cubría desgarbadamente los hombros. Había apoyado en la pared una bolsa de plástico de la que colgaba un camisón violeta. No creo en los presentimientos ni en las percepciones extrasen-soriales, pero no pude evitar la sensación de que mi sueño -una pesadilla familiar desde mi infancia- había sido provocado por alguna tenebrosa vibración que emanaba desde Elena hasta mi habitación.
Elena era la hermana menor de mi padre y siempre había sido el problema de la familia. "Bebe un poco, ¿sabe?", solía decir mi abuela Warshawski en un susurro impregnado de preocupación después que Elena perdiera el conocimiento durante la cena del día de Acción de Gracias. Más de una vez un policía apurado había despertado a mi padre a las dos de la madrugada para decirle que Elena había sido amonestada por ir de buscona por la calle Clark. Esas noches no había cuentos de hadas en la cocina. Mi madre me mandaba a la cama sacudiendo levemente la cabeza y diciendo: "Es su naturaleza, cara, no debemos juzgarla".
Cuando murió mi abuela, siete años atrás, el hermano de mi padre que quedó, Peter, le dio su parte de la casita de Norwood Park a Elena con la condición de que nunca más le pidiese nada. Ella firmó alegremente los papeles, pero perdió la casa cuatro años más tarde, sin decirme a mí ni a Peter que la había puesto como garantía en una disparatada empresa de desarrollo. Cuando la veleidosa compañía se evaporó, ella fue la única socia que pudieron encontrar los tribunales; le confiscaron la casa y la vendieron para pagar las facturas de la sociedad limitada.
Quedaron tres mil dólares después de pagar las deudas. Con eso y su seguridad social, Elena se alojaba en una Vivienda de Ocupación Individual en la esquina de Cermak e Indiana, jugaba al blackjack y aún daba el pego ocasionalmente el día que llegaban los cheques de la pensión. Pese a los años de alcoholismo que habían surcado de finas arrugas su barbilla y su frente, tenía unas piernas asombrosamente bonitas.
Me vio a través del cristal y quitó el dedo del timbre. Cuando abrí la puerta, me echó los brazos alrededor del cuello y me estampó un beso entusiasta.
– ¡Victoria, querida, estás estupenda!
El aliento ácido y fermentado a cerveza rancia me llegó a raudales.
– Elena, ¿qué demonios haces aquí?
La boca generosa hizo un puchero.
– Cariño, necesito un lugar donde quedarme. Estoy desesperada. Los polis me iban a llevar a un refugio, pero me acordé de ti y entonces me trajeron aquí. Un joven encantador, con una sonrisa absolutamente espléndida. Le he hablado de tu padre, pero era sólo un crío, por supuesto no llegó a conocerle.
Me rechinaron los dientes.
– ¿Qué ha pasado con tu hotel? ¿Te han echado por follarte a los viejos pensionistas?
– Vicki, cielo… Victoria -corrigió apresuradamente-, no digas palabrotas, no le quedan bien a una chica guapa como tú.
– Elena, corta el rollo -como empezaba a soltar un segundo reproche, me corregí inmediatamente-. Bueno, que dejes de decir tonterías y me digas por qué andas por las calles a las tres de la madrugada.
Volvió a hacer pucheros.
– Estoy intentando decírtelo, cariño, pero no dejas de interrumpirme. Ha habido un incendio. Nuestro querido hogar ha quedado hecho cenizas. Completamente carbonizado.
Las lágrimas asomaron a sus descoloridos ojos azules y corrieron por sus profundas arrugas hasta el cuello.
– Aún no me había ido a dormir y sólo tuve tiempo de llenar una maleta con mis cosas y bajar por la escalera de incendios. Algunos ni siquiera pudieron hacerlo. El pobre Marty Holman tuvo que dejarse su dentadura postiza -las lágrimas se agotaron tan bruscamente como habían brotado, para ser reemplazadas por una aguda risita-. Tenías que haberlo visto, Vicki; Dios mío, tenías que haber visto la pinta que tenía el vejestorio ese, con las mejillas sumidas y los ojos saltones, gritando con ese farfulleo: "Mis dientes, he perdido mis dientes".
– Ha debido de ser hilarante -dije secamente-. No puedes vivir conmigo, Elena. Eso me empujaría al crimen en cuarenta y ocho horas. O tal vez menos.
Su labio inferior empezó otra vez a temblar y dijo en una espantosa parodia de balbuceo infantil:
– No seas mala conmigo, Vicki, no seas mala con la pobre vieja Elena, que ha tenido que huir de un incendio en mitad de la noche. Llevas la misma jodida sangre que yo, la niña de mi hermano favorito. No puedes echar a la calle a la pobre vieja Elena como si fuese un colchón usado.
Se oyó un fuerte portazo detrás de nosotras. El banquero recién instalado en el apartamento del primero que daba al norte se asomó al hueco de la escalera, con las manos en las caderas, sacando agresivamente la mandíbula. Llevaba un pijama de algodón con rayas marineras; pese a su cara soñolienta y legañosa, estaba perfectamente peinado.
– ¿Qué diablos ocurre aquí? Puede que no tenga que trabajar para vivir -Dios sabe qué hará allá arriba todo el día-, pero yo sí. Si tiene que despachar negocios en mitad de la noche, tenga un poquito de consideración para con sus vecinos y no lo haga en medio del vestíbulo. Si no se callan y se largan de aquí, llamaré a la policía.
Le miré fríamente.
– Arriba regento un refugio de drogatas. Ésta es mi camello. Podrían arrestarle por complicidad si le encuentran merodeando por aquí cuando lleguen los maderos.
Elena soltó una risita, pero dijo:
– No seas grosera con él, Victoria, nunca se sabe si vas a necesitar que un chico con esos fabulosos ojos haga algo por ti -y añadió, dirigiéndose al banquero-: no te preocupes, cielo, acabo de llegar. Vamos a dejarte volver a tus reparadores sueños.
Tras la puerta cerrada del uno sur empezó a ladrar un perro. Volvieron a rechinarme los dientes y empujé adentro a Elena, cogiéndole la bolsa de mano al verla dar traspiés bajo su peso.
El banquero nos observó entornando los ojos. Cuando Elena pasó dando tumbos frente a él, puso cara de auténtico horror y se retiró apresuradamente a su apartamento, forcejeando con el cerrojo. Traté de empujar a Elena hacia arriba, pero ella quería detenerse y hablar del banquero, preguntándome por qué no le había pedido que le subiera la bolsa.
– Hubiera sido una manera perfecta de trataros un poco vosotros dos, de intentar arreglar las cosas.
Estaba a punto de aullar de frustración cuando se abrió la puerta del uno sur. Salió el señor Contreras, una visión tambaleante en su batín carmesí. La perdiguera dorada que compartíamos él y yo estaba tirando de su correa, pero cuando me vio, sus graves gruñidos se convirtieron en gemidos de excitación.
– Ah, eres tú, pequeña -dijo el viejo, aliviado-. Esta princesa me ha despertado y luego he oído todo ese ruido y he pensado: oh, Dios mío, está ocurriendo lo peor, alguien está forzando la puerta a media noche. Deberías ser más considerada, niña, es duro para los que tienen que trabajar tener que levantarse así a media noche.
– Sí, claro -asentí presurosa-. Y, contrariamente a la opinión pública, yo soy una de esas personas trabajadoras. Y créame, no tenía más deseos que usted de levantarme de la cama a las tres de la madrugada.
Elena exhibió su mejor sonrisa y le tendió la mano al señor Contreras como si fuese Lady Di saludando a un soldado.
– Elena Warshawski -dijo-. Encantada de conocerle. Esta niña es mi sobrina, y es la sobrina más guapa y dulce que se pueda soñar.
El señor Contreras le estrechó la mano, parpadeando como un búho frente a un reflector.
– Encantado de conocerla -repitió automáticamente y con poco entusiasmo-. Escucha, niña, deberías llevar a esta señora, ¿tu tía, dices?, deberías llevarla arriba y meterla en la cama. No se la ve muy bien.
El agrio y fermentado olor también le había alcanzado.
– Ya, es exactamente lo que voy a hacer. Vamos, Elena. Vamos arriba. ¡Hora de irse a la camita!
El señor Contreras volvió a su apartamento. La perra estaba ofendida: si todos estábamos de juerga, ella también quería apuntarse.
– No ha sido muy educado -resopló Elena cuando la puerta del señor Contreras se cerró tras él-. Ni siquiera me ha dicho su nombre, encima de que me he tomado la molestia de presentarme.
Siguió refunfuñando sin parar mientras subía. Yo no dije nada, me conformé con mantener una mano en el hueco de su espalda para propulsarla en la dirección adecuada, apremiándola para que siguiera cuando hizo ademán de pararse en el descansillo del segundo para recobrar el aliento.
Una vez en mi apartamento quiso explayarse en ¡Ohs! y ¡Ahs! ante mis posesiones. La ignoré y corrí la mesita baja para poder abrir el sofá cama. Lo preparé y le enseñé dónde estaba el cuarto de baño.
– Ahora escucha, Elena. No vas a pasar aquí más de una noche. No pienses siquiera que lo voy a discutir, porque no pienso hacerlo.
– Claro, cariño, claro. ¿Qué le ha ocurrido al piano de tu mamá? ¿Lo has vendido o algo para comprar este adorable piano de cola?
– No -atajé. El piano de mi madre había perecido en el incendio que destruyó mi propio apartamento tres años atrás-. Y no pienses que me vas a distraer de lo que acabo de decir divagando sobre el piano. Me vuelvo a la cama. Puedes dormir o no, como quieras, pero por la mañana te me vas a otro sitio.
– Oh, no pongas esa cara de enfado, Vicki. Victoria, quiero decir. Te vas a estropear el cutis si arrugas el ceño así. ¿Y adonde más se supone que voy a recurrir en mitad de la noche si no es a mi propia sangre?
– Déjalo ya -repuse hastiada-. Estoy demasiado cansada para eso.
Cerré la puerta del vestíbulo sin dar las buenas noches. No me molesté en advertirle que no fisgoneara en mi casa en busca de alcohol: si lo quería a toda costa, lo encontraría, y luego se disculparía mil veces a la mañana siguiente por haber roto su promesa de no bebérselo.
Permanecí acostada, incapaz de dormir, sintiendo la presión de la presencia de Elena desde el cuarto contiguo. La oí trastear por ahí durante un rato, y luego el rumor del televisor, consideradamente a bajo volumen. Maldecía a mi tío Peter por haberse mudado a Kansas City y me arrepentía de no haber tenido la precaución de largarme a Quebec o a Seattle, o a algún otro lugar igual de distante de Chicago. A eso de las cinco, cuando los pájaros iniciaron el gorjeo que precede al alba, me sumí por fin en un incómodo sueño.