Por honor me obligué a detenerme en casa del señor Contreras para informarme de los oscuros acontecimientos de la noche. Estaba hondamente decepcionado: no había sucedido nada. Peppy lo había despertado a eso de las tres ladrando como una loca, pero resultaron ser sólo un par de tipos subiendo a un coche al otro lado de la calle.
Di por terminada la conversación lo antes posible dentro de las conveniencias y subí al tercer piso. Allí no había nadie acechando. Llamé a una pequeña compañía del barrio de alquiler de coches para pedirles uno. Tenían un Tempo del 84, sin dirección asistida, con ochenta mil kilómetros. Debía de ser una chatarra, pero sólo costaba veinte dólares al día, incluyendo impuestos, kilometraje, gastos de seguro, y todos los demás conceptos por los que las grandes compañías te despluman. Les dije que iría a eso de la una.
Mi largo y profundo sueño había hecho maravillas con mis doloridos hombros. Estaban rígidos, pero los pinchazos de dolor habían desaparecido. Mientras esperaba a Jerry, saqué mis pequeñas pesas manuales e hice una pequeña serie de ejercicios para soltarlos un poco más.
Por fin la grúa amarillo chillón pitó frente a mi edificio poco antes de la una: tenía que haber recordado las leyes de la relatividad que se aplican a los horarios de los talleres y haber multiplicado por tres la hora que había estimado Luke.
No podía encontrar las llaves del coche. Finalmente recordé haberlas metido en la mochila, porque resonaron contra la Smith & Wesson. Cogí la mochila y saqué las llaves conforme bajaba la escalera. El señor Contreras asomó la cabeza por la puerta.
– Es la grúa que viene a llevarse el coche -dije vivamente, diciéndole adiós con la mano. A veces resultaba más fácil contarle todo que discutir con él.
Jerry era un chico bajito y nervudo de veintitantos. Poseía un servicio de grúas pero tenía un contrato con Luke y trabajaba principalmente para su taller. En su tiempo libre se dedicaba a las carreras de coches teledirigidos. Hablamos un poco de una curiosa carrera que había ganado en Milwaukee el anterior fin de semana.
– Déjame ver si arranca ahora, Vic. Te ahorrarías el precio de la grúa.
– El coche está muerto, Jerry. Tuve que empujarlo anoche las tres últimas manzanas hasta casa -¿por qué ningún mecánico es capaz de reconocer que una mujer puede al menos saber si su propio automóvil arranca o no?
– Bueno, entonces tal vez podamos arrancarlo con las pinzas. Abre el capó un momento, ¿quieres, Vic?
– Sí, claro -lo rodeé con la poca gracia de mis fuertes pasos para soltar el seguro del capó. Estaba ya suelto, cosa que parecía extraña. Me pregunté si podía haber tirado de él sin darme cuenta cuando intentaba empujar el coche la noche anterior.
Jerry dio la vuelta a su camión y retrocedió hasta quedar paralelo al Chevy. Silbando entre dientes, sacó una serie de cables de la parte trasera del camión y vino hasta donde yo estaba.
Fue el ver que el seguro estaba suelto lo que me hizo mirar dentro del motor antes de que enganchara los cables. Jerry seguía silbando e iba a enganchar uno de ellos a la batería cuando yo le aparté el brazo de un tirón.
– ¡Aparta eso del motor!
– Vic, ¿qué… -se interrumpió al ver los dos bastoncitos explosivos junto a la bobina.
– Vic, larguémonos echando leches de aquí -dijo con un tono casual desmentido por la palidez de su cara. Me cogió del brazo y me empujó dentro del camión. Antes de que cerrara la puerta, ya estaba en la esquina de Belmont.
Yo estaba temblando tan violentamente, que no estaba segura de haberme podido mover si él no me hubiese empujado. Procuré reprimir el castañeteo de mis dientes el tiempo suficiente para decirle que llamara a la policía por la radio del camión.
– No podemos dejar ahí esa bomba para que pueda tocarla cualquiera que pase -acerté a decir entre mis mandíbulas apretadas-. Tenemos que avisar a los maderos.
Su cara seguía estando tan pálida que sus ojos castaños parecían negros, pero se apartó para detenerse en una zona de descarga junto a una ferretería.
– No quiero volver a acercarme a esa cosa. La dinamita me da un miedo que me cago. ¿A quién has cabreado tanto, Warshawski? Mientras él marcaba el 091, abrí la puerta del camión y vomité huevos y tostadas en un montoncito bien hecho junto a la curva.
Eran las tres y media cuando terminé con los maderos. Después de que la pareja del coche patrulla echara un rápido y acobardado vistazo a la bomba, había aparecido Roland Montgomery con el joven Fallos Whisky, a quien había visto fugazmente en su despacho dos semanas antes. Al terminar el día, no había conseguido enterarme del verdadero nombre del chico.
Montgomery mandó llamar a un equipo de artificieros. Llegaron al cabo de una media hora en algo que parecía un vehículo lunar. Mientras tanto, media docena de coches patrulla acordonaron con gran estrépito la zona. Durante unas cuantas horas la calle estuvo más animada de lo que suele estarlo en un año entero, con los cordones de policía y montones de tipos con trajes espaciales agitándose alrededor de mi coche. Los medios informativos mandaron sus camionetas, y los niños que deberían estar en el colegio aparecieron milagrosamente para saludar con la mano a sus compañeros desde el noticiero de las cuatro.
Cuando vio acercarse a los equipos de la tele, Montgomery salió del coche donde había estado interrogándonos a Jerry y a mí y fue a hablar con ellos. Yo también salí y me acerqué a ellos. Eso le gustó tan poco que intentó arrebatarme el micrófono cuando empecé a explicar cómo Jerry y yo habíamos encontrado la bomba.
– No tenemos nada que comunicar aún a los medios informativos sobre este tema -dijo rudamente el teniente.
– Puede que usted no -dirigí una diáfana sonrisa a los cámaras-, pero yo soy la propietaria del coche y tengo mucho que decir al respecto. Creo que mi vecino de abajo los oyó poner la bomba a eso de las tres de la mañana.
Por supuesto aceptaron eso encantados y quisieron más. Montgomery no pudo hacer nada por evitarlo.
– En realidad fue la perra la que les oyó -dije-. Probablemente los vio junto a mi coche, por eso se puso a ladrar. Pueden preguntárselo todo a él.
Hice un amplio gesto en dirección al señor Contreras, que estaba parado en la periferia del gentío con Peppy. Peppy dio un salto hacia mí mientras el señor Contreras se abría paso hasta los impacientes reporteros. Montgomery se apartó de la perra y me pidió que me deshiciera de ella.
– No vaya a dispararle, teniente -le dije-. Saldrá en tres canales por todo el país.
Los perros son un detalle muy resultón en cualquier imagen, sobre todo una perdiguera dorada tan bonita y heroica como Peppy. Mientras Montgomery fruncía horriblemente el ceño, yo les dije a los reporteros cómo se llamaba y le hice dar la pata a un par de ellos. Naturalmente, estaban encantados.
Acaricié las orejas de la perra y escuché al señor Contreras explicar larguísimo y tendido lo que había visto y oído exactamente. También les contó cómo la perra me había salvado la vida el año pasado cuando me encontró atada y amordazada en medio de una ciénaga. Me alegré de no ser la que tenía que oír todo aquello y responder con algún comentario oportuno.
Cuando los expertos sacaron la dinamita del coche y se la llevaron rápidamente en un contenedor especial sellado, los equipos de televisión también se marcharon. La actitud de Montgomery cambió inmediatamente. Echó a Jerry y me dijo que nosotros íbamos al centro para tener una conversación en serio. Una traza de sadismo en su expresión cuando me asió bruscamente del brazo le hizo dar un vuelco a mi estómago. El señor Contreras alargó ansiosamente un brazo hacia él, preguntándole qué iban a hacer conmigo. Montgomery apartó al viejo con tanta brusquedad que temí que lo fuese a noquear.
– Tranquilo, teniente, tiene setenta y ocho años. No necesita demostrar que usted es más grande y más fuerte.
– Bobby Mallory te tolera una serie de chorradas que yo no tengo por qué aguantar, Warshawski. Ahora cierra el pico y hablas cuando te pregunten o te trinco por atentado en tan poco tiempo que tu presumida cabecita se pondrá a dar vueltas.
– Eh, teniente, ha visto muchas películas de Harry el sucio.
Me dio un tirón del brazo con una violencia como para arrancarlo de su articulación y me llevó a empellones hasta el coche. Mientras me empujaba dentro me volví para gritarle al señor Contreras que llamara a Lotty para que le diera el número de mi abogado.
Una vez en la calle Once, Montgomery me llevó a una pequeña sala de interrogatorios y empezó a preguntarme cómo había podido conseguir una carga de dinamita. Cuando me di cuenta de que estaba intentando acusarme de querer volar mi propio coche, me enfurecí tanto que la habitación se puso a bailar ante mis ojos.
– Traiga aquí un testigo, teniente -conseguí soltar con una voz que estaba a un tono del aullido-. Traiga aquí a un testigo que oiga lo que está diciendo.
Se tragó su sonrisa triunfal tan rápidamente que casi me la pierdo.
– Tenemos un bonito caso, Warshawski. Has estado involucrada en dos incendios sospechosos en este último mes. Ya te hemos calado por sensacionalista. Como no conseguiste llamar la atención como querías con esos dos incendios, te has colocado una bomba en tu propio coche. Lo único que quiero saber es cómo has conseguido la dinamita.
Tenía ganas de saltar de mi silla, de agarrarle del cuello de cigüeña que tenía y estamparle la cabeza contra la pared, pero me quedaba apenas la razón suficiente como para saber que intentaba provocarme para sacarme de mis casillas. Cerré los ojos, jadeando, forzándome a aplacar mi furia: a la primera que le diera rienda suelta, me metería en el calabozo por atacar a un oficial.
– Llevas años escudándote detrás de Bobby Mallory, Warshawski. Es hora de que aprendas a pelear por ti misma.
Lo sentí avanzar hacia mí justo a tiempo para echar atrás mi silla. El golpe que iba dirigido a mi cabeza me alcanzó en el diafragma.
– Supongo que esta habitación tiene micrófonos. Por favor, que se sepa por la grabación que el teniente Montgomery acaba de golpear a una testigo en un caso de bomba -grité.
Me amenazó con el otro puño. Me deslicé de la silla entre las patas de la mesa. Montgomery se puso a gatas para sacarme, gritándome insultos, llamándome cosas propias de un porno duro barato. Me escabullí de él. Se tumbó del todo y me agarró el tobillo izquierdo. Me retorcí y conseguí levantarme al otro lado de la mesa.
En el momento en que me incorporaba, tambaleándome, entró la agente Neely. Su máscara profesional se esfumó a la vista del teniente tendido cuan largo era, escarbando bajo la mesa de interrogatorios.
– Ha perdido una lentilla -dije amablemente-. Hemos estado buscándola los dos ahí abajo, pero empezó a confundir mi tobillo con sus globos oculares, así que pensé que era mejor quitarme de en medio.
Neely no dijo nada. Cuando Montgomery se enderezó y levantó torpemente, había vuelto a componer su rostro con su habitual rigidez. Habló en tono monocorde:
– El teniente Mallory se ha enterado de que estaba interrogando a esta testigo y quería hablar con ella un momento.
Montgomery la fulminó con la mirada, furioso por haber sido pillado en una actitud tan estúpida. Sentí pena por ella: una carrera frustrada por ser la persona no indicada que aparece en el peor momento.
– No creo que el teniente aquí presente tenga nada importante que decirme ya. Ya tiene sus hechos sin hacer ni una sola pregunta. Vamos, agente -desgraciadamente, no sentía tanta pena como para tener la boca callada.
Abrí la puerta de la sala de interrogatorios y me dirigí hacia el vestíbulo, sin esperar a ver lo que hacía la agente Neely. Me alcanzó en las escaleras. Quería decirle algo amable y solidario en apoyo a su carrera como representante de la ley, pero estaba demasiado vapuleada como para poder pensar en algo alentador. Miraba recto al frente, lo que hacía imposible saber si estaba molesta, disgustada, o simplemente poco comunicativa. En la tercera planta atravesamos en silencio la sección de homicidios hasta el pequeño despacho de Bobby junto al muro del fondo. La agente Neely tocó y abrió la puerta.
– La señorita Warshawski, señor. ¿Quiere que tome notas?
Bobby estaba al teléfono. Sacudió la cabeza y me acompañó hasta una silla. La agente Neely cerró la puerta tras ella con un golpe seco.
La mesa y las paredes del despacho de Bobby estaban cubiertas de fotografías: pájaros amarillos en pleno vuelo, sonrientes niños mellados jugando con su gorra del uniforme, Eileen de la mano de su hija mayor vestida de novia. Le gustaba extenderlas a su alrededor cada dos por tres para poder verlas con nuevos ojos. Generalmente yo buscaba entre ellas instantáneas de Tony y Gabriella, o incluso aquella en que aparecía yo a los cinco años sentada en el regazo de Tony. Hoy en realidad no me importaban. Me senté, las manos cogidas al asiento de la silla metálica, esperando a que terminara su conversación. Después de Montgomery, Bobby era la última persona que deseaba ver hoy.
– Bueno, Vicki, dime qué ha pasado y rápido. Me ha llamado tu abogado, por quien he sabido que estabas aquí, pero no me entusiasma interferir entre tú y otro hombre del cuerpo.
Tomé una profunda inspiración y solté una versión aceptablemente coherente de los acontecimientos del día. Bobby gruñó y me hizo algunas preguntas, tales como de qué manera me había dado cuenta de que se trataba de una bomba, y cuánto tiempo había tardado Monty en llegar después de que Jerry diera el aviso por la radio del camión.
Cuando terminé, Bobby hizo una mueca.
– Estás en una temible situación, Vicki. No paro de decirte que dejes de andar jugando con los asuntos de la policía, y esto no es más que la prueba de que tengo razón. Vienes a que te saque del atolladero en que tú misma te has metido.
– ¿Qué quieres decir? -estaba tan furiosa que sentí como si mi cabeza se separara de mi cuerpo-. Yo no, repito, no he puesto esa bomba en el motor de mi coche. Alguien lo ha hecho, pero en lugar de intentar obtener una descripción de los hombres que lo han hecho, o que podrían haberlo hecho, con un testigo de primera, la policía quiere acusarme de un intento de suicidio.
– No estoy diciendo que tú metiste el dispositivo, Vicki. Te conozco lo bastante bien como para darme cuenta de que no estás tan desequilibrada. Pero si no hubieses estado metiéndote en el caso del incendio y en un montón de cosas donde yo te dije que no te metieras, ahora no estarías en este follón.
Me miró con la severidad del padre para con el niño travieso.
– Ahora yo voy a utilizar unas cuantas cartas por ti, Vicki, con un tipo que no es muy fácil de manejar. A cambio quiero tu promesa de que no vas a volver a tocar este caso. Aparte del follón en que tú misma te has metido, desde que empezaste a ocuparte de ese incendio hace tres semanas, tienes a todo mi grupo en movimiento. Viniste la noche pasada con un jodido adorno que tiene ahora alborotados a los chicos. Eso no lo puedo tolerar, ¿me entiendes?
Apreté los labios.
– Traje un brazalete de hombre que encontré debajo de mi sofá porque creí que se le había podido caer a Finchley cuando él y Montgomery vinieron a verme la semana pasada. McGonnigal se mosqueó cuando lo vio porque sabía que era de Furey y creyó que venía a restregárselo por las narices. No me di cuenta hasta ayer por la noche ya tarde de que pertenecía a Furey y vine a ver qué estaba haciendo en mi apartamento. Se lo había dado a Elena, Bobby, a Elena y a la yonqui muerta que fuiste a ver al Rapelec hace dos semanas. No era más que una pequeña extorsión, algo para que ellas no dijeran que lo habían visto…
Bobby dio un manotazo sobre la mesa. Una de las fotos voló hasta el suelo.
– ¡Ya estoy harto de ti! -rugió-. Eso es una odiosa invención. Se te ha tratado demasiado bien durante mucho tiempo, ése es tu problema, así que cuando las cosas no van como quisieras fabricas unas teorías intrigantes. Deberías dedicarte a algo mejor que a venir aquí tratando de echarme encima esa mier…, ese tipo de cosas. Ahora lárgate a casa, te dije hace dos semanas que dejases de armar revuelo en mi departamento y lo dije en serio. Más vale que ésta sea la última vez que te veo por aquí.
Me levanté y lo miré con firmeza.
– ¿No quieres saber lo que he averiguado? Si estoy en lo cierto, Montgomery y Furey podrían estar involucrados en uno de los escándalos más asquerosos que hayan podido caer sobre este departamento en mucho tiempo.
Bobby puso un gesto feroz.
– Ahórramelo. Ya oigo bastante bazofia aquí todos los días sin tener que soportar que vengas a echarle basura a uno de mis propios hombres. Te he dicho docenas de veces que llevas una línea de trabajo que no te conviene, y ésta es la mejor prueba de ello. No sabes razonar, no sabes seguir una concatenación de pruebas para sacar una conclusión, y entonces te pones a tejer fantasías paranoicas. Si te digo que lo que creo es que necesitas un buen hombre y una familia, te pones hecha una fiera, pero las mujeres de tu edad que no se casan empiezan a tener ideas extrañas. No quiero verte acabar como esa tía loca que tienes, que se ofrece a los jovencitos por el precio de una botella.
Le miré sin saber si gritar o reír.
– Bobby, esa filosofía era ya trasnochada cuando naciste, el viejo símil de la solterona reprimida, y aunque fuese acertado, seguro que no se aplicaría a mí. Sólo espero que no lleves esa línea con la agente Neely, o en el tiempo que yo esté en Madison Oeste estarás enfrentándote a un juicio por acoso tan gordo que hará rodar tu cabeza. De todas formas, si tienes que pensar en mí como en una mamacona chiflada para mantener intacta tu fe en el departamento, recuerda cuando empiecen a caer los pedazos a tu alrededor que yo intenté avisarte.
Ahora Bobby se había puesto también en pie, jadeando, con la cara congestionada.
– Sal de mi despacho y no vuelvas aquí. Tus padres eran dos de mis mejores amigos, pero yo te hubiera roto todos los huesos del cuerpo si me hubieses hablado como les hablabas a ellos, y mira adonde te ha llevado: ¡cómo te atreves a hablarme así! ¡Fuera de aquí!
Las últimas palabras siguieron un crescendo tan fuerte que debieron oírlas desde la calle, no digamos desde el cuarto de al lado. Conseguí mantener la cabeza alta y mis pasos firmes e incluso cerrar suavemente la puerta detrás de mí. Todos se volvieron a mirarme mientras hacía el largo recorrido desde su despacho hasta la salida del departamento.
– Todo bien, chicos y chicas. El teniente se ha excitado un poco, pero ya no creo que haya más fuegos artificiales esta tarde.