Capítulo 6

El condado da una fiesta

Una vez en la autopista Kennedy, perdí la pista de Michael. Podía permitirse ir a ciento treinta: la patrulla de carreteras le haría la vista gorda, cosa que no sería extensible a mí. Me estaba esperando en la salida del peaje noroeste; le tuve más o menos a la vista cuando empezamos a serpentear entre las colinas que ondean hacia el noroeste al salir de Chicago.

No estoy segura de haber podido encontrar la comilona de Boots si no hubiese seguido a Michael, o al menos no a la primera. La entrada, que daba a una tortuosa calle sin placa, era una discreta abertura en el seto que ocultaba la calle a la vista del vulgo. Michael debía tomar las curvas a unos cien por hora. Frenó el Corvette y dobló sin avisar, así que tuve que dar un frenazo, parar más allá de la entrada y buscar un tramo lo suficientemente recto para dar media vuelta. Cosas de hombres.

Me estaba esperando junto a la puerta que estaba a unos tres metros del agujero del seto por donde yo había girado. Los arbustos que bordeaban la calle ocultaban parcialmente una verja de unos tres metros en prolongación de la puerta. Si intentabas franquear la muralla, había de todas formas un par de ayudantes del sheriff para pegarte un tiro.

– Lo siento, Vic -dijo Furey, compungido-, creí que había que girar medio kilómetro más arriba. No debí ir fardando en un tramo tan peligroso.

Como uno de los matones me pedía mi invitación, Furey añadió:

– Oh, no la moleste, está conmigo.

– No tanto como para que te dieras cuenta -busqué la invitación en mi bolsillo y la exhibí, pero el guardia me hizo señas de seguir con la mano sin mirarla. Mi presunta relación con Michael agudizó mi mal humor. Volví al Chevy mientras Michael bromeaba con los demás hombres, maniobraba con el Corvette, y arrancaba asperjando un poco de grava. Antes de que el camino girara pude ver a Furey subiéndose al Corvette, pero luego giré y me encontré sola en un camino bordeado de árboles.

Por mucho daño que el verano hubiera causado a la cosecha de trigo, no había dañado particularmente a Boots. Aquí los árboles se veían frondosos, sus delicadas hojas y la hierba que los rodeaba eran espesas y verdes. Desde lejos pude divisar un granero. Supongo que si eres presidente de la Junta del Condado siempre hay alguna manera de que puedas regar tu finca.

Tomé otra curva y me encontré en plena fiesta. Venía oyendo la música que resonaba a lo lejos desde la puerta principal. Ahora distinguía un gran quiosco de música más allá de la casa principal, y la banda con sombreros de paja y chaquetas de marinero tocando a toda pastilla. Del otro lado de la casa se elevaba lentamente el humo desde lo que supuse que era el hoyo de la barbacoa. Boots había sacrificado a una de sus propias reses para la campaña de Roz.

Un ayudante del sheriff, balanceando un enorme foco, me dirigió hacia un grupo de coches en un amplio patio del lado noroeste de la casa. Tal vez era un prado: recuerdo que había visto uno en una acampada con las Scouts cuando tenía once años. A pesar de la presencia de los guardias, o tal vez precisamente por eso, cerré cuidadosamente el Chevy.

Furey me alcanzó cuando me dirigía hacia el quiosco, donde estaba reunida la mayor parte de la gente.

– Joder, Vic, ¿qué es lo que te mosquea tanto?

Me detuve a mirarlo.

– Michael, he pagado doscientos cincuenta dólares por el dudoso placer de venir a esta juerga. Yo no soy tu novia, ni soy aún la "mujercita" que puedes echarte bajo el brazo y colarla frente al guardia.

Su expresión de buen humor se convirtió en un gesto ceñudo.

– ¿De qué diablos estás hablando?

– Allí fuera me has tratado como un cero a la izquierda: me dejas en el camino y luego les dices a los guardias que me ignoren porque soy un apéndice tuyo. No me gusta eso.

Levantó los brazos en un gesto de exasperación.

Quise hacerte un favor, evitarte un pequeño agarrón con los chicos de la puerta. Si hubiese sabido que lo ibas a considerar un insulto mortal, me hubiese ahorrado la saliva.

Siguió a grandes zancadas hacia la multitud. Le seguí lentamente, tan irritada conmigo misma como con Furey. No me gustaba el pequeño truco acrobático que se había marcado en el viraje, pero eso no justificaba que replicara de ese modo. Tal vez la frustración por la desaparición de Elena me ponía de mal humor. O mi mal carácter congénito. O simplemente el estar en una colecta pública de fondos del condado de Cook.

La última vez que recordaba haber visto a Boots en los informativos, uno de sus guardaespaldas le había partido la cara a un hombre que se había acercado demasiado al jefe después de un mitin de la Junta del Condado. El hombre acusaba a Boots de haber matado a su hija: graves acusaciones, aunque tenía un largo historial en el manicomio de Elgin, pero romperle la nariz a alguien parece una respuesta excesiva a la demencia. En descargo de Boots hay que decir que luego pagó la cuenta del hospital del tipo, pero ¿para qué diablos necesitaba guardaespaldas?

Ese no era más que el incidente más reciente en que Meagher se había visto envuelto públicamente. También tenía tentáculos en docenas de arriesgadas empresas en el estado, el tipo de negocios en que todo el mundo se enriquece si sabe apañárselas con las evasiones de impuestos. Meagher era uno de esos tipos que no dan nada por nada: no hubiese apoyado la campaña de Rosalyn si ella no le hubiese hecho alguna concesión importante.

No era como si Roz fuese una gran amiga. Ella había sido organizadora de la comunidad en Logan Square cuando yo estaba con el defensor de oficio. Yo había trabajado con ella en algunos seminarios sobre la ley y la comunidad, para informar a los residentes de sus derechos en ámbitos que iban desde la vivienda hasta los agentes de inmigración. Roz era inteligente, enérgica, y una hábil política. Y ambiciosa. Y eso significaba irse a la cama con Boots si con ello iba a controlar una esfera más amplia que Logan Square. Eso es lo que yo entendía y de todas formas sabía que no eran mis asuntos. Así que ¿por qué buscarle tres pies al gato?

Me abrí camino entre la multitud del quiosco hasta un toldo de colores vivos que cubría la zona de las bebidas. Unas jóvenes con ajustadas minifaldas se abrían alegremente paso entre la muchedumbre con bandejas cargadas de canapés. El atuendo ideal para una activista feminista como Rosalyn, gruñí para mí misma. Me acerqué al bar y pedí un ron con tónica. Bebida en mano, me deslicé sin rumbo fijo entre la gen te. Tras el toldo de las bebidas la gente se apiñaba en un nutrido y ruidoso grupo, cuyo estruendo ahogaba a la propia banda. Detrás de ese grupo el gentío disminuía rápidamente: allí el terreno era accidentado y yermo, y desembocaba en un bosquecillo. A pesar del terreno y de la ausencia de sillas, la mayoría de las mujeres llevaban medias y tacones altos. Pero dos de ellas habían venido preparadas: estaban sentadas en una manta, estirando sus largas y bronceadas piernas y disfrutando el inocente placer de su propia belleza. Al pasar me llamaron coreando con entusiasmo:

– ¡Vic! Ernie nos dijo que tal vez estuvieras aquí. Ven y siéntate. LeAnn está embarazada y no queríamos pasarnos toda la tarde de pie bajo el sol.

Me detuve un instante por educación. Si LeAnn estaba embarazada, era sólo cuestión de meses que Clara encargara también un crío. Ambas eran inseparables desde su infancia, y ya adultas y casadas vivían en casas contiguas de Oak Brook, y se pasaban el día yendo y viniendo de una casa de la otra para pedirse ropa prestada, compartir una taza de café, o entretener juntas a sus hijos. Y aunque los rubios rizos de Clara contrastaban con el cabello liso y oscuro de LeAnn, apenas se distinguían entre sí con sus monos de pantalón corto de Anne Klein.

– ¿Te lo estás pasando bien? -preguntó Clara.

– En grande. ¿Para cuándo el bebé?

– No antes de finales de marzo. Apenas estamos empezando a decírselo a los amigos.

Sonreí. Eso incluía a la mitad de los presentes: a cualquiera que conociera por su nombre.

Las había conocido a través de Michael Furey. LeAnn estaba casada con Ernie Wunsch y Clara con Ron Grasso. La estrecha y continuada relación de Michael con sus compañeros de juventud nunca dejó de asombrarme. Desde que dejé Chicago Sur para ir al instituto, apenas he vuelto a ver a algunas de las personas con las que crecí. Pero además de Ernie y de Ron, Michael tenía siete u ocho amigos de infancia que se reunían una vez al mes para jugar al póker, iban al río Eagle cada mes de octubre a cazar ciervos, y pasaban todas las Nocheviejas juntos con sus mujeres. Sus amigotes fueron una de las principales razones por las que nunca conecté con Michael. Pero desde que salí con él, LeAnn y Clara me trataban como si fuese una de las chicas.

Pregunté educadamente por los niños, dos de cada una, y me alegré de saber lo mucho que les gustaba el colegio, lo contenta que estaba LeAnn de estar en Oak Brook y de no tener ya que preocuparse por los colegios públicos, aunque Clara dijo algo sobre lo bien que se lo habían pasado de pequeñas en Norwood Park, pero todo era tan distinto ahora.

– ¿Están Ron y Ernie? -pregunté distraídamente.

– Sí, claro. Hace horas que han ido a buscarnos algo de beber. Pero conocen a tanta gente aquí que estoy segura de que los han interceptado, o desviado, o algo así.

Me ofrecí para llevarles algo, pero dijeron riendo que no les importaba esperar. LeAnn puso su mano perfectamente manicurada sobre mi rodilla.

– Tienes tan buen corazón, Vic. No queremos entrometernos, pero sabemos que serías tan estupenda para Michael. Precisamente estábamos hablando de vosotros dos cuando apareciste.

Hice una mueca.

– Gracias, aprecio la recomendación -me puse en pie, derramándome la bebida en la pierna del pantalón.

LeAnn me miró con ansiedad.

– No te habré ofendido, ¿verdad? Ernie siempre me echa la bronca por decir todo lo que me pasa por la cabeza sin pensármelo primero -hundió la mano en un gran bolso de playa y sacó un puñado de kleenex para mí. Enjugué ligeramente la tela caqui.

– ¡No! El problema es que Michael es hincha de los Sox, y no creo que podamos llegar a algún acuerdo.

Lanzaron chillidos de protesta entre risas. Las dejé coreando:

– Eres incapaz de estar seria, Vic.

Volví a la multitud para reponer mi bebida. Junto a la entrada de la carpa divisé a Ron y Ernie. Estaban enfrascados en una conversación con Michael y otro par de hombres. Habían acercado las cabezas para poder hablar por encima del ruido. Estaban tan absortos que no se dieron cuenta cuando me acerqué. Toqué el brazo de Michael.

Se sobresaltó y soltó un taco. Guando vio que era yo, me rodeó con el brazo, pero miró precavidamente a los demás hombres, como para ver cómo se tomaban mi inclusión.

– ¿Qué hay, Vic? ¿Te diviertes?

– Me lo estoy pasando en grande. Tú también, por lo que se ve.

Volvió a mirar dubitativo a sus compañeros, y luego a mí.

– Estamos en algo ahora. ¿Cómo lo ves si te busco dentro de unos diez minutos?

Todo fuese en aras de la reconciliación. Hice una mueca salvaje pero procuré mantener un tono ligero.

– Inténtalo.

Giré sobre mis talones, pero Ron Grasso extendió un brazo.

– Vic, querida. Me alegro de verte. No le hagas caso a este Furey, hoy se ha levantado con el pie izquierdo. Ningún asunto es más importante que una hermosa mujer, Mickey. Y nada es más peligroso que hacer esperar a una de ellas.

Los otros hombres se rieron por educación, pero Michael me miró muy serio. Tal vez seguía mosqueado. Por otro lado, sabe que esa clase de bromas me eriza, así que tal vez intentaba a su vez una reconciliación. Casi tenía ganas de concederle el beneficio de la duda.

Ron me presentó a los dos extraños: Luis Schmidt y Cari Martínez, también de la construcción. Y colaboradores de la campaña de Rosalyn.

– Vic es una vieja amiga de Rosalyn, ¿no es así? -intervino Ron.

Asentí con la cabeza.

– Trabajábamos juntas en Logan Square.

– ¿Era usted organizadora? -preguntó Schmidt.

– Yo era abogada. Me dedicaba a ayudar en cuestiones legales: inmigración, vivienda, ese tipo de cosas. Ahora soy detective.

– Detective, ¿eh? ¿Como aquí, el sargento Furey? -ése era Schmidt, un hombre bajito y macizo con unos brazos del tamaño de los tubos del alcantarillado que le tensaban las mangas de la chaqueta.

Les interesaba justo lo suficiente como para requerir una respuesta.

– Trabajo por mi cuenta. Algo así como el detective Magnum de Chicago.

– Vic se ocupa de casos de fraude -intervino Ron-. Tiene unos archivos muy completos. Nos tiene a raya a Ernie y a mí, déjame decirte.

Todo el mundo rió por educación. Su comentario parecía tan imposible de contestar que no lo intenté.

– Me he encontrado con LeAnn y Clara detrás de la carpa dije en cambio. Creían que vosotros ibais a llevarles algo de beber.

Ernie se palmeó la frente.

– Mi cabeza está como el cemento, después de tantos años de estar vertiéndolo. Yo me ocuparé de las chicas, Ron; chicos, vosotros esperadme aquí.

Me tomó del brazo y me empujó hacia la carpa de las bebidas. ¿Te invito a algo, Vic?

– No, gracias. Me voy enseguida para la ciudad.

Me miró, adusto, sus ojos oscuros en una tira estrecha y curtida.

– No te tomes a Mickey demasiado en serio. Tiene muchas cosas en la cabeza.

Asentí gravemente.

– Ya lo sé, Ernie. Y creo que es el momento de dejarlo solo, dejarle que resuelva las cosas.

– ¿No podrías esperar por lo menos hasta después de la cena? ¿Y mientras charlar un rato con las chicas?

Esperaba que les llevara a ellas sus bebidas. Sonreí amablemente.

– Lo siento, Ernie. Sé que a LeAnn le encantaría verte unos minutos antes de que vuelvas a enfrascarte otra vez con los chicos. Está sentada aquí atrás con Clara.

– Vale, Vic, vale.

Se abrió camino hasta el principio de la cola. Algo en su juego de hombros me dijo que se preguntaba qué demonios veía Mickey en mí.

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