Devolví sus llamadas a Furey y a Robín Bessinger, más por hacer algo y dejar de autoflagelarme que con verdadero entusiasmo por hablar con ninguno de los dos. Furey quería disculparse por sus comentarios del día anterior en el departamento y quedar para ver finalmente a los Sox, que al igual que los Cubs hacía tiempo que se habían fundido en el crepúsculo.
– No era mi intención criticarte -añadió-. Es difícil reformarse para un machista de tomo y lomo.
– Está bien -le aseguré con toda la buena voluntad de que pude hacer acopio-. Yo tampoco estaba en mi mejor momento, el teniente Montgomery me puso de vuelta y media sin motivo y no me quedaron ganas de ser amable.
Hablamos un poco de la reunión, me dio algún consejo sobre la mejor manera de tratar a Monty, y luego me preguntó por Elena.
Se me había olvidado que le había pedido que la buscara. Otra vez la demencia. Otra vez la repelente metomentodo.
– Oh, mierda. Lo siento, tenía que habértelo dicho, apareció el domingo por la noche, sana y salva. Con una protegida espantosa de verdad.
– Mal rollo -dijo, simpatizando al instante-. ¿Quién era la protegida? ¿Alguien del Indiana Arms?
– Hija de alguien -le hice una descripción somera de Cerise-. Ahora ha desaparecido del mapa, preñada, toxicómana y demás.
– ¿Quieres darme su nombre y su descripción? Puedo decirles a los chicos que estén atentos por si la ven.
– Psss… -lo que menos me apetecía era que alguien volviera a dejarme a Cerise delante de la puerta. Por otra parte, por consideración al feto que llevaba en marcha, alguien debería intentar meterla en algún programa de desintoxicación. ¿Por qué no la pasma? Le di a Michael los detalles.
– No creo que esta semana sea un buen momento para mí para quedar a ver un partido, he estado dejando de lado demasiadas cosas y eso empieza a deprimirme. Te llamo el lunes o el martes, ¿vale?
– Vale, Vic. Estupendo -colgó.
Furey tenía un buen fondo. Se preocupaba por buscar a una yonqui embarazada que nunca había visto. Eileen Mallory tenía razón: tenía madera de padre. Sólo que yo no buscaba a ningún padre. O al menos no para mis hipotéticos hijos.
Seguidamente llamé a Robin. El laboratorio con el que trabajaban les había pasado los informes sobre el Indiana Arms. Habían confirmado su sospecha inicial sobre un acelerador: se trataba de parafina.
Me esforcé por mantener mi mente atenta a lo que decía.
– ¿Es difícil de conseguir?
– Es algo corriente -respondió-. Fácil de conseguir, incluso en grandes cantidades, así que no creo que podamos seguir la pista de quien la utilizó buscando un comprador. Lo interesante fue el detonador que utilizaron para provocar el incendio. Lo habían conectado a un hornillo enchufado en el cuarto del vigilante nocturno.
– Entonces puede que el vigilante esté implicado -era difícil pensar lo contrario si habían enchufado el detonador a su propio aparato.
– El dueño dice que sólo tenía un portero de noche en la recepción, que no creía que el edificio requiriese un vigilante. Pero no hemos podido localizar al tipo… Vic, tú en el pasado hiciste varios encargos para Ajax. Y con éxito. Me preguntaba…, he hablado con mi jefe…, si podríamos contratarte para este caso.
– ¿Para hacer qué? -pregunté cautelosamente-. No sé nada sobre incendios provocados, no sabría distinguir un acelerador de una cerilla.
No respondió directamente.
– Aunque el edificio estaba asegurado por debajo de su valor, estamos reteniendo más de un millón de dólares. Ha habido gente herida, y eso implica una responsabilidad civil además de los daños materiales. Puede que a la policía no le importe, pero para nosotros sí valdría la pena invertir unos cuantos miles en una investigación profesional si podemos ahorrarnos lo más gordo. Nos gustaría que intentaras encontrar al incendiario.
Miré cómo vibraban los cristales de la ventana con la corriente continua de la hora punta en el paso elevado que corría justo debajo. Se desprendió algo de mugre, pero no tanta como la que se arremolinaba sobre el cristal, añadiéndole su opacidad grisácea. No era la escena ideal para estimular mi escasa confianza en mi capacidad.
– Mi club de fans de Ajax no está exactamente formado por un coro unánime de directivos. ¿Tiene tu jefe suficiente autoridad para contratarme sin que haya que implicar a todo un montón de gente para dar su aprobación?
– Oh, sí. Eso es fácil. Tenemos un presupuesto para investigadores externos, no tiene que ser aprobado en cada caso en particular -hizo una pausa-. ¿Y si te invito a cenar esta noche y trato de ayudarte a tomar la decisión?
Podía imaginarme su cabeza inclinada como la de un pájaro cuando acecha a que el gusano salga del suelo. La imagen me dio ganas de sonreír por primera vez desde que por la mañana me encontré mi colada en el suelo.
– Una cena estaría genial.
Sugirió Calliope, un lugar animado en el norte de Lincoln, donde servían mariscos a la griega. No se podía reservar, pero se podía bailar en la sala de baile adjunta mientras uno esperaba su mesa.
Colgué y cerré mi oficina por ese día. Habían llegado otro par de investigaciones de las que tendría que ocuparme, pero no tenía la energía emocional necesaria para trabajar esa tarde.
Cuando quise recoger el coche caminando hasta el extremo norte del Loop y regresar a casa abriéndome camino entre el tráfico de la hora punta, sólo me quedó tiempo para un largo baño antes de vestirme para la cena. Me estuve en la bañera mis buenos cuarenta y cinco minutos, dejando flotar sin rumbo mis pensamientos, y dejando que el agua se llevara lo más gordo de mi inseguridad.
Cuando por fin salí del baño y empecé a vestirme, la suave luz de finales del verano ya estaba pintando la tarde de un púrpura grisáceo. Observé al señor Contreras trabajando en el jardín trasero. La temporada de los tomates tocaba a su fin, pero estaba cultivando unas cuantas calabazas con solícito esmero. Le gustaba celebrar la noche de brujas como Dios manda, con los niños del barrio. En la tenue luz apenas podía distinguir a Peppy acostada en la hierba, con el hocico entre las patas, esperando tristemente alguna actividad que pudiese incluirla a ella.
Bajé por la escalera de servicio para darles a él y a la perra las buenas noches. El viejo estaba en plan digno, ofendido por mi parquedad con él esa mañana, pero la perra estaba entusiasmada. Me las vi negras para evitar que trasladara el abono de hojas, el estiércol, o lo que quiera que fuese lo que el señor Contreras estaba amontonando sobre las calabazas, a mis pantalones negros de seda.
Se negó a dejarse ablandar por mis ligeros comentarios. Me sentí a punto de pedirle disculpas y me mordí la lengua con fastidio: no había ninguna razón para que él conociera todos los detalles de mi vida. Si quería conservar algunos pequeños fragmentos de privacidad, no tenía por qué disculparme. Me despedí fríamente y me colé por la puerta trasera para que la perra no pudiese seguirme. Su quejido de frustración me siguió a lo largo del callejón.
Recorrí a pie el kilómetro escaso hasta el restaurante. Al evitar un enorme hoyo en el suelo, resbalé sobre un bocadillo tirado. Una más de las alegrías de la vida urbana. Me ensuciadas rodillas del pantalón. La tela quedó ligeramente arrugada pero no rota. El daño no era tan grande como para justificar que me fuera a vivir a Streamwood.
Robin me esperaba ante la puerta del restaurante, elegantemente vestido con un pantalón de franela gris y una chaqueta azul marino. Había llegado temprano para pedir mesa y el encargado estaba diciendo su nombre justo cuando entrábamos. Perfecto. Si uno ha nacido con suerte, no necesita ser bueno. Robin pidió una cerveza y yo un ron con tónica y un poco de esa mousse de hueva de bacalao que había hecho famoso al Calliope.
– ¿Cómo te hiciste detective? -me preguntó después de que pedimos.
– Yo trabajaba con el defensor de oficio -unté un poco de mousse en una tostada-. En la sección de juicios. Un trabajo odioso, a menudo te asignan al cliente sólo cinco minutos antes de que empiece el juicio. Siempre tienes más casos que tiempo para trabajarlos con eficacia. Y a veces estás alegando con toda tu alma en favor de unos gorilas a quienes deseas que nunca más vean la luz del día.
– ¿Y por qué no te pusiste simplemente a trabajar por tu cuenta? -cogió una cucharada de mousse-. Está buena -farfulló con la boca llena-. Nunca la había probado.
Estaba buena -justo lo suficientemente salada para pegar bien con la cerveza o con el ron. Comí algo más y me acabé el ron antes de contestar.
– Ya llevaba cinco años en la oficina del defensor de oficio, y no quería tener que empezar desde el principio si me metía en la práctica privada. Además, había resuelto un caso para una amiga y me di cuenta de que era un trabajo que podía hacer bien y del que podía sacar auténtica satisfacción. Y encima, soy mi propio jefe -debí darle ésta razón en primer lugar, pues sigue siendo la más importante para mí. ¿Tal vez por haber sido hija única, acostumbrada a apañármelas a mi aire? O tal vez era simplemente la fiera independencia de mi madre que se coló dentro de mis cromosomas junto con el color oliva de su piel.
Después de que el camarero trajese unas ensaladas y una botella de vino, le pregunté a Robin cómo había terminado siendo un especialista en incendios provocados. Hizo una mueca.
– No conozco a nadie que elija de entrada trabajar en seguros, excepto tal vez los hijos de los dueños de las compañías. Yo me especialicé en historia del arte. Pero no había dinero para mandarme a una escuela superior. Así que empecé a trabajar en Ajax. Me pusieron a diseñar impresos de pólizas, queriendo sacar provecho de mi bagaje artístico -sonrió brevemente-, pero salí de eso tan pronto como pude.
Durante la cena me preguntó por algunos de los anteriores trabajos que había hecho para Ajax. A mi vez hice una mueca: la compañía no sabía si amarme u odiarme por haber señalado al vicepresidente de su sección de reclamaciones como el cerebro del fraude cometido en una compañía de trabajadores. Robin estaba fascinado. Dijo que siempre habían circulado un montón de habladurías, pero que nadie les había contado jamás a los empleados en qué se había metido realmente su vicepresidente.
Después de la bouillabaisse al estilo griego, se dedicó a intentar persuadirme de volver a las trincheras de Ajax. Yo sabía que necesitaba un trabajo más importante, y no sólo los asuntos de poca monta que me habían estado llegando los últimos días. Sabía que no me sentía en condiciones de buscar clientes nuevos en esos momentos. Sabía que le diría que sí, pero le pedí que me llamara a la mañana siguiente a mi oficina dándome algunos detalles.
– Ha sido un día pesado -expliqué-. Esta noche lo único que quiero es olvidar que soy detective y desconectar.
No pareció importarle. La conversación giró hacia el béisbol y la infancia, mientras terminábamos de comer. Bailando después en la otra sala, no hablamos mucho que digamos. A eso de la medianoche decidimos que había llegado la hora de desplazarnos unas manzanas al norte, hacia mi casa. Robin dijo que dejaba su coche junto al restaurante y lo recogería por la mañana: ambos habíamos bebido demasiado para conducir, y además, era una espléndida noche de finales del verano. Las seis manzanas se convirtieron en un recorrido de media hora, avanzando despacio cogidos del brazo, deteniéndonos cada pocas casas para un largo beso. Cuando finalmente llegamos a casa susurré unas urgentes advertencias de silencio a Robin: no quería que el señor Contreras o Vinnie el banquero se nos echaran encima. Mientras Robin me rodeaba con sus brazos por la espalda, hurgué en mi bolso en busca de mis llaves.
Frente a la casa se cerró con fuerza la puerta de un coche. Nos apartamos hacia un lado al oír pasos que se acercaban por la senda. El reflector de un coche nos inmovilizó frente a la entrada de la casa.
– ¿Eres tú, Vicki? Siento interrumpir, pero tenemos que hablar -la voz, cargada de una pesada ironía, me era casi tan familiar como la de mi propio padre. Pertenecía al teniente Robert Mallory, jefe de la unidad de homicidios del Distrito Central de Policía de Chicago. Sentí cómo se sonrojaban mis mejillas en la oscuridad: por muy fría que una sea, es molesto que el más antiguo amigo de tu padre te sorprenda en un apasionado abrazo.
– Me siento halagada, Bobby. Dos millones y medio de almas en la ciudad, contando a tus siete nietos, y cuando tienes insomnio acudes a mí.
Bobby me ignoró.
– Despídete de tu amigo ese, vamos a dar una vuelta.
Robin hizo un encomiable intento de intervenir. Le agarré del brazo.
– Te meterán en el talego con los manguis y los maricas si le pegas, es un teniente de policía. Bobby, Robin Bessinger, de Seguros Ajax. Robin, Bobby Mallory, lo mejorcito de Chicago.
A la luz del reflector, la cara roja de Bobby parecía gris pálido; unas arrugas que normalmente no advertía cobraban un accidentado relieve. Al fin y al cabo se acercaba a su sesenta aniversario. Incluso me habían invitado a la fiesta sorpresa que su mujer le preparaba para principios de octubre, pero no había pensado en esa fecha como en algo que significaba que se estaba poniendo viejo. Rechacé la punzada de angustia que me había provocado la idea de su envejecimiento y dije, más fuerte de lo que pretendía:
– ¿Adonde vamos, y para qué, Bobby?
Vi cómo se esforzaba por contener las ganas de agarrarme y arrastrarme a la fuerza hasta el coche que esperaba. Mucha gente no sabe que si uno no está arrestado no tiene por qué seguir a un policía sólo porque se lo pida. Y mucha gente no se resiste aunque lo sepa. Hasta un buen policía como Bobby lo da por sentado para empezar; una ciudadana como yo le ayuda a relativizar su poder.
– Dile a tu amigo que se dé un paseíto – señaló a Robin con la cabeza.
Si le obedecía en eso, jugaría conforme a las reglas. No era un gran compromiso, pero era un compromiso. Le pedí a regañadientes a Robin que se fuera. Aceptó a condición de que lo llamara tan pronto como los polis hubiesen terminado conmigo, pero al llegar al final de la senda, se quedó para observar. Me conmovió.
– Bueno, se ha ido. ¿De qué tienes que hablar?
Bobby frunció el ceño y apretó los labios. Un simple gesto de fastidio.
– El vigilante nocturno ha encontrado un cuerpo junto a una obra a eso de las nueve y media. Tenía encima algo que la relaciona contigo.
Tuve una súbita visión de mi tía, borracha perdida, atropellada por un coche y abandonada a su muerte. Me apoyé con una mano en la pared del edificio para conservar el equilibrio.
– ¿Elena? -pregunté estúpidamente.
– ¿Elena? -Bobby se quedó momentáneamente mudo-. ¡Ah! La hermana de Tony. No, a menos que haya rejuvenecido cincuenta años y se haya teñido la piel para esta ocasión.
Tardé un minuto en caer en lo que quería decir. Una mujer joven y negra. Cerise. No era la única joven negra que conocía, pero no pude imaginar a ninguna de las demás muerta junto a una obra.
– ¿Quién era?
– Queremos que tú nos lo digas.
– ¿Qué habéis encontrado que os ha hecho relacionarla conmigo?
Bobby volvió a apretar los labios. Simplemente no quería decírmelo, los viejos hábitos son duros de desterrar. Pensé que estaba a punto de hablar cuando la puerta se abrió detrás de mí y Vinnie el banquero irrumpió en la noche.
– Ahora sí, Warshawski. Es la última vez que me despiertas a media noche. Para que te enteres, los polis están en camino. ¿Es que tus amigos nunca piensan, para echar así la luz a una ventana donde hay gente durmiendo y para largar con toda la fuerza de sus pulmones? ¿O estás intentando pescar algún cliente?
Se había cambiado el pijama por unos vaqueros y una camisa blanca con botones. Su espeso pelo castaño lo llevaba cuidadosamente peinado hacia atrás. Debió incluso tomarse el tiempo para lavárselo y secárselo antes de marcar el 091.
– Me alegro de que les hayas llamado, Vinnie, se pondrán muy contentos de venir aquí. Y también todos los de la manzana cuando los coches patrulla lleguen con esas nuevas luces pintando la noche de azul.
Bobby miró a Vinnie.
– ¿Has llamado a la poli, hijito?
El banquero sacó agresivamente la mandíbula.
– Sí, los he llamado. Estarán aquí en cualquier momento. Si eres su chulo, tienes unos dos minutos para desaparecer.
Bobby mantuvo su tono paternal.
– ¿Adonde has llamado, hijo? ¿A la comisaría, o a los de urgencias?
Vinnie se erizó.
– No soy su hijo. No se crea que a mí también me va a engatusar.
Bobby me miró, torciendo el gesto.
– ¿Has estado intentando venderle papelinas, Vicki?
Se volvió hacia Vinnie, mostrándole su placa.
– Sé que la señorita Warshawski no es la vecina mas fácil del mundo, y ahora mismo me la voy a llevar. Pero necesito saber si has llamado al 091 o a la comisaría, para avisar de que no vengan las patrullas, no quiero malgastar más dinero del municipio, quitando a los agentes del trabajo que deberían estar haciendo porque tú tienes una bronca con tus vecinos.
Vinnie frunció los labios, sin querer rajarse pero sabiendo que no tenía más remedio.
– El 091 -murmuró, y añadió más desafiante-: Y ya es hora de que alguien se encargue de ésta.
Bobby miró hacia la calle y gritó:
– ¡Furey!
Michael bajó del coche y se acercó a nosotros. Lo que me faltaba para completar la transformación del romance en farsa: Michael debió de verme en la puerta abrazando a Robin.
– Este chico ha llamado al 091 cuando me ha oído hablar con Vicki. Llama por radio y averigua quién viene y cancélalo, ¿vale? Y apaga las luces. El chico necesita su sueño reparador de belleza.
Michael, lo más inexpresivo que podía, me ignoró por completo y volvió al coche. Vinnie intentó averiguar el número de placa de Bobby para ponerle una denuncia ante el comandante de guardia -su "jefe", según dijo-, pero Bobby le apoyó su pesada mano en el hombro, asegurándole que todos tenían algo mejor que hacer con su tiempo, y que si Vinnie tenía que estar en su oficina por la mañana, tal vez ya era hora de que se metiera en casa.
– Bueno, al menos impídale a esa mujer que siga despachando sus asuntos en el vestíbulo en plena noche -le pidió Vinnie con petulancia mientras abría su puerta.
– ¿Es eso lo que haces, Vicki? -preguntó Bobby-. ¿Te has quedado sin tu oficina del centro?
Apreté los dientes pero no intenté resistirme cuando me cogió del brazo y me empujó por la senda; sin duda el siguiente en salir sería el señor Contreras junto con la perra, si seguíamos allí más tiempo.
– Elena -expliqué brevemente-. Ha venido unas cuantas veces la semana pasada. Siempre pasada la medianoche, claro.
– No la he vuelto a ver desde el entierro de Tony. Ni siquiera sabía que seguía en la ciudad.
– A mí también me hubiera gustado no volver a verla. Se le quemó la casa el miércoles pasado, ya sabes, el incendio del edificio ese de viviendas individuales, cerca de McCormick Place.
Bobby gruñó.
– Así que acudió a ti. En el fondo, no sois tan distintos, entre parientes, supongo.
Eso me dejó sin habla para el resto del corto trayecto. Bobby me abrió la puerta de atrás. Saludé con la mano a Robin y me subí.
Michael estaba sentado en el asiento de delante, y John McGonnigal -el sargento con el que Bobby prefería trabajar- en el de atrás. Saludé a ambos. Mantuvieron una animada conversación sobre asuntos de la policía durante todo el trayecto hasta el depósito de cadáveres. Aunque hubiera querido, no hubiese podido participar en la conversación.