Capítulo 40

Huída despavorida

Puse en marcha un baño al llegar a casa, pero mi mente corría demasiado rápida para que pudiera relajarme. Salí de la bañera e intenté comunicarme con Murray. No estaba, ni en el periódico ni en su casa. Pensé en llamar a Bobby pero ya me imaginaba su reacción. ¿Acusar al presidente de la junta del condado y a su acaudalado socio? Eso era mucho peor que alborotar a los agentes de su unidad. Ni se te ocurra, querida Vic: si tuvieses un pelín de clase, lo entenderías.

Me acerqué a mirar por la ventana. A pesar de mis fieras palabras al señor Contreras, me sentía solitaria y vulnerable. Me pregunté si los dos hombres que me buscaban venían en serio a atacarme o si en realidad eran unos inofensivos vendedores. ¿Eran ellos la respuesta que Ralph MacDonald me había prometido darme en veinticuatro horas? ¿Ese hombre parado al otro lado de la calle estaba realmente esperando a su perro, o esperando a que yo saliera?

Solté la persiana y fui al teléfono a llamar a Lotty.

– ¡Vic! Empezaba a estar seriamente preocupada, sin saber de ti durante todos estos días. ¿Cómo estás?

– No sé muy bien. Tengo a un tigre cogido por la cola y no sé si tengo fuerzas suficientes para habérmelas con él.

– ¿Qué clase de tigre? -inquirió Lotty.

Le conté el derrotero que había seguido mi pensamiento.

– Sólo estoy un poquito asustada, Lotty. Y sigo preocupada por mi tía. Creo que debió de ver a quien contrataron para provocar el incendio. Probablemente quiso hacer un pequeño chantaje sin grandes pretensiones, ella y Cerise, entre las dos, y ahora está escondida en algún sitio no muy seguro. No sé cómo encontrarla. Los polis están ayudando. O al menos un poli está ayudando -corregí, recordando que Finchley ni siquiera sabía que Elena se las había vuelto a pirar-. Y ahora se me ha roto el coche y no puedo. Mi pensamiento se apagó y con él mi voz. Un madero sabía que Elena se había esfumado porque había ido al Michael Reese especialmente para verla. De la misma manera que me había hecho revelar su dirección dos semanas antes para poder ir a verla entonces.

A la bofia le importaba un bledo que una vieja borracha sin un chavo intentara levantarse a los jovencitos del centro. Pero a Michael no.

La reacción de McGonnigal ante ese brazalete de oro irrumpió de golpe en mi mente y se me ofreció con tan completos detalles que creí que las entrañas se me iban a salir por la boca. Ahora recordaba dónde lo había visto antes, lo llevaba la vez aquella en febrero pasado cuando fui a la fiesta de cumpleaños que le habían organizado los colegas. McGonnigal creyó que yo iba por ahí con el brazalete fardando de mi revenida historia con Michael. Por eso no me había dicho que era de Furey.

Sólo que Furey no se lo había dejado en mi casa. Habían sido Elena y Cerise. La noche que durmieron allí lo habían dejado en el suelo bajo el colchón, como suele hacer la gente. Y por la mañana, como Cerise se puso tan mala, se les había olvidado.

– Vic, ¿qué te ha pasado? ¿No te habrás desmayado, verdad? -dijo Lotty con fuerza; me di cuenta de que estaba allí de pie como una idiota con el auricular en la mano.

– No, no. Es que acabo de caer en una cosa que debió haberme llamado la atención hace mucho tiempo.

– Lo que más necesitas en este preciso momento es una cena caliente y dormir toda la noche. Por qué no voy a buscarte: puedes tomar algo de sopa y dormir en mi cuarto de invitados. Y ya mañana tendrás fuerzas suficientes para pensar en el último modelo de trampas para tigres.

Era una oferta tan tentadora que no podía rechazarla, aunque mi cabeza no dejara de darle vueltas a lo de Michael. Volví a enfundarme los vaqueros y embutí unas cuantas cosas en mi mochila: incluido un cargador más para mi Smith & Wesson.

La noche en que Elena trajo a Cerise a casa fue la de la barbacoa de Boots. Michael me había acompañado a casa y me esperó mientras subía. Había tenido un aviso urgente y no podía quedarse, eso me había dicho. Un triple homicidio. Podría comprobar eso alguna vez, si vivía hasta la noche siguiente, pero dudaba de que hubiese ocurrido.

No: él había entrado en el vestíbulo y había encontrado allí a Elena y Cerise sentadas sobre la bolsa de mano de Elena. Habían venido con el cuento del bebé de Cerise, esperando convencerme para que le sacara algo de pasta a la compañía de seguros. Entonces vieron a Michael, y empezaron a presionarle. Lo habían visto merodear por el Indiana Arms antes del incendio, tenía que ser eso. Él tenía la conexión con Roland Montgomery. A quién sino a él iban a recurrir los colegas cuando quisieran incendiar un edificio. Por qué sus amigotes estaban involucrados, no lo sabía, salvo que ellos le hacían favores a Boots a cambio de contratas. Y Michael les hacía favores a los chicos porque eran viejos colegas de la vecindad.

Así que Elena le reconoció cuando entró en el vestíbulo después de la fiesta de Boots. Le dijo que le gustaban los chicos con esos ojos tan fabulosos y que no le diría a nadie que lo había reconocido si él la ayudaba, si le daba algo para comprar un poco de bebida.

Él le dio el brazalete, ése era su pago, pero al día siguiente fue a buscar a Cerise y se la llevó a la obra del Rapelec y le dio un chute bien cargado de heroína y la dejó morir. No, no fue exactamente así. Él le había dado la heroína a alguien: tal vez a los colegas o al jefe de los vigilantes nocturnos. ¡August Cray! El agente titulado de Farmworks era también el jefe de vigilancia de la obra del Rapelec.

En todo caso, Michael creyó que recuperaría el brazalete, pero Cerise no lo tenía. Por eso la unidad de Bobby estuvo allí tan rápido después de que el vigilante la encontrara: él tenía que ser la primera persona en verla. Cualquier otro agente de policía podía reconocer el brazalete si ella lo llevaba puesto.

¿Pero entonces? Eso no lo explicaba todo, pero tenía cierto macabro sentido. Necesitaba encontrar a Elena para hacerla callar también, pero ella se había escabullido. Cuando le conté lo de Cerise, ella lo había buscado y él le había dicho lo suficiente como para darle a entender que había matado a Cerise. Ella había corrido a esconderse. Así que todo el cuento ese de que ella iba de buscona por el centro de la ciudad era un montaje. Bobby nunca le pidió que la buscara. Por eso Furey había hecho tantos aspavientos para que yo no le llamara y se lo pidiera.

Me flaqueaban las piernas. Se me doblaban al intentar apoyarme en ellas. Tenía que acudir cuanto antes a los Hermanos Streeter: no podía dejar suelta a Elena para que Furey la encontrara y la liquidara a voluntad.

Me obligué a acercarme, tambaleándome, hasta el teléfono. Cuando marqué, di con su contestador automático. Dejé un mensaje, tratando de que pareciera urgente pero no histérico, y les dejé el número de Lotty para que se comunicaran por la mañana. Cuando colgué, volví a probar el de Murray; seguía fuera, vagando por algún sitio. Observé la calle desde mi ventana. El hombre del perro había desaparecido. Unas cuantas personas caminaban por esa manzana, de vuelta de sus trabajos o dirigiéndose a cenar. No creía que ninguno de ellos fuese un emisario de Ralph MacDonald con órdenes de suprimirme a primera vista, pero seguí esperando tras las persianas hasta que vi el Camry nuevo de Lotty detenerse con un chirrido frente a mi edificio.

Antes de salir, llamé al señor Contreras para hacerle saber que no se iba a necesitar su vigilancia.

Se quedó un pelín mosqueado de que quisiera dormir en casa de Lotty y no en la suya.

– De todas formas, por el hecho de que no estés en casa, no quiere decir que alguien no vaya a intentar colarse para darte un garrotazo en la cabeza cuando vuelvas. Creo que yo y la princesa mantendremos nuestra ronda de todas formas.

Llamarle para contarle mis planes era a lo más que podían llegar mis impulsos humanitarios: no podía llevar tan lejos mi cortesía como para darle las gracias por sacrificarse tan innecesariamente. Era cierto que me había salvado la vida el invierno pasado, pero eso no me ponía más impaciente por incluirle en mi trabajo. Bajé al trote, saludé rápidamente con la mano a la perra y al señor Contreras cuando asomaron la cabeza al descansillo, y me subí a toda prisa al coche. Odio estar asustada: me hace correr cuando sería mucho mejor que caminase.

– ¿Así que has destrozado ese Chevy que tenías con tu forma suicida de conducir? -me dijo Lotty a modo de bienvenida.

Abrí la boca para replicar, pero la cerré cuando Lotty dio una ilegítima media vuelta cerrándosele a un camión de reparto del Sun-Times. El chófer frenó tan en seco que un montón de periódicos cayó al suelo. Lotty ignoró sus frenéticos bocinazos y maldiciones con una arrogancia digna de sus antepasados: una vez me dijo que habían sido consejeros de los Habsburgo.

Lotty conduce como si fuese responsable de una ambulancia durante un bombardeo: ve en su camino a toda la aviación enemiga a la que está esquivando o combatiendo como posible blanco. Insiste en comprarse coches con la transmisión tradicional porque fueron los que conoció en su infancia, pero destroza las marchas tan despiadadamente que lleva ya su tercer coche nuevo en ocho años. Como todos los malos conductores, cree que es la única persona que tiene un derecho legítimo a circular. Cuando hubimos recorrido los tres kilómetros hasta su apartamento, yo ya pensaba que debía haberme quedado en casa, arriesgándome a enfrentarme con Ralph MacDonald.

Al pararnos, el Camry tosió suavemente: sabía que era mejor no quejarse demasiado fuerte a ella. La seguí dócilmente a su edificio, hasta el segundo piso, donde un brillante despliegue de colores siempre me echa atrás cada vez que vuelvo después de cierto tiempo. Lotty se viste con severos trajes sastre: faldas oscuras, camisas blancas almidonadas o sobrios vestidos negros de punto. Es en su casa donde se revela su fuerte personalidad en una explosión de rojos y naranjas.

Aunque ya me he quedado allí varias veces, Lotty siempre me trata como a un huésped real, me coge el bolso, me ofrece una copa de su limitado repertorio. Ella casi nunca bebe alcohol, y el brandy que tiene a mano es sólo para emergencias médicas. Esa noche yo lo rechacé: mi estómago aún conservaba el recuerdo de la botella de Georges Goulet que había trasegado la noche anterior.

Lotty tenía un guiso cociéndose a fuego lento en la cocina, algún plato vienes reconstruido a partir de los recuerdos de su infancia. Energético y sencillo, me reconfortó recordándome mi propia niñez.

– Debías saber que iba a venir cuando hiciste esto -le dije agradecida, apurando la última zanahoria del plato-. Exactamente lo que me recetó el doctor.

– Gracias, querida -Lotty se inclinó para besarme-. Ahora un baño para ti, y a la cama. Tienes unas ojeras negras como platos.

Antes de que me fuera a la cama me examinó las manos. Mis ampollas se habían reblandecido un poco al agarrar demasiado fuerte el volante del Chevy, pero seguían curándose. Les puso más ungüento y me arropó en sus frescas y perfumadas sábanas. Mi último pensamiento fue que el olor a lavanda era el olor a hogar.

Cuando me desperté eran más de las diez. El sol colaba pequeños dedos de luz por el borde de las pesadas cortinas carmesí, estriando las paredes y el suelo. En el piso vacío, lo único que oía era el rumor del despertador, un ruido extrañamente reconfortante.

Me enfundé la sudadera y me dirigí a la cocina. Lotty me había dejado un vaso de zumo de naranja y una nota diciéndome que me preparara algo de comer. Mi largo sueño me había abierto un apetito enorme. Me herví un par de huevos y me los comí con una gran pila de tostadas. Mientras comía intenté idear la perfecta trampa para tigres, pero en cuanto empecé a pensar en Ralph MacDonald, en Furey, y en todo el resto de la banda, me puse demasiado nerviosa para tener lógica o inventiva.

Hubiera querido tener un mínimo indicio de dónde buscar a Elena. Tal vez sí que tenía algún compinche al que podía acudir cuando tocaba el fondo de sus insondables abismos. Si hubiese estado en alguno de los demás edificios abandonados de la zona sur, Furey ya la habría encontrado a estas horas.

Me levanté bruscamente. Tal vez la había encontrado. Podía haberle metido una bala, o haberla estrangulado: su cuerpo no sería hallado hasta que el equipo de demoliciones no entrase allí al cabo de un año o más.

Fui al salón para telefonear y probé otra vez los Hermanos Streeter. Los Hermanos Streeter -Tim y Jim- tienen una empresa de seguridad llamada "All Night-All Right" [8]. Había acudido a ellos en el pasado, cuando tenía algún trabajo de vigilancia demasiado pesado para poder llevarlo sola. Tim y Jim llevan la empresa como un colectivo, con un puñado de otros tipos, todos grandotes y barbudos. Hacen mudanzas de muebles como actividad secundaria y muchos, si no todos, pasan su tiempo libre leyendo a Kierkegaard y a Heidegger. Hacen un trabajo respetable, pero también me provocan nostalgia por los días pasados del ayer.

Se puso Bob Kovacki, a quien conocía bastante bien, y le expliqué mi situación.

– Necesito encontrarla antes de que lo haga ese sargento de policía loco, pero acabo de tener la horrenda idea de que podría habérsela cargado en uno de los viejos edificios del sur y haber dejado su cuerpo allí. Quiero que busquéis allí primero, y luego podríamos pasarnos por algunos de los sitios donde solía merodear.

– Caray, Vic, ahora estamos bastante desbordados -le oí tamborilear con los dedos sobre la mesa-. Hablaré con Jim, veremos si podemos cambiar el horario de alguien. ¿Vas a estar por ahí esta tarde?

– Puede que esté haciendo unos recados, pero llamaré a mi servicio de mensajes cada hora. Mira, yo… bueno, no hace falta que te dé pelos y señales. Esto es urgente. Pero sé que harás cuanto puedas.

Después de llamar a la grúa para el Chevy, alquilaría un coche y me dirigiría yo misma a la zona sur. Llamé a mi taller y expliqué lo que había pasado. Luke Edwards, mi mecánico, chasqueó lúgubremente la lengua.

– Me da mala espina, Vic. Tendrías que haberme llamado cuando empezó a hacer ese ruido raro. Seguramente has quemado la transmisión. Mandaré a Jerry con el camión de aquí a una hora o dos, pero no te hagas muchas ilusiones.

Le hice una mueca al teléfono.

– No me des tantos ánimos, Luke, vas a hacer subir demasiado tus endorfinas y tu cerebro va a explotar.

– Tú ve lo que yo veo todos los días y verás cómo también te pones sobria.

Luke siempre da de su taller la impresión de que es el depósito de cadáveres del condado.

Renuncié y le dije que estaría esperando a Jerry con las llaves del coche. Fregué rápidamente los platos e hice la cama. Dejando una efusiva nota para Lotty, me encaminé a mi propia casa.

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