Capítulo 48

La fiesta de cumpleaños

El sábado, antes de llevarle su cheque al viejo señor Seligman, me paré en un concesionario de Pontiac en la avenida Western y me compré un Trans Am rojo vivo. Nunca antes había tenido un coche nuevo, y menos uno con doble tubo de escape y 180 caballos. No sabía cómo iba a conseguir el dinero para pagarlo, pero cuando subió a ochenta con sólo una leve presión del acelerador, me pareció que era el coche que había estado esperando toda mi vida.

Después de eso, me tomé el tiempo para dirigirme al noroeste hacia Norwood Park. Eileen había decidido seguir adelante con la fiesta de Bobby. La había planeado tanto, implicando de tal forma a la vecindad, que ya no se sentía capaz de cancelarla. Sus vecinos de un lado y de otro le habían prestado sus patios para que hubiese espacio para una tienda con las bebidas y para algunos gaiteros.

Había llamado a Eileen para decirle que no me sentía en condiciones de ver a Bobby, pero me había rogado que fuera.

– Vicki, intenta comprender. Michael es su ahijado. Era como un séptimo hijo para Bobby y su gran esperanza en el departamento. Si te gritó fue porque estaba herido por Michael.

– Conmigo eso no funciona, Eileen. Michael ha querido matarme y, ¡joder!, por poco lo logra. Cuando Bobby terminó conmigo, sentí que hubiera deseado que lo hiciera.

– No, no, cómo se te ocurre pensar una cosa así -su voz sonora y cálida se quebró de pena-. ¿La hija de Tony? ¿La de Gabriella? Era a sí mismo a quien hubiera querido atacar, por haberse dejado traicionar. Él… Bobby es un buen hombre, Vicki. Y también un buen policía. Tú lo sabes. Tony jamás lo hubiese aceptado si no lo fuese. Pero no sabe qué pensar con esas cosas, tratando de explicarse por qué se enfureció contigo como lo hizo. Tiene otras virtudes, pero no ésa. Yo te pido, te suplico, que lo comprendas y seas mejor que él. Significaría mucho. Y no sólo para él, sino para mí. Así que si no quieres hacerlo por él, ¿lo harás por mí?

Así que allí estaba, con la cabeza gacha bajo un cartel de Boots Meagher en la esquina de Nagle -una foto con una sonrisa perenne proclamando que "Boots Es Chicago"- y acercándome al barrio de Bobby. El barrio de Bobby. El barrio de Michael. Donde se criaron mi padre, mis tíos, y tía Elena. De donde procedían Boots, y Ernie, y Ron. Donde todos crecieron juntos y se ayudaban unos a otros porque lo único que nunca debes olvidar en Chicago es el mirar por ti mismo.

Generalmente, cuando atravieso la línea invisible para entrar en Norwood Park siento como si estuviera entrando en el país de los Munchkin, un país de diminutas y pulcras casitas en minúsculas parcelas bien cuidadas. Ese barrio es como un espejismo: parece no tener nada que ver con el desparramado barrio sudeste, cubierto de graffiti y atestado de basura.

Pero hoy, en cambio, parecía muerto. La luz de octubre era gris y las casas parecían tristes y descoloridas. Hasta los ramilletes de flores otoñales en los pulcros jardincitos parecían faltos de viveza, los crisantemos color bronce parecían pardos, y los dorados simplemente pálidos. Deseé estar en cualquier lugar del mundo excepto allí.

Alineé mi juguete nuevo con los demás coches que bloqueaban la calle. Nadie iba a salir a poner multas hoy. Subí lentamente la corta senda. Las risas y el sonido de las gaitas procedían de atrás. Algunos grupos de gente se habían esparcido por el patio delantero. Me sonrieron y me saludaron con la alegre amistosidad de las grandes fiestas, y yo saludé a mi vez dócilmente con la mano.

Cuando llegué a la parte trasera, el gentío estaba apiñado ocupando cada pulgada de terreno, no sólo del patio de Eileen sino de los dos contiguos. Un toldo con el nombre de Bobby formado por bombillas se alzaba en medio. No vi ni las gaitas, ni a nadie conocido. Me quedé torpemente a un lado hasta que Eileen surgió de repente de la nada y me apretó contra sus grandes y mullidos pechos.

– ¡Oh, Vicki, oh, cómo me alegro de verte! Te agradezco tanto que hayas venido. Temía… Bueno, Bobby está allí. Le va a dar tanto gusto; no lo ha dicho, pero sabes… -unas lágrimas brillaron entre sus largas pestañas negras. Me cogió de la mano y se abrió paso entre la multitud hasta la parte más densa, donde estaba Bobby. Detrás de él estaba tocando un gaitero y la gente animaba a Bobby a que bailase.

Eileen esperó a que parase el clamor del reel [10] para empujarme hacia adelante.

– Bobby, mira quién ha venido.

Cuando Bobby me vio, la sonrisa se borró de su cara. Me miró con cierta mezcla de embarazo y de rigidez.

– Chicos, perdonadme -dijo bruscamente al grupo que lo rodeaba-. Necesito ver a esta joven unos minutos.

Me llevó dentro de la casa, en una lenta procesión a través del apiñamiento de alegres vecinos, colegas policías -incluso vi a la agente Neely que parecía ruborizada y relajada con su vestido color fucsia vivo- y alborotados nietos.

Dentro de la casa, dos de las hijas de Bobby estaban construyendo una gigantesca tarta. Al verlo, chillaron:

– ¡Papá! Sabes que no debes entrar aquí.

– Está bien, chicas, no he visto nada. Sólo voy a bajar a la sala de estar con Vicki unos minutos. Que no entre nadie, ¿vale?

– Claro, papi, pero pasa antes de que veas algo -nos apremiaron a bajar.

Bobby había terminado él mismo el sótano, donde instaló un cuarto de baño, suelos y paredes de verdad, y había construido literas para sus dos hijos cuando llegó a haber seis niños en seis habitaciones arriba. Sólo vivían aún en la casa dos de sus hijas, pero había dejado las literas para que durmieran sus nietos, le encantaba que se quedaran a dormir.

Encendió una lámpara y se sentó en el sofá de cuadros escoceses junto a las literas. Yo me senté en un raído sillón frente a él, junto a la falsa chimenea. Agitó con embarazo las manos, buscando algo que decir. Yo no le ayudé.

– No esperaba verte aquí -dijo por fin.

– No quería venir. Fue Eileen la que me convenció.

Miró al suelo y murmuró:

– Dije un montón de cosas la semana pasada que no debí decir. Lo siento.

– Has herido mis sentimientos, Bobby-no pude evitar que mi voz se quebrara-. Joder, tu chico de oro casi me mata y tú me hablas como si yo fuera algo así como una escoria callejera.

Se frotó la cara.

– Yo… Vicki, lo he hablado con Eileen, he intentado buscarle un sentido. No sé por qué lo hice, ésa es la pura verdad. La doctora Herschel me llamó. Por eso supe que estabas en apuros. Ya te has enterado de eso, ¿no?

Asentí en silencio.

– Yo ya sabía que había sido Mickey. Bueno, tú habías intentado decírmelo, pero hasta que ella no me dijo que le había disparado al viejo, yo… no me mires así, Vicki, me lo estás poniendo difícil y ya es bastante penoso de por sí.

Volví la cabeza hacia las colchas vaqueras de las literas.

– Llamé a John y a Finchley. Ellos no estaban tan desconcertados como yo, sabían que Mickey había estado haciendo cosas raras desde el día anterior, cuando llevaste allí ese condenado brazalete. Y habían estado preguntándose otras cosas. Claro que no me dijeron nada: yo era el teniente y él era mi muchachito rubio -soltó una risa amarga-. ¿Qué historia era ésa del brazalete? ¿Por qué lo puso tan histérico?

Se lo expliqué.

– Intenté decírtelo el miércoles. Yo no sabía lo que era, creo que no se lo había visto más de una vez o dos. Él pensó, bueno, que mientras Elena estuviera viva podía vincularlo con él. Bueno, y no sólo eso. Podía vincularlo con el incendio del Indiana Arms. Fue también él el que nos noqueó e intentó quemarnos vivas en el otro edificio -me puse a temblar ante ese recuerdo. Quise apartarlo pero no pude.

Bobby gruñó y se levantó para alcanzarme una de las colchas de vaqueros. Me la lanzó y yo me envolví en ella. Después de un rato mi temblor se calmó, pero los dos nos quedamos sumidos en nuestros propios pensamientos.

Al menos mi última visitante del día anterior había sido benigna: Zerlina, que había vuelto a coger tres autobuses, quería saber cómo había muerto su hija. Compartimos una coca y algo más de la sopa de pollo de Lotty y lloramos juntas. Sacudió sorprendida la cabeza cuando supo que Elena me había salvado la vida. "Creía que había ahogado sus sesos en alcohol desde hacía años, como para ser capaz de algo así, pero Dios vela por ti cuando menos te lo esperas".

Como si siguiera mis pensamientos, Bobby me preguntó de repente por mi tía.

– Es como si no hubiese pasado nada. Pasé anoche por el Windsor Arms, el hotel donde vive ahora. Estaba en la acera con una botella y un grupo de viejos mugrientos, mostrándoles su dedo meñique entablillado y fanfarroneando con sus hazañas. Hay gente que no cambiaría ni con un tornado, me temo -reí sin alegría.

Bobby asintió para sí mismo varias veces con la cabeza.

– Quiero que entiendas una cosa, Vicki. O al menos que lo intentes. Tony, tu padre, me cogió bajo su ala cuando entré en el cuerpo. Debía de tener la treintena pasada, catorce años más que yo. Había un montón de tipos que volvían de la guerra entonces, no nos facilitaban las cosas a los novatos. Tony cuidó de mí desde el primer día. Yo creí que podría hacer lo mismo con Mickey y me duele, me duele mi orgullo como dice Eileen, por haberme podido equivocar tanto. No paro de decirme: ¿qué pensaría Tony, si me viera cometiendo un error tan garrafal?

No parecía esperar respuesta, pero le di una de todas formas.

– Sabes qué diría, Bobby, que cualquiera puede tener un fallo, pero que sólo el imbécil se revuelca en él.

Bobby sonrió dolorosamente.

– Sí, bueno, tal vez. Sí, probablemente. Pero eso es lo que tienes que entender, Vicki. Creí que lo mejor que podía hacer para devolverle a Tony todo lo que había hecho por mí era cuidar de ti. Nunca pude entender la forma de educarte de Tony y de Gabriella, no te hacían preocuparte por las cosas que preocupaban a mis hijas. Y es que a mí no me parecías una chica de verdad, por las cosas que te gustaban y que querías hacer. Y ni siquiera estoy seguro de que me cayeras bien. Sólo pensaba que se lo debía a Tony, lo de cuidar de ti.

Creí que había terminado, pero sólo se interrumpió para hacer crujir sus nudillos, para ayudarse a vencer la dificultad.

– Así que no eres como las demás chicas. Eileen… Eileen nunca dudó ni un instante, siempre te ha querido como a su propia hija. Pero yo no sabía cómo manejar eso. Y luego, cuando descubriste a Mickey, él era como mi hijo, y tú eras como un monstruo y una extraña. Pero si él hubiese tenido tus agallas y tu rectitud, jamás se hubiera juntado con esos compinches suyos, eso para empezar. No hubiera cavado así su propia tumba. Así que he tenido que pensar en todo eso. Pensar en ti, quiero decir. Desde el principio. Quiero a mis hijas. No quiero que sean distintas de lo que son. Pero tú eres la hija de las dos personas que más quería, después de Eileen, y no puedes hacer las cosas de modo distinto a como las haces, no tienes por qué, habiéndote criado Gabriella y Tony. ¿Entiendes?

La puerta se abrió en lo alto de las escaleras y Marianna, la hija de Bobby, le llamó:

– ¡Papá! ¡Hay gente que te está esperando!

– ¡Subo ahora mismo, cielo! -gritó a su vez-. ¡Que no empiecen sin mí!

Se levantó.

– ¿Vale? ¿Es suficiente?

Me levanté también.

– Sí, creo que es suficiente -hurgué en mi bolsillo y le tendí un paquetito-. Te he comprado esto al venir. Sólo por si acaso, sabes, sólo por si acaso me entraban ganas de hacerte un regalo.

Quitó el papel y abrió la cajita. Cuando miró su contenido y vio la insignia de Tony descansando sobre el algodón, no dijo nada, pero, por segunda vez en una semana, lo vi llorar.

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